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Licenciado Herrera (Epílogo)

Ha de aprender mi filosofía. Del pasado no tiene usted que recordar más que lo placentero.

Orgullo y Prejuicio – Jane Austen

—Buenas noches.

—Buenas noches —respondió el cuarto «A» al unísono.

—Soy el licenciado Emiliano Herrera, soy psicólogo, y conmigo van a tener psicología los martes y jueves en este horario, porque es más que obvio que no les vengo a enseñar derivadas.

El curso estalló en una carcajada sonora, mientras entre la platea femenina pasaba lo habitual. Absolutamente todas se derretían con Emiliano, más de una había esperado con ansias llegar al cuarto año, el único que tenía psicología en el programa académico, solo para ver dos veces por semana al sexi profesor con el que fantaseaban en los pasillos.

Emiliano presentó la materia con el profesionalismo que aprendió en su posgrado de profesorado de psicología, y sugirió un libro de texto para acompañar y reforzar el estudio antes de hacer la dinámica de presentación del curso.

—Bueno... —Comenzó, sentándose sobre su escritorio—. Hoy por ser la primera clase, vamos a hacer un ping pong. Pregunten todo aquello que quieran saber sobre la psiquis, las emociones, o simplemente compartir alguna experiencia personal. Que sea como una especie de terapia grupal. —El curso entero hizo silencio, todavía no rompían el hielo—. Sin miedo, eh. La primera consulta es gratis.

El curso rompió en risas nuevamente, Emiliano leía de a poco en los rostros de sus estudiantes cómo iban formulando una pregunta en su mente. Hasta que llegó la primera.

—¿Cuántos años tiene?

—¿Cuántos me das? —retrucó desafiante a su alumna, en apariencia, una jovencita que apenas llegaba a la veintena.

La muchachita se puso carmesí, y es que el porte y la profunda mirada ámbar de Emiliano podían intimidar a cualquiera. No todos los días se les presentaba un profesor con jeans negros tatuados a sus piernas, camisa blanca arremangada, chaleco gris, y corbata desajustada y desaliñada en perfecto equilibrio. Y para coronar los años menos que aparentaba, las dos bolitas plateadas de su único piercing adornaban su ceja izquierda. Si alguien sabía cómo llevar los años y burlar el paso del tiempo, ese era él.

—Eh... ¿Treinta?

—Treinta y seis —enfatizó apuntándola con su dedo índice—, pero gracias por el piropo.

—¿Y está soltero, profe? —consultó otra de las jovencitas, pero ya sin tapujos.

Emiliano soltó una carcajada sonora, que no quedó muy profesional, pero ese era su estilo descontracturado a la hora de dar clases.

—¡Ya! ¡Paren un poco, pajeras de mierda! —Uno de sus estudiantes se dio vuelta y puso orden entre las féminas—. Está casado con la rectora, ¿o ya se olvidaron de ese pequeño detalle?

Efectivamente, Dolores ya era la rectora de la institución. Sucedió que un buen día su tío Ernesto decidió dedicar lo que le restaba de vida a disfrutar de la compañía de su flamante esposa, Fernanda. Tomó la decisión de retirarse cuando Javier, su hijastro, voló del nido materno, y por ese motivo le dejó el puesto a Dolores. Y antes de irse, contrató a Emiliano para cubrir la otra vacante por jubilación, la de la profesora de psicología. Ese fue el motivo de su posgrado, además, obviamente, de poder darse el lujo de seguir recorriendo los pasillos del lugar en donde nació el amor con Dolores.

—Así es... —confirmó Emiliano—. Estoy casado con Dolores, y tenemos un precioso hijo de tres años, que en este momento está en casa con sus tíos.

Los tíos no eran otros que Javier y Sandra, quienes ultimaban los detalles de su boda mientras cuidaban a William, el fruto final del amor entre Dolores y Emiliano. Desde el día en que volvieron a verse en la entrega de diplomas de Emiliano permanecieron en contacto, y de a poco fueron dando rienda suelta a sus sentimientos, sin prisas, y sin quemar las etapas de Javier. Recién cuando el muchachito cumplió los dieciocho, avanzaron a la siguiente etapa, y desde ese entonces jamás se separaron.

A la muerte de Hermenegildo, Emiliano se encontró con la sorpresa de que era el heredero de su bar. El hombre nunca tuvo esposa, y como Emiliano siempre fue lo más cercano a un hijo, le dejó como herencia el lugar en el que supo esconderse con Dolores, a modo de regalo por el inmenso cariño que le tenía. Luego de tomar posesión del lugar, intentó mantenerlo abierto por respeto a la memoria de Hermenegildo, pero el corazón de ese lugar era el hombre, y los clientes frecuentes dejaron de ir gradualmente. Por ese motivo, tomó la decisión de cambiar el negocio, y lo convirtió en un pequeño restaurante familiar, manteniendo la estética, y lo dejó en manos de Javier y Sandra mientras él estudiaba psicología.

En la clase, la pregunta obvia no se hizo esperar, y Emiliano ya tenía la respuesta correcta para responderla.

—¿Es cierto lo que se rumorea entre pasillos? ¿Que usted fue un estudiante en esta escuela cuando se enamoró de Dolores? —La pregunta vino de la mano de uno de sus estudiantes varones.

—Es cierto. —Emiliano endureció el semblante porque no quería incitar al libertinaje entre profesores y estudiantes—. Yo conocí a Dolly fuera de esta escuela, fue amor a primera vista. Nos conocimos el mismo día en que nos perdimos para siempre, hasta que nos volvimos a encontrar, con la triste sorpresa de que un pupitre nos dividía.

»Siempre digo que, si tengo que dar un consejo sobre mi experiencia en base a esos años, ese es «No dejen nada para después, nunca» —enfatizó—. Al principio intentamos dejarlo para después, íbamos a esperar a que yo me recibiera, pero fue en vano, era muy fuerte lo que sentíamos y decidimos jugarnos por amor. Y fueron dos años muy duros, y aunque a las damas les parezca romántico, fue una tortura para los dos.

»Nos casamos a escondidas cuando yo estaba en cuarto, como ustedes. Me acuerdo que me sentaba ahí —señaló su viejo pupitre—, y me quemaba el pecho ver a mi esposa sentada acá mismo en donde estoy ahora, y no poder gritarle al mundo cuánto amaba a esa mujer. No saben qué alivio fue el día en que pudimos estar juntos públicamente, saber que el amor que sentíamos venció todos mis orgullos, y todos sus prejuicios.

Emiliano se bajó el brazalete de cuero, que aún usaba para ocultar sus tatuajes, y les enseñó a sus alumnos la palabra «Prejuicio».

»Esto es lo que tuve que sacarle a Dolores. —Señaló el tatuaje en su muñeca—. Mientras ella me despojaba de mis orgullos estúpidos, de no sentirme digno de ella por ser un estudiante como ustedes, yo le demostré que ningún prejuicio iba a arrancarle el amor que sentía por mí. Yo me quedé con su prejuicio, y ella se quedó con mi orgullo. El problema es que ella no puede mostrarles mi orgullo, no lo tiene en un lugar visible como yo.

Unos golpecitos en la puerta del aula cortaron las risas de los estudiantes, pensando mil lugares en los que encontrar el tatuaje de Dolores. El monólogo de Emiliano había quedado interrumpido, aunque no por mucho tiempo. Sonrió de costado al ver a Dolores tras la puerta.

—Hablando de Roma... —ironizó mientras abría la puerta del aula, y sus estudiantes rieron cómplices.

—Perdón, profesor... ¿Interrumpo? Solo le traía la lista actualizada.

—Ya lo saben, preciosa. Pasá.

Dolores ingresó al aula confundida, admirando el mar de sonrisas bobas de todos los estudiantes que por fin los veían juntos.

—Ya saben... ¿Qué? —preguntó en un susurro.

—Saben que sos mi esposa desde que era tu alumno —aclaró mientras la abrazaba por la cintura y dejaba un beso amoroso en su cachete—. Justo viniste a interrumpir cuando estábamos hablando de vos, de lo nuestro en realidad.

—Ah... Era eso... —sonrió con nerviosismo—. La leyenda de la profesora y el alumno, pasan los años y todavía sigue dando vueltas, ¿eh? —preguntó al curso de Emiliano.

—No se preocupe, profesora. —Un alumno tranquilizó a Dolores. Y sí. También seguía ejerciendo su viejo rol de profesora de lengua, pero ya solo en los terceros años. En consecuencia, ese grupo era de sus ex alumnos—. La leyenda sigue dando vueltas porque nosotros la mantenemos viva, ya con verlos a todos nos da ganas de largar la joda y salir a la calle a buscar el amor.

—Se ven tan lindos... Es que los lindos se atraen, no hay duda de eso —acotó la jovencita que le preguntó la edad a Emiliano.

Dolores se quedó un rato junto a Emiliano, respondiendo las preguntas del curso. Es que ningún curso, además del cuarto «A» de Emiliano en la noche en que todo salió a la luz, tuvo la oportunidad de tenerlos a los dos en una misma aula, respondiendo las dudas curiosas de su relación. Se quedó lo que su ajetreada noche de papeleo se lo permitió, y al salir, acompañada de Emiliano hasta el pasillo, volvió a sacar sus viejas mañas de la galera.

—Respete mi posición académica, profesor Herrera. Y ojo con lo que les cuenta a los estudiantes.

—Tranquila, rectora. Lo peor ya pasó, ahí dentro hay como treinta estudiantes que en este momento se están preguntando en qué parte del cuerpo tiene tatuada la palabra «Orgullo» —susurró pícaro en su oído, para ganarse un carpetazo de Dolores en su brazo.

—¿Te veo en donde siempre? ¿A la hora de siempre? —preguntó ella, con una mirada cómplice.

—Obviamente. —Acercó su rostro al de Dolores, para que nadie escuchara su respuesta—. Ahora que como profesor tengo full access al primer piso, no pienso perderme un solo momento.

Emiliano le robó un beso en pleno pasillo, y luego se internó en el aula a terminar la clase. En realidad, a terminar la hora libre que les había regalado. Cuando el timbre sonó, él ya sabía a dónde tenía que ir.

Bajó sin prisas hasta el primer piso, el patio de juegos del jardín de infantes ya no era el mismo, ahora lucía juegos más modernos. Serpenteó las hamacas, la calesita, el pequeño pelotero, mientras recordaba su primer día como profesor y sonreía. Las puteadas internas que pegó cuando comenzó a chocarse porque desconocía el nuevo camino que llevaba hasta el rincón más escondido volvían a su cabeza cada vez que pisaba el patio, y es que las cosas se habían modernizado durante sus años en la facultad.

A medida que se fue acercando y sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, comenzó a visualizar la silueta de Dolores, apoyada en la pared, con las manos en su espalda baja. No dijeron nada, solo sonrieron cuando se encontraron frente a frente, y unieron sus bocas en un beso que iba cobrando cada vez más intensidad.

Pero intensidad romántica.

Ya no tenían la necesidad de colarse a escondidas por un rato más a solas, llevaban casi nueve años de matrimonio, y la llama no se apagó ni por un momento. Quizás un poco los primeros meses de vida de William, pero solo fue hasta que se acostumbraron a ser padres.

—Cada día estás más hermosa. Ese jean blanco me está volviendo loco —susurró en su oído cuando el timbre sonó—. Espero que sepas coser botones, porque van a volar cuando te arranque esta camisita verde.

—Si Liam nos regala una noche tranquila... —En referencia a su pequeño hijo—. Todo esto va a ser tuyo, ya lo sabes.

—Ya te lo confirmo. Hice reservaciones para pasar una noche en el Panamericano. La 9 de Julio no será Winchester, pero va a servir para que te relajes, te desestreses... Hasta pedí que nos lleven la comida al cuarto. Por Liam no te preocupes, Javi y Sandri ya lo llevaron con los abuelos, sabés que él es feliz de quedarse a dormir con ellos.

—Veo que tiene todo bajo control, profesor... —ronroneó sobre su boca.

—Siempre, rectora. Tengo que tener todo bajo control si quiero perder el control con mi Elizabeth.

Se besaron por última vez antes de reencontrarse luego del final de clases. La vida de ambos no era la misma que cuando se casaron. Dolores se había convertido en una reconocida autora luego del éxito de la película, tanto, que su segundo libro de ficción también fue llevado a la pantalla chica, en forma de unitario. Pero su verdadera vocación era la enseñanza, y fue por eso que se limitó a seguir creando historias mientras Emiliano atendía a sus pacientes en su consultorio propio, pero ya sin vender los derechos de explotación audiovisual de sus libros.

El consejo que Emiliano les daba a sus alumnos cada vez que le preguntaban la veracidad de la leyenda el alumno y la profesora era cierto. Dolores y Emiliano jamás dejaron nada para después, y por eso gozaban de plena felicidad.

Porque si hubieran esperado un segundo más aquel día en que se reconciliaron en la secretaría, la historia tendría un final distinto. El destino ya había preparado una segunda opción para cada uno si no lograban vencer sus orgullos y prejuicios.

Pero esa historia es arena de otro costal.

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