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1: Reencuentros

Allí estaba después de quince horas de viaje, en la terminal de autobús de la plaza principal. En el pequeño pueblo que lo había visto nacer, conformado por granjas y tienditas hogareñas. Todo seguía tal como lo recordaba. A pesar de haber notado algún cambio de fachada; no había evidencia significativa de aquellos veinte años pasados, como si la tranquilidad del campo y la distancia de la vida citadina, hubieran logrado enlentecer el tiempo. De inmediato reconoció algunos rostros viejos, de los que antes pisaban los cuarenta. Los vecinos que habían formado parte de su niñez: el verdulero, la panadera, el carnicero y el almacenero. Sonrió nostálgico; recordó salir a hacer mandados con la lista que le hacía su mamá; estaba deseoso de verla, de ver cuánto había cambiado su rostro, su cabello. De seguro él se veía como un forastero de la gran ciudad. Todo el mundo recordaba con simpatía a Alex, el niño delgado de cabello corto y grandes ojos risueños, de la familia Santis. Ahora era un hombre atractivo de un metro setenta y nueve, de melena castaña, ondeada, y quijada varonil con sombra de barba. Lo único que permanecía era el color aceituna de sus ojos rasgados.

Se acomodó la correa de la mochila sobre el hombro y caminó hacia la calle de tierra que salía al oeste del pueblo principal, recorrería un poco menos de quince largas cuadras campo adentro, apreciando el paisaje campestre e inhalando el aire fresco, colmado de aromas florales.

Veinte años. La edad que tenía su hermana, a quien vería por primera vez. Ninguno de los dos conocía la apariencia del otro, pero no habían dejado ni una charla pendiente al teléfono.

Alex terminó la escuela rural a los doce años, en 1971. Como eran dieciséis niños, para celebrar el fin del ciclo escolar se hizo una gran fiesta. Cabe destacar la cantidad, porque al ser un pueblo de menos de cuatrocientos habitantes, las clases no eran numerosas; a veces solo egresaban de siete a once niños por año, sumando el hecho de que no todas las familias elegían mandar sus hijos a la escuela, y si lo hacían, era a una edad tardía. Ese año cada familia puso su parte en cuanto a decoración, comida, bebidas y organización de juegos. La alcaldía participó creando un fondo común para comprar regalos de despedida. Fue un momento muy significativo para el pueblo, muy alegre; con carácter de festival. Al terminar la celebración, el alcalde dio un discurso sobre las opciones de trabajo que ofrecía el pueblo y la importancia de contribuir con el crecimiento económico y demográfico del mismo; orientado a que los padres no enviaran a sus hijos a la ciudad. Siempre tenía algunos oyentes comprometidos con su misión, pero la gran mayoría sabía que no había futuro en el pueblo; más que ser empleado de alguna tienda, cortar madera y armar atados, o trabajar la tierra. Para continuar estudiando, o tener un futuro más prometedor, había que salir del pueblo; así que muchos jóvenes se iban. El caso de Alex fue especial; el mismo día de la fiesta, su tía Paula lo apartó de la muchedumbre y le ofreció mudarse con ella a París. Lo recordaba como si hubiese sucedido ayer: Paula era una empresaria ilustre, elegante, adinerada, con el pelo arreglado en una melena castaña, faldas de alta costura ajustadas en la cintura, apenas por encima de la rodilla; camisas de colores vivos con estampado y chaquetas modernas para la época. Tenía varios hoteles a su nombre, heredados de su difunto esposo, los cuales generaban ganancias que le permitían viajar por el mundo, participando de diferentes eventos de gala, entre ellos: exposiciones de arte. Ella era una apasionada del arte. Solía pintar en su tiempo libre, y lo hacía tan bien, que tuvo la oportunidad de vender y exponer algunos de sus trabajos. Mientras Alex crecía, quiso contagiar esa pasión por el arte, así que le enseñaba fotografías de sus viajes, de sus cuadros, y cuando cumplió seis años, le trajo un maletín con pinceles y pinturas. Cada año que visitaba a su hermana, traía lienzos, libros de arte y distintos materiales para enseñarle a Alex, quien pronto desarrolló un gran talento para pintar, del cual Paula se enorgulleció. Había despertado a un artista nato, con una enorme sensibilidad. Los sueños de Paula se elevaron a llevarlo a la mejor escuela de arte y algún día ver sus cuadros colgados en las galerías que frecuentaba. Pero Estela, la mamá de Alex, enloqueció con la idea de que el niño se fuera a París con su tía. Tuvieron una discusión muy acalorada, donde Paula le dijo sin tapujos: "Tu hijo no merece ser un campesino ignorante, no le niegues el futuro que nos negaron a nosotras, que nos casaron con hombres mayores como si no fuéramos más que rostros bonitos, destinadas a cocinar, limpiar y criar hijos", le dijo con enojo. El padre de Alex, Andrés, no pudo quedarse callado y participó de la discusión. Paula siempre fue cortante y revolucionaria con sus ideas progresistas, y a él, a pesar de permitir que Alex pintara en su tiempo libre porque lo veía compartir momentos felices con su tía, nunca se le cruzó por la mente la idea de que su hijo fuera un pintor profesional, porque tenía el pensamiento retrógrado de que era una ocupación de homosexuales. Como juego era aceptable, aunque a veces le provocaba incomodidad lo que pensaran sus vecinos, pero esa vez, Paula había llegado demasiado lejos. Alex tenía que quedarse en casa, a trabajar la tierra como todos los hombres de su familia; había mucho campo por arar. Fue un "no" rotundo por parte de ambos padres el que creó un enorme lío, donde Alex dijo cosas que no debía, y Andrés, furioso por la situación, hizo pedazos el caballete que había fabricado con sus propias manos, maldiciendo a Paula por "haberlo ilusionado con tonterías". "Esto se terminó aquí y ahora", gritó Andrés, con el rostro enrojecido de cólera. Finalmente el niño se fue llorando desconsolado, a prisa por el largo camino de tierra que daba al pueblo. Paula tomó su bolso del perchero de pie que había junto a la puerta y salió tras él, no sin antes lanzarle a su hermana una mirada de completa desaprobación. Siguió a Alex, dando trotesitos cortos y cuando lo alcanzó, tomó su mano de forma brusca, haciendo que volteara a verla. Lo agarró de los hombros y lo miró con seriedad.

—Escúchame, Alex. Mírame —Le limpió las lágrimas con los pulgares—. ¿Eres valiente?

Lo descolocó la pregunta, recordó cada momento donde su padre era duro con él, y su tía le preguntaba aquello para devolverlo a su centro, para hacerlo sentir más fuerte. Alex se consideraba valiente, daría lo que fuera por perseguir sus sueños. Respondió "sí", con timidez. Paula sonrió, y así como estaban, tomados de la mano, siguieron camino hasta la terminal de buses. Esa noche escaparon juntos hacia el futuro más brillante que Alex jamás imaginó tener.

La familia de Alex no denunció el secuestro; su padre no lo permitió. Se negaba a admitir frente a la comunidad que su hijo se había fugado con su tía para ser pintor; así que la historia que inventó fue otra: dijo que estarían pagando sus estudios para que se convirtiera en un abogado, así lo habían decidido con su madre, y mientras tanto se estaría quedando en casa de su tía, porque la mejor escuela estaba donde ella vivía. Confió que con el paso de los años la gente dejaría de cuestionar el hecho de que jamás volvería a casa, a visitar a sus padres. Siempre alguien se acordaba, y la excusa era que estaba muy lejos, en otra ciudad, que lo más importante era graduarse, que "no valía la pena gastar más dinero en viajes innecesarios que solo le harían extrañar su hogar, y le quitaría el foco en sus estudios". Andrés sintió mucha vergüenza cuando el alcalde le preguntó por su hijo, sintió vergüenza de tener que mentir, y eso hizo que creciera aún más el rencor hacia Alex, pero sobre todo, hacia Paula. Tanto así que estuvo pendiente del teléfono por los siguientes cinco años; sin dejar que nadie más contestara cuando él estaba presente. Después de ese tiempo, no esperaba la llamada para soltar su bronca hacia el muchacho o su tía; tan solo comenzó a esperar noticias de su hijo.

Alex llamó por primera vez a los diecinueve años; tomó coraje para enfrentar los sentimientos de su familia, sin embargo, cuando oyó la voz de su padre, colgó enseguida. Tenía miedo de que percibiera que era él y le dijera cosas hirientes. Pasó días probando en diferentes horarios hasta que un día atendió su madre. Ambos se quebraron en llanto al oír la voz del otro; las palabras salían disparadas tratando de resumir todo lo que había hecho en París. Después de terminar la secundaria había ingresado a una prestigiosa escuela de arte gracias a la influencia de su tía, estaba en primer año, le iba bien; tenía amigos, no le hacía falta nada; era todo lo que Estela necesitaba escuchar para estar en paz. Antes de colgar, le comentó los horarios en que su padre estaba ausente, y tuvo una conversación breve con su hermana, donde nuevamente no pudo contener las lágrimas. Isabela tenía siete años, era una niña adorable. Tras esa conversación, surgieron muchas otras, al menos una vez por semana; en donde el vínculo entre hermanos fue haciéndose más fuerte.

La madre de Alex lo había perdonado, pero nadie sabía qué pensaba Andrés, ya que siempre fue un hombre poco comunicativo y reservado. Todos daban por sentado que Alex no era bienvenido en su casa, así que pasaron veinte largos años hasta que Andrés murió de un infarto al corazón, a los ochenta y cuatro años. Alex no sabía qué sentir, pero no se entristeció como podría esperarse de un hijo que pierde a su padre; en cambio sintió un enorme vacío. Esperó un par de meses antes de armar su viaje de vuelta al pueblo que lo vio nacer.

Qué nostalgia enfrentar la casa de dos pisos con techo de dos aguas en donde había pasado los primeros doce años de su vida. Aceleró el paso campo adentro por un camino de piedras lisas, hasta que llegó al porche. Jaló la puerta mosquitera y luego abrió la principal, empujándola hacia adentro. Al pie de la escalera que daba al segundo piso, había una muchacha delgada, de cabello castaño, largo, trenzado sobre un hombro, y ojos verde oliva, que miraron a sus semejantes con sorpresa.

—Isabela —llamó Alex.

La muchacha gritó de emoción y se lanzó a sus brazos. El alboroto trajo a su madre corriendo desde la cocina. Al ver a su hijo, se unió al abrazo propinándole besos ruidos sobre el rostro en tanto acariciaba su cabello. Fue muy emotivo para los tres.

...

—¡Edison! —llamó una voz senil—, ¡Edison! —insistió alzando aún más la voz. Rezongó por lo bajo al ver que no lo escuchaba.

El hombre canoso de expresión hosca caminó hacia el campo rumbo al tractor que tiraba de una enfardadora; comenzó a hacer señas con los brazos para que lo viera. El tractor se detuvo y un hombre de treintaiún años, de cabello negro, corto, ojos celestes, y cuerpo robusto; se bajó limpiándose la cara con una toalla de mano. No llevaba camiseta, su cuerpo tonificado de piel bronceada brillaba por el sudor. Se veía cansado.

—¿Qué pasa, papa? No lo escuchaba por el tractor —explicó pasando la toalla sobre el sudor que bajaba por sus anchos pectorales.

—Váyase a ver esas mujeres, que estaban a los gritos hace un rato, no vaya a ser que se les haya metido una rata —ordenó el anciano.

—¿Donde la señora Santis? —preguntó—. Quizá se les haya caído algo, papa...

El hombre refunfuñó y señaló hacia la casa de Estela e Isabela, indicando el camino. Los Bernier eran vecinos de toda la vida de los Santis, su parcela comenzaba a tres cuadras al fondo de su casa; y desde donde estaban podían ver la parte de atrás de su granero y los invernaderos que lo rodeaban.

—Váyase ahora mismo a ver, ¿por qué siempre tiene que poner tantos "peros"?, carajo —insistió—. Ya, hombre, vaya.

Edison chistó y se colgó la toalla al hombro, cruzando el campo rumbo a la casa.

Alex ya había dejado su mochila en la que antes fue su habitación, se quedaría allí por los próximos días. No podía esperar para recorrer el pueblo y que su hermana le enseñara las novedades.

—Tengo que ir a buscar un pastel que ordené en la panadería, ya me llamaron para avisarme que estaba listo, ¿por qué no te das un baño mientras tanto? —sugirió Estela mientras rebuscaba en su cartera.

—¿No quieres que te lleve? —preguntó Alex.

—No te hagas problema, me lleva tu hermana, ya estuviste muchas horas viajando —contestó haciendo ademanes con la mano—. Ponte cómodo, estás en tu casa, hijo —acabó de decir con dulzura.

Isabela tomó la llave de la camioneta del colgador cercano a la puerta de la cocina y ambas salieron cuchicheando alegres. Alex no pudo evitar sonreír, se quitó las botas y se desprendió los botones de la camisa que llevaba puesta. Subió la escalera hacia su cuarto, cuando estuvo dentro se sentó en la cama. En un costado había una caja grande donde estaban guardadas algunas de sus pertenencias. La acercó y la abrió, lo primero que tomó en sus manos fueron los pedazos de su primer caballete.

Edison llegó y entró por la puerta trasera de la casa.

—¿Señora Santis? —llamó.

Caminó varios pasos, cruzando la sala de estar, donde vio las botas y el televisor encendido. Se acercó hasta la cocina, buscando a las mujeres, pero tampoco encontró a nadie, así que arrastrado por la curiosidad subió las escaleras hacia los dormitorios. Vio la puerta de la habitación de Alex abierta, no pensó en nada, simplemente siguió caminando y la abrió, encontrándose con él.

Alex se paró de inmediato, llevando en mano una revista de Tintín, quinta edición. Sus miradas se cruzaron por varios segundos, en completo silencio. Eran demasiados recuerdos acumulándose en esa corta distancia que los separaba, tantos que las palabras se quedaron atascadas entre ellos. Edison entró al cuarto y cerró la puerta, tenía la boca seca y sentía el corazón retumbando en sus oídos. Alex se acercó a él, Edison pudo sentir su respiración caliente sobre la boca. Las miradas cargadas de deseo chocaban una y otra vez cuando no estaban recorriendo, hambrientas, el cuerpo del otro.

—Hola, Edi... —susurró Alex.

Edison se estremeció.

...

—¿¡De verdad tienes la nueva edición de Tintín!? —gritó el niño, corriendo hacia el interior del granero—. ¡Genial!

—El quiosquero dijo que iba a traerme más cómics de la ciudad, si juntamos nuestras mesadas podemos comprarlos —contestó otro niño subiendo una escalera de madera que daba al entrepiso.

Se lanzó sobre un montón de paja y el otro niño se acostó junto a él, ambos sonrientes y agitados por la carrera. Alzó la revista y comenzó a pasar página, leyendo con atención. Pasaron varios minutos hasta que el otro niño se ladeó, mirándolo con atención.

—¿Estuviste pintando? Fuiste a clases con las manos llenas de pintura —comentó de pronto.

—Sí... Pero mi padre dice que es estúpido —dijo sin quitar la vista de su cómic—. Creo que es porque todavía no soy tan bueno como la tía Paula.

El niño se encogió de hombros.

—Yo creo que eres genial —contestó.

El otro niño soltó el cómic y se inclinó sobre él, robándole un beso en la boca. El niño se colgó de su cuello, disfrutando los besos acaramelados que ambos compartían en secreto.

...

—Alex... —susurró Edison y estiró la mano para acariciar su pecho con la yema de los dedos.

Alex no ocultó la intención de besarlo, abrió la boca y acortó aún más la distancia. Tenía muchas ganas de saborear ese momento, pero se detuvo al oír el motor de la camioneta de su madre. Ladeó la cabeza mordiéndose el labio inferior. La mirada dulce e inocente de Edison permanecía en el tiempo, tan atractiva como la primera vez que la vio. Aunque su cuerpo era el de un hombre trabajador, su ojos eran los de aquel niño enamorado con el que alguna vez compartió tiempo a escondidas, leyendo historietas y besando sus labios. ¿Cómo podía un hombre tan varonil y sexy, verse tan frágil? Alex fue brutalmente arrastrado por aquellos grandes y expresivos ojos, colmados de pestañas negras.

—Será mejor que me vaya... —sugirió Edison tras unos segundos de silencio.

—Espera, ¿y si quiero verte de nuevo? —Alex apoyó ambas manos sobre la puerta, a los lados de su cabeza.

—Mi padre va a saber que volviste, él no me deja estar a solas con ningún hombre —puso la mano en su pecho y lo empujó suavemente para que se apartara. Alex le dio espacio—. Lo siento, pero no quiero volver a ser castigado por mis pecados.

Desvió la mirada con angustia, le dio la espalda, abrió la puerta y se retiró. Alex se quedó petrificado, no podía creer lo que había visto, tantas cicatrices de cortes en la espalda de Edison, parecían sacadas de una película de terror. Se sentó nuevamente en la cama, oyendo las voces provenientes del piso inferior, sonaban como un murmullo. Alex tenía la mente en blanco, no podía escuchar ni pensar con claridad. Las palabras de Edison, las cicatrices, sus sentimientos al volver a verlo después de veinte años, todo era demasiado para procesar, y entre todas las cosas que debía procesar estaba aquel mal presentimiento.

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