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Capítulo 7

Nozomi y Hikari se miraron mutuamente con el semblante apagado. Se encontraban paradas frente a la cama de Mirai, habían permanecido ahí desde hacías largos minutos, observando a la castaña. Estaban preocupadas.

Al final Nozomi se acercó hacia su hija, se sentó en la orilla de la cama y colocó su mano sobre la cabeza de Mirai.

La joven protagonista se encontraba llorando. Estaba sentada sobre la cama, abrazada a sus pies, con la cara enterrada en sus rodillas. Ya se había bañado y cambiado de ropa. Su mente seguía estancada en el momento en que Daniel murió. Repetía una y otra vez en su cabeza la escena, torturándose.

Al sentir el dulce tacto de su progenitora, Mirai no tuvo más remedio que alzar la vista para mirarla. Veía todo borroso y, a causa de las lágrimas, se le hizo difícil enfocar a Nozomi.

—Mirai, cariño. Necesitas descansar —susurro con voz apacible la mayor. Había olvidado todo el enfado que tenía con su hija cuando llegó a casa y la encontró en semejante estado. En ese momento solo quería que su sonrisa habitual regresara.

—Mamá, Daniel murió en mis brazos —dijo ella, extendiendo sus manos. Las miró, con los ojos bien abiertos y todo comenzó a temblar. Vio la sangre nuevamente sobre su piel en una jugarreta de su cabeza contra ella. Entonces se las llevó a la cara y ocultó su rostro para volver a llorar—. Murió en mis brazos y no pude hacer nada para evitarlo. ¿Qué clase de enfermera soy?

—Mirai, eres una enfermera, no dios —respondió la madre, acariciando los largos cabellos de la aludida—. No podías hacer nada, nadie podía. Debes dejar de culparte.

Mirai comprendía que Nozomi tenía razón, que ni teniendo todos los conocimientos médicos de su época hubiera sido posible salvar a ese niño de su destino. Pero una parte de ella estaba destruida por tener que aceptar esa realidad.

Estaba cansada de ver morir personas inocentes.

Se recostó sobre el colchón, se puso en posición fetal y se tapó hasta la cabeza. Indicó sin palabras que la conversación había llegado a su fin y que, por el momento, solo quería llorar.

Nozomi comprendió y respetó el deseo de su hija. Se puso en pie y tras dar un largo suspiro miró a Hikari, a quien le dedicó una gentil sonrisa. Comenzó a caminar y cuando pasó por el lado de la menor, le colocó una mano en el hombro en señal de apoyo, luego siguió su camino hasta su cama. Estaba agotada.

La pequeña no soportaba ver a Mirai en ese estado. Eran demasiadas tragedias en ese asqueroso pueblo, las mismas que estaban apagando lentamente la luz de la sonrisa de su hermana mayor. Mirai era demasiado empática y siempre que no podía salvar a alguien sufría y se culpaba, con el paso del tiempo las muertes fueron aumentando, lo que aumentaba también la carga que llevaba la chica.

Hikari guardó silencio y se acostó junto a Mirai. Al ver que su hermana no se oponía o ponía resistencia, aprovechó para colarse entre las sábanas. Le tocó el hombro a su hermana y esperó a que esta se volteara hacia ella para colocar una mano reposando en la cama frente a sus rostros.

Mirai dejó de llorar por un instante y tomó la mano de Hikari. Aquello logró tranquilizarla un poco.

—Siempre que tenía miedo de los hombres lobos tú me tomabas de la mano así. ¿Recuerdas? —inquirió con una sonrisa la azabache—. Pasábamos las noches de luna llena así hasta que me cambiaste por Celeste.

Mirai dejó escapar una risita tras escuchar el deje de celo que había empleado su hermana para referirse a su mejor amiga. Desde que ella era un hombre lobo, había tenido que huir con Celeste todas las noches para proteger a su familia de sí misma, pero eso no podía decirlo.

—Como tú tienes miedo, ahora lo hago yo por tí —completó Hikari, retomando su tono serio pero con una leve sonrisa. Apretó la mano de su hermana mayor y se acercó más a ella.

—Yo no tengo miedo —siseó la castaña, abriendo ligeramente su boca sin entender bien.

—Si lo tienes —aseguró la menor, ensanchando un poco su sonrisa—. Tienes miedo del mundo.

Mirai cerró sus ojos en respuesta. Puede que Hikari tuviera razón y la aterrara todo lo que estaba ocurriendo en su vida y a su alrededor. Le daba tanto miedo vivir. Tenía miedo de despertar mañana y que hubiera otra víctima, de ser asesinada por el hombre que revolvía todos sus pensamientos, de dejar sola a su familia.

Durante los sigue minutos, ambas se mantuvieron en esa posición. No se durmieron, pero se encontraban tan en paz que hacerlo no era necesario para descansar.

Poco a poco el llanto de Mirai se fue convirtiendo en un vago recuerdo.

—Mirai, necesitas comer algo. Hace horas que comes nada —comentó de la nada Hikari, llamando la atendieron de su hermana.

En ese momento la protagonista abrió sus ojos de par en par, se separó de Hikari y se sentó bruscamente sobre la cama mientras se quitaba la sábana de arriba. Eso era cierto, desde hacía mucho que ella no comía nada, y si así era su caso, ni imaginar él...

—Hi, necesito tu ayuda con algo.

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Mirai caminó por las calles desiertas de su pueblo. Se podía escuchar el viento crujir y los grillos cantar. Las puertas y ventanas de las casas estaban cerradas y solo se encontraban encendidos los farolillos que colgaban. Era una noche demasiado tranquila para todo lo que había ocurrido en el día.

La joven chica se aferró a la cesta que traía en su mano cuando sus pasos la llevaron al lugar donde pensaba que lo encontrarían, dónde lo encontró. Se detuvo frente al techo en el que se hallaba sentado Mikey, alzó su rostro y dejó que su mirada se encontrara con la de él en silencio.

No habían sonrisas esa vez, no habían palabras animadas ni actitudes juguetonas. Simplemente dos personas que se devoraban el alma con solo mirarse a los ojos. En la oscuridad de los ojos de él, las estrellas brillaban con mucha claridad, algo que no ocurría en los ya de por sí relucientes orbes de Mirai.

El viento sopló, moviendo sus cabellos, la capa del joven y el vestido de la chica. Pequeños copos de nieve adornaban el ambiente nocturno, se veían más hermosos gracias a la tenue luz que proporcionaban las llamas de los farolillos.

Mirai se percató tras unos segundos que debía moverse. Comenzó a andar hasta llegar a una vieja escalera de madera bastante rohida que alguien había dejado ahí. Seguramente la habían puesto para llegar al cazador con facilidad. Ella no se quejaba porque eso la ayudaba en su camino hasta el techo. Se acomodó la cesta en una mano y con ambas comenzó a subir cuidadosamente.

Casi le saca un suspiro la profunda mirada de Mikey que la esperaba al llegar a arriba. Él no había dejado de verla ni un solo instante y eso la puso nerviosa, bastante ansiosa y con el corazón a mil. Tragó en seco cuando se incorporó por completo, dio cinco pasos y se sentó a un metro del chico.

—Esto es para tí —susurró ella, con las mejillas sonrojadas. Le extendió su canasta y esperó a que él la tomara. Al ver que tardaba en hacerlo, la removió un poco y se encogió de hombros—. Lo he hecho yo.

Mikey terminó por tomar la dichosa cesta y la colocó en el lado contrario a dónde se encontraba Mirai. Sacó un pan casero y comenzó a comérselo en silencio, vislumbrando la ciudad.

Mirai hizo lo mismo, incómoda con el silencio. Lo miraba de solsayo, dibujando con su mente su figura. Él se encontraba comiendo lentamente, a diferencia de la primera vez.

—Lo siento mucho —soltó de repente la protagonista, metiendo sus brazos entre sus pies. Su sonrojo aumentó un poco—. Yo de verdad no creo que seas inhumano y que no tengas sentimientos.

Mikey dio la última bocada a su pan. Alzó una pierna y apoyó su brazo correspondiente sobre la rodilla. Miró en silencio a Mirai.

—Lamento mucho todo lo que dije, no es lo que pienso en realidad —sinceró la castaña, doblando su rostro para mirarlo también.

—Cuando tenía doce años encontré a mi hermana deforme en nuestra casa. Estaba tirado en el suelo, muerto, y su sangre estaba por todo el lugar —relató sin escrúpulos Mikey, su expresión no había cambiado ni un poco. Todavía estaba serio, con los ojos caídos. No parecía afectarle para nada lo que estaba diciendo—. Mi mejor amigo convertido en hombre lobo lo había asesinado.

—¡Eso es horrible! —exclamó Mirai, llevando ambas manos a su boca. Sus ojos se cristalizaron por instinto, sin dar crédito a lo que escuchaba.

—Mi padre murió antes de que yo naciera, mi madre fue víctima de una enfermedad unos años después. Mi hermano y mi mejor amigo eran lo único que tenía, y los perdí a los dos la misma noche —siguió, tranquilo. No se movía, pero detallaba cada maldita expresión que hacía Mirai—. Ese día lloré hasta el amanecer, lloré tanto que creo que ya no tengo lágrimas. Fue la última vez en mi vida lloré, de hecho. Desde entonces no siento dolor ni tristeza. Así que lo que dijiste de mí es cierto, dejé de ser humano el día en que perdí a la única familia que me quedaba.

Mirai negó rotundamente acercándose a él. Se secó las lágrimas bruscamente con la manga de su vestido y lo miró fijamente.

—No es así. No eres inhumano, simplemente eres una persona demasiado fuerte. Has pasado por mucho y todas esas experiencias te han convertido en el hombre que eres ahora, uno que no es capaz de llorar por la muerte de un niño pero que será capaz de matar para proteger a muchos más. Cargas mucho contigo, pero eso solo te convierte en alguien fuerte. Es lo que he pensado desde que te conocí —revatió la chica, colocando ambas manos sobre su regazo. Dibujó una pequeña y nostálgica sonrisa, todavía con los ojos cristalizados—. Desde la primera vez que te vi pensé que tenías la sonrisa más grande que jamás hubiese visto, pero que detrás de ella ocultabas muchas cosas. Yo pienso que las personas fuertes son las que más se rompen cuando están tristes. Y no quiero que suceda, pero si llega el día en que vuelvas a estar triste, cuando todas esas emociones te agobien descubrirás que eres humano.

Mikey abrió ligeramente sus ojos tras escuchar aquello, no daba crédito a lo que escuchaba. No podía creer que Mirai pensara todo eso en serio. ¿De qué clase de libro estaba sacado esa chica?

—Mi padre era así —concluyó Mirai, clavando sus orbes sobre la tela de su vestido—. Era un hombre fuerte, cómo tú.

—¿Era? —preguntó interesado él.

—Murió hace unos meses —contestó Mirai, forzándose a mantener su sonrisa. Agachó nuevamente la mirada y ella misma fue testigo de como las lágrimas cayeron de una en una sobre su vestido—. Fue víctima de un hombre lobo.

Mikey se cruzó de piernas y dejó de lado su semblante serio y estoico. Estiró una mano y con ella acomodó el cabello de Mirai que caía alrededor de su cara detrás de la oreja, solo para poder verle el rostro.

—Yo no soy tan fuerte como tú y lo lloro todos los días. Mamá ha aprendido a mirar hacia adelante, mi hermana buscó su propia fortaleza en la venganza, pero yo... Yo sigo despertando cada mañana esperando verlo, y eso es horriblemente doloroso —confesó, abriéndose.

Mirai no podía hablar de eso con su familia para no echar sal en la herida, todos se enfrentaban a la perdida a su manera. Celeste ya tenía suficientes problemas, como para añadir uno más a la lista. Y Mirai no tenía más amigos. Era la primera vez que hablaba de los sentimientos que le provocaban la muerte de su padre. Le parecía raro que fuera con un completo desconocido, pero como él le había contado su pasado, ella quería devolverle esa confianza.

—Quiero convertirme en alguien que sea capaz de recordarlo con una sonrisa y no... Así —Mirai se limpió las lágrimas nuevamente, esta vez de forma más pausada.

Mikey la ayudó al ver lo torpe que era y las pocas fuerzas que tenía. La tomó de los brazos y la obligó a ponerse en pie. Fue deshaciéndose de toda lágrima que se atreviera a invadir el rostro de la chica. Al concluir no movió sus manos, las dejó depositadas sobre las mejillas de Mirai. Inclinó ligeramente su cuello y la examinó sin vergüenza.

—Te prometo que mataré al hombre lobo que le hizo eso a tu padre.

Mirai dejó escapar una risita. Sus mejillas ardieron ligeramente, pero eso no la detuvo. Alzó sus manos y las colocó sobre las de Mikey.

—Gracias, pero no tengo un deseo tan ambiguo cómo la venganza —confesó, elevando las comisuras de sus labios a su máximo explendor—. Yo solo quiero que ninguna familia más tenga que pasar por lo que está pasando la mía.

Tras escuchar aquello Mikey no pudo evitar esbozar una gran y sincera sonrisa.

—¿Qué sucede? —cuestionó ella, al divisarlo así. Era la primera vez que veía aquella atractiva y real sonrisa en el rostro del cazador.

«No sabía que podía sonreír así»

—Eres un espécimen raro —respondió el rubio—. Eso me gusta.

Mirai abrió sus ojos de par en par y retrocedió, encontrando la cordura en quella descabellada situación. ¿Qué está a pasando? ¿En qué momento habían llegado a eso?

—Es tarde ya. Yo debería volver a casa. Si mamá me ve fuera me mata —comenzó a divagar la joven, de vez en cuando se le escapaba un balbuceo.

Mikey dejó escapar una amplia carcajada por el comportamiento infantil de Mirai.

—Te acompaño. Y no se te ocurra decirme que no hace falta porque no pienso dejarte ir sola cuando hay un hombre lobo suelto por ahí —añadió lo último tras verla con intenciones de negarse.

A Mirai no le quedó más remedio que asentir. Tenía razón.

El primero en bajar fue Mikey, luego la ayudó a ella. Caminaron de regreso hacia la casa de Mirai en un largo recorrido de diez minutos. Ni siquiera un aullido se escuchaba, al parecer el hombre lobo estaba satisfecho y no saldría a cazar esa noche.

Mirai se despidió con una sonrisa de Mikey y, cuando se dispuso a caminar hacia el interior de su hogar, el chico la tomó de la mano, obligándola a voltearse.

—MiMi, no desaparezcas dos días —solicitó, mirándola a los ojos. Cuando ella asintió soltó su mano y se quedó de pie, ahí, esperando hasta que la vio cerrar la puerta.

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