Veintisiete
XXVII
Son casi las dos de la madrugada. El frío y el silencio de las calles estuvo presente en todo el trayecto, pero aquí las cosas están vivas. Aparcó el coche un par de calles atrás, nadie habló en el camino a excepción de Diego, quien no dejó de quejarse por tener que andar en la parte trasera del auto donde se guardan los equipos de seguridad, herramientas para el trabajo de Mauren y alguna que otra cubeta.
Mauren detiene la caminata justo frente al túnel que proyecta luz hacia la oscuridad. Personas entran y salen del lugar sin aparente temor a la noche.
—Si regresamos, tú te vas atrás con los materiales para los muertos —reclama Diego.
El Nos se sacude las mangas y se estira como si hubiera sido un viaje extremadamente largo.
—Aquí de nuevo.
—¿Has estado aquí? —pregunto.
—¿No te trajo nunca a ti?
Mauren y Helene se adentran hacia las luces, Diego me da un par de palmadas antes de seguirlos. Justo en los principios del túnel extenso se encuentran varias personas que venden flores de diversos tipos. Mientras pisamos la alfombra de diversos pétalos, un extenso aroma fresco a plantas se expande junto a las voces altas de todos los comerciantes.
—A Mauren le da por andar en las calles en la noche cuando no puede dormir —habla Diego—. En una de esas veces pensé que lo asaltarían, pero no. Encontró este lugar.
Caminamos junto al río de personas, intento no perder de vista a Mauren y a Helene, pero entre parpadeo y parpadeo los confundo con otras cabezas. Hay un montón de establecimientos abiertos en los pasillos. No tiene sentido, ¿cómo pueden caber tantas personas en un mismo lugar? Es parece un laberinto lleno de bestias. Todos gritan, silban o van corriendo de un lado a otro con los carros de metal a tope. Cuando no escucho algo siendo aventado al aceite, se escuchan unas sierras automáticas que cortan con fervor. Es un escenario peculiar.
Un hombre empujando un diablillo pasa por la mitad del pasillo y abre el camino de personas. Vuelvo a buscar a Diego con la mirada, está igual de perdido que yo. Ni siquiera veo a Mauren y a Helene. Tampoco tengo idea de si podremos encontrarlos en esta jungla.
—No me culpes por tu lentitud. —Diego choca con mi hombro—. Está bastante jodido el asunto. Y no me refiero a esto... Me refiero a los encomendados. Me refiero a la ciudad. Todo pasó a ser un pequeño infierno de un momento a otro. Estos dos ya están malditos, tú estás volviéndote loco y creo que yo voy por ese camino también.
—No tenías por qué buscar a Mauren...
Parece que las personas han adecuado un lenguaje propio en este lugar para saber cuándo acelerar el paso y cuándo detenerse. Es uno de los lenguajes más complejos que he presenciado. Logro entender pocos chiflidos y miradas.
—¿Qué otra cosa querías que hiciera? No me dejas opciones, no puedes llevarte todo el crédito de esta travesía. También quiero ser leyenda en la Central. «Diego, el redentor de las llamas.» También tengo ganas de que me coman los ojos como castigo por andar moviéndole al destino de los encomendados... Ya sabes, para añadirle algo interesante a mi currículo.
—No tiene nada de interesante que te coman los ojos.
Diego frunce el ceño y avanza con pasos más largos. Pese a su poca orientación, parece saber a dónde vamos. Se hace a un lado para no chocar con un señor que lleva cargando un cerdo muerto sobre su espalda. El resto de la gente pisa la sangre como si fuera algo común.
El Nos me señala uno de los locales que tiene miles de cartas de santos pegadas a la pared y una vitrina llena de velas. Tiene poca iluminación, es como si fuera un lugar que no se debe de encontrar, además hay una estatua de un esqueleto gigante y empolvado en la entrada con una cartulina fosforescente que carga el precio al lado de unos símbolos extraños. Parece justo la entrada de una secta maldita.
Diego me corrige la mirada, está apuntando al local con letreros de neón y pintura negra. «Ayer» es el nombre del lugar. Ese es un lugar más normal, parece que sirven comida ahí.
Cuando entramos lo primero que noto es un enorme reloj que decora la pared izquierda, es un artefacto interesante. Me parece que el segundero va mucho más lento que lo usual. En el lado derecho está pintado el menú, decorado con varios dibujos caricaturescos que representan a los platillos recomendados.
En el fondo se encuentran los cocineros y un agradable olor a mantequilla se esparce por los rincones del lugar. Las mesas lucen repletas. Todos coinciden con tazas de café y periódicos, alguno que otro tiene un tazón...
—Bienvenido al paraíso de Mauren —señala Diego—, un lugar donde todo el día sirven desayunos. Excepto en las mañanas. Creo que cierran a eso de las ocho.
Los encomendados están justo en una mesa en el centro, enseguida un joven se acerca y los saluda jovialmente.
—¿Lo de siempre, joven?
No ha pasado tanto tiempo desde que dejé a Mauren. Volteo hacia Diego y este se alza de hombros, parece bastante acostumbrado al lugar, tanto que se recuesta completamente en el suelo, en un rincón donde nadie pueda alcanzarlo, frente a la mesa con diferentes figuritas de barro.
El cerro se incendia, la ciudad está intranquila, pero aquí parece que el mundo se ha detenido en una mañana cualquiera. Incluso la televisión muestra una reproducción de un campo con ovejas que pastan. La noche no alcanza estos rincones.
—Hay muchas personas —expresa Helene.
—Somos muchos en la ciudad —habla Mauren—. Hay gente que recién acaba de trabajar, hay gente que comienza a trabajar y hay gente que nada más le agrada venir a esta hora. Algunos locales de este mercado solo abren después de las doce.
Volteo al periódico de la mesa, esa fecha es de ayer. Incluso ya tiene hecho el sudoku y el crucigrama.
—Parece un rincón mágico, ¿verdad? Recién lo encontré. No sabía que había tanta gente que no dormía. Es decir, ya sabía que existían estos lugares, pero... No sé, es agradable, sí, creo que eso es lo que quiero decir.
Lo entiendo. Es como si en este lugar todavía no existiera un incendio en la ciudad. Ninguna catástrofe ha sucedido aún. Helene sonríe. Uno de los meseros trae las tazas de café y con ellas la comida. No me sorprende que el platillo sea un desayuno. Panqueques gigantescos adornados con mermelada de fresa, al lado un huevo revuelto con trozos de tocino, y un vaso gigantesco de jugo de naranja.
Helene observa el periódico y lo lee un poco.
—El otro día estaba leyendo en un artículo de uno de esos periódicos acerca de los buitres. Decía que para muchas personas los animales carroñeros son repulsivos. Lucen terribles, sí, pero no son malos. Son muy importantes, son parte del proceso de limpieza de un cadáver. Y sí, quizá no tienen una pinta muy agradable. Y, claro, tampoco es agradable verlos comer porque vuelan con intestinos en el pico y la sangre revolotea por todo el lugar pero... Tampoco merecen que los asesinen.
¿Eso qué viene al caso?
—¿Los asesinan? —pregunta Helene.
Mauren parte el primer panqueque y asiente.
—Y la verdad es que ellos no matan por matar. Hay animales que sí lo hacen, pero ellos solo se comen los restos. Pelean entre sí, claro, pero no hacen daño a animales sanos. La gente suele esparcir una especie de polvo azul en los cadáveres de sus animales para envenenar a los buitres.
—Y a nadie le interesan porque son animales extraños.
—No sé a dónde quería llegar con la conversación, pero estaba pensando en eso. No sé.
Ambos comen despacio. Dentro de conversaciones extrañas y algunas más sádicas que otras. Lo que los mueve a ellos dos, no es la sangre, no es el líquido repugnante ni las entrañas. No es el sufrimiento, ni la muerte.
Es algo más.
Algo que no poseo yo.
—¿No se molestarán? —pregunta Helene.
—No lo creo —sostiene Mauren—. Bueno, tal vez Sabino se moleste. Pero Sabino tiene el sueño muy pesado y no se dará cuenta de nada hasta un buen rato.
Las luces parecen pequeñas estrellas. En este lado de la ciudad, no se observa el incendio. No podemos regresar a la casa de Helene aún, a Mauren no le parece buena idea dejarla sola en aquel edificio tan cercano a las jacarandas incineradas. Estamos fuera del coche, frente al barandal del cinturón vial. Es un pequeño mirador por el cuál se puede apreciar una buena parte de la ciudad.
—Es tu hermano, ¿verdad? Te preocupa.
Helene baja la mirada. Mauren no lo sabe, pero ella me dedica un par de segundos antes de contestarle.
—No debería. Es muy fuerte, pero la gente no suele tratarlo bien. Es diferente. Y a la gente diferente...
—Yo también solía escaparme. Pocas veces lo notaban mamá y papá porque los ojos de ellos siempre estuvieron al pendiente de mi hermano. Pero yo siempre regresaba a casa.
—No estoy segura de que él quiera volver —susurra Helene—. Perdone por haberle hecho pasar un día tan extraño. No quiero seguir molestando.
Mauren se sacude el cabello y refriega las manos sobre su rostro. Se inclina un poco más sobre el barandal. Deja la mirada sobre las manos de ella. Un par de segundos, solo un par de segundos es lo que le toma colocar una de las suyas sobre ellas.
No sigo observando.
—Descansa un poco. Mañana te llevaré a casa, cuando las cosas se hayan calmado.
—¿Celos? —susurra Diego.
Empujo su rostro. A Diego no parece molestarle, sigue manteniendo esa ridícula mirada de diversión. Los mira a ellos. Me atrevo a volver a la escena. El cabello de Helene no deja de ser un desastre, pero luce tranquila. Sostiene las manos de Mauren con delicadeza.
Me levanto y comienzo a andar.
Todo en ellos dos parece una bomba de tiempo que explotará en cualquier segundo, pero es la primera vez que los he encontrado a ambos en paz. Supongo que no está mal. Si Helene se quedara aquí, viendo las luces, con esa roca desagradecida, no estaría mal.
Pero mientras él y las llamas sigan ahí afuera, no será posible.
—¿A dónde vas?
—¡Baja la voz! —susurro gravemente.
—¡No puedes... ¡No debes irte así! ¿Recuerdas? Vas a meterte en problemas si dejas a Helene. No puedes dejarme a dos casi muertos. —Diego se planta frente mío y me detiene—. ¿Qué vas a hacer?
—No tengo ganas de quedarme aquí mientras ellos dos están así —miento—. Solo voy a caminar por ahí.
Diego se hace a un lado contrariado.
—¿De verdad la quieres?
Mientras camino, intento encontrar la razón por la cuál siento que duele tanto la pregunta.
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