Veintitrés
XXIII
Se ha ido apilando algo extraño entre las paredes de esta casa, tal vez son los deseos siniestros de los hermanos. La luz se rindió ante el silencio, pese a los intentos de Helene de intentar desvanecer la pesada aura y pese a haber pagado el recibo de la luz.
Hay unos pequeños instantes donde ellos se dan cuenta de la oscuridad en la que los tres estamos sumergidos. Cuando eso ocurre los hermanos se voltean a ver entre sí, con los ojos intercambian palabras que no termino de comprender. Luego carcajean hasta que las ganas de llorar se presentan y finalmente miran al suelo, con las gargantas enredadas.
El ciclo se repite desde que Helene y yo regresamos. Aquella tarde cerramos la puerta y en un susurro ella me aseguró que todo estaría bien. Hace ya tantos días de aquello, en el que yo aseguré la puerta. Era parte de la promesa que le había hecho a ella, confinarla significa comprarle tiempo. Al menos es lo que creo que significa, jamás le había prometido a alguien algo.
Hoy Héctor esculcó mi mochila. Desde que se levantó, el chico de las llamas ha tenido un extraño tic en el labio. Se la pasa observando las ventanas, luego abre un poco las cortinas y se retira de inmediato.
Pero hoy el ingrato de las cenizas regó las cosas de los encomendados de mi mochila. Encontró una baraja y se puso a jugar con ella. Por eso ahora estamos en el suelo, sin mucha idea de la hora que es, con Héctor que no puede mantener las manos quietas y Helene que no parece estar aquí del todo.
No sé si estoy jugando bien esto. No lo creo. La culpa la tiene Héctor porque él fue quien me explicó las reglas de cómo usar las cartas. No parecía muy convencido de lo que decía mientras hablaba y las pasaba. Supongo que es el nerviosismo que acarrea después de haber pasado tanto tiempo encerrados.
Las cartas le pertenecían a Bruce, el chico al que le arrebataron la vida con un disparo mientras manejaba. Estábamos escuchando Chopin mientras regresábamos del trabajo, el corazón de Bruce no dejaba de acelerarse: "No sé qué me ocurre, estoy muy nervioso hoy", dijo al policía de la caseta de entrada de la empresa donde trabajaba haciendo microchips para automóviles. Se le había olvidado regresar las taloneras, cuando se las quitó, trastabilló y calló al suelo, un terrible golpe resonó en la entrada, pero los recepcionistas solo observaron aturdidos.
"Es que vas a morir" le dije. Bruce condujo lento, el sistema del tablero del auto le indicó que la presión de las llantas estaba baja. Había que atravesar un largo trayecto de vuelta a casa, ir por carretera y cruzar la frontera del estado. Como nunca antes lo había hecho, ese día apretó con fuerza la llanta del volante y subió el volumen. El waltz de Chopin me dio nauseas, pero a él le dejó una tranquilidad a medias.
Helene lo sabe. Sabe que estamos jugando con las cartas de alguien que murió a mi lado, pero Héctor no. Por eso ella apenas y pasa los dedos por las cartas, porque tal vez incluso tiene un bosquejo del rostro angustiado de Bruce, mientras Héctor las barajea sin pudor alguno.
—¿Leonardo?
Tengo un tres de corazones.
—¿De donde viene Terminator no juegan cartas?
—¿Quiere otra carta? —vuelve a preguntarme Helene.
Estoy confundido, es como si el aire se hubiera vuelto igual que en el coche de Bruce. Gélido. Él temblaba, pero estaba determinado a dejar que el aire acondicionado siguiera encendido. No sabía si tenía ganas de gritar también. Pasamos por debajo de uno de los puentes con la imagen de un santo ilustrada con grafitti. Solo un segundo le bastó para mirar y ponerse pálido, quizá era la cantidad de flores que tenía la pared a sus pies, o las tantas cruces que estaban colocadas a los lados.
—¿Por qué te sigues dirigiendo a él de usted?
—Carta —contesto.
—Porque no soy grosera como tú.
Nueve de diamantes. Creo que todavía puedo pedir otra carta. Helene ya agarró una, Héctor también.
No ocurrió nada en la carretera. El sol pintó de colores anaranjados el cielo, pero Bruce no podía quitar lo acelerado de su corazón. Chopin aturdía mis oídos, observé el letrero de la entrada de la ciudad, y lo que alcancé a leer fue el principio del final de Bruce.
Se detuvo en un semáforo. Por fin observé respirar al chico. Alguien tocó la ventanilla del auto.
—¡Hey! ¿Ya te pasaste? —me pregunta Héctor—. ¿Otra vez? ¿De verdad eres tan malo?
—No, creo que no.
Me he tenido que acostumbrar a las preguntas inquietantes de Héctor. El aislamiento no le ha sentado bien, supongo que a ninguno, pero él de ser un gato que se escapaba cada noche para incendiar casas, ha tenido que esconderse en un terrible y pequeño lugar. No le queda mucho tiempo antes de que quiera incendiar este lugar también.
Tampoco sé cuánto tiempo me queda a mí antes de querer aventarlo por la ventana.
Tomo otra carta. Ocho de tréboles.
—¿Es todo lo que tienes en esa bolsa? ¿No deberías de traer ropa? ¿Comida? ¿Papeles? ¿El cuaderno para qué te sirve?
—Héctor —reclama ella.
—¿Qué? Solo quiero saber para qué tiene un dinosaurio ahí.
Helene se mantiene calmada. O, al menos, lo aparenta. Fue su idea la de subsistir a base de comidas rápidas. Para matar el aburrimiento hemos visto cientos de películas en el celular de Héctor. Helene escondió el suyo debajo de las sábanas de los cajones de su cuarto, después de que sonara sin cesar alguno.
Un hombre de ojos apagados estaba frente al vidrio de Bruce, golpeándolo con una pistola. Cubierto del rostro, llevaba lentes y gorra negra. Pequeñas gotas de sudor se aglomeraron en su frente. El semáforo en rojo y los autos detenidos, los conductores se asomaban y retiraban la mirada de inmediato para agacharse. El ritmo cardíaco de Bruce volvió a la normalidad, dejó de apretar el volante. Le vi en los ojos una paz extraña, como si sus pesadillas se esfumaran en ese momento, como si creyera que todo estaría bien.
La pistola seguía en la ventana, todavía tocando el vidrio, Bruce estaba alcanzando las llaves del coche cuando dos disparos atravesaron el vidrio, el primero le pegó en el costado izquierdo, abajo de sus costillas. El segundo en la garganta. Luego otro más en la cabeza.
Su sangre salpicó el auto entero. El hombre siniestro esperó solo un poco para aventarse contra la ventana fragmentada, rebuscó desesperadamente en los bolsillos del chico que estrenaba un agujero en la cabeza que drenaba pesadillas.
No sé porqué, pero ahí, mientras le buscaba el rostro a mi encomendado entre la carne sangrienta, recordé que los últimos dos días anteriores Bruce se había levantado de su cama a mitad de la noche para buscar en la oscuridad un pedazo de papel y un lápiz, y ahí, después de encender la luz de su habitación, se inclinaba sobre la pared para dibujar un par de ojos que abarcaban la hoja de papel entera.
—Ya no quiero jugar —exclama Helene aventando las cartas al centro. Se levanta resignada para aventarse al sillón.
—Mal perdedora. ¿Qué tienes tú, Terminator?
Luego Bruce iba a la estufa y le prendía fuego a la pesadilla. Me quedaba cerca de él mientras el papel luchaba contra las llamas del quemador. Esas dos noches el papel se encogió de formas siniestras hasta convertirse en nada.
El cuerpo de Bruce se encogió de una manera similar cuando lo asesinaron.
Dejo las cartas en la mesa y me asomo a las de Helene. 23. Héctor comienza a carcajear después de ver mis cuatro cartas. Él acomoda las cartas en una sola pila y va uniéndolas de poco a poco en el suelo. Helene regresa del sillón para acá y se acuclilla al lado de él, toma posesión de las cartas y las acaricia levemente. Le va pasando carta por carta, delicadamente. Los triángulos se sostienen, pero tambalean sin remedio.
Bruce llamaba a su novia por la mañana, le decía que había quemado otro sueño. Y cada que ella le preguntaba si se encontraba bien, él respiraba profundamente como si le costara un enorme trabajo responder. Así que terminaba mintiéndole. Bruce estaba bien, según él.
—No le soples a las cartas —reclama Héctor a Helene.
—¿De qué hablas? Estoy respirando.
—Pues deja de hacerlo.
El oscuro del cartón de la carta cambia de color conforme los dedos de Héctor se posan en esta. Intenta colocar otro par de triángulos encima de la base, y un ligero hilo gris se va elevando hacia el techo.
—¿Estás bien? —pregunta Helene.
Ella le quita la carta de encima y lo toma de los brazos. Voltea a la cocina y luego vuelve a él. Me pregunto si el chico de las llamas enciende de un segundo a otro las cosas, o si paulatinamente estas prenden fuego. ¿Quién controla a quién?
—No lo sé, Helene. ¿Tú estás bien? ¿Cuánto tiempo más planeas que nos quedemos aquí? ¿Vamos a seguir jugando a las escondidas?
—¿Te das cuenta de lo que hiciste? —pregunta Helene soltándolo. Sus palmas regresan a ella enrojecidas—. Mataste a tu hermano.
—Y a mi madre.
Voy juntando las cartas con cuidado después del silencio que forman los hermanos. El hombre maldito corrió después de llevarse un par de billetes que no valían absolutamente nada. Dejó el coche ahí, prendido, puesto en neutral, con los fragmentos de la ventana cayendo sobre el cuerpo.
Hice un dibujo de Bruce donde él sostenía una hoja de papel que se quemaba, alargué las llamas tanto como pude hasta que llegaron las patrullas. Está en las primeras hojas de este cuaderno. La llave de Bruce era grisácea, la recuerdo, tenía pequeñas incrustaciones de seis brillantes alrededor de la base.
Pedazos de carta se arrugan y caen cenizas entre las manos de Héctor.
—¿Crees que no me di cuenta? —Héctor avanza hacia ella—. Que me has encerrado en este lugar. Que ninguna de las ventanas se puede abrir, que escondiste los juegos de las llaves, que te levantas en las noches solo para observar que esté quieto y mudo.
Escupe hacia el suelo y la enfrenta.
—Eres igual que ellos.
Ella es la primera en aventarse hacia Héctor. Terminan enredados, jaloneandose y gritándose el uno al otro. Guardo las cartas en el paquete, junto a las cenizas de la que Héctor destruyó; enseguida me dirijo al dinosaurio para regresarlo a su casa, junto a las otras cosas muertas.
De un momento a otro las mangas de la playera de Héctor van ennegreciendo. Sigue sin quitar la postura ofensiva hacia Helene. Me pregunto si tiene la misma sensación que tuvo cuando quemó a la masa deforme que ahora yace en el río.
Toc.
La madera de la puerta suena. Nadie ha pedido nada. No esperábamos a nadie. Ambos hermanos miran espantados hacia la entrada.
Toc.
Me acerco despacio a la puerta de la jaula.
Miro por el ojillo de la puerta.
Sigue vivo.
—Es el que limpia los cuerpos —aviso a media voz.
Es preocupante lo que me han hecho estos dos en tan pocos días. Siento como si incluso aquel que espera afuera pudiera escucharme.
Otro toque aparece en la madera y Helene camina lentamente hacia acá, cuidando que sus pasos no se escuchen a través de las baldosas.
Ella voltea a su hermano y oprime los labios, sabe que al abrirla no hay marcha atrás. Lo hace con la mirada al suelo, Héctor decide empujar a todos y salirse, nadie lo detiene. Al menos no tendré que aventarlo por la ventana, ni tendré que volver a desmayarlo para que no queme el edificio.
Quedamos de nuevo tres.
Mauren tiene esa misma mirada de siempre. La muerta. No saluda, no hace gestos. De hecho parece más muerto de lo que yo lo había dejado.
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