Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Veintiuno


XXI


Monstruo.

Monstruo que tuvo apellido y nombre.

Uno que ahora es de capas extrañas. Capas derretidas. Asquerosas. El hueso de la mandíbula se alcanza a ver de entre pequeños tejidos entrelazados y rojos. Las cuencas donde se supone deberían estar sus ojos, ahora están ennegrecidas. No hay piel, solo restos de ella. Helene se agacha a observar de cerca y casi puedo asegurar que compartimos el deseo de tocarlas.

Está en posición fetal con la boca abierta. Gritando sin provocar ruido. Sus extremidades están retraídas hacia sí mismo. Como si no hubiera tenido otra opción aparte de esperar que el fuego lo devorara hasta el final.

Ahí, debajo de la cabeza, hay un oscuro charco de sangre. El cráneo fue hundido. Está hecho pedazos. Deforme. El arma del crimen es una pequeña y puntiaguda roca que está a unos pasos del cuerpo. No es más grande que la palma de la mano de Helene.

Me pregunto cuántas veces golpeó la cabeza.

Héctor le contó a Helene que no lo mató con el fuego. Que cuando pudo controlarlo, era demasiado tarde. El cuerpo del monstruo ya estaba en ruinas. Lo maldijo con la poca vida que le quedaba. Según Héctor, cada grito le desesperaba un poco más, que había una sombra detrás de ellos que le martirizaba. Se sintió atrapado. Por eso agarró la primera piedra que encontró y la clavó contra el cráneo repetidamente. Una y otra vez.

Más perdido que nunca, como si él hubiera sido quien murió y no esta bestia, Héctor nos dijo cómo había llegado a esta casa abandonada. Estamos cerca del centro. En una esquina oscura de una calle escondida. Solo hay un piso. No hay luz, no hay agua. No hay muebles. No hay nada. Solo ecos que repiten un grisáceo terrible. Si la oscuridad del departamento de Helene me parecía terrible, esta no tiene comparación.

Vidrios rotos y graffitis encimados. Hay diversos nombres que fueron escritos en la parte baja de las paredes. Una marca de territorios. Símbolos. Desgracias. ¿Habrá escrito Héctor el suyo?

Las manos de ella quitan las moscas que quieren besarla después de disfrutar al cadáver. Se talla el rostro con las palmas, como si intentara despertar de esta pesadilla. Pero, desafortunadamente, creo que esto acaba de comenzar.

Cierra los ojos con molestia al escuchar la vibración de su celular.

—Lo siento mucho, no voy a llegar. Estoy enferma. —Rodea a la bestia mientras contesta la llamada—. Si todo sale bien, mañana estaré de vuelta. No, gracias, no necesito nada. Gracias, Lupe. Hasta luego.

Voltea a verme preocupada después de cerciorarse que ha colgado la línea. No sabe qué hacer.

—No tenemos tiempo.

Dejó encerrado a Héctor mientras dormía. Lo cubrió con toallas empapadas, y, al lado de él, colocó el único par de cubetas que tenía en la casa. Las llenó a tope de agua. Aunque, después de ver este desastre, no estoy seguro de qué tanto sirvan un par de baldes para controlarlo.

Helene, en su hogar, corriendo verificó que cada una de las ventanas tuviera el pestillo colocado y lo quebró. Tomó los dos pares de llaves de la casa antes de poner los seguros. Volvió a encerrar a Héctor.

La vi lagrimear mientras tomábamos el autobús.

—No podemos dejar esto aquí.

El monstruo tenía apellido y nombre. Uno que Helene conoce a la perfección.

Helene rebusca en la bolsa de tela roja que ha dejado al lado de la pared del cuatro. Antes de venir acá, nos detuvimos a comprar un par de cosas interesantes. Saca un par de gruesos guantes y se los coloca; lo siguiente que toma es una bolsa gigante y negra de basura. Voltea hacia el cuerpo macabro.

Humberto Vega es el nombre del monstruo.

Héctor comentó que era demasiado tarde cuando se dio cuenta de que aquel presentimiento extraño que cargaba en la espalda era la mirada cruda de su hermano mayor. Lo habían encontrado por coincidencia.

—Era un monstruo —susurra Helene—. Era un monstruo. Era un monstruo. Era un monstruo.

Lo sigue repitiendo para sí misma más que para mí. Quizá es un intento para olvidar que eso quemado de ahí tiene la misma sangre que ella. Algo para aliviar su conciencia de lo que hizo Héctor. Y de lo que ahora hará ella.

—No puedo.

Se rinde. Con la bolsa de basura ahora en el suelo, lleva las manos hacia su cabeza e intenta arreglar su coleta sin quitarle la mirada al monstruo calcinado. La verdad, es que tampoco estoy seguro de qué hacer en esta clase de situaciones. Mucho menos ahora que las pequeñas venas de sus ojos van enrojeciendo y su pupila engrandece. Mueve de izquierda a derecha el cuello, en una especie de ritual maldito.

Por un segundo no la encuentro. Se me pierde.

Con cuidado la ayudo a levantarse para alejarse de ese delirio. Su cuerpo no pone resistencia, quiere huir deprisa a otro lugar menos siniestro. Con cada paso que nos alejamos parece flotar un tanto más. Un ruido casi imperceptible hace que mire nuestros pies. Una gota de sangre.

Dejo que se recueste cerca de la entrada. Ahí donde el pasto ha comenzado a crecer y las enredaderas empiezan a invadir el frío cemento. Los grillos dejan de cantar en cuanto tocamos la pared.

Me coloco a la altura de Helene. Sigue con la mirada perdida. Al borde de las lágrimas rojas con las mejillas manchadas de sangre.

—¿Helene?

No responde. Fija la mirada en otro punto que no es el mío. Palpa con sus manos el suelo debajo de ella. Tose. Es ese olor nauseabundo del cuerpo que llega hasta acá. Tengo ganas de decirle que podría escapar, pero no sé si me haría caso.

—¿Por qué dejó de seguir a Mauren?

—Porque ya no tenía que hacerlo —respondo.

No le dijo nada a Héctor. Me fue a buscar en medio de la madrugada a la sala, antes de convertir la casa en una cárcel. Me preguntó si dormía, pero no tuve tiempo de contestarle que nunca lo hago. Entre susurros me dijo que teníamos que limpiarlo, casi carcajeé ahí en la oscuridad.

A veces con Helene, siento que no puedo escapar de Mauren.

—Mamá hizo cosas raras durante su último embarazo. Pero nunca creí que llegarían hasta acá.

Sonríe a medias. Se quita los guantes de las manos y los avienta por ahí. Rebusca entre los bolsillos de sus pantalones saca una bolsa de dulces. La abre desesperadamente y come de ellos. Me ofrece mientras mastica un montón.

Tomo uno y lo trago. Me recuesto al lado de ella con náuseas.

—Mamá ponía sábanas encima de mí. Humberto se quedaba callado. Veía desde una esquina mientras comía, porque mamá rezaba como a eso de la una, cuando les daba de comer a ellos... —Da unas palmadas en sus piernas—. Siempre, Humberto siempre carcajeaba mientras ella me rezaba. Rezaba tantas cosas extrañas. Le pedía tantas cosas a los dioses extraños. Había velas. Había libros. Aventaba agua sobre mí. Otras veces ponía hierbas. Otras carne.

Voltea a verme risueña.

—Una vez él, le dijo que me había quemado el agua bendita. Y tuve que ir hasta el templo de rodillas a pedir perdón. ¿Hay alguien a quien pedirle perdón allá arriba?

Golpea levemente su cabeza contra la pared que la sostiene. Uno. Dos. Tres.

—A veces no —respondo.

¿Qué clase de Dios escucharía sus plegarias?

Plegarias de ella, un demonio.

No sé de dónde, pero Helene toma fuerzas para levantarse. Vuelve hacia el cuerpo deforme. Lleva un rezo entre sus labios. Supongo que esa oración es como aquellas que su madre le hacía escuchar debajo de una tela clara. No sé bien si reza para ella misma o para aquel que ha quedado envuelto en el infierno.

De la bolsa de tela saca un pequeño serrucho.

—Entonces, Leo, solo me queda pedirle perdón a usted por lo que voy a hacer.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro