Capítulo XXV: Elegidos
«¡Muévete! ¡Reacciona de una vez!».
Se esforzaba, pero el cuerpo no le obedecía. Sus músculos estaban entumecidos desde que se había extendido para sujetar la espada. Apenas y podía rozar el mango con las yemas de los dedos.
Gritó, desesperado y moribundo, a la espera de que eso reactivara las zonas dormidas de su cuerpo.
No funcionó.
Tomó aire para volver a gritar, pero una voz masculina que no era suya se le adelantó.
—Eso no va a servir contra ella.
Hent retuvo un bufido, dirigiendo la mirada hacia atrás. Cassan estaba ahí, a pocos metros de él, sentado con cara inexpresiva en medio de los cadáveres. Así estaba desde el comienzo del fenómeno, y no parecía dispuesto a cambiar de actitud.
—¡¿Cómo puedes estar tan tranquilo?!
—Agradece más bien que ella nos dejó con vida.
—¡Ambos ejércitos acaban de ser...!
—Silencio.
Hent calló. Telarañas de relámpagos iluminaron el firmamento gris conforme el resonar de los truenos se fundía en una sola orquesta, una caótica, apocalíptica, pregonera de un desastre ya enunciado por la fémina delante de ellos.
Tragando saliva, el argeneano se volteó para ver a su interlocutora. Ya la había visto, justo antes de que apareciera y mandara a volar a la mayoría de soldados que ahora descansaban inertes en el campo de batalla. No obstante, Hent seguía sorprendido por la majestuosidad de su apariencia. Los atavíos blancos ondeaban como banderas al son de la brisa, imbuidos con un fulgor anómalo que aparentaba nacer desde el propio centro de su cuerpo. Todo, todo en ella brillaba, su piel, cabello, ropa, ojos... Esos ojos impregnados en una fría ostentación de poder.
Aprovechando que estaba quieta, Hent se extendió más para recuperar su espada. Si tenía suerte, podía agarrarla y usarla para defenderse.
Estuvo en eso hasta que Terrance se acercó con el sigilo de un gato y pateó el arma lejos de él, acercándola a la fémina brillante sin esa haber sido su intención. Ella no traslució ni un ápice de disgusto, más bien se quedó como una espectadora. Impreso en sus rasgos quedaba el ansia por una respuesta.
Terrance se arrodilló.
—Siento en su aura que está enojada, y me disculpo por eso, mi señora. No sé qué hemos hecho, pero le aseguro que trataremos de redimirnos. Solo déjeme decirle que agradezco que nos haya dejado vi...
—Los soldados no están muertos, solo dormidos. —El eco amplificado de su voz hizo sacudir la tierra—. Y deberían sentirse de todo menos agradecidos por estar conscientes. Díganle a sus líderes que estas ahora son tierras malditas y que todo ser vivo indigno en ellas perecerá si mi camino se cumple.
—Habla de los elegidos que mencionó hace poco —tanteó el vellano, frío. A un lado de él, Hent bullía de impotencia.
Pasaron pocos segundos antes de que la voz de la mujer volviese a resonar.
—Si se cumple mi camino, gana el amor, pero también la destrucción —dijo y mostró las manos, curtidas en rojo— de todos los indignos.
—¿A qué se refiere con...?
—Lo descubrirán cuando llegue el momento.
Terrance dio un paso al frente.
—Entonces debo suponer que nuestro camino en la apuesta es el primero, ¿o me equivoco?
—No te equivocas, soldado.
—¿Y qué ganamos?
—La muerte de los elegidos, a cambio de... digamos, el mantenimiento de lo que han creado. —Alzó los brazos para abarcar los dos reinos.
—Lo que hemos creado, dices...
—Exactamente.
—Asumo entonces que si tú ganas los reinos se van a destruir.
La mujer sonrió, no hizo más. Parecía divertirle la astucia frialdad del soldado vellano.
La reacción de Hent fue diferente.
—E-estás loca... —masculló, ignorando las señas disimuladas del vellano—. ¡Estás loca de remate, los mataste a todos ! ¿Y ahora quieres hacer un trato? Y tú peor, que le sigues el juego. —Señaló a Cassan—. ¡No tienes idea de...!
—Silencio, soldado.
Una masa incorpórea de color blanco se introdujo en su cuerpo. Luego sintió un cosquilleo en la espalda y un aumento de fuerza. ¿Ella lo había hecho? Miró a su compañero en busca de alguna señal que le hiciera saber que experimentaban lo mismo, pero no consiguió nada. Descifrar el semblante del vellano era muy difícil. Lo único que reconoció, no en él, sino en el cielo, fue un grupo de luces similares volando hacia Argenea y Vellania.
—¿Qué nos hizo? ¿Algo que ver con el trato? —Como siempre, Terrance fue frío. Hent pensó que no distaría mucho de los cuerpos alrededor si le quitaran el habla.
Los ojos de la mujer brillaron, casi hambrientos.
—Les concedo inmortalidad a ustedes y a varios servidores de sus reinos, al menos por todo lo que dure el trato y podamos ver en qué queda el futuro. Mientras, quiero paz. —Hizo cimbrar la tierra—. Paz entre ustedes, cero combates. Y que repitan mi historia a todas las generaciones.
El vellano rio.
—Disculpe mi atrevimiento, pero ¿cero combates? ¿En plena guerra contra los humanos? Si bien nosotros podemos no pelear, ellos...
El resto de la oración fue retraída por el castaño cuando la mujer, luego de poner las manos en la tierra, desató una ola de temblores en toda la superficie. El barullo atolondrado del viento arreció, y crujieron los árboles, huyeron los pájaros. A medida que el cielo terminaba de oscurecerse, una presencia pesada se hizo tangible alrededor.
De de los límites de ambas naciones se erigió una pared rosácea transparente, las raíces de un cilindro que se alzó metros y metros hasta esconderse detrás del techo calinoso.
Una vez estuvo fuera de su alcance, los hombres clavaron la mirada en la arquitecta de tan increíble estructura.
—Denme paz y yo los protegeré de los humanos —la oyeron ordenar.
—¿Y luego...?
—¿Luego qué?
—Usted habló de caminos, de elegidos, de muertes. —Fue Hent el que reclamó la palabra, ahora asustado por semejante alarde de fuerza—. ¿Q-qué tenemos que hacer?
—Además de mantener la paz y hablar de mí de generación en generación, nada. —Su voz cobró un retintín crudo de burla.
—Creo que mi compañero no se expresó de la forma adecuada. —La rodilla de Terrance volvió a caer al piso—. Lo que tal vez quiso decir es que no le han quedado claras sus palabras.
Un trueno dejó en evidencia el enojo de la mujer.
—Un argeneano y un vellano se van a encontrar, con igual posibilidad de enamorarse o destruirse. Ninguno de ustedes, ni yo, podrá interferir en el proceso. Y del resultado depende el destino de todos los habitantes. —Una maraña de odio trascendió en su mirar blanquecino—. Todo será destrucción para los indignos si gana el amor, primer camino; y todo será estabilidad para hacer lo que ustedes quieran si gana el odio, segundo camino. Creo que queda claro, ¿no, soldados?
Los aludidos asintieron.
—Y no se preocupen, les aseguro que sabrán quiénes son mis elegidos cuando los vean.
—Antes de que se retire —dijo Terrance, aprovechando de ver la marca morada en la muñeca de la mujer—, como vamos a hablar de usted a través de la historia, ¿nos facilitaría su nombre?
Ella sonrió, y dijo:
—Llámenme Gneis.
Solo voy a decir...
Prepárense para lo que viene.
Siguiente capítulo: "Corazones de humo".
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