22. El Calor De Un Beso
Julieta no paraba de dar vueltas en el catre.
Para un lado. Para otro.
Fuera aún llovía. Y al parecer no tenía muchas intenciones de dejar de hacerlo. Emitió un largo suspiro y giro su cabeza buscando la figura de Andrés en la penumbra.
Su cercanía le afectaba. Sólo una palabra suya o un roce de sus dedos, y ella ardía en deseo por él, más de lo que nunca había estado por Francisco. Dios. Como lo odiaba. Ese malnacido tenía que arder en el infierno por lo que le había hecho. Y su madre también.
Volvió a revolverse inquieta en las sábanas suspirando de nuevo. Tenía que tomar una decisión sobre su vida. No pensaba estar ni un minuto más con alguien a quien no amaba y que la había traicionado de esa manera tan horrible. No sabía lo que sería de su vida. Si alguien de su familia la aceptaría después de dejar a Francisco, porque lo iba a dejar. Y si nadie la quería, no le importaba, le faltaban manos para trabajar.
- Te escucho pensar desde aquí, Julieta -la voz de Andrés le hizo pegar un respingo y darse la vuelta para mirarlo. La chimenea estaba encendida y podía vislumbrar el brillo de sus ojos desde su posición.
- No me extraña. No paro de darle vueltas a la cabeza -le admitió ella dejando escapar un sonoro suspiro.
- Lo que tenga que ser, será, pero no será hoy. Descansa, y mañana será otro día -le pidió él, recibiendo en respuesta otro de esos suspiros ahogados de la chica.
Julieta asintió y miró al techo de nuevo. La voz de Andrés era tranquilizadora, y si, con un ligero toque sensual que le calentaba todo el cuerpo, incluso aquellas partes que Francisco no conseguía.
Volvió a revolverse en la cama suspirando pesadamente. Dijera lo que dijera Andrés, no se iba a dormir. Todos los acontecimientos del día, la golpearon con fuerza y sin poder evitarlo, se echó a llorar. Lágrimas de impotencia porque se sentía burlada. Porque no sabía que sería de su vida a partir de ahora y porque tuvo que aceptar casarse con alguien a quien no amaba por imposición de su familia.
- No llores, Julieta.
La fuerte voz de Andrés la hizo darse la vuelta en el colchón bastante avergonzada. No quería que él la viera de nuevo llorar, pero, era inevitable. Sintió su presencia a su lado en pocos segundos. Andrés la atrajo hacia su pecho y empezó a acariciar su espalda para que se tranquilizara, pero ni por esas, ella lo quería era llorar hasta quedarse sin lágrimas.
- Tienes que calmarte, Julieta y dejar de llorar -le pidió él de nuevo muy dolido por cada lágrima que ella derramaba por el desalmado de su esposo.
- ¿Y eso como se hace? Porque yo llevo un rato intentándolo y no puedo.
Julieta se revolvió tras de sí y enfrentó a Andrés dispuesta a desahogarse con gritos, reproches y lo que hiciera falta. Pero, cuando se dio cuenta de su cercanía, del calor que emitía su cuerpo y de cómo él mismo la afectaba... se olvidó hasta de llorar.
- Perdóname, señor, pero voy a pecar -Julieta dirigió sus rezos al cielo ante la confusión de Andrés.
Pero, cuando las manos de ella se enlazaron en su cuello y su fresca boca se posó en la suya, él también oró en silencio. Porque los labios de Julieta eran extremadamente suaves y dulces. Todo un delicioso manjar al alcance de sus manos.
Porque, dos no pecan si uno no quiere.
Y esa noche, ambos, iban a vivir su propio infierno, uno que los quemaría en llamas.
A la mañana siguiente
Julieta sacó sus manos por encima de las mantas y emitió un satisfactorio suspiro. Una larga sonrisa se instaló en sus labios pensando en todas aquellas cosas que anoche hizo con Andrés. Por primera vez desde que tenía relaciones, había sentido algo, un cosquilleo y un estallido en lo más profundo de su cuerpo que, no sólo una vez, sino varias en la noche, acabaron por dejarla exhausta.
Aún llovía fuera y el clima matutino invitaba a quedarse en la cama. La puerta de la pequeña cabaña se abrió, entrando Andrés por ella. Julieta se incorporó en la cama y le sonrió animosa. Él solo no le devolvió la sonrisa, sino que apartó su mirada avergonzado.
Julieta alzó sus ojos al cielo y se levantó de la cama arrastrando una de las mantas con ella, cubriendo su desnudez.
- Ahora me dirás que esto ha sido un error -le dijo ella, colocándose delante de él para encararlo y que así no eludiera el hablarle.
Andrés levantó la mirada del suelo y la miró relamiendo sus labios. Tenía ante si una tentación, una en la que ya había caído y de la cual deseaba caer otra vez. Y estaba mal. Porque ella era de otro.
- Ha sido un error, Julieta -repitió él sus palabras aunque sin mucho convencimiento, pues esa mirada y esos labios lo invitaban a cometer más errores.
- Pues bien que gritabas mi nombre cuando te viniste dentro de mi, la segunda vez ya casi te quedas sin voz. Muy mal no te lo estarías pasando.
Andrés ocultó una sonrisa sorprendido por su descaro, pues ella tenía razón, había sido una noche increíble. Porque ella lo era. Julieta era un piano en las manos equivocadas. Ahora estaba convencido que su esposo era un inútil.
- Le has hecho a tu marido lo mismo que él te ha hecho a ti, Julieta -le recordó él produciendo en la mujer una mueca de fastidio.
- Uy no, Andrés, te equivocas, las cosas que tú me hiciste ayer, no me las ha hecho él en la vida.
Julieta agarró las mantas que querían soltarse y levantó su barbilla luciendo orgullosa ante él. Andrés quería reírse. Es de lo que tenía ganas esta mañana. Y más ganas de ella.
- Julieta.
- Mira, Andrés, es que paso de sentirme mal porque no me siento así. Me siento viva, y es por tu culpa. Así que si vas a seguir pensando que esto es un error y no querer mirarme, adelante, estás en tu derecho, pero sino...
- ¿Sino qué?
Julieta le dio una traviesa sonrisa y dejó caer la manta al suelo exponiendo de nuevo su cuerpo desnudo, ese que Andrés anhelaba sentir de nuevo entre sus brazos. Su mirada se posó en ella y sus labios salivaron deseando probar esos turgentes pechos que anoche lo enloquecieron.
Solo tuvo que acercarse para poner precisamente sus manos sobre ellos, rozando con sus pulgares esas protuberancias rosadas que tan loco lo estaban volviendo.
- Estamos condenados, Julieta -le admitió él ya totalmente entregado a esa mujer.
- Prefiero arder contigo en el infierno que quedarme sola.
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