*1*
Hola.
Si, te estoy saludando a ti. ¿Extraño no? Yo diría que un poco perturbante. Jamás había llegado hasta estas circunstancias. Lo siento, lo sabes. Escuchas mis pensamientos, mis conversaciones y palabras. Siempre van dirigidas hacia ti. Tú me conoces, mejor que aquellas personas que me rodean. No sé la razón de por qué no te había hablado tan directamente en ocasiones anteriores. La necesidad de hacerlo siempre existió. Tenía miedo. ¿Lo tenía? No, no era miedo. Se trataba de sentir que aún conservaba un control en mi vida, por más ilusorio que sea. No obstante, ahora te estoy hablando. A ti, a la persona que más me conoce en este mundo. A quién sabe cómo soy realmente y quien conoce de antemano todas mis cartas, todas mis palabras que navegan hacia el olvido. Cada palabra que únicamente será nuestro secreto. Y sí, lo sé. No te preocupes, lo tengo claro. Sé que eres imaginario. Pero debo tratarte con el debido cariño que mereces en mi vida, aunque no pueda oírte.
Hola amigo.
-Soy un mero observador, sin identidad ni nombre. Un viajero con alguien que no existe, pero que siempre está a mi lado. Soy un punto más en este vasto planeta. Puede ser un lugar hermoso, si permites que lo sea. Tal vez mi condición sea un don, quizás la memoria le quite belleza a las cosas. Puedo admirarlas una y otra vez, la sorpresa deja de ser una rutina. Vivo dentro de un gran sueño, con cosas que jamás imaginarías. Un sueño muy diferente al tuyo, lo sé. Aunque no pueda oírte. Pero sé que llegará el día en que nuestros sueños se junten, y podamos compartirlo-.
¿Cómo se relata una vida?
Abrió sus ojos con sumo cuidado, como si sus párpados fuesen pesadas y delicadas persianas de cristal. Un débil haz de luz batallaba contra la fibra de tela de las desgastadas cortinas Calipso. Detrás de su ventana, el mundo yacía en pie. Respirando, caminando, viviendo. Sus venas y tuercas emitían un ruido estridente, y cada ciertos segundos, parecía ser un gigantesco puño golpeando su ventana obligándola a despertar.
Rodó por sobre su cuerpo, quedando con la espalda hacia el techo de madera color caoba. Se sentía mareada, como si hubiese volado a través de los cielos, para luego atravesar su tejado. La habitación era pequeña. Contenía su cama con soporte de madera. A su lado derecho, junto a la única ventana, había un pequeño velador con pintura estropeada. Creía que en algún momento fue de color blanco. Al otro lado, frente al muro desnudo de ladrillo cobrizo, se encontraba una solitaria mesilla de noche. Pero su cuadernillo no estaba ahí. Siempre lo resguardaba debajo de su almohada antes de intentar conciliar el sueño. Apartó los mechones castaños y ondulados que tapaban su rostro, provocándole molestias al respirar. Con su mano derecha, a ciegas, tanteo sobre el colchón esperando toparse con la tapa de su cuadernillo. Su corazón se tranquilizó al sentir su vieja y seca textura. Sus pensamientos estaban a salvo.
-Dónde comienza, sé donde terminará-. Creía que no había peor sentimiento que afligiera un corazón el no saber el comienzo de su vida. Se hallaba atrapada en los primeros y confusos pasos de sus recuerdos. A diario intentaba imaginar qué hay tras los muros de Provincia de la Llanura. Había visto ilustraciones. Cada vez que hojeaba la enciclopedia que su terapeuta le había obsequiado, podía sentir el suave césped bajo sus pies. Sentía que respiraba de su aire inocente, y que el agua corría en infinitos riachuelos hacia un destino.
En su corazón sabía que ha estado fuera de la urbe, con crecientes edificios que conforman su desorden, con un turbio aire y su gente. Eso era lo peor, sin propósitos. Siguiendo un camino fijo, tal como las hormigas. Sin preguntarse el por qué de su día a día. La verdad era que no encontraba un motivo razonable para culparlos. Si se lo preguntara, probablemente enloquecería. Y es que cada vez que pensaba de más, su mente se fundía en bloques mentales, barreras que no lograba romper, para después verse obligada a recoger los pedazos, uno tras otro. Como si fuese algo tan inevitable como la lluvia que caía del cielo, después de forzar a su mente para que regresara un par de pasos, la joven llegaba a la misma voz, llamándola. Pidiéndole que llegue hasta ella. Sin embargo, teme correr el riesgo de perderse si le hace caso. Y decide apagar su mente. Seguir caminando. Esperando alcanzar algún día el punto que le permita empezar a recordar quién es realmente.
Estiró su brazo para atraer hacia ella su cuadernillo. Tenía la rara costumbre de escribir dormida. Sin ser consciente, sin recordar qué la lleva a escribir esas palabras. Sin poder darse una respuesta al despertar.
"En el mundo en que habitas, en esa ilusión, tú lo sabes. Y por algún motivo, te sumergiste en el silencio. Y me arrojaste al olvido".
Se restregó sus ojos aún dormidos, sin poder reprimir un bostezo. No importaba cuánto lo intentara, o qué medicamentos ingiriera. No lograba conciliar el sueño. Cada día despertaba más agotada que el anterior. Sintiéndose incapaz de aterrizar sus pies en la alfombra rojiza sobre el suelo de madera color caoba. Necesitaba dormir o enloquecería cualquier día.
Con dificultad, enraizó sus pies sobre la alfombra, sintiéndose somnolienta y un poco mareada, para luego guardarlos en sus zapatos de levantar color crema. Alcanzó una coleta que estaba sobre el velador y ató su cabello en una coleta, dejando caer unos pocos mechones ondulados sobre sus hombros, llegando hasta su espalda. Caminó hacia el armario, al lado de su mesilla de noche, y extrajo un suéter negro, pues únicamente estaba vestida con su pijama. Básicamente, era una camiseta de varias tallas más grandes y de color verde oliva. Empujó la puerta de su habitación y se dirigió hacia la cocina americana. El piso se componía de un gran salón, donde tenía dos sofás color marrón oscuro con algunos cojines verde musgo encima. Se sirvió un vaso con agua. Su cabeza ardía. Sentía que necesitaba recordar qué había sucedido ayer.
Debes despertar.
Por alguna razón, cada día empezaba con esa sensación. Con un presentimiento de que algo sucedería, un suceso que rompería con las cadenas del tiempo. Un giro, un nuevo suspiro. Pero el mundo no cesaría. Al fin y al cabo, era una enorme contenedor vacio, como todos nosotros.
Su terapeuta se llamaba Ian Mirco. No sabía del todo cómo fue que llegó a él, ni cuánto tiempo han estado manteniendo conversaciones sobre su vida. Al pensar en eso, le causaba gracia. No sabía con certeza cuál era su vida. En el primer mes de tratamiento, Ian Mirco le comentó que estaba gravemente preocupado por su estado emocional. Y no podía evitar sentir que él hablaba de ella como si fuese un saco de carne, huesos y sentimientos, que francamente desconocía. -No era yo-. Le aconsejó que sería bueno seguir una rutina y que eso ayudaría a su mente a despejarse.
-Lo que te sucedió fue una experiencia traumática. Y tú mente se cerró a sí misma con un candado, para así protegerse. Debes darle el tiempo debido para que vuelva a abrirse. Ya recordarás todo a su debido tiempo.-Su voz era siempre cálida. Le producía un sentimiento de confianza que no sabía explicar. Tras aquellas gafas que siempre usaba, podía ver unos tristes ojos.
No obstante, la joven no dejaba de cuestionarse el cómo puede ser una experiencia traumática si no la recuerda. Solo sabe lo que le han dicho. Un trágico accidente automovilístico. Al parecer, un coche no la vio cruzar la calle. Su corazón se apretaba de frustración al no ser capaz de ver más allá. Sin poder encontrar la persona que solía ser. Era una invención, que se altera constantemente. Un libreto que debía volver a aprender.
-Te quedaste callada. –Ian Mirco separó su bolígrafo del cuaderno que sostenía con su mano derecha. Siempre estaba vestido con un suéter de color azul marino, con pantalones negros y zapatos de cuero oscuro. Su cabello es castaño oscuro, como las nueces. Día por medio, acudía a su despacho. La solía recibir en una sala de estar, con un sofá negro para ella, mientras que el se sentaba frente a ella en una silla de madera, separados por una baja mesa de cristal. Los muros estaban cubiertos con estanterías. Observó unos ojos bajo un cristal mirarla firmemente, haciéndola temblar.-Decías que ayer por la mañana despertaste mareada y algo desorientada.
Asintió en silencio.
-¿Tenías un pensamiento en el tintero? ¿Alguna sensación?
-Más bien lo contrario. –Aclaró su garganta, sintiendo el silencio apricionado en su pecho.
Ian Mirco ladeó suavemente su cabeza, con expresión de entendimiento.
-¿Has terminado los volúmenes que te pedí que cuidaras?
Tenía una forma peculiar de pedirle que hiciera algo, sin dar la orden expresamente. La hacía sentirse cómoda.
Asintió. Ian le hizo un ademán con su mano izquierda sin dejar el bolígrafo para que prosiguiera.
-Me pareció de ensueño el mundo que se extiende tras los muros de la provincia. A veces sueño que estoy fuera. -Sus labios se torcieron en una leve sonrisa.
-¿Hacia dónde te diriges cuando estás fuera?
Permaneció en silencio por lo que pareció un minuto eterno. No creía saberlo. En su mente rondaban breves imágenes. Difusas. Sin un hilo del cual tirar hacia ella.
-Un lago, rodeado por pinos torcidos.
-Pienso que deberías comenzar a dibujar lo que ves en tus sueños. Te daría un sentimiento de seguridad y control por sobre lo que ves.
<¿Es eso posible para mí?>
Se veía a sí misma como una especie de máquina inhumana. Sin poder sentir, pensar ni recordar. Entonces, ¿cuál era el sentido? Cada mañana, después de una noche en vela, surgía la misma pregunta. ¿Querrías despertar en un mundo en que eres un ente, sin conexiones ni raíces en ningún sitio?
El ruido de la ciudad irrumpió violentamente por su ventana causado por su brusca entrada al piso. Repentinamente, el pequeño apartamento se iluminó por completo, y el ruido de la maquinaria se hacía notar aún más. Era un poblado de metal. Un frío hierro inorgánico. Y sus habitantes eran los engranajes que la hacían funcionar. No había nada más. Quienes nacen ahí, difícilmente conocerán una vida diferente. Y no podía dejar de sentir que no pertenecía a Provincia de la Llanura. Sin importar cuantas veces pronunciara el nombre, no podía dejar de parecerle irónico. "Llanura", era todo menos eso. Era todo lo contrario a lo que veía en las maravillosas ilustraciones provenientes de la enciclopedia que le prestó Ian. Hoy, era un aparato vital para proveer de energía a las demás provincias, mientras ella se muere lentamente desde su corazón.
Sus días transcurrían con una total tranquilidad. Una rutina premeditada y controlada. –Tú la conoces igual de bien que yo-. Se despertaba a las 10:00 a.m. en busca de un café. Día por medio, iba con Ian Mirco a la hora de almuerzo. Cuando no iba, permanecía refugiada en su departamento, dejando al tiempo bailotear burlonamente por encima de ella. Pero había aprendido que la mejor arma para repelerlo, era ignorarlo. Se acomodaba en uno de los sofás e intentaba escribir lo que fuera, aunque no estuviera segura de que aquellas palabras fueran parte de la realidad. –Aunque no puedes ver lo que escribo, sabes que son cartas dirigidas a ti-.
Nunca estaba completamente sola. Estaba ella. Aquella presencia ausente sobre su hombro. Aunque nunca ha escuchado su voz, sabía que existía. Que estaba junto a ella, consciente de cada paso que daba. Nunca se lo ha mencionado a Ian, claro. Era parte de ella. El único aspecto en su vida que sentía con fervor. No sabía el por qué, pero cuando se sentía agobiada, solo debía confiarle aquellos sentimientos a esa voz en su cabeza para sentirse ligera. Por eso le escribía. Quería saber si ella podía leer algo diferente.
Las caminatas en solitario por las calles desiertas eran un jodido hábito. Sin ser agradable, era algo que acostumbraba a hacer por las noches. En parte lo hacía para contrariar el consejo que Ian le dio. Si fuera por él, debía permanecer dentro del apartamento. No obstante, al abandonar esos apáticos muros, la transformaban en una forma con vida propia, navegando a través del mar de siluetas. Pisadas que navegan bajo una lluvia de meteoritos de múltiples colores y rojo carmesí. Pequeñas hadas se forman al tocar la acera, y bailan. Pareciera que ríen, quién podría reír en una vereda de ese gris.
Del suelo color brea, se alzaban unos imponentes y fríos edificios. Eran engranajes, tuercas, herramientas que bombeaban la sangre y que articulaban las extremidades del gran esclavo. Creaban vida para que luego esta se le fuese arrebatada.
Por las noches, sentía la necesidad de perderse en aquellas solitarias vías. Abandonaba su edificio, caminando en el sentido de la calle. Esperaba a contar tres callejones para luego girar hacia la derecha y después comenzar el retorno. Parecía como si sus pies fuesen brochas que dibujaban un cuadrado en la triste calle. Aquella idea le resultaba simpática. Lo curioso, era el hecho de que jamás se había encontrado con otra persona. Ninguna noche. Tenía la vaga impresión de que al abandonar su departamento, cada noche a las doce, la ciudad al fin dormitaba. O se escondía. Realmente, no conocía a nadie, y apenas podía asegurar que tuviera vecinos. Los edificios parecían inapetentes. Cada uno igual que el anterior. La misma arquitectura fría y sosa. Sin vitrinas, ni ventanas ni vegetación. El corazón de Provincia de la Llanura no respiraba.
No obstante, esa noche en particular no estaba sola. Bastó un respiro del viento para que sintiera un escalofrío subió por su espalda, como si fuese una mano acariciando vertebra por vertebra, transformándose en un destello inquietante en su cabeza. Su corazón se oprimió. No estaba sola, lo ignoró. Instintivamente, se cobijó en su sudadera color azul oscuro y continuó el camino que dictaba su rutina. Podría tratarse de una ilusión, una sombra que dibujaba una figura. Su imaginación podía ser bastante impresionante si se lo proponía. Pero no tenía un botón de apagado, lo que era un gran inconveniente. Respiró con fuerza y se mentalizó. -Pensarás que estoy relatando una noche como cualquier otra, pero no es el mismo relato. Porque sé que también lo viste-.
Llegó a la intersección de la calle, para virar hacia la derecha como debía. Siempre iba por el mismo camino, tomaba la calle que le permitía volver a "casa". Volver a empezar, de eso se trata ¿no? Porque no importaba cuanto se alejara, siempre volvía a lo mismo. Sin embargo, una semilla se arraigó en el fondo de su ser. Y echó raíces tan deprisa y tan firmes, que sin importar cuantas veces intentó arrancarla, no tuvo resultados. Estaba ahí. Una semilla, una palabra o una idea. Una pequeña y simple idea. Se preguntó entonces, ¿debía aceptarla? Sus pies dudaron. Pero la duda es más débil. Más débil que un error. Respiró con fuerzas, y paso a paso, fue convirtiendo la idea en realidad. Cambió de calle. Fue por otra ruta. Y la vereda ya no le pareció del mismo gris, las gotas al romperse en ellas dejaron de lucir como pequeñas hadas. Todo había cambiado, -menos yo-. Se sentía incómoda. Quería volver. Cogió su celular para ver la hora, ya debía volver. Y fue entonces cuando distinguió una silueta cruzando la calle. Una única y negra silueta. Caminaba en la misma dirección que ella. Era un hombre, lo veía sonreír de manera que le inquietaba. No, no estaba sonriendo. Esa fue la impresión que le dio. No lograba ver su rostro. Estaba siguiéndola. El corazón de la joven latía fuertemente. No era real, -no existes-.
Continuó el camino, repitiéndose con fuerza la idea de que ese ser era producto de su confundida imaginación. Tenía sentido, ya le había sucedido en numerosas ocasiones. Y recordaba las palabras de Ian Mirco. Él le mencionó una vez que solía crear personas, y situaciones. Se suponía que tenía miedo, que evitaba la soledad. Vivía en una pecera, en un bucle que la devolvía siempre al mismo decisivo momento de su vida. Ese accidente. Lo más divertido, era que no lograba recordarlo. Aquel momento que cambió su vida para siempre, no existe para ella. Y estaba bien, Ian le dijo que no debía desesperar. Si forzaba a su mente a palpar terrenos inexplorados y dolorosos, podía perderse a misma. ¿Debía entender de eso que estaba bien permitirse imaginar cosas que no están? Cuál era el propósito de aquella idea tan descabellada. Si en el último minuto de la larga noche, lloraba al sentirse inundada por el terror de no saber qué era real. -¿Yo lo era?-.
Giró a la derecha, como cualquier otra noche. Al final de la primera calle que debía pasar sin mirar, hay un parque. Sin embargo, sus pies se adentraron en él. Era un camino diferente, por un lugar en el que nunca había estado. La joven sintió una fuerte presión en su cabeza. Detrás de sí, la figura continuaba.
Un par de calles más adelante, observó un pequeño local de comida rápida. Y se permitió unos minutos para observarlo confundida. No sabía que en este lugar existía algo por el estilo. Comenzaba a pensar que desde que estaba en la provincia, medianamente consciente, no había vivido en lo absoluto. No conocía ese lugar. Había estado equivocada todo este tiempo.
El local, para su sorpresa, estaba abierto. Más impresionante aún, había gente adentro. No se atrevía a entrar, no pertenecía a esa realidad. Debía regresar a su apartamento, y cobijarse dentro de los gélidos muros. Pero ahora era diferente. La mano de la joven se sentía obligada a empujar la puerta. Con un poco de temblores incluidos, abrió la puerta tímidamente y se detuvo unos instantes para mirar hacia atrás. La silueta estaba inmóvil, y aún así le era difícil vislumbrar su rostro. Unos segundos después, emprendió otro camino.
¿Habrá sido verdad? Ese hombre estaba ahí, -¿tú lo viste? Necesito saberlo. Eres la única persona, digo imaginaria o no, a la que podría confiarle esta inquietud. Este temor. Yo sé que también lo viste-.
-¿Ross?
Frente a ella un joven la inspeccionaba con ojos preocupados. De pronto, sintió su cuerpo sudar, atormentada por olas de nauseas. El frío contacto de la silla con su piel le hacía temblar. Tras los vidrios de la ventana, la lluvia azotaba las calles. Solo unos pocos faros otorgaban luz. Con la respiración entrecortada, levantó la vista hacia donde creía que provenía la voz que estaba hablándole. Se encontraban sentados, separados por la mesa vacía. A su lado izquierdo, se alzaba un gran ventanal que daba hacia la calle. Había un par de sofás ocupados con gente charlando jovialmente.
-¿Estás bien? Dejaste de hablar.
Unos enormes ojos verdosos la admiraban detenidamente. Había miedo en ellos, y preocupación. No los reconocía. -No sé quién es-. Tragó saliva, y enmudeció. Vio como de un segundo a otro, el joven perdió la esperanza de que ella le respondiera a su pregunta. Se encontrábamos en medio de una conversación, en la cual ella acababa de llegar. ¿Cómo era eso posible? ¿Era otro malicioso juego de su mente? La respiración de la joven nuevamente comenzaba a descarrilarse. Si seguía así, iba a hiperventilarse. Su vista comenzaba a nublarse, y el chico de ojos verdes ladeó la cabeza. Enarcando las cejas con tristeza. Lentamente, llevó sus manos hacia el rostro de ella. Pero la joven no sintió el tacto de su piel.
-¿Cuándo llegué ahí? ¿Me viste llegar? Tú lo viste, ¿no? Dime que no llevo mucho rato sentada frente a él-.
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