
Capítulo XXXV: Dama en cólera
La dama de hielo.
Ese era el apodo con el que se solían referir a Lessa cuando era parte del ejército. Su rostro congelado en perpetua seriedad, la postura inquebrantable y el talento más bien escaso para hacer nuevas amistades eran algunas de las razones. Eso sí, nadie lo decía frente a ella: era un apodo admitido exclusivamente en grupos en los que no hubiese testigos indeseables.
Entonces, ¿cómo se había enterado Lessa del apodo? Fácil. No era ninguna paranoia extremista decir que en Argenea hasta las paredes tenían ojos y oídos. Ella era, en sí misma, una pared, ya que nadie se percataba de su presencia silenciosa. Pasaba inadvertida dentro de los mismos grupos que hablaban de ella, y así conseguía trozos de información, algunos hirientes, otros inofensivos. La constante era que todos se referían a ella como una persona fría.
Frío.
¿Qué era ser frío?
Por muchos años, Lessa lo asoció con el autocontrol, a mantener los sentimientos bien dominados para evitar acciones irracionales. Desde ese punto de vista, el apodo de «dama de hielo» no le molestaba en lo absoluto, pues remarcaba su efectividad como soldado.
Pero Lessa ya no se sentía cómoda con eso.
Recién se había dado cuenta de que no merecía ser llamada así.
No era fría.
Era emocional, caótica, salvaje.
Cuando Terrance apareció con Norian a rastras, la argeneana necesitó toda su fuerza de voluntad y un poco más para no írsele encima. Su corazón latía a un ritmo pesado, y lastimaba. Cada segundo que pasaba sin ayudar a Norian lastimaba.
Necesitaba matar a Terrance.
Pero también necesitaba esperar.
Inevitablemente, fue testigo de todo, desde las burlas de Terrance hasta el momento en que Norian se lanzó al agua. La pobre arquera tuvo que aguantarse las lágrimas, escondida entre los árboles marchitos, con tal de pasar desapercibida. «Justo como una pared —llegó a pensar—, solo que una pared no llora, no grita, no siente. Yo sí».
No era una dama de hielo. Era una dama que hervía en cólera.
Cuando Hent le dio permiso de atacar, todo sucedió muy rápido. Avanzó como una flecha, con pisadas tan ligeras que fueron inaudibles. Alargó el brazo e invocó el arma, indiferente al río de sangre que salió de su nariz. Se le agrandaron las pupilas, reverberó su pulso y se le endurecieron las manos en torno al agarre.
Luego, todo se aceleró. Lessa ni siquiera fue consciente de en qué momento alzó los brazos para atacar. Cuando recuperó control de sí, la punta de la lanza sobresalía del pecho de Terrance y la sangre pintaba de rojo sus manos.
Lo había asesinado.
Todo había terminado.
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