Capítulo 10
El silencio hizo eco entre los presentes mientras la fría nieve les empapaba los hombros. El cielo estaba oscuro, lloroso, empático con la situación que se estaba desarrollando.
El pueblo esperó a que la tormenta se apaciguara para enterrar los restos de Daniel en su propio cementerio, el lugar donde iban aquellos que preferían ser absorbidos por la tierra en vez de por el fuego.
Había varios presentes, tratando de brindarle apoyo a la pobre pareja que había perdido a su hijo, otros muchos se había ausentado por el pesar que causaba en sus almas y porque no eran capaces de presenciar aquello. La verdad era que, estando o no, no existía una persona en el pueblo que no sintiera dolor, exceptuando al causante de semejante atroz acto.
La única voz que resonaba cómo espadas que se clavaban en la piel era la del sacerdote, que decía unas últimas palabras para el pequeño que ya se encontraba bajo tierra. Y mientras él aseguraba que dios resguardaría a esa alma bajo su seno, los trabajadores echaban lo que faltaba de nueve sobre la tumba.
Mirai observó en silencio, con los hombros caídos y las lágrimas surcando sus mejillas. Se había puesto su único vestido negro y se encontraba cubierta con su capucha, hoy había un frío expecional, uno que le erizaba la piel. Se mantuvo en esa posición minutos, horas. Inclusive cuando la población fue abandonando el lugar después de darle las condolencias a Maya y su esposo. Ella no podía moverse.
Ser una licántropo la hacía sentirse el doble de culpable, porque pese a tener el poder para salvar a Daniel, no pudo hacerlo. Además, era de la misma raza del hombre que había sido capaz de, para sasear su sed de sangre y volverse más fuerte, arrancarle la vida un pobre niño.
El propio sacerdote había abandonado el lugar y, después de llorar mucho tiempo, Maya y su esposo se dispusieron a eso también, hasta que la mujer vislumbró por el rabillo del ojo a Mirai en una esquina.
—Mirai...
Hasta que la aludida no escuchó su nombre de los labios de Maya y alzó la vista para dedicarle una ojeada al lugar no fue consciente de cuánto tiempo había pasado. El cementerio se encontraba completamente desierto, con solo ellas en ese lugar.
—Maya, yo-
—Mirai, júrame que tú no mataste a mi hijo —exigió de forma sublime Maya, con la mirada muerta. Mantenía una distancia prudente de la protagonista.
La chica abrió los ojos como platos tras oír aquello. Su labio inferior le tembló y por un momento quiso caer al suelo. El mundo se le venía encima solo por lo que podía significar esa frase.
—¿De qué estás hablando? —inquirió, temblorosa, quiso acercarse a la mujer pero al verla retroceder se detuvo en el lugar. Maya quería mantener las distancias y era evidente el por qué.
—Tu té... —soltó, cruzándose de brazos—. ¿Cómo puedes ser tan ilusa?
Mirai encajó las piezas en su mente. Los hombres lobo no podían ser envenenados ni sufrir las consecuencias de alguna sustancia similar.
—¿Qué le pusiste?—-cuestionó, tragando con un hilo de voz. Tenía el corazón en la garganta, latiéndole a mil por hora. Temía escuchar la respuesta, pero era algo que debía afrontar.
—Jazmin —sentenció Maya, seca como una hoja de otoño. Estaba reprimiendo las inmensas ganas que tenía de desquitarse con la jovencita frente a ella.
La protagonista sintió su mundo caerse, así que ella lo hizo, dejó que sus rodillas impactaran contra la fría nieve. Unos inmensos deseos de vomitar la atacaron y, entre tocidas y arcadas tuvo que contenerse para no hacerlo oficial. Los ojos se le nublaron y los recuerdos de aquel día la atacaron.
El jazmín era una pequeña e indefensa flor, al menos para los humanos. Los licántropos perdían varias capacidades físicas cuando estaban cerca del jazmín, e ingerirlo podía provocarles desmayos y en casos extremos la muerte.
—¡Júrame que no fuiste tú! —exclamó Maya, llorando nuevamente. Durante los últimos días había tratado de apagar su humanidad y mantenerse viva solo esperando a que el cazador encontrara al culpable de la muerte de su hijo, pero ante Mirai, una joven lobo, ella no podía mantener su fachada de reina de las nieves.
Mirai sintió las lágrimas caerle sobre los puños cerrados de su mano. El sabor a jazmín le respaba el cielo de la boca y los recuerdos de Daniel muerto le raspaban el corazón. Quizo hablar y contestarle a Maya, pero la voz no le salía, así que solo pudo negar con la cabeza.
—¿Entonces por qué no apareció el hombre lobo esa noche, cuando tú estabas inconsciente? —inquirió nuevamente Maya, devastada. Podía haber matado a Mirai tras verla desmayarse por el jazmín, pero decidió darle un boto de fe a la joven, esperanzada de que, la única chica que había comprendido su dolor cuando todo el pueblo insistía en encontrar culpables no fuera precisamente la persona que le había arrebatado a su hijo.
—No lo sé —confesó la castaña, llevando ambas manos a sus ojos para rasparlos bruscamente—. Ya no sé nada. En los últimos meses el mundo ha cambiado tanto para mí. ¡Pero te juro que yo no fui!
Maya guardó silencio durante un segundo, deliberando cuál sería su decisión. Tenía la vida de Mirai en sus manos, si les contaba a todos el cazador la mataría, si decidía callar podía estar poniendo en peligro a muchos más. Al final terminó por darse la vuelta y comenzar a caminar, dejándola ahí tirada.
La vida había dejado de importarle, la de ella y la de todos.
—Eres una buena chica, pero si me entero de que me mentiste... —La miró por encima del hombro, de manera amenazante—. Yo misma te mataré.
Mirai tragó en seco y observó desde el suelo como Maya desaparecía por completo del cementerio, dejándola sola. Estuvo en esa posición unos segundos, luego se arrastró cómo pudo hacia la tumba de su padre, sobre la cual se acurrucó a sí misma y comenzó a llorar nuevamente.
—Papá, te extraño mucho... —logró decir entre suspiros, recordando cómo en el pasado, cada vez que ella estaba llorando, su padre se acercaba y la abrazaba. Hasta pudo sentirlo. Se imaginó a Rei rodeándola con sus brazos, diciéndole que todo estaría bien.
Si alguien podía terminar con aquella pesadilla, a Mirai no le importaba morir.
Todo estaba saliendo horriblemente mal. Maya sabía su secreto, Celeste estaba enfadada con ella, no había podido dejar de pensar en Mikey en esos días y su hermana comenzaba a sospechar que había algo fuera de lugar.
Después de varias horas ahí tirada, recapacitando con respecto a su vida, Mirai se puso en pie. Había trazado millones de planes en su cabeza, si huía ahora tal vez nunca la encontraran, si asumía la culpa y se dejaba asesinar, nadie sospecharía de Celeste, si le confesaba a su familia su situación las pondría en peligro y las haría cómplices. Al final solo quedaba una opción: vivir.
Mirai necesitaba recuperar su normalidad, dejar de esconderse y de huir, porque eso solo la hacía más sospechosa. Mikey nunca había dudado de ella precisamente porque a su lado se sentía la persona más normal del mundo, riendo sin preocupaciones, con el corazón roto pensando en todo lo que había tenido que pasar ese joven.
El sol comenzaba a ocultarse en el horizonte, no había cambiado mucho el cielo puesto que desde un comienzo estaba oscuro.
Mirai se acercó al viejo y pequeño hospital de la aldea. Era un edificio de dos pisos, tan diminuto que solo habían dos grandes habitaciones llenas de camillas improvisadas, dos chimeneas a los lados y varias mesas con utensilios para que el doctor y sus dos ayudantes usaran.
—Vaya... —comentó al aire Edward, al ver a Mirai entrar por la puerta del local. Colocó la tijera sobre una mesa y caminó hacia ella sacándose los guantes. Recién terminaba de atender a un paciente—. Pero miren a quién tenemos aquí.
La protagonista esbozó una pequeña sonrisa mientras se quitaba la capucha que tapaba gran parte de su rostro. Todavía habían rastros de llanto, pero ella trataba de camuflajearlos.
—Sé que dije que quería tomarme unas vacaciones, pero no creo que la aldea esté como para eso —comenzó ella, mirando el primer piso. Algunos pacientes se retorcían de dolor, otros parecían querer morir en silencio—. Me gustaría incorporarme cuánto antes.
—No es necesario, pasa tiempo con tu familia, despeja un poco la mente, no lo hiciste ni cuando murió tu padre. Nosotros estamos bien aquí, tampoco hay tantos pa-
—Edward, por favor —suplicó la de orbes grisáceos, con los ojos cristalizados—. Lo necesito yo, necesito ayudar.
El doctor dejó escapar un suspiro al contemplar a su joven aprendiz con ese semblante tan decidido. Todos conocían a Mirai, la joven que vivía para ayudar a otros, la justa y noble muchacha que daba todo de sí por el bienestar de los demás. Intentar luchar contra esa convicción de Mirai era algo imposible.
—Mañana es luna llena, todos nos tomaremos el día libre, haciendo preparativos y escondidos en nuestras casas —dijo, sobándose el puente de la nariz con una sonrisa torcida—. Reza para que no haya ninguna víctima e incorpórate pasado mañana.
Mirai se convirtió en la persona más feliz del mundo tras escuchar aquello. La primera sonrisa sincera del día se la había arrancado el Edward al aceptarla de regreso. Si Maya decidía no hablar, Mirai haría que valiera la pena.
Después de pasar a recoger unas cosas por casa, cómo se había echo rutina, fue a dónde siempre. El miedo de que Mikey la asesinara de un momento a otro era latente, por supuesto que sí, él tenía una misión y era cazarla a ella, pero había una extraña fuerza que le impedía a Mirai alejarse de él.
Ella no sabía si era amor, cómo decía Celeste, o si era admiración, o deseos de salvarlo de algún modo. Lo cierto era que Mikey era todo lo que ella no era, una sonrisa radiante y hermosa que ocultaba una inmensa oscuridad, aunque su misión fuera de luz; Mirai era una muchacha tímida, con un semblante amable que intentaba, pese a ser un horrible monstruo, hacer algo por el mundo.
¿Cómo podían dos seres tan distintos no sentirse atraídos el uno por el otro?
Con la canasta entre sus manos, llena de comida que ella misma había preparado, Mirai puso rumbo al mismo tejado donde había compartido ya varias noches junto al cazador.
Como siempre él la ayudó a subirse y le robó la cesta solo para comerse lo que ella había preparado. Mirai se encontraba complacida con ello, sentía que lentamente iba mejorando en la cocina.
—Eso estuvo bueno —soltó al aire Mikey, sobándose la gran barriga que se le había quedado. Miró por el rabillo del ojo como Mirai esbozaba una sonrisa ligera y él terminó contagiado.
—Tengo una duda —dijo ella, meciendo sus pies en el aire—. ¿Por qué de todos los lugares de la aldea escogiste este?
Mikey tornó su expresión seria y, con su lengua, limpió un trozo de pan que se le había quedado en el labio.
Mirai sintió sus mejillas arder tras contemplar aquello, pero no dejaría que su acelerado corazón le impidiera escuchar la respuesta.
—Bueno, lo más obvio es escoger alguna esquina.
—¿Estar en centro no te daría mejor vista de todo?
Mikey dejó escapar una risita. Alzó una pierna y apoyó su codo sobre su rodilla, dejándolo descansar ahí.
—Es lo que suelen pensar todos. Pero si estoy en centro, para cuando me entere de que el hombre lobo llegó, ya habrá ocurrido una masacre —razonó, inclinándose ligeramente hacia Mirai.
La chica se encogió de hombros al sentir la penetrante mirada del joven tan cerca de ella.
—Al oeste hay un campo de jazmín, es evidente que el hombre lobo elegirá no cruzarlo. Al sur están las casas de los más importantes de la aldea, la mayor fuerza que tienen. Los blancos fáciles son los distritos del norte y el oeste. Eso solo nos deja con esas dos opciones.
—¿Y cómo sabes que aparecerá por aquí? —cuestionó ella.
Mikey soltó una risita y, envuelto en recuerdos, miró hacia al frente.
—Los hombres lobo son los alfas de la manada, son criaturas a las que les gusta mantener el poder. Cuando sienten que su terreno es atacado, atacan de vuelta para recuperarlo. Aquí yo soy el alfa, y eso ellos no lo pueden soportar. Mañana es luna llena, cuando su instinto animal lo ciegue, vendrá por mí.
Mirai apretó las telas de su vestido. Si Mikey creía que aquello le había dado tranquilidad estaba muy equivocado. Ahora ya no podría dormir pensando que estaba en peligro.
—Pareces una cosa pero eres otra —sinceró Mirai, sin pensar muy bien sus palabras—. Cuando estás conmigo eres dulce y siempre sonríes, pero cuando se trata de pelear es como si tu cabeza se convirtiera en una jaula de hierro. Es aterrador.
—No es la primer vez que me lo dices —soltó risueño Mikey.
—Ya, es que la primera vez que te lo dije pensaba que el aterrador eras tú, ahora creo que lo aterrador es lo que has tenido que vivir hasta ahora—confesó, alzando el mentón para verlo—. Creo que quiero saberlo todo sobre tí.
Mikey escondió su rostro detrás de su flequillo. Ocultaba una mirada vacía, una que no quería que ella viera. Sin previo aviso se acostó sobre el regazo de Mirai, dándole la espalda.
La chica sintió sus mejillas arder con fuerza. Movió sus manos frenéticamente y balbuceó varias cosas sin sentido. No podía verle la cara, pero el cazador se encontraba descansando sobre sus pies. Jamás en su vida había vivido nada parecido.
—Mi-Mi-Mi-Mi... —intentaba decir su nombre pero no le salía.
—Tengo sueño —soltó al aire el rubio, sin voltearse.
—S-se su-supone que duer-duermas en una ca-cama —logró articular Mirai.
—Haz la guardia y relaja los músculos o terminaré con dolor de cuello.
Mirai soltó todo el aire que estaba conteniendo. Llevó ambas manos a su pecho para tratar de tranquilizar su pulso. Cuando por fin se había acostumbrado a la situación, logró destensar sus articulaciones y permitirle tener a Mikey una mejor experiencia.
Después de unos segundos de mucho pensarlo, se armó de valor para enredar sus dedos entre las doradas y despeinadas hebras del chico. Su madre solía peinarla dulcemente cuando era una niña, ella quiso hacerlo con él. Intentó que sus movimientos no fueran bruscos y le trajeran paz al joven.
Mikey se sentía atraído por la luz de Mirai.
Mirai se sentía atraída por la oscuridad de Mikey.
El chico que, hasta el momento permaneció en silencio, agradeció eternamente aquel tacto tan frateneral y dulce que ella le proporciona. Fue como un pequeño espacio para descansar, para ser débil, para permitir a su oscuridad fundirse con la brillante y cálida luz que emanaba la chica.
Porque Mikey también ocultaba algo.
Pero...
¿Quién no oculta algo?
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