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Capítulo 9: "Felicidades y tormentas"

Un día casi como cualquier otro comenzaron las clases en la Universidad Nacional de Sevilla. Era un día de inmensa alegría tanto para mí como para mi familia. Durante las primeras horas allí, mientras asistía a una pequeña visita guiada, pude observar la majestuosidad del campus en donde estudiaría los próximos años de mi vida: sus preciosos espacios verdes, cual bosques encantados, una infinita biblioteca que me maravilló con apenas verla y otros tantos salones de entretenimiento, además de los departamentos y suntuosas aulas. 

Por un lado, tanto los estudiante como los profesores parecían brillantes y tenía, sin lugar a dudas, una sumamente buena primera impresión del lugar y gente. Mis padres, al igual que yo, se sintieron orgullosos de la decisión que tomé y haberme apoyado en semejante experiencia. Sin embargo, a diferencia de mis años en la secundaria, era un mundo completamente nuevo y se sentía cual experimentar un cambio. 

Pocas horas antes de comenzar las clases, llamaron a todos los presentes a dirigirse al salón de actos en donde el director daría el tradicional discurso de bienvenida. A pesar de que creía que sería no más que una ordinaria charla, superó totalmente todas mis expectativas. Recuerdo perfectamente cada palabra puesto que tocó lo más profundo de mi alma hasta las lágrimas. Habló de lo difícil que sería el paso de los años en esta Universidad, nos motivó con persuasivas palabras de apoyo y, por último, nos dijo que siempre nos arriesguemos para lograr nuestros objetivos por más difíciles que sean y que el peor sentimiento no es fallar en el intento sino que no intentarlo. Luego, se despidió dándonos la bienvenida a los nuevos estudiantes y recibiendo una ovación de aplausos y felicitaciones.

El primer tiempo fue un tanto difícil adaptarme al estudio y los parciales no dejaban de presentarse. No sé qué hubiera hecho de no conocer al gran amigo y compañero de vida que estuvo presente en todos los momentos importantes y siempre estaba dispuesto a ayudarme en caso de que tuviera algún problema o necesitara algún consejo. Es aquí que aparece por primera vez mi mejor amigo cuyo nombre es Daniel Vargas. 

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Acababa de leer un nombre que conocía perfectamente: Daniel Vargas, el padre de León Vargas. Con una sorpresa inmensa observé a mi prometido que no podía pronunciar una palabra.

- Si esto es verdad, nuestros padres se conocieron en la universidad -espeté con emoción.

- Pero... -vaciló un instante- sabía que mi padre estudió ingeniería y que son compañeros de negocios. Esto no me lo imaginaba. Si mi memoria no falla y Germán es la persona de la que mi papá tanto me habló -dudó nuevamente- las cosas no terminarán bien entre ellos-

- No sé, hay que ver y...

- Sigamos con la lectura, ¿sí? -preguntó mientras yo asentí y continuamos.

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De esta manera, pasaron los días que se convirtieron en semanas para luego pasar a ser meses y que probablemente se convertirían en años dedicados a la total entrega al estudio más profundo. Sin embargo, la tranquilidad del estudio se vio severamente afectada cuando conocí aquel incipiente instituto que logró cambiar la manera en la que pensaba.  

Un día, mientras iba a encontrarme con mi amigo Daniel y otros compañeros de clase, comenzó a llover estrepitosamente de manera tal que no logré salir del campus aquel día durante algunas horas. De todas formas, mi ausencia fue más que justificada. Para no mojarme con semejante lluvia debí meterme en un edificio que jamás había visto antes en el campus puesto que se encontraba en reparación o eso me habían informado. 

De pronto, se escuchó la voz del director a través de unos parlantes comentando acerca de una posible alerta meteorológica y que, por precaución, todos se quedaran en el edificio más cercano hasta que dé nuevo aviso. Al oírlo, simplemente me quedé allí y comencé a caminar por los angostos pasillos del departamento, escuchando la manera en la que las gotas caían sin cesar. 

Observé pocas personas pasando. No había más que diez o veinte personas en todo el edificio. Continué caminando por los pasillos y me encontré con una enorme cantidad de instrumentos y supuse que debía ser un departamento dedicado a la música. 

Una vez desesperanzado de que la lluvia terminara y pudiera volver rápidamente a mi casa, entré por accidente en un acogedor cuarto que tenía en el centro un bellísimo piano. Observé sus blanquísimas paredes, su piso de marmol. Todo el salón tenía un aire distinto al que había afuera. En ese momento, recordé las tardes en Buenos Aires cuando volvía del colegio y escuchaba a mi madre tocando preciosas melodías en el piano, hasta el día en que no la escuché más. 

Casi como por impulso, y al revisar que nadie podía verme, me senté en aquella banca y mis dedos comenzaron a jugar con las teclas, cual bebé intentando dejar los brazos de su madre y caminar por primera vez. Nuevamente, recordé a mi madre y todo el empeño con el que se dedicó a enseñarme piano, pero le fue imposible. Muchos creerían que yo había tomado clases o tenia amplios conocimientos de cómo tocar aquel instrumento, pero no era así.Inconscientemente, tocaba melodías que jamás había escuchado, pero eran maravillosas. Seguí tocando hasta que me perdí en la melodía. Ni el tiempo me detenía. Todo el cuarto se había pintado de colores nuevos, brillos y sonidos por explorar. Por un preciso instante, el estudio, la lluvia y todos los demás problemas se desvanecieron. Era como sentirse libre por primera vez. Mi corazón latía al ritmo del piano y todo mi alrededor no era más que una simple ilusión. Mis dedos y el piano se habían unificado y no se separarían. No noté la presencia de nadie, no obstante, Antonio estaba allí observándome y enamorándose una y otra vez de la fantástica melodía. 

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Era los más bello que había leído, era casi como cantar por primera vez. Por primera vez, el diario me había hecho llorar de alegría, pues compartía ese mismo sentimiento. Por primera vez en mucho tiempo, me sentí capaz de algo que me aterraba y no podría hacer. Rápidamente, me fui al piano y, al igual que papá, una melodía me salió inconscientemente. ¡Por fin pude tocar el piano de nuevo! Sólo necesitaba un pequeño impulso, algo que me ayudara a seguir adelante. Era maravilloso sentirse de esta manera nuevamente. León me observaba con orgullo. Ojalá aquellos pequeños y perfectos momentos hubiesen sido eternos y que las maravillosas sensaciones se hubiesen perpetuado. Sin embargo, una vez más habíamos caído en una de sus trampas. Si tan sólo hubiésemos podido parar en ese momento, si tan sólo nos hubiésemos quedado con los mejores momentos, si hubiésemos roto el pacto en su debido momento, pero una vez más, el diario nos había ganado y caímos en la peor de sus trampas. 




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