CINCO
Raúl no estaba muy seguro de que el acuerdo al que había llegado con Mónica sirviese de algo. Ambos habían hecho un trato, o al menos eso era lo que ella le repetía cada miércoles cuando él debía acudir al grupo de ayuda, que ella había insistido en que él debía visitar.
Conciliadoramente le había dicho que estaba dispuesta a tomar la terapia junto con él y que ninguno la dejaría si el otro no estaba dispuesto a hacerlo.
— ¿Y cuánto tiempo se supone que vamos a tener que ir a estas reuniones? —preguntó él con desgano. Internamente se arrepentía de haberse dejado influenciar por su amiga tan fácilmente.
—Todo el tiempo que sea necesario —respondió Mónica tajante mientras le entregaba el folleto —. Hasta que encontremos la paz o una especie de equilibrio, supongo.
—Si quieres encontrar la paz espiritual creo que deberías unirte a una religión. No entiendo porque simplemente no podemos seguir con nuestras vidas sin intentar encontrarle sentido a todo.
—Escucha Raúl, estoy haciendo un gran sacrificio por ti en estos momentos —le regañó Mónica con los brazos cruzados —. No soy yo quien tiene un lío con la vida.
— ¿Entonces por qué vas a ir? —preguntó él despectivamente. Después de todo Mónica acababa de mentirle en su cara. Sí, él tenía un problema no resuelto con su padre muerto, pero Mónica lo tenía con el suyo, el que por cierto no estaba enterrado varios metros bajo tierra.
—Sólo lo hago para asegurarme de que tú lo hagas.
Después de unas semanas, Raúl podría haber hecho las mismas consultas que al inicio. Si se lo preguntaban, la terapia junto a un grupo de adolescentes con problemas existenciales, no le iba para nada. Lo había intentado en más de una ocasión, había hablado con sinceridad y hasta había sentido cierta empatía con otros integrantes del grupo y aun así, sentía que estaba perdiendo el tiempo. Sobre todo, porque Raúl creía fehacientemente que él no necesitaba exponer sus pensamientos e inseguridades ante personas extrañas y que obviamente estaban más jodidos que él.
Pero se lo había prometido, le había prometido a Mónica que no iba a abandonar el grupo de apoyo y entonces acudía sin más reproche.
— ¿Vas a contarme como te fue ayer con tu padre? O tendré que esperar a la versión censurada que darás en la reunión de los depresivos.
—No los llames así, no está bien.
—De acuerdo —concedió entornando los ojos —. ¿Y, cómo ha ido?
—Bien. Ya te lo dije esta mañana. Cenamos, me preguntó por la escuela y yo le pregunté por su trabajo. Todo muy civilizado.
—Podrás engañar a todo el mundo, pero a mí no. Creo que te he dicho que eres pésima mintiendo.
— ¿A qué quieres llegar exactamente? —interrogó ella sin mucho interés. No pretendía enfrascarse en una discusión con Raúl sobre cosas que ni ella era capaz de comprender en su totalidad.
—Sólo digo que es absurdo que vayamos a una terapia si ninguno está dispuesto del todo a aceptar ciertas cosas —respondió tranquilamente y antes de que Mónica pudiese rebatir levantó su dedo índice para hacerle saber que tenía un punto —. Escucha, yo no puedo reconciliarme con la memoria de mi padre, no al menos completamente, pero tú tampoco puedes hacerlo con el tuyo. Y no nos cortamos las muñecas por ello ni nos empastillamos. Y ni siquiera voy a sacar a colación el tema de que todo este año has evitado lo que ocurrió en nuestras vacaciones de verano. Así que al menos no intentes mentirme sobre este asunto con tu padre. Sé que la cena ha sido un fracaso. No tienes que ocultarlo.
—He dicho que ha ido bien. Y todo lo que has dicho no tiene ni una pisca de sentido.
—Has dicho que fue civilizado. Y no lo fue. —Sentenció —No puede ser civilizado que un padre te pregunte para qué carajo le has llamado. Alejandro me lo ha comentado todo, no tienes que engañarme.
—Bien, es cierto. Nuevamente él me ha dejado en claro que no le importo ¿y qué? —aceptó ella molesta —, tal vez yo simplemente quiera intentarlo, puede que después de todo le haga entrar en razón. Es mi padre, se supone que debo hacerlo.
—No lo necesitas. Te hace daño verle —. Raúl no pretendía sonar comprensivo ni cariñoso, en realidad él creía con suma convicción sus palabras —. Y sinceramente no sé por qué lo haces considerando que a él no le interesa. Eso sí que no tiene sentido. El único que debería tomar una estúpida terapia es él.
Habían llegado a las afueras del viejo edificio donde se celebraban las reuniones del grupo de apoyo. Mónica no replicó a las acusaciones de su amigo al percatarse de que el lugar ya no estaba desierto. Agotada, se apoyó en la pared a un costado de la entrada y tras segundos de silencio decidió hablar.
—Tú ni siquiera puedes ir a la tumba de tu padre sin que nadie te obligue. Y nunca podríamos estar tan seguros de que en realidad eso no te deprime. Necesitas esto...
—Yo no necesito demostrar nada a nadie. Y no estoy deprimido. Dejaré de ser un idiota si es lo que quieres, dejaré de embriagarme y te seguiré acompañando a esta insufrible terapia si te ayuda en algo, pero ya tienes que dejar de intentar arreglar los errores de tus padres y también los del mío.
Y entonces, el segundo acuerdo llegó. Raúl aceptó dejar de emborracharse sin que mediara una razón justificada, visitar la tumba de su padre y dejar de ser un idiota (aunque no tuviese muy claro que significaba realmente aquello) siempre y cuando Mónica enfrentase a su padre para decirle que estaba bien sin él en su vida.
Y lo hicieron, se acompañaron mutuamente en sus batallas comprendiendo de pronto que ambos se quitaban un gran peso de encima. Raúl estuvo al lado de Mónica sosteniendo su mano cuando ésta a través del auricular le comunicaba a su padre todo lo que hasta entonces nunca había dicho.
—Escucha jovencita, creo que me tomas el pelo. Hablaré con tu madre al respecto.
—Nos has abandonado en más de una ocasión —le había dicho ella cortando sus palabras —. Tengo casi 16 años y no creo que sea sano para mi salud mental. Lo he intentado pero no sirve de nada si tú no estás dispuesto. Ni siquiera te veo como a un padre y está bien, he aceptado eso.
Y entonces colgó. De pronto sintió una gran liberación. Como si de la nada alguien hubiese despejado un camino frente a ella. Sí, la vida no era perfecta, pero al menos ahora tendría que lidiar con una cosa menos.
—Es tu turno, visitarás a tu padre. ¿Aún quieres hacerlo?
—Sólo si me acompañas —Respondió él. Mónica iba a refutar pero inmediatamente Raúl se aclaró —. Descuida, puedes esperarme a la distancia. Sólo necesito tenerte cerca ¿de acuerdo?
Mónica nunca supo si en verdad Raúl había hecho finalmente las paces con la memoria de su padre. No al menos durante los próximos años. Ella se limitó a acompañarlo todas las veces que fue necesario y no hacer preguntas sobre qué clase de cosas decía o pensaba frente a su tumba, lo cierto es que no necesitaba enterarse porque indudablemente sus vidas se vieron mejoradas.
De pronto, un nuevo verano llegó y a pesar de que tal vez ambos temían que la incertidumbre de lo profundo de su relación volviese a transformarse en el tema principal de sus vidas, aquello no sucedió. Ya tenían 16 años y si bien ninguno podía dar crédito al paso del tiempo porque en innumerables veces pensaban que era muy extraño que ya hubiesen transcurrido casi dos años desde que se volvieran inseparables.
Mónica trató de explicarse ese sentimiento durante las dos primeras semanas de vacaciones, sin poder realmente aclararse. Lo cierto es que en general Mónica jamás había manifestado muy expresamente su opinión, pero una sola palabra le seguía resultando conflicto, incertidumbre y porque no decirlo, temor. El considerar que Raúl era alguien indispensable en su vida la abrumaba, como si de pronto su propio ser interno le reclamara a gritos que era hora de aprender a vivir sin depender de él. Tal vez por ello, demasiado consiente de la gran posibilidad de que tener que enfrentarse a la implícita intención de su amigo por seguir buscando ese no sé qué entre ambos, es que decidió tomar la vía del escape y por ello resultó ser que visitar a los parientes lejanos de su madre, constituyó la mejor vía de escape que Mónica pudo agradecer; el estar sin verse a diario durante todo el verano provocó que ambos se volvieran a "estancar", y era absurdo, pero Mónica lo prefería así.
—Entonces, ¿qué tal el verano?, apartando el hecho de que te has dado cuenta que estás ciega y te has puesto esas gafas —. Raúl se las quitó del rostro para inspeccionarlas.
—Ha estado bien en realidad. La tía abuela de mamá resultó ser bastante guay. ¿Qué hay de ti?, ya supe que has sido todo un rompecorazones.
—Realmente estás ciega... —interrumpió Raúl con gracia haciéndose el desentendido — ¿cómo vivías hasta ahora sin estos lentes? —agregó. Mónica se las quitó para volver a ponérselas.
—Bueno, al menos ahora puedo ver lo realmente feo que eres. —Raúl rio al mismo tiempo que simulaba un disparo en el corazón.
Habían sido tan solo dos meses, pero era como si hubiese pasado mucho tiempo más. O tal vez no, pero de pronto se encontraron toda la primera parte del año de regreso a la escuela descubriendo nuevas cosas el uno respecto del otro aunque no siempre lo notaran de inmediato. Y cualquiera pensaría que aquello hubiese significado un problema, pero no lo fue.
De pronto era como si fuesen almas gemelas.
Habían cambiado, poco quedaba de los muchachitos de 14 años. Si de apariencias físicas se trataba, Mónica no es que hubiese evolucionado demasiado. Su cabello negro y lacio seguía de la misma forma de toda la vida, hasta los hombros y, tal vez su cambio más destacable habían sido aquellas gafas de montura negra con las que había regresado aquel verano. Raúl por su parte había crecido varios centímetros convirtiéndose incluso en uno de los más altos de la clase y había formado cuerpo; si bien poseía en general una contextura delgada tenía una espalda amplia y también denotaba unos brazos fuertes sin que pasaran desapercibidos sus bíceps. Su postura no era la mejor, siempre andaba algo encorvado y generalmente arrastraba los pies; muchas veces Mónica se desconcertaba un poco, porque a pesar de no practicar ninguna clase de deporte, Raúl demostraba tener una excelente condición física y ella simplemente trataba de comprender cómo es que su amigo, que llevaba una vida donde el sillón de su casa era su principal compañero en la vida y su interés primordial, podía tener tan buen estado físico. Mónica comprendió tal vez por primera vez, por qué su amigo tenía tanto éxito con las chicas.
—No es justo, de verdad que no lo es —había dicho ella una fría mañana de invierno al bajar la escalera de su casa y encontrarse con Raúl y Alejandro echados en el sofá tal y como los había dejado la noche anterior; ambos estaban frente a la televisión como hipnotizados jugando con la nueva consola de video juegos que había adquirido su hermano hacía unos días. De pronto a una parte, ambos se habían vuelto bastante cercanos.
—Ya, lo mismo le he dicho a tu hermano. No es justo que sea más bueno que yo en esto.
—Es un talento natural —agregó Alejandro mientras terminaba de devorar un pote con helado. Mónica entornó los ojos y dio dos pasos hasta ellos quitándole el postre a su hermano de las manos.
—Obviamente no me refiero a eso. No es justo que ustedes alimañas se la pasen todo el día echados en el sofá comiendo porquerías y no engorden o enfermen. Ni siquiera practican un deporte...
— ¿Y desde cuando a ti te preocupan esas cosas?
—Pero si no estás gorda —dijo de pronto Alejandro poniéndose de pie aun con la cucharilla en la boca.
— ¡Claro que no estás gorda! ¿Te preocupa eso? Por favor Mónica, ¿te has golpeado la cabeza?
—No me preocupa estar gorda —respondió volcando los ojos —Simplemente lo considero injusto. Patatas fritas, helado, chocolates, botanas, gaseosas, cervezas... Son unos verdaderos puercos. Las mujeres deben hacer un sinfín de artimañas para verse bien mientras ustedes devoran todo lo que ven, es como si se burlasen de todo ello. ¡Y ni siquiera te voy a regañar por estar bebiendo alcohol!
— ¿No me digas que es un nuevo ataque de feminismo? —susurró Raúl a Alejandro fingiendo escuchar el discurso que Mónica les soltaba mientras recogía los envases de patatas fritas y demás que habían en la mesa.
—Creo que es el periodo. Siempre se pone así de insoportable. Lo heredó de mi mamá, quizás es lo único en lo que se parecen.
Y entonces, ambos pasaban de Mónica y se encomendaban a lo que estaban haciendo antes o simplemente Mónica se largaba dejándolos solos. Aunque aquello no duraba mucho.
Porque Raúl y Mónica inevitablemente terminaban juntos, tal como siempre, riendo, charlando o simplemente no haciendo nada. Su amistad evolucionó a niveles más profundos en los que ninguna confusión sentimental los abrumaba. Se aceptaron y reconocieron como confidentes; si pensaban o no en lo que habían dejado pendiente el año anterior y que llevaban meses evitando, ninguno fue capaz de confesarlo del todo.
Si Raúl siempre había sido un experto evadiendo las cosas importantes, Mónica definitivamente había aprendido del mejor.
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