Prólogo
Frío. Era lo único que sentía. Un sudor frío que recorría su cuerpo y parecía querer quedarse ahí para siempre. Apretó sus labios uno contra el otro y chasqueó su lengua un par de veces.
-¿Estás bien? -giró su cabeza para mirar al dueño de esa voz, esa que con tanta amabilidad le hablaba y se limitó a sonreírle y a darle un inequívoco asentimiento de cabeza.
-Estoy nerviosa -le dijo ella en apenas un balbuceo, recibiendo a cambio, un apretón de manos de parte de la persona que a su lado, también se encontraba en el mismo estado que ella.
-Tranquila. No pasa nada. Sólo serán unos minutos. Tú solo respira y... bueno, di si.
Se encontró ella con una sonrisa amable, una que le pareció la menos forzada que le había visto en todos estos días, y solo por eso, intentó calmar los nervios que la atenazaban. Tragó saliva y miró hacia atrás, buscando ese apoyo que tanto necesitaba, en la persona, que, unos metros más allá de la pareja, los miraba con el corazón encogido y deseando que este momento acabara cuanto antes.
-Sara, tranquila -fueron las palabras que él le dirigió para que de esta manera, dejara de estar tan inquieta.
-Lo siento. Lo siento -la muchacha morena se disculpó apenas y regresó su atención hacia la persona que estaba frente a ella, quien sonreía a la pareja de forma comprensiva- puede continuar, padre.
El párroco le hizo un asentimiento de cabeza y retomó la ceremonia, una cuyos protagonistas tenía frente a si. Una chica morena, de mediada estatura y ojos azules, la cual portaba un ligero y sencillo vestido blanco acorde con el momento. Él, mucho más alto que la muchacha. Moreno, con una profunda mirada chocolate y un gesto adusto y bien encerrado en su seriedad.
Solo eran ellos dos y el muchacho rubio de ojos azules, que asistía al enlace sentado en los primeros bancos de esa pequeña ermita. Él, era a la vez, padrino, madrina y testigo de esta inusitada boda.
-Los anillos por favor -les pidió el cura a los contrayentes.
El novio, sacó su anillo del dedo y después de tomar la mano de la chica, pronunció unos votos en los que no creía pero, que honraría, con su vida, si era necesario. Levantó su vista para centrarla en los azulados y hermosos ojos de la chica que tenía frente a si, y forzó una sonrisa. Una novia que sería su esposa. Una esposa que nunca fue su novia.
-Yo, Carlos, te tomo a ti, Sara, como legítima esposa, para protegerte, honrarte y amarte, todos los días de mi vida -pronunció el moreno novio con demasiada solemnidad para su gusto, aunque, de eso se trataba, de dar seriedad a una locura.
Deslizó el anillo en el tembloroso dedo de la chica, apretando su mano para darle la suficiente confianza para que ella hiciera lo mismo.
-Yo, Sara, te tomo a ti, Carlos, como mi legítimo esposo, para amarte y honrarte, todos los días de mi vida -los dedos de ella ya no temblaban tanto cuando el anillo tomó el dedo del que ahora, era su esposo.
Sintió Sara el aleteo confuso y rotundo de su corazón en su pecho. Solo unos segundos le llevó arrepentirse de todo esto, pero cuando su vista se desvió al hombre que la miraba sin fingida satisfacción, las dudas volaron de su cabeza.
-Por el poder de Dios, nuestro señor, yo os declaro, marido y mujer. Pueden besarse si así lo quieren -les pidió el cura una vez sellado el compromiso. Uno necesario que marcaría sus vidas, por lo menos unos cuantos meses.
Carlos miró a la chica. Tenía que admitir que Sara era preciosa. El sueño de cualquier hombre. No el suyo, sino el del chico que los miraba con cierto alivio y a la vez, sumamente tranquilo. Decidió besarla. Algo que pudiera hacer un poco más veraz ésta locura. Bajó su cabeza y dejó que sus labios rozaran los de ella, solo una pequeña caricia. Una que despertó en él emociones que creía dormidas y que hasta le sorprendieron por la insignificancia de su acto.
Ella le sonrío después de que sus labios se separaran. Una verdadera y genuina sonrisa en un rostro que llevaba demasiado tiempo atrapado en la tristeza.
-Carlos.
Desvió su vista de ella para recibir al chico que le sonreía y casi lloraba al termino de la ceremonia. Lo recibió agarrando uno de sus brazos y ayudándolo así a sostenerse.
-Rodrigo. Ya está. Ya está hecho -le contestó Carlos a la muda pregunta que su amigo pretendía hacerle.
-Gracias. Muchas gracias, Carlos. De verdad que no sabes lo tranquilo que me dejas. Ahora si puedo irme sin temer nada.
Le dio Rodrigo, su mejor amigo, aquel vecino que tuvo desde que eran niños, un par de palmadas en la espalda, a la vez que buscó la mano de Sara. De su Sara, quien, sustituyó el cuerpo de Carlos por el suyo, entrelazando sus brazos con la cintura del joven rubio.
-Carlos. Gracias por todo -fue lo único que la morena acertó a decirle, antes de regalarle una calmada sonrisa y caminar junto a Rodrigo para salir de esa pequeña ermita, testigo de su enlace.
Sus pasos eran lentos pero seguros, para así también de esta manera, hacerse ambos a la idea de lo que acababa de suceder.
-Tendré que llamarte ahora Señora Sainz -se burló Rodrigo de Sara, saliendo de esa ermita en dirección al vehículo que ya los esperaba fuera.
Los vio alejarse Carlos sintiendo cierta desazón en su cuerpo. Trago saliva intentando mitigar sus nervios y acabó sentándose en uno de esos bancos de la ermita repasando todo lo acontecido en el día de hoy.
Era un marido sin esposa.
Porque mientras él estaba ahí sentado, otro sería quien tendría su noche de bodas.
Hola, hola. Después de mucho tiempo en que las ganas de escribir me habían abandonado, he decidido atreverme a hacerlo de nuevo, pero esta vez, con una historia sobre Fórmula Uno, la primera que escribo y de la que espero mantener mi inspiración.
Espero también que sea del agrado de todos vosotros y que cuente con vuestro apoyo.
Gracias a todos por seguir aún ahí.
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