Capítulo XXXVIII: Agujero negro
«Esa noche descubrí que no hay nada más aterrador que tener a tu mente en tu contra, porque si ella se rinde, se acaba el juego».
-La rosa entre las espinas (KimPantaleon)
Advertencia: temas sensibles. Leer con precaución.
Uno, dos, tres...
Pitido.
Uno, dos, tres...
Crujido.
Norian ya no tenía idea del número de sonidos que había escuchado desde que estaba despierto, solo sabía que ninguno de ellos encajaba con organismos vivos.
En el silencio de su habitación desarreglada, aceptó que era el único ser viviente en todo el reino.
No era que lo hubiese recorrido en su totalidad, pues estaba tan cansado que cuando mucho se levantaba de la cama, pero con afinar el oído era suficiente para saber que no había vida cerca. Además, en sus días de amnesia sí barrió el territorio y tuvo la misma sensación.
Estaba solo.
Los primeros días luego de la separación con Lessa, la falta de sonidos lo enloqueció. Le daba grima estar cautivo en un espacio en donde el único apoyo auditivo era su propia respiración anhelante. Con el paso del tiempo, lo superó. O mejor dicho: se adaptó. Despertaba cada día con las caricias del vendaval mañanero, daba vueltas en la cama y, si lograba levantarse, recorría un poco los pasillos, acompañado por el resonar de sus pasos y su pálpito casi pausado.
¿Por qué pausado? Norian no estaba seguro. Desde hace una semana sentía que el corazón le había dejado de latir. Claro que cuando se tocaba el pecho, el resonar continuaba ahí, perceptible a través de la piel. Pero eso no borraba la sensación de vacío esparcida desde el fondo.
Las pocas veces que se podía levantar, iba a la biblioteca. Pasaba un rato ahí antes de regresar al cuarto con una buena pila de libros. No comía, pero sí alimentaba su mente para que se quedase callada.
Fue una de esas veces que descubrió la existencia de los agujeros negros.
Según lo que decían los libros, los humanos se referían a ellos como fenómenos espaciales que absorbían todo, incluso la luz. El lado mágico los consideraba revoltijos de energía corrupta. Fuera cual fuese la perspectiva correcta, las dos llegaban a la conclusión de que eran peligrosos y que estaban en la capacidad de engullir cuanto se le cruzara por el frente.
¿Norian tendría un agujero negro en el pecho? Algo que se tragaba todo, incluso su propia identidad. Porque ya no sabía cómo ser él mismo. Se sentía enajenado de sus propias ideas y movimientos. Solo cuando lloraba podía experimentar algo diferente del vacío.
Tristeza.
Y con la tristeza llegaban los recuerdos. No precisamente buenos.
Norian acumulaba sus vivencias negativas en un rincón oscuro de su cabeza. Siempre que le sobrevenía cualquier recuerdo desagradable, ahí lo enviaba. Luego lo cerraba con llave y se olvidaba de él por unos días. Durante ese intervalo de tiempo, Norian vivía su rutina inquebrantable sobre una frágil ilusión de tranquilidad, de lo que él llamaba normalidad. Pero siempre había un punto en el que el baúl se desbordaba y era imposible seguir guardando su contenido. Entonces el teatro de Norian se reducía a escombros, el telón caía y el actor abandonaba el guion para mostrar su verdaderos sentimientos.
La luna y el sol intercambiaban de lugar varias veces antes de que Norian resurgiera del letargo, de nuevo convertido en alguien carente de emociones. Era ahí cuando leía para silenciar los susurros alevosos de su mente, cuando tomaba notas de los ruidos y cuando intentaba comer. Todo para en una semana volver a sentirse miserable y empezar de cero.
Llevaba un mes y medio así. No se había parado a buscar un calendario, pero tenía tanto tiempo libre que involuntariamente empezó a contar los días y las noches. Las malditas noches. Su paranoia había despuntado hacia el cielo desde que Lessa no estaba con él. Bastaba con que el sol desapareciera y que las nubes se tornaran grises para que Norian fuera víctima de un miedo incontrolable. Muchas veces vomitó, y muchas otras más gritó por miedo a la oscuridad que ofrecía su techo de sábanas.
Si dormía, era con el resguardo de la luz del sol. Solo así sentía verdadera paz, toda la paz que puede sentir alguien atormentado por su propia mente, claro. Y por su cuerpo también.
Una mañana, en sus habituales recorridos hacia la biblioteca, Norian se desplomó, toda su anatomía dejó de responder. Cuando recuperó el control de sí ya tenía las rodillas incrustadas en el suelo. Como había pedacitos de escombro y vidrios, fue más doloroso de lo que esperaba. El chico no gritó, sin embargo. Sus escasos niveles de energía iban dirigidos a no quedar inconsciente más que a emitir sonidos.
Desde hace varias semanas Norian había empezado a comer, con porciones muy por debajo de lo mínimo para un cuerpo como el suyo. Si se servía más, corría el riesgo de vomitar. La flema le subía por la garganta de tan solo imaginarse comiendo un plato entero. Por eso sus bajones de fuerza no eran cosa sorprendente. Eso sí, esa era la primera vez que caía al piso. Y la primera vez que quedaba frente a su reflejo.
Las esquirlas de vidrio en sus rodillas eran de un espejo que había caído al suelo. Por su posición, Norian se vio a sí mismo en él. No le gustó la imagen. Las clavículas se le habían marcado en la piel, el cabello desaliñado le tocaba los hombros, la ropa holgada lo hacía ver más pequeño de lo normal y su expresión cubierta por vendaje daba lástima.
Nunca se había sentido tan feliz de llorar, pues solo así pudo dejar de ver la imagen miserable que le ofrecía al mundo. ¿En serio ese era él? ¿Ese despojo que parecía más un perro abandonado que una persona? Se abrazó, tratando de mantener sus partes juntas, porque sentía que en cualquier momento se iba a dividir en pedazos.
«No quiero seguir viviendo así. No puedo».
«No sé cómo mejorar».
«¿Merezco mejorar?».
Mientras lloraba, una mano cálida aterrizó en su cabeza. Norian ignoró el contacto, no por ser grosero, sino porque quería mantener íntegro el acuerdo de alejarse del otro. Casi meses no le parecía suficiente tiempo para rendirse. Con la mayor delicadeza que pudo, apartó la caricia de un manotazo. No se imaginó que terminaría atravesando el cuerpo de quien lo tocaba.
—¿L-Lessa?
—No soy Lessa.
Por el silencio que había, el repiqueteo de los palitos de madera chocando contra el piso sonó más fuerte de lo normal. Lessa trató de agarrar algunos en pleno vuelo, pero no lo logró. Solo se decepcionó. Con los ojos encharcados de lágrimas le tocó ver que su hermosa construcción se desmoronaba.
Llorar por un percance tan nimio como que su casa de palitos se cayera le parecía exagerado. Sus emociones estaban así desde la separación con Norian. Lloraba todo el tiempo y cuando no lo hacía, trataba de ocuparse en actividades que le aseguraran una buena distracción. Había leído que los pasatiempos ayudaban a despejar la mente, y como ella nunca había tenido la oportunidad de hacer algo que en serio le gustara, exploró diversas formas de entretenimiento para conseguir una que encajara con ella.
Primero lectura, segundo cocina. Ahora iba por manualidades.
Los primeros días los pasó horrible, confinada en su propio cuerpo y en una habitación igual o más caótica que su mente. Cuando era de día, observaba su muñón con pesadez, sin siquiera pensar en levantarse de la cama. Había llevado comida y agua al cuarto solo para no tener que salir.
¿Sirvió de algo?
«No».
Lessa arrojó un ramo de palitos a la pared.
Cada día que pasaba, la opresión sobre sí iba en aumento, como si los cobertores le drenasen energía. Lo único para lo que tenía fuerzas era correr las cortinas cuando la noche se derramaba en el cielo. De resto, apenas ponía en pie para ir al baño y limpiarse un poco.
Para distraerse del pasado, comía. Cualquier recuerdo torvo que se le cruzara por la mente era buena excusa para engullir comestibles. Desde carne, huevos, leche, pasando por panes, salchichas y frutas. Dada su condición endeble, no se tomaba el tiempo de preparar nada. Igual, ni cocinar sabía. En muchas ocasiones mezcló ingredientes que le parecieran buenos juntos y en otras hasta los ingirió crudos. El objetivo era cansar la lengua y adormecer el dolor, nada más. Incluso si era con sabores espantosos, bastaba.
Las veces que vomitó no fueron precisamente pocas.
Cuando su estómago rechazaba la comida, Lessa creaba hielo con sus poderes y se lo metía a la boca. Sangrar a borbotones valía la pena si de adormecer la lengua se trataba.
Había pasado mes y medio en ese plan, sin mínimo atisbo de mejoría. Solo había que echarle un vistazo a la cama para ver que su estilo de vida era más que insalubre. Todo lo que hacía era comer, llorar, descubrir pasatiempos y esconderse en las noches. Había subido un poco de peso cuando se vio en el espejo.
Apenas pudo, lo rompió, sin importar que los cristales le quedaran incrustados en el puño. No lo hizo tanto por el par de kilos extra, sino por desprecio a su piel marcada. Ella misma al verse se recordaba las peores etapas de su vida.
A partir de ahí, se esforzó más en sus pasatiempos. Cada vez que un sentimiento negativo la asaltara, haría un castillo de palitos.
Ya tenía veinte castillos.
«¿Realmente me gusta esto? —pensó, recogiendo las piezas que había lanzado—, ¿qué otra cosa puedo hacer?».
Había probado con ejercicios, pero su cuerpo no daba la talla. Aunque hubiera comido mucho en los últimos días, la fuerza se le iba tras dar unos pocos pasos. El valor nutritivo de toda la porquería que se había llevado a la boca de seguro no era el más alto; eso, unido a que había vomitado bastante, daba como obvia conclusión que su cuerpo no ostentaba reservas suficientes para actividad física. Lessa caía al suelo luego de una sola vuelta por el castillo.
Luego de patear los restos de su casita, se exilió en una esquina para ver sus manos, rugosas y maltratadas.
«Estoy rota, como una muñeca».
«Quizá ser la muñeca de Hent era algo bueno —pensó y se sorbió la nariz—, porque con él no tenía que pensar ni ocuparme de mi vida. Solo seguirlo».
«Es más fácil seguir que vivir».
«No sé vivir».
«¿Merezco vivir?».
Entre moqueos e hipidos, Lessa envidió a todos los que habían muerto. Desconocía cómo eran las cosas después de la muerte, pero estaba segura de que cualquier destino sería mejor que llorar en un rincón solitario y engullido por las sombras.
«Si soy una muñeca rota, ¿por qué nadie viene a tirarme?».
«Desháganse de mí, por favor».
«Cualquiera».
«No lo soporto».
Hueca en fuerzas, se tiró al piso; fue más una caída que un aterrizaje voluntario.
Como en todo ese tiempo había dejado que la suciedad se acumulara, su cachete húmedo se ensució con una sustancia lodosa. De seguro era comida; descubrir de qué tipo ya era otra cosa. Igual, a Lessa le valió. El asco de embarrarse de lo que sea que fuera eso no se comparaba al incendio desatado en sus entrañas. Se sentía culpable y perdida, como una marinera sin rumbo. ¿Por qué, de tantas posibilidades que había con una vida libre, ella elegía llorar? ¿Por qué no podía elegir ser feliz?
No le gustaba pensar en eso, pero con cada crisis que le sobrevenía sucumbía a la tentación de hacerse daño. Había fallado en su promesa con Norian. Además de las heridas por la tortura en el bosque, tenía marcas sangrientas de uñas en los brazos y muslos.
No le constaba si era evidente o no, le gustaba pensar que quien la viese no lo notaría. Era su único alivio cuando llegaba el arrepentimiento.
La prótesis había estado un poco más presente en los últimos días. En ese momento específico, aunque con interferencias, funcionaba más o menos bien. Lessa aprovechó para apretarse con los dos brazos, desbordada en lágrimas tan gruesas como el nudo en su estómago. Apretó fuerte su piel para aplacar el dolor, tomó aire y siguió llorando. Los castillos de palitos la rodeaban como espectadores silenciosos de una tragedia.
Pasaron varios minutos, Lessa no supo cuántos, antes de que un ruido ajeno a ella reverberara en la habitación. Fue el crujido habitual de la puerta al abrirse. Con él, llegó un hilito de luz que se hizo más y más grande hasta cubrir todo el cuarto, seguido por una secuencia de pasos rítmicos que se detuvieron frente a la chica llorosa.
Lessa se sorbió la nariz, tapándose la cara.
—P-perdón, Norian —balbuceó—. Esto no sirvió de nada.
—No soy Norian.
De nuevo, espero que nunca les toque sentirse como Norian y Lessa. Y que si llega a pasar, puedan recibir la ayuda que necesitan.
Gracias por estar aquí.
Gracias por leer.
Gatotortuga se despide. Los tqm.
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