Cementerio de El Morche, Málaga

Junio

El clima de Málaga siempre era muy cálido, dando igual la estación que fuera. Una temperatura que para algunos era agradable, y para otros asfixiante.

Como se sentía ella ahora mismo. 

Todos se acercaban a darle las condolencias, a apretar su mano y a susurrarle miles de lo siento. Miraban el ataúd, y luego a ella. Se lamentaban, le sonreían con pena y la acompañaban en su dolor.

Asi uno, y otro, y otro...

Siempre se sintió sola.

Aunque estuviera rodeada de gente, ella se sentía sola.

Siempre recordando.

Siempre apretando sus labios para no llorar.

Reviviendo cada beso. Cada caricia. Cada último abrazo. Cada fugaz momento.

Pensando.

Llorando.

Maldiciendo.

Fingiendo.

Viviendo.

Existiendo.

No tenía que cerrar los ojos para verlo. Para saber que una vez estuvo ahí. Su mirada azul siempre viajaba con ella constantemente. Estaba en los ojos de su hijo Adrián. Él era la prueba viviente de que alguna vez sintió lo que era el amor.

Aunque se le escapara.

Aunque se fuera.

Aunque fuera ella la que tuviera que abandonarlo.

Creía que no quedaba nada de ese amor. Pero al mirar a su hijo se daba cuenta de que todo, absolutamente todo, estaba allí.

Esperando.

¿Esperándola a ella?

No lo creía. Después de tantos años de silencio, de anhelar algo que debió ser suyo, ahora, a pesar de sentir cierto alivio, no se atrevía a soñar con ahora si puedo. 

-Lamento tanto tu pérdida, Julieta -le decían unos, forzando ella una sonrisa.

-Paco era un gran hombre, ¡seguro que lo vas a echar mucho de menos! -añadían otros teniendo ella que morderse los labios y simplemente asentir con su cabeza con la aflicción marcada en su rostro. 

Las voces y susurros se fueron apagando hasta quedar sólo la familia directa del abuelo Francisco. Había vivido una buena vida el viejo. 3 hijos. 4 nietos y una maravillosa mujer. Una correcta y buena mujer. Julieta.

Siempre fue lo que se esperaba de ella. Hizo lo que marcaban los cánones de la época.
Vivir, y dejarse llevar. Ser la ama de casa perfecta y la esposa ejemplar. Sin hacer ruido. Sin dar escándalos. Sin alzar su voz. Sumisa. Entregada.

Ella que nunca se sintió así, tuvo que verse forzada a serlo. 

Julieta alzó sus ojos verdes. Miró a su alrededor. Todos estaban allí. Sus hijos, sus 2 nueras y su futuro yerno. Sus nietos mayores.

Y seguía sintiéndose sola.

Menos cuando ella la miraba. Su primera nieta. La única que la hizo sonreír de verdad por primera vez en la vida. Rocío. Todo luz. Toda alegría.

La vio caminar con decisión hacia ella y pronto su Rocío se sentó a su lado cogiéndola de la mano. Su nieta se preguntaba porque aún su abuela no había llorado. Porque no estaba rota de dolor si el amor de su vida acababa de fallecer. Un infarto fulminante se llevó al abuelo Francisco. No pudieron hacer nada por él. 72 años tenía cuando murió. Años muy bien llevados.

- ¿Cómo estás abuela? -le preguntó Rocío acariciando su mejilla. Le sonrío y besó la palma de su mano con mucho cariño. Uno muy grande pues lo que sentía por su abuela era devoción. 

- Estoy bien cariño, no te preocupes -le aseguró la anciana dándole un par de golpes con su mano a la de su nieta. 

- Vas a echar mucho de menos al abuelo ¿verdad? -le preguntó Rocío sonriéndole ampliamente a su querida abuela. 

Julieta cogió aire con fuerza y le sonrió a su nieta. Miró alrededor cerciorándose de que las dos estaban solas, asegurándose bien de que nadie pudiera escucharlas. Miró fijamente a su nieta, pronunciando unas inesperadas palabras que aumentaron la confusión de Rocio. 

- Espero que ese cabrón, hijo de puta, arda en el infierno

Me he tomado la libertad de editar de nuevo esta historia para incluirle ciertos elementos gráficos que deseaba que tuviera esta historia. También estoy intentando corregir la gramática y la ortografía pues pienso que después de tanto tiempo, esta obra necesita algunas correcciones.

Espero que si ya la has leído, vuelvas a hacerlo de nuevo y disfrutes de nuevo esta historia. Gracias por vuestra atención.