Capítulo I: Ella
El negro en su visión fue agujereado apenas abrió los ojos. Vio negro otra vez, y apareció un agujero; negro y segunda vez agujero. Pronto se dio cuenta de que la oscuridad no era más que el producto de tener los ojos cerrados, y que los huecos en la visión eran por sus pestañeos constantes.
Estaba despertando.
Despertando... ¿dónde?
La somnolencia aún rondaba por su cabeza para cuando la chica se levantó. No fue fácil: el entumecimiento de los músculos y una repentina palpitación en la frente por poco la hizo desistir. Si no se acostó de nuevo fue porque, ni bien terminó de abrir los ojos, el aspecto del lugar en el que estaba la sobrecogió.
Era un sitio espacioso, únicamente iluminado por una luz que, cual intrusa, se colaba desde fuera por un espacio rectangular en la pared de enfrente. Presumía haber sido una ventana elegante, pero ahora no era más que un agujero burdo sin bordes definidos; de hecho, si tenía la mitad de los cristales aún adheridos al marco era mucho decir. Buena parte de los restos estaban desperdigados en el piso.
La chica no se dio cuenta de eso último por el sentido de la vista, sino por el tacto, pues tuvo la mala suerte de que uno de sus pies aterrizara sobre los vidrios rotos cuando intentó levantarse.
Para distraerse del dolor, optó por continuar la exploración. Sobre las paredes había grietas, divididas en varios caminitos; había uno que daba hacia el techo, otro que se perdía en la ventana, y otro, más lejano, que terminaba en el piso. La chica se detuvo en esa última parada. Apenas se daba cuenta de que, además de vidrio, sobre el suelo había guijarros, polvo y pedazos de pintura azul desgastada, que de seguro se había caído de la pared. En los huecos de pintura faltante se asomaba color gris.
«¿Qué pasó aquí?» preguntó en su mente, llevándose una mano a la cabeza. Imágenes borrosas y alaridos confusos se superpusieron entre sí, creando una algarabía de memorias confusas. Memorias que parecía ser suyas, pero que no reconocía.
«—Sálvalos... por favor...».
«—¿Insomnio?».
«—Estoy aquí».
«—Siento la herida fría. M-muy fría».
Esas voces fueron lo más sólido que pudo rescatar. De resto, su cabeza adolorida no arrojó ni un atisbo de imagen que le respondiera qué había vivido, qué estaba haciendo ahí, ni mucho menos quién...
«Quién soy».
A la joven se le cortó la respiración.
«No sé quién soy».
Una pequeña amnesia que le impidiera saber cómo había acabado en ese lugar era una cosa; no recordar su nombre, edad y origen era otra muy diferente. Lo primero quedaba como nimiedad frente a lo segundo.
Sin ya poder controlarse, la chica se levantó y corrió hacia la ventana para verse reflejada en los cristales que sobrevivían en el marco.
Los quejidos que soltó de camino hasta allá, por haber pisado varios trozos de vidrio, no fueron nada al lado del grito asustadizo que emitió al ver su reflejo. No era que la imagen de sí misma fuese desagradable, todo lo contrario: a pesar de los raspones sobre la piel clara, las ojeras alrededor de los ojos azules y la trenza mal hecha en el cabello del mismo color, no era precisamente fea. Lo que la sorprendió —y obligó a dar un respingo asustado, además— fue la confirmación de que no recordaba quién era, aun si se veía en el espejo.
No reconocía ese rostro que le devolvía la mirada.
No reconocía las manos callosas.
Y menos reconocía ese vestido de fiesta harapiento que llevaba.
Retrocedió por impulso, y por impulso se detuvo también: las punzadas en los pies le recordaron de la peor forma que el suelo estaba poblado de vidrios. Llevaba zapatillas, sí, pero la suela, o era de mala calidad, o estaba desgastada. Porque ella sentía el filo de muchos de esos pedazos clavársele en los talones. Le frustró casi tanto como no poder recordar quién era.
En lo que retenía un chillido, se acercó de nuevo al espejo. Siguió sin reconocerse. ¿Quién era esa chica desesperada en el espejo, y por qué estaba allí, en ese aparente espacio apocalíptico?
Y, peor aun: ¿quién era esa persona que aparecía detrás de ella en el reflejo?
«¡¿Una persona?!».
Ni siquiera luego de descubrir que se le había olvidado su identidad de movió tan rápido. Dio un giro, y en menos de un segundo encaró al recién llegado. Era un muchacho, eso y nada más supo. Detalles como su melena pelirroja y su traje elegante hecho jirones fueron eclipsados por el simple hecho de que hubiera aparecido de la nada.
«¿O quizá siempre ha estado aquí?».
Sin tiempo o valor de responder a esa pregunta, la chica se armó con uno de los vidrios en el suelo, se pegó a la pared y, no falta de actitud amenazante, dijo:
—¿Quién eres?
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