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Capítulo 8

Repasando por su cabeza todas las cosas que habían sucedido el día anterior, Mirai terminó de acomodar los bocadillos que había preparado en una cesta. Hizo de más con la ayuda de Hikari, precisamente para no quedarse corta.

Las escenas del niño mueriendo desagrado amenazaban con destruir su cordura, la forma en que ella se aferró a la vida del menor y como esto había prolongado su sufrimiento la hicieron sentirse mal. Afortunadamente había otro factor que azotaba sus pensamientos, una persona en específico. Creo que todos sabemos quién es.

Una vez los preparativos estaban listos, la joven castaña fue hasta su cuarto. Se peinó sutilmente sus largos cabellos, se acomodó el vestido y esbozó una sonrisa forzada frente al pequeño y roto espejo de la habitación. Antes de salir pasó por su cama y depositó un suave beso en la frente de Hikari, su hermana había dormido con ella.

Mirai se acomodó la capucha, sujetó la cesta con ambas manos y salió rumbo al exterior. El ambiente en el pueblo no había cambiado mucho en los últimos meses, era difícil encontrar una sonrisa entre tanta niebla, pero con la llegada del cazador todos habían recuperado la esperanza, la misma que se esfumó ayer cuando el hombre más fuerte de Alemania apareció solo para decir que no fue capaz de cazar al hombre lobo.

Tal vez porque durante un poco de tiempo existió esa escasa sensación de que estarían a salvo, a Mirai se le hizo más deprimente que nunca observar cómo, en las calles, todas parecían almas en pena. La gente se movía con miedo, temblaba en cada esquina, comenzaban a despertar los sentimientos más oscuros de su interior.

La pequeña aldea estaba al borde del colapso por la amenaza del inminente final que les aguardaba.

Mirai negó con su cabeza ante aquellas ideas que se le clavaban como cuchillos afilados. Ella había decidido confiar en el cazador y en la esperanza.

Sus pasos la llevaron al lugar donde creía que lo iba a encontrar. El chico se mostraba más estoico que nunca, ahora sí parecía estar al acecho de cada acción o movimiento que diera alguno de los aldeanos.

Mikey se encontraba sentado sobre el mismo tejado, con la barbilla apoyada en la espada que tenía clavada sobre la nieve del techo. Sus ojos inquietos escrutaban hasta el más mínimo detalle que se le pudiera estar pasando por alto. Al contemplar a Mirai saludándolo con una sonrisa y un leve movimiento de manos, no le quedó más remedio bajar de un salto, de esos a los que ya estaba acostumbrado.

—Buenos días —dijo ella, sonriéndole dulcemente, como si todo lo que habían experimentado el día anterior nunca hubiera pasado. Se acercó hacia él y comenzó a buscar en la cesta algunos de los panecillos que había preparado esa mañana—. Vine a traerte algo de comer. Estoy segura que desde ayer no pruebas bocado.

—Maravillosa deducción —comentó con sorna Mikey. Dibujó una sonrisa juguetona, pero miraba con el rabillo del ojo los rincones del lugar. Siempre alerta.

Mirai sacó de la canasta los bocadillos envueltos en un trozo de tela y se los extendió.

—Toma, son para tí —añadió Mirai, esbozando una sonrisa de lado a lado—. Espero que te gusten.

—Puedes quedarte y descubrir sí es así —bromeó Mikey, tomando los bocadillos. Iba a dejar escapar una sonora carcajada, pero el cosquilleo de su piel rozando la de Mirai lo detuvo. Se quedó estático, con sus manos sujetando las de la chica. Alzó la vista para observarla

Mikey no sabía que tenía aquella mujer, pero sus orbes eran como una galaxia en la que quería nadar. Se sentía fuera de este mundo cuando se tocaban. Y las sensaciones de sus miradas encontradas, justo como en ese instante, no tenían explicación.

Estuvieron durante breves segundos en esa posición, perdidos en el rostro del contrario. Aquello se hubiera prolongado mucho más si Mirai lo hubiera permitido. La castaña se separó lentamente y apartó sus ojos de los oscuros orbes de Mikey, con las mejillas ligeramente sonrojadas.

—Lo siento, hoy tengo algo que hacer —confesó, retrocediendo dos pasos—. En realidad solo pasaba por aquí antes de ir a mi destino porque me preocupaba tu salud.

—¿A dónde vas?

Mirai se encogió de hombros, mirando al suelo. Jugueteó con la canasta entre sus manos y escondió sus labios detrás del cuello de tela de la capucha que traía puesta. Su expresión se tornó triste y culpable.

Entonces Mikey comprendió.

—MiMi, nos conocemos desde hace pocos días, pero siento que sé exactamente que es lo que vas a hacer —expresó el rubio, tornando más seria su mirada—. Te estás metiendo en un terreno pantanoso. Olvídate del asunto.

—Lo siento, pero no puedo —siseó la joven, dibujando una ligera sonrisa. Encaró a su receptor—. Debo hacer algo.

—MiMi...

—Y no vas a convencerme de lo contrario —tajó, cortando la frase de Mikey—. Es una madre que acaba de perder a su hijo, debe estar zumbida en la desesperación. Al menos me gustaría estar con ella en sus peores momentos.

—Eso tampoco te corresponde —sinceró el cazador, frunciendo el ceño. Intentó sonar y verse lo suficientemente serio y cortante para sacarle la idea de la cabeza.

—Lo sé —contestó, para sorpresa del chico. Esbozó una ligera sonrisa y comenzó a caminar marcha atrás—. Pero al menos voy a intentarlo.

Las últimas palabras de Mirai quedaron en el aire tras acelerar el paso. Su andar veloz la llevó a dejar detrás de ella a Mikey, quien seguramente seguía inconforme con su decisión.

Bamberg era un pueblo bastante grande, comparado con los otros que se encontraban cerca, pero quienes habían vivido ahí toda su vida solían conocer a la perfección las calles. Todos habían hablado aunque sea una vez o se habían visto. Eran como una famila. Por eso a Mirai no le fue difícil llegar hasta la casa de Maya, la madre del niño que había muerto.

La castaña tomó un poco de aire, se aferró a la canasta y, cuando se encontró lo suficientemente lista para tocar la puerta, esta se abrió antes de que ella pudiera completar la acción.

Al otro lado del humbral se encontraba Maya. Traía una gran túnica que le cubría la cabeza y todo el cuerpo, escondiendo sus ropajes y quizás algo más bajo las telas. Tenía un semblante más que triste, resentido. Era como si estuviera decidida a hacer algo, pero la mera presencia de Mirai ahí se lo hubiera impedido.

—Buenos días, Maya —entonó la menor. Debía ser muy cuidadosa, no podía mostrarse ni desanimada ni contenta, había una delgada línea en la que debía mantenerse para no cruzar hacia ninguno de los dos lados. Era una cuestión de respeto por su dolor.

—¿Mirai? —inquirió en voz baja la mujer, encogiéndose de hombros. Susurró para sí misma algo y luego negó con su cabeza—. ¿Qué haces aquí?

—Vine a traerte esto —dijo valiente la castaña, alzando la cesta para mostrársela—. Aprendí a hacerlos hace poco y me gustaría poder compartirlos contigo. Si no es mucha molestia, claro.

Maya se quedó pensativa durante unos segundos. Completamente inmóvil frente a la puerta. Intentaba esconder algo de Mirai, pero la chica era tan inocente que no se daba cuenta. Al final terminó por hacerse a un lado, forzando una sonrisa.

Dejó pasar a Mirai y luego se adentró ella. Miró una última vez el pueblo completamente seria, justo antes de cerrar la puerta a sus espaldas.

El interior de la casa estaba oscuro, con un aura deprimente. Era comprensible el ambiente tan terrorífico que tenía el lugar, sabiendo las circunstancias.

Mirai caminó lentamente, tomándose el tiempo suficiente para observar todo a su alrededor. Estaba absorta en las vistas que, de algún modo, le recordaban a lo que alguna vez había sido su casa.

—Toma asiento —dijo de la nada Maya. Había aprovechado el ensemismado estado de su compañera para quitarse aquella capucha y soltar el arma que tenía oculta en una esquina. Le dedicó una débil sonrisa a Mirai cuando esta giró su rostro para verla y luego se dirigió a la cocina—. Prepararé algo de beber.

Mirai asintió entusiasmada y tomó lugar en una de las sillas de la gran mesa que había. Veía a Maya mucho mejor de lo que esperaba, sabía que esa mujer tenía un profundo dolor, pero la alegraba ver que no se estaba sumergiendo en él.

Al sentarse, sintió algo debajo de ella. Se levantó, lo tomó y luego volvió a su lugar. Entre sus manos se encontraba un pequeño abrigo negro, uno que seguramente pertenecía a Daniel. Lo examinó y de cierta forma sintió que los recuerdos de la noche volvían a azotar su cabeza. La mano ensangrentada del niño, su rostro sin vida, los llantos de sus padres. Se le rompió el corazón y casi comienza a llorar, de no haber sido por la voz de Maya.

—Era de mi pequeño —comentó de la nada la mayor, colocando dos tazas de té sobre la mesa. Una frente a Mirai y otra en el lugar en el que ella se colocaría. Entonces alargó sus manos para capturar el pequeño abrigo, lo abrazó contra su pecho y olió su exquisito aroma—. Me hace pensar que regresará en algún momento.

—Lo siento mucho —murmuró la castaña, dándole vueltas a la taza.

Maya, que se encontraba absorta en el aroma de las telas, miró a Mirai.

—No fue tu culpa —dijo, colocando el abrigo sobre su regazo. Se acomodó sobre la silla y le dedicó una sonrisa triste a la muchacha—. La culpa la tiene el hombre lobo. Ese maldito me arrebató a mi hijo. Ojalá poder ver a su raza extinguirse.

Mirai se encogió de hombros y sintió que una flecha se le clavaba en el corazón. Lo peor era que podía entender los retorcidos deseos de Maya, estaban más que justificados. Aún así le dolía escuchar aquello siendo ella una licántropo.

—El cazador se encargará de ellos. Ten fé —susurró, de forma tranquilizadora. La aterradora idea de Mikey atravesándole el pecho con su espada, con el rostro cubierto con su sangre y una expresión de asco la hizo retorcerse en el asiento. Tuvo que negar con la cabeza para sacarse esos pensamientos.

—El pueblo lleva teniendo fé desde que desapareció la primera mujer —siseó Maya, soltando una pequeña risita tensa—. Tener fé no nos ha ayudado de nada, Mirai. Dios no existe, si existiera me hubiera llevado a mí y no a mi hijo.

—¡No digas eso! —exclamó la castaña, dando un pequeño brinco en el lugar. Colocó una mano sobre la de Maya y se acercó a la mujer—. Por favor no digas eso, a Daniel le rompería el corazón.

—¿Nunca has tenido una persona por la que darías la vida encantada? —preguntó, mirando la mano de Mirai sobre la suya. Una lágrima surcó su mejilla, pero no se mostraría abatida.

—Por supuesto que sí... —contestó la de orbes grisáceos en voz baja, devolviéndose nuevamente hacia su antiguo lugar. Tomó la taza de té entre sus manos y le dio un sorbo.

—Pues eso. Yo también daría la vida por mi hijo y por hacer justicia, no importa cuánto cueste —insinuó Maya, dándole un sorbo también a su té.

—Daniel no lo querría así —refutó la joven, perdiendo cada vez más fuerza.

—Daniel ya no está aquí, y esa es la principal razón por la que estoy cayendo en la locura —rebatió Maya, tomando el abrigo de su hijo para abrazarlo nuevamente.

Mirai intentó decir algo más, pero la lengua se le trabó. Comenzó a sentirse mareada y su cuerpo le pesaba. Por un momento pensó que se caería de la silla, así que tuvo que aferrarse con fuerza a la mesa, de tal modo que el té se vertió sobre la madera y la taza terminó por impactar contra el piso.

El cristal se hizo pedazos.

—¿Qu-qué me su-suce-de? —balbuceó. El peso de su cabeza fue demasiado para el cuello y terminó por dejarse caer sobre la mesa. Había perdido absoluta movilidad.

—Lo siento, Mirai —dijo Maya, poniéndose en pie. Se colocó el abrigo de Daniel sobre los hombros. Comenzó a caminar de lado a lado, tomó el arma cargada que había escondido, se colocó la gabardina y, frente a la puerta, se giró para ver a la muchacha—. Me pareces una chica increíble, pero sabía que intentaría detenerme y no quiero que me detengas.

Mirai veía todo dar vueltas y tenía un pitido en el oído, pero pudo escuchar con claridad aquellas líneas. Se tomó la atribución de examinar a Maya y, comprendiendo sus palabras, quiso detenerla. Reunió todas sus fuerzas para intentar ponerse en pie, pero solo consiguió unos bruscos movimientos que la obligaron a caer acostada sobre el suelo. Luchó por arrastrarse y pudo avanzar únicamente dos metros, pero sentía que la conciencia la iba abandonado, obligándola a caer en un profundo sueño.

—Po-por fa-favor no lo ha-hagas —rogó desde el suelo, sin poder moverse ni un milímetro más. Estiró su mano para alcanzar a Maya, pero la aludida se encontraba demasiado lejos—. El hombre lo-lobo es demasiado.... Morirás.

—Será él o yo... —respondió Maya, dándose media vuelta—. Pero esta noche correrá la sangre.

Mirai intentó decirle algo más, gritarle que no se fuera cuando la mayor estaba haciendo precisamente eso, caminar hacia su muerte. Desgraciadamente todo se fue volviendo más y más negro, lo que antes eran pequeñas manchas en su visión terminó por volverse completamente oscuro. Los párpados le pesaban, no podía mantenerse despierta.

Mirai perdió el conocimiento.

Mientras dormía, las pesadillas la azotaron. Daniel aparecía serio en sus sueños, sin decir una palabra, guiándola por el bosque blanco y desierto hasta el cadáver de Maya. El chico apuntaba con su dedo a la protagonista.

En ese momento el lobo, que devoraba el cuerpo sin vida de Maya, se percató de la presencia de Mirai y se abalanzó sobre ella. La joven intentó usar sus fuerzas para apartarlo, intentó transformerse, pero nada servía. Así fue como, mientras el licántropo le mordía el brazo izquierdo, Daniel la observaba estático, desde su misma posición, justo al lado de Maya.

—¡Mirai!

El grito desesperado de Mikey hizo volver a la realidad a la mencionada. Mirai abrió sus ojos bruscamente con la respiración entrecortada. La pesadilla la había dejado con un mal sabor de boca.

Se descubrió a sí misma en el piso, en los brazos de Mikey, el la rodeaba, buscando despertarla. Detrás de él se encontraba el esposo de Maya y el cura.

Ella todavía estaba en shock, le costaba respirar. Se aferró a los brazos de Mikey, tratando de recompenerse. Lo que la devolvió a la vida fue sentir como el cazador la abrazaba con todas sus fuerzas, obligándola a esconder su rostro en el pecho del chico, enredando sus dedos en sus largos cabellos castaños, brindándole calor.

Mirai recobró la conciencia tras aquello. Ya no sentía las mordidas del lobo, ni la dura mirada de Daniel, ni el dolor de descubrir el cadáver de Maya. Por un momento solo hubo espacio para la calidez.

—Gracias a dios —dijo el cura, haciendo un rápido rezo.

Mirai se separó de Mikey tras escuchar aquello. Lo miró a los ojos y luego examinó el lugar. Era la casa de Maya, todo seguía exactamente igual, salvó que ahora, con la puerta abierta, ella pudo identificar que había oscurecido.

—Estuviste todo el día desaparecida —comenzó a explicar Mikey, notando la potente mirada de Mirai hacia el exterior—. Comencé a preocuparme así que vine a buscarte.

Mirai se sintió enternecida por esas palabras, pero no tenía tiempo para pensar en ellas. Hizo el ademán de ponerse en pie, pero los músculos le fallaron y casi cae al piso, de no ser por Mikey, quien la logró sugetar a tiempo, así hubiese sido.

—Fue a buscar al lobo —informó, recuperando la voz. Lentamente iba obteniendo el dominio sobre su cuerpo. Se apoyó sobre el pecho de Mikey, miró al esposo de Maya y luego al cazador—. Debe estar en el bosque buscándolo. Debemos salvarla o será demasiado tarde.

Mikey mantuvo su semblante serio.

—No puedes salvar a alguien que no quiere ser salvado —informó el rubio. Consciente de que, si bien haría todo lo posible por detener al hombre lobo, el deseo de Maya iba más allá de la venganza, ella ya no quería vivir sin su hijo.

Mirai se detuvo a pensar en esas palabras. Eran ciertas. La convicción que ella había tenido para ir hasta ahí, fue la misma que tuvo Maya para salir a cazar al hombre lobo por su cuenta. Era algo contra lo que no podía luchar.

—Por favor... —le dijo, en tono bajo, aferrándose a la camisa del chico.

Mikey apretó a Mirai contra sí mismo y le dedicó una fugar mirada al esposo de Maya, ambos asintieron a la vez.


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