UNO
Mónica Godoy era una persona completamente distinta a Raúl.
Ella buscaba su independencia, era perceptiva y siempre estaba pensando en el futuro, idealista hasta el final y diferente a los demás; así la catalogó Raúl con el tiempo, quien, por su parte, era alguien rebelde, dispuesto a disfrutar hasta el último segundo del día, holgazán y orgulloso, un mujeriego como decía Mónica, pero alguien especial en el cual ella confiaba.
A pesar de que su primera conversación no fue para nada agradable y que los días siguientes vieron el hecho de tener que compartir el pupitre como un verdadero holocausto, hubo un día en que aquella situación cambio completamente y ambos, en innumerables ocasiones, le agradecieron a la vida, así como también maldijeron aquel día en que sus vidas se vieron involucradas.
Dos personas tan opuestas, típico de un verdadero cliché al que decidieron ambos dar una oportunidad.
No fue hasta una tarde de otoño en que todo comenzó. El clima era tenso, poco a poco el viento se volvía más tibio haciendo que los vellos del brazo de Raúl se erizaran ante el roce de su piel y la tela que cubría su brazo. Caminaba a paso ligero buscando una excusa para mitigar su horario de llegada ya que eran por sobre las nueve de la noche. Su madre no lo sabía, pero hacía algunas semanas un poco antes que su padre falleciera, había adoptado la manía de fumar cigarrillos. Había estado haciendo aquello exactamente durante toda la tarde junto con algunos de sus colegas de la escuela perdiendo el tiempo con conversaciones superfluas y holgazaneando. Le gustaba porque aquellas malas compañías –como las catalogaba su madre-, le impedían pensar y enfrascarse en lo que para él era una vida de mierda. No obstante, ahora ya de regreso a casa, Raúl no podía hacer más que recordar y reflexionar junto al humo del tabaco que, por alguna extraña razón, parecía tener un sabor diferente ante tal situación, uno menos agradable.
Lo cierto es que no le gustaba en su totalidad aquel sabor amargo que suponía el humo al entrar en sus pulmones, pero si sabía que se sentía más osado, intrépido y grande con aquella conducta. De seguro se acostumbraría a ese sabor amargo, solía pensar.
El hecho de qué se encontrase así mismo reflexionando sobre la vida, le supuso ser algo demasiado extraño para venir de su persona.
Raúl nunca dejaba que sus pensamientos, reflexiones y su sentido común tomaran el control de su mente y había intentado ser bastante categórico en ello los últimos dos años de su corta y sencilla vida, la cual por alguna extraña razón, parecía comenzar a desmoronarse más de lo normal.
A medida que avanzaba, más frío sentía a pesar de la calidez del viento. Llevaba la cabeza gacha y cubierta por una capucha de su jersey por lo que no vio venir a la persona con quien se había topado. Cerró los ojos por un segundo a causa del leve y fugaz impacto y cuando los abrió, se sorprendió al fijarse en quien era y qué ocurría. Frente a él se encontraban dos de la misma edad suya o quizás un poco mayores, buscándola a ella, quien recogía torpe y rápidamente sus libros que había dejado caer al suelo tras el pequeño choque.
La primera reacción de Raúl no fue ayudarla, sino más bien, se quedó observando a los dos chicos en frente de ellos. Los conocía bastante bien, se había topado en más de un conflicto adolescente con ellos y no le parecía muy agradable encontrarse en una nueva situación similar a las anteriores y lo cierto es que no tenía que ser muy listo para entender que la estaban molestando. El silencio se apoderó de la escena por unos segundos y la espera a la reacción de alguien fue eterna para cada uno de los presentes, aunque en la realidad terrenal, todo sucedió en no más de diez minutos.
— ¿Ellos te están persiguiendo? —Le preguntó a la chica con un tono alerta al ver que nadie se movía. Ella no contestó, de pronto era como si se hubiese quedado inmovilizada allí, la cabeza gacha, la mirada fijada en el suelo—. ¿Por qué la están molestando? —preguntó nuevamente, esta vez a los dos chicos.
Su mirada no dejaba de posarse en los ojos desafiantes de sus supuestos enemigos, no sabía que estaba ocurriendo, ni mucho menos en lo que se estaba involucrando, ni tampoco se había percatado del momento exacto en que él se convertía en el chico que salva a la chica.
— Oye, este no es tu asunto. Así que no trates de defenderla —amenazó uno de los dos jóvenes, el más alto y gordo, moreno y de dientes chuecos, no tenía más de dieciséis años. Dicho aquello, el segundo de ellos se aproximó unos pasos hacía Raúl y la muchacha.
—Quédate detrás de mí, los conozco —susurró con convicción y firmeza una vez que ella se puso de pie. Raúl podía sentir cómo Mónica Godoy, su nueva compañera de asiento, sentía el pánico.
Ella cerraba los ojos intentando no tener miedo, él sentía los latidos de su corazón en su espalda, su aliento agitado y la fuerza con que se afirmaba de su chaleco.
Raúl retrocedió dando a entender que no dejaría a la muchacha sola. Sólo faltaba que uno de los dos mococientos chicos se decidieran en iniciar una riña para que allí se formase un escándalo y si tenían suerte, que los vecinos no llamasen a la policía informando de la pelea y lo encerrarán por unas cuantas horas en la estación hasta que su madre lo fuese a buscar, todo eso por ayudar a alguien a quien ni siquiera le agradaba lo suficiente.
Jamás se había sentido un defensor de la justicia, es más, si aquella tarde su sentido común no hubiera estado tan presente, él simplemente habría hecho el loco en aquella situación. No le incumbía ni le interesaba la situación, y menos la víctima en cuestión. No obstante se quedó allí, sin saber muy bien que iba a hacer cuando aquellos críos decidiesen darle una golpiza.
Finalmente, y después de segundos interminables de lo que fue ver el futuro próximo en su mente, nada de lo que se estaba recreando en la imaginación de Raúl ocurrió y tanto él como Mónica agradecieron para sí mismos que no sucediera
—Ya sé que no nos conviene pelear ahora... Cualquier día de estos —amenazó el mayor, luego de que su compañero le dijera al oído que lo mejor era marcharse de allí. Ambos se fueron dejando el lugar tan solitario como antes. Mónica aliviada como nunca en su vida y más de lo que le hubiera gustado demostrar dejo salir un profundo suspiro de tranquilidad, sus ojos estaban húmedos, ella no quería llorar pero Raúl percibió al instante que era cosa de segundos para que lo hiciera. Se acercó frente a ella y con su mano derecha removió los cabellos que tapaban su cara.
— ¿Estás bien? ¿Te hicieron algo? —preguntó en tono comprensivo, aunque quizás más crudo e insensible de lo que intentaba sonar. No esperaba ciertamente una respuesta de la chica, pero entonces pensó que al fin y al cabo, un poco de cortesía no le bajaría su orgullo.
Ella al final no pudo más que asentir con la cabeza, luego se sentaron en uno de los bancos de la plaza que quedaba en frente del condominio de la casa de Raúl y aguardaron callados.
Habían olvidado el frío que hacía en aquellos momentos e intentando hacer caso omiso al silencio que se hacía presente entre los dos, él sacó su quinto cigarrillo del día.
— ¿Fumas? —preguntó acercando la cajetilla en frente de Mónica.
—No, gracias —contestó ella de manera tímida. Se sentía avergonzada, toda su vida se había proclamado como una muchacha fuerte e independiente y resultaba que ahora, a menos de una semana en aquel lugar, no había sido capaz de sobrellevar las burlas de esos muchachos, sólo se había echado a correr, asustada y ellos la habían perseguido notando a la fácil víctima que habían encontrado—. Es bastante cómico que nos encontremos en esta situación —agregó con la mirada perdida, como si no supiera que decir ¡y es que realmente no lo sabía! Eso siempre la colocaba muy incómoda, sus manos se desesperaban y no hacían más que jugar con las hojas de una ligustrina que estaba a su lado.
— ¿Por qué lo dices? —Musitó él, después de liberar el humo del tabaco junto con sus palabras, — no es cómico que hayan querido hacerte daño si es que en realidad querían hacerlo. Si me lo preguntas, son bastante idiotas, pero el más alto tiene un buen gancho derecho.
—No me refería exactamente a eso, sino más bien al ahora. No hemos simpatizado mucho desde que nos conocemos. Parece una broma que justamente hubieras sido tú quien apareciera. Además, cualquiera se habría marchado después de que esos chicos se fueran.
—Ah, te refieres a esto... Es simple cortesía, ya me devolverás el favor —dijo con una sutil sonrisa en su rostro, porque después de todo ahora tenía una excusa que darle a su madre sobre su horario de llegada.
Ninguno de los dos creyó, entonces, que a partir de ese instante se convertirían en tan buenos amigos, ni mucho menos, que todos llegarían a pensar que terminarían una vida juntos. Porque ambos supieron desde aquel instante, que sus destinos estarían entrelazados e influirían mucho en el otro.
Entonces, el holocausto se transformó radicalmente en un cautiverio feliz, la personalidad opuesta del uno para con el otro formaban un dúo perfecto transformándose, de manera espontánea y no después de mucho tiempo, cada uno en la confidencialidad del otro; con ciertas diferencias y con las respectivas confusiones sentimentales que acarrea la adolescencia. Aunque en aquella época tan sólo tenían 14 años , ellos no tenían porque imaginar o saber qué tanto iban a involucrar sus vidas en el futuro. Porque sí, después de todo ambos necesitaban del otro para subsistir y se necesitaron siempre.
Pero ambos al principio eran muy diferentes.
Mónica era diferente.
Todo el mundo la creían una niña muy madura a su corta edad. Desde pequeña se transformó en una persona sensata e independiente debido a las constantes ausencias de sus padres. Por una parte su padre dejó de verla a los cuatro años y su madre estaba demasiado ocupada siendo ejecutiva de un importante banco por lo que tuvo que arreglárselas a su manera.
A pesar de la falta de afecto de parte de sus progenitores no podía quejarse del todo. Nunca le faltó, a ella y a su hermano menor, nada en cuanto a los asuntos materiales, es más, siempre habían contado con una buena situación financiera.
Su madre se las había arreglado criando a sus hijos a base de niñeras, que no aguantaban más de dos meses por la alborotada conducta del pequeño Alejandro y la soberbia madurez y libertad que se atribuía Mónica incluso aun siendo una cría de cinco años. A veces había algo de suerte y alguien decidía quedarse más tiempo al cuidado de ellos, pero cuando la última niñera se fue en el momento en que Mónica ya tenía casi los catorce años y Alejandro uno menos que ella, decidieron que no necesitaban una niñera, ni nadie que les cuidara.
Por asuntos de trabajo, la madre de Mónica había optado por mudarse a aquel barrio. Era un lugar tranquilo, en el cual la delincuencia que asechaba las calles aún no lograba entrometerse en las zonas residenciales.
Se hizo dueña de una gran casa, lo bastante atractiva para hacer juego con su nuevo puesto de gerente general de un prestigioso banco. Una casa con grandes espacios interiores, con un aire de modernidad sin dejar de lado lo clásico que dejaban cautivados a sus clientes durante las cenas de los viernes. Muebles lujosos que entonces podía permitirse, una gran cocina y cuatro habitaciones cómodas y acogedoras.
La llamada telefónica a las seis de la mañana interrumpió el sueño de Mónica, se aproximó a descender a la planta baja ante la insistencia de quien llamase a esa hora pero, para su sorpresa, su madre ya estaba en pie y había contestado.
Toda esa escena le pareció un tanto extraña porque su madre siempre se levantaba a eso de las nueve, cuando ella y Alejandro ya se habían marchado a la escuela. Notó con curiosidad que la casa estaba impecable, al parecer se había desvelado limpiando a fondo, porque era jueves y la muchacha del aseo no iría hasta el viernes a mediodía.
Se sentó en el borde de la gran escalera para intentar averiguar que estaba ocurriendo, mas no logró escuchar nada; resignada volvió a su cuarto pues ya era hora de alistarse para el colegio. Hacía algunos días que Mónica notaba algo extraño en su madre, pero había pensado simplemente que se trataba de su imaginación o de algún romance, esa era la hipótesis más aceptable. Realmente no le interesaba mucho la vida sentimental de su madre, no es que la odiase, pero simplemente no congeniaban.
Sus padres no estaban divorciados, pero estaba claro que cada cual había conformado una vida aparte. Estaban separados hacía diez años aproximadamente, desde que Ismael Godoy había decidido irse a vivir a algún desconocido lugar infinitamente lejos de ellos. Nunca había regresado, por lo que Mónica suponía que así eran las cosas.
Para cuando el reloj marcó las siete de la mañana, Mónica supo que Raúl no tardaría en pasar por ella. Hacía varios días que su relación había mejorado enormemente, ella se había sentido bastante agradecida el día siguiente del encontrón con esos muchachos callejeros y así, sin saber cómo, terminaron conversando activamente en clases, marchándose juntos a casa luego de la escuela y ahora yéndose juntos a la misma; todo en un lapso de pocas semanas.
Raúl era la única persona del salón con quien Mónica se relacionaba, las demás amistades que consiguió pertenecían todas a cursos superiores, jóvenes quizás más maduros y menos infantiles que sus propios compañeros de clase. Aunque eso no significase para nada que ella era una chica popular. Con las mujeres era diferente, pareciera que todas o la gran mayoría de ellas habían experimentado una especie de odio irracional, envidia o como quisieran llamarlo. Los comentarios como "Es súper estirada", "Ni siquiera es bonita"; o "no sé por qué Raúl se junta con ella" se volvieron poco a poco más habituales y Mónica no tardó en acostumbrarse a ello.
Si se lo preguntaban, la verdad es que Mónica no recordaba tener amigas salvo sus compañeritas del jardín de infantes, con las que, por cierto, tampoco parecía haberse llevado muy bien.
Siempre había congeniado más con los chicos, pero tampoco podía jactarse de tener buenos amigos, sobre todo después de que su madre decidiera que debían mudarse a otra ciudad y empezar técnicamente la vida de nuevo. Mónica odiaba a su madre por ello; odiaba el hecho de que ella viviera en base a apariencias, odiaba el hecho de que, más que por un nuevo puesto de trabajo, hubiese decidido alejarse de su antiguo hogar por la vergüenza de los rumores sobre el ser una madre soltera. La odiaba porque la sola idea de que ella tuviese razón, de que las amistades que pensó tener no eran realmente verdaderas, le dolía.
Mónica no sabía desde cuándo, pero había algo entre ella y la relación con su madre. No es que la odiara de verdad, es que no conseguía soportarla. Sentía que no la quería, pero al mismo tiempo era incapaz de no quererla. Mónica a veces, con cierta nostalgia, caía en la cuenta de que no recordaba la última vez en que se había sentido feliz con su madre; feliz en el completo sentido de la palabra. Todo parecía apuntar a que esa constante irritabilidad que le producía hubiese estado allí por siempre, desde siempre y que no se iría jamás. Nada de su forma de actuar lograba pasar desapercibido para Mónica, desde la forma en que ella movía sus labios cada vez que hablaba, lo que decía y lo que se callaba. Hasta en la forma de pensar eran incompatibles y cada día eso la superaba más y más.
Aquella mañana ella sintió que algo la sorprendería, pero no podía imaginarse que sería, tomó su bolso y bajó para encontrarse con su madre o si tenía suerte no verla. El problema de esa relación, o falta de ella, era que desde que la belleza y juventud se habían transformado en una prioridad para su madre, ella no había sido capaz de pasarlo por alto.
— ¿No es temprano aún para irse? —recitó la madre a penas la vio pasar por el corredor intentando demostrar una sonrisa maternal de oreja a oreja. Desde la encimera de la cocina extendió dos tazas al mismo tiempo en que preparaba tostadas con mermelada.
—Pasarán por mí a las siete —respondió Mónica con cierta extrañeza ante tal comportamiento. Y ciertamente era muy extraño, porque su madre no les había preparado el desayuno en años.
—Ya era hora de que hicieras algo de vida social, me alegra que te adaptes en el nuevo colegio.
—Ni que fuera una antisocial... —susurró. ¿Qué clase de comentario era ese? Se cuestionó internamente.
—Mónica, cariño. Sabes bien que la única razón por la que aceptaste sin reproches la mudanza fue porque en tu antigua escuela no conseguiste adaptarte y conseguir bueno amigos. Y está bien sabes, no siempre es fácil. No todas las personas están dispuestas a convivir día a día con muchachitas como tú.
Mónica dio un largo suspiro, podría decir que estaba acostumbrada, pero lo cierto es que jamás se acostumbraría a ello, ¿qué quería decir exactamente su madre cuando decía "muchachitas como ella"? Definitivamente su madre nunca dejaba de sorprenderla.
—Soy tu hija ¿sabes?
—Y de tu padre. Sobre todo de tu padre.
Mónica elucubró una respuesta cargada de ironía y cierta malicia en su mente ante los comentario de su madre y el rumbo que había tomado la conversación. Pero se resistió a exteriorizarla. Sabía que sólo sería motivo para una discusión matutina y ella no quería desgastarse en ello.
Lo cierto es que la situación no podía ser más extraña, Mónica simplemente no lo comprendía, no comprendía esa manía de su madre en reprocharle que no fuera como ella, esa manía de tras muchos años seguir reprochándole tener la sangre del hombre que le había roto el corazón. Hacía mucho tiempo que su madre no se interesaba en sus hijos y no estaba dispuesta a tener que vivir en una farsa.
—Supongo que debo sentirme desdichada por tener un padre. Cierto, no lo tengo.
—Que graciosa, sólo intento entablar una conversación pero contigo no se puede dialogar.
—Mamá, eres tu quien no da tregua. Supongo que este repentino interés en mi vida social es para impresionar a un nuevo cliente con tus atributos de lo buena madre de familia que eres. No te preocupes, sabes que jamás te delataríamos.
— ¿Ves? Es por eso que nadie se fijaba en ti en la otra escuela, eres una niña antisocial.
—En realidad no te importa lo que haga o deje de hacer.
—Claro que me importa... —repetía moviendo su cabeza de un lado a otro mientras aplicaba el polvo compacto en su rostro, admirando sus pómulos una y otra vez—, como no habría de importarme, si eres mi hija. Aunque, como ya te he dicho, no se note del todo, porque debiste haber salido al idiota de tu padre, ni siquiera tienes el encanto que yo tenía a tu edad. Definitivamente saliste a la familia de tu padre.
—Sí, sí, eso ya me lo has dicho un millón de veces —bebió un sorbo de la taza y luego continuó, cautelosa, intentando no meter la pata— ¿No pretenderás que crea que ahora te importan mis relaciones sociales?
La mujer no respondió, sólo hizo una mueca de lado para sentirse mejor consigo misma. Sabía que era cierto, que aquello que recitaba su hija era completamente verdad, Andrea Medina no era ningún ejemplo de madre y ello era difícil de creer, porque en una oportunidad sus hijos fueron todo para ella, hasta que se dio cuenta que Ismael, quien alguna vez fue su marido, se había marchado para no volver. Si bien no era una de esas madres quienes abandonan a sus hijos, no se dedicó a criarlos a base de amor y confianza, sólo se preocupó de salir adelante económicamente y seguir adelante con su vida.
La discusión cesó cuando Alejandro bajo por las escaleras, si bien la madre de ambos mostraba un poco más de comunicación con éste, la situación no dejaba de ser patética. La diferencia radicaba en que Alejandro no era orgulloso como su hermana, Mónica tenía que demostrarle a su madre que ya no poseía la autoridad en su vida. Alejandro no estaba muy seguro de que eso realmente le importara.
Alejandro al igual que su hermana, era un niño sumamente maduro, comprendía la situación familiar de la que había sido parte y había aceptado el hecho de no tener un padre y prácticamente una madre. Sin embargo, ambos hermanos eran muy distintos, Alejandro no sentía esa necesidad de demostrar nada, al contrario aprovechaba lo que podía rescatar de la vida que llevaba, lo que a veces se traducía en costosos obsequios de los enamorados de su madre, o la libertad de no tener que rendir con un excelente promedio en la escuela. Su aspecto físico tampoco dejaba demostrar su verdadera edad, para ser un niño de apenas trece años, muchas veces solían creer que tenía más edad que la propia Mónica, quien al contrario que Alejandro, se desarrollaba a paso ligero.
—El caso es que su padre está en el país y quiere verlos —dijo sin dejar de mirarse en el pequeño espejo que portaba en su mano derecha—. Vendrá a cenar hoy así que lleguen temprano y traten de comportarse decentemente porque no quiero escándalos. Todo esto no es más que una formalidad.
Ninguno de los dos pudo sorprenderse más, aunque a Alejandro le daba lo mismo recibir a un extraño más en la casa para la cena, Mónica sintió que en su garganta un nudo no la dejaba respirar, tomó su bolso y salió sin decir palabra alguna, Alejandro sintió deseos de detenerla pero no fue capaz de reaccionar; Raúl doblaba por la esquina del pasaje cuando se encontró con ella, pero ésta apenas pudo saludarlo y continuó en su tarea de alejarse lo más pronto posible de aquella casa. El chico, como cualquier persona se dio cuenta de inmediato que algo había sucedido. Él no conocía aún la situación familiar de Mónica, ni se le pasaba por la cabeza que ésta fuese lamentable o algo por el estilo, hasta ese entonces ingenuamente creía que sólo las desgracias familiares le incumbían a él, y hasta ese instante había imaginado que la familia de Mónica era común y corriente o mejor dicho no lo había pensado ni se había interesado. Mónica era tranquila, inteligente y aparentemente feliz, no había tenido una razón para pensar que algo andaba mal en su vida. Tenía suficiente viendo a diario como la suya se desmoronaba lentamente.
No obstante, curioso de la situación, la siguió y le llamó a lo menos por una cuadra entera sin que ella mostrara alguna señal de detenerse; hastiado de perseguirla sin saber qué ocurría y un tanto preocupado, corrió para alcanzarla de una vez y detenerla, se sorprendió cuando la alcanzó y ésta al sentir su mano en su hombro se detuvo para llorar desesperadamente sobre su pecho.
Eran las ocho menos cuarto de la mañana, Raúl sabía que era inútil intentar llegar a tiempo a la escuela y eso no le importaba así como sabía que fuese lo que le ocurriese a Mónica, asistir aquel día a clases era en lo último en lo que ella pensaría. Aquel día fue la primera vez en que ambos se saltaron las clases juntos y también la primera vez en que se enteraron de la situación familiar del otro, Raúl se consideró realmente afortunado al escuchar la historia de Mónica, porque al menos él había tenido una linda infancia con buenos recuerdos que guardar en su memoria, sin embargo no mencionó a su padre como muerto, prefirió ocultarle ese detalle y sin saber por qué, incurrió en mentirle sobre su existencia.
—Jamás lo conocí —dijo secamente—. Se marchó antes de que mi madre supiera que yo venía en camino, pero es mucho mejor así que en tu situación —Mónica esbozó una sonrisa después de aquel comentario, en cierto sentido era verdad, a ella la habían abandonado sin considerar sus sentimientos, en cambio Raúl no había tenido que sufrir por la huida de su padre.
Los pocos días en que había entrado en confianza con aquel muchacho, éste lograba hacerla reír y olvidarse de su tormentosa vida que no daba a conocer a nadie. Ella estaba agradecida, aquel muchacho típico del cual jamás espero relacionarse, le había ayudado más de lo que nadie había hecho en tan poco tiempo.
Aquella noche, el padre de Mónica no llegó a la cena programada, no se presentó en aquella casa hasta una semana después, llegó sin avisar un jueves por la noche cuando no había nadie más que Mónica en compañía de Raúl, porque Alejandro había acompañado a su madre a realizar las compras del mes y aunque el hombre tenía todas las excusas del mundo debido a su ausencia aquella noche, no consiguió estar en aquella casa más de cinco minutos.
El timbre sonó como si nada una vez. Mientras Raúl intentaba memorizar las fórmulas matemáticas, Mónica se dirigió a la puerta; en el recibidor se encontraba un hombre alto, corpulento y de un semblante familiar, sabía que en algún lado lo había visto y sólo cuando abrió la puerta para preguntar que necesitaba se dio cuenta de quien se trataba; él la llamó por su nombre, diciendo lo grande que estaba y que ya era toda una mujer mientras activaba la alarma de su lujoso automóvil; Mónica permaneció en un estado de letargo durante unos cuantos minutos hasta que reaccionó. En su mente un solo pensamiento surgió y entonces simplemente no pudo seguirlo escuchando, ni mantener su cortesía.
—Se ha equivocado de dirección. Yo no tengo padre —dijo sin quitarle la mirada de encima recurriendo a todo el valor que podría haber tenido para no llorar, gritar o echarlo a patadas—. Él me abandonó cuando tenía cuatro años y hace una semana me dio a entender que no le interesa lo que alguna vez fue su familia.
—No digas eso, querida. Sé que estáis molestos por lo del otro día, pero realmente no pude llegar.
—Como si eso pudiese importar realmente. ¿Cuál es la diferencia hoy? Supongo que jamás ha existido una diferencia.
—Eres muy pequeña para comprender ciertas cosas. No me culpes de las decisiones de tu madre, yo cumplí con mi parte, nunca dejé de ayudarlos económicamente —se excusó rápidamente el hombre al darse cuenta del rencor que se le tenía.
—Lo siento, pero los hijos no se compran. Deberías saberlo —dicho esto cerró la puerta y retornó a su actividad anterior.
Raúl la miró durante unos instantes, había observado la escena de reojo por el espacio abierto de la puerta sin moverse de su sitio; necesitaba encontrar en el rostro de Mónica una señal que le diera a entender que ella estaba en shock o algo por el estilo, pero ella se mantuvo igual que siempre; tranquila, escandalosamente tranquila. Mónica en su interior creyó que aquel hombre no era merecedor de su dolor. No en ese entonces en el que ella estaba en paz consigo misma.
—Era tu padre ¿No es cierto? —preguntó con cautela el muchacho rompiendo el silencio.
—Aja —balbuceó ella con un leve movimiento de cabeza —. Le he cerrado la puerta en la nariz —rió.
— ¿Y cómo estás?
—Bien. Mejor de lo que esperaba.
—Mónica... Si quieres hablar de esto sabes que...
—Estoy bien Raúl. Gracias, de verdad.
No obstante y como era lo obvio, su padre logró ponerse en contacto y conciliar una cena para cuatro en un lujoso restaurante,una cena trivial y sin alboroto. En la cual, ambos progenitores, actuaron no dela forma más sincera posible y sus hijos incómodos por la presión. Aunque esto último no fue un impedimento ya que los cuatro pudieron manejar la situación dela forma más discreta posible. Después de todo, no valía la pena. Ellos no lo valían, se repitió Mónica una y otra vez esa noche.
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