Veintiséis
XXVI
«Se está propagando un incendio en el cerro de las piedras, en la salida hacia Romita. Fue reportado cerca de las dos de la tarde por personas que habitan en las colonias cercanas. Las autoridades están evacuando a los ciudadanos de dichas localidades mientras el equipo de bomberos actúa para frenar las llamas. Hasta ahora no se ha podido controlar el incendio. Todavía no se tiene información acerca de lo que podría haber causado este terrible incidente. Aquí les presentamos las imágenes.»
Mauren le habla a Sabino con voz baja acerca de las cosas extrañas que sucedieron. Pese a que las niñas ya fueron a dormir desde hace rato, él voltea varias veces al pasillo pendiente. No quiere que las palabras lleguen a ellas. Conforme sigue contando las imágenes se vuelven más macabras. Sé que él intenta ablandar las palabras. Duda de repente y piensa bastante lo que dejan salir sus labios. Gente, cuerpos, fuego, cenizas, gritos, dolor, sufrimiento. Sabino se esfuerza por mantener una expresión tranquila mientras observa los dibujos esparcidos por la mesa, pero es imposible.
A Helene le tiemblan los pies. Mira de reojo a Mauren mientras él habla. Supongo que solo espera atentamente que mencione a su hermano. Se prepara para ello, no desea que salgan las mismas palabras que expresaron las personas que estuvieron en la escena. Fenómeno, jaulas, maldito, demonio, diablo.
De repente él se detiene y la mira a ella. En una de las pausas de su cuento le dedica un par de segundos, tal vez Mauren quiere que Helene hable también. Pero en los ojos de aquella que habla con muertos no hay ganas de repasar lo sucedido. Mucho menos ahora con esas llamas que aparecen de fondo en la televisión, esas que crecen y sofocan.
Hace unos minutos no lucía consternada. Las mismas luces del comedor calaban menos y los gritos de las personas de las jacarandas habían quedado fuera. Estábamos dibujando sobre hojas blancas, el único ruido poderoso era el de los lápices marcando el papel. Los dedos se mancharon de carbón, no de cenizas, y por unos minutos el par de humanos fueron extraídos del mísero y macabro cuento.
En uno que otro segundo aún me siento ajeno del asunto. Es por esa blusa larga de color azul que cubre las cicatrices de Helene. Es una imagen poco usual porque me he acostumbrado tanto a verla vestida de negro, no logro entender por qué su piel brilla un poco más ahora. Ahora se ve tan extraña, tan lejana a sí misma. Las niñas de Sabino le sonrieron cuando notaron el conjunto que llevaba y la jalaron para que también se acercara a dibujar sobre las hojas blancas.
Y durante ese tiempo, entre las hojas de papel que eran violentadas por monstruos imaginarios de las niñas y de Helene, me permití imaginarme que a ella jamás le había tocado vivir una tragedia, que toda la sangre derramada por sus ojos había sido producto de una larga pesadilla. Para mí aquí, en la mesa, donde ella sostiene las manos encima de los dibujos, nunca ha sufrido.
Y me imagino que debajo de esa blusa no hay dolor alguno. Helene nunca ha tenido que levantar sangre de los pisos, así como nunca ha tenido que escuchar el llanto que provoca el sufrimiento de los enfermos. Ella jamás ha tenido que regresar a un hogar marchito, con la esperanza de que su hermano no hubiera escapado una vez más.
Incluso ahora, que aprieta sus manos desesperada con los ojos sobre el vídeo eterno de las llamas, me imagino que todo está bien. A nadie le gusta ver el fuego consumiendo tanto en tan poco tiempo.
Está bien. Está bien porque le ha tocado una tenue y amena vida. Está bien mentirme. Una vida llena de frutos. La veo ahí, descalza en la habitación con la blusa que no es suya. Plena. Con paz. Sin hambre. Sin deseos. Sin haber escuchado una sola vez las voces de alguien muerto. Está ahí, bajo la luz de un hogar que no la abandona, con las manos limpias.
Sin embargo, Helene tiene la piel tan partida y tan podrida.
—Oye. —Se acerca Diego con un susurro—. ¿No es terrible que los dos vayan a morir con prendas que no les pertenecen? Digo, también curioso. Mauren parece que va a la playa o algo así. La playera floreada no le queda.
Apunta a una de las hojas en la mesa. Es el dibujo más oscuro de todos. Un enjambre de diversos colores se expresa sobre el fondo blanco, pero lo que llama la atención es el centro, ese es el punto más macabro de todas las creaciones. Un monstruo de varias cabezas se lleva todo el enfoque, de los ojos de todas esas cabezas, gotea un líquido naranja que crea el propio charco de donde nace la criatura.
—¿No están preocupadas? —pregunta Mauren apuntando hacia la televisión.
—No. Estaban tan emocionadas que ni se fijaron. Se fueron a dormir con la esperanza de verlos aquí temprano e ir a desayunar juntos.
—¿Más tiempo con esas cosas? —cuestiona Diego—. No gracias. Yo quiero irme ya de aquí.
—Han crecido mucho desde la última vez que vine. ¿Consiguieron más dinero en la escuela para los animales?
—A esta edad crecen muy rápido —responde Sabino—. Todavía tienen su mafia en la escuela. Pasaron de vender en su salón, a vender en varios salones y ahora venden en todo su edificio. Me aseguro de que mantengan perfil bajo, que no hagan tranza y esas cosas. De repente a Ana se le salen las cosas, pero sé que Chepe la ayuda a guardar el secreto. Ya se han dado cuenta varias maestras, lo digo por las miradas que lanzan cuando voy a recogerlas. Se van a enfadar bastante cuando les pongan un alto a su mafia, yo creo que les queda un mes más, tal vez menos, tres semanas, antes de que las regañen o algo así.
—¿Qué harán con lo que junten? —pregunta Helene.
—Antes solo querían juntar dinero para los perros callejeros de aquí. Pero juntaron tanto que no tienen ni idea de qué hacer. No sé cómo lo hicieron. Creo que siguen pensando en comprar dos bolsas gigantes de comida, pero les sobraría mucho dinero incluso comprando tres o cuatro de esas.
La señora de la casa camina desde el pasillo y termina acá, se deja caer en una de las sillas al lado de Sabino y sonríe despacio. Mira un segundo la televisión y exhala frustrada. Apaga de inmediato el aparato y deja caer el control con algo de enfado.
—Ya preparé el cuarto —habla la señora.
—¿Nos vamos a quedar? —pregunta Diego.
—De verdad, no quiero molestar —interviene Helene.
—¿Tú crees que voy a dejarlos ir con el caos que debe ser la ciudad ahorita? —pregunta Sabino—. Es tarde, se está incendiando un cerro y las personas no actúan de manera muy agradable en tiempos de caos. Ya estamos aquí todos, tenemos que descansar.
—¡Pero si el caos es lo más divertido de esto! Ya lo seguí por todos estos días y esto es lo más inusual que le ha ocurrido. —Diego voltea a mí y me toma de la playera—. ¿Sabes lo horrible que es seguir a alguien tan monótono y predecible? No contestes.
Es demasiado tarde para cumplir los deseos de Diego, Sabino ya los encamina por el pasillo, hacia la primera habitación a la derecha. Se abre la puerta y lo primero que resalta, es una de las esquinas del cuarto, el montón de peluches y juguetes que están arrumbados ahí.
Hay una pequeña cama individual cubierta por sábanas azules. Dobladas perfectamente posan algunas cobijas en el centro de la cama. Helene las mira extrañada. Luego cruza la mirada hacia el punto de las criaturas suaves.
—Las niñas guardan aquí los juguetes que no caben en el cuarto —exclama la madre mientras coloca un par de botellas de agua en la mesa de noche—. Hay más cobijas en el armario, pero si necesitas cualquier cosa estamos arriba.
Sabino y su mujer salen de la habitación. Mauren va detrás de ellos, dirige una última mirada hacia Helene antes de cerrar la puerta detrás de sí.
Diego avanza hacia la esquina que tiene la montaña de peluches y se avienta a ellos. Hay un par de peluches que le llaman la atención, un delfín obeso con ojos enormes y un pequeño elefante amarillo, se decide por abrazar al elefante y quedarse ahí dándole golpes al pobre nimal.
—Cerró la puerta.
Helene mira inquieta la puerta.
—¿Quiere que la abra? —pregunto.
Ella niega mientras se quita los zapatos, observa a Diego quien sigue examinando los peluches.
—¿Vas a preguntar algo o solo vas a mirar?
—¿Cómo se llama? —pregunta ella.
—¿Te importa? —Diego me mira enfadado—. ¿Qué?
Helene mantiene el silencio. No sé si Diego se arrepiente, porque ha dejado de jugar con los peluches, o el poco ruido del cuarto le ha incomodado. Decide levantarse y avanzar a la cama de ella. Se queda plantado ahí, examinándola con curiosidad y miedo.
—Diego —suelta él—. Pero no es necesario que te lo aprendas, porque quiero cambiarlo a algo. Ya me aburrí de traer ese. Estoy pensando en Maximiliano o Toto.
—Mucho gusto, soy Helene.
—Sí, sí. Dime, ¿cuántos muertos ves ahora en el cuarto? Sin contarnos a nosotros, por supuesto.
—A... a ninguno.
Diego se inclina, vuelve a examinar a Helene y regresa a la montaña de peluches. Los acomoda sin respetar sus lugares previos. Susurra algo contra los juguetes, pero no es entendible.
—¿Qué?
—No eres tan especial —susurra—. He visto muchos más. Gente rara. Gente muy rara. Que no envejece, que mira el futuro y nadie le cree. Así que no te creas tan especial.
No tengo idea de a qué se refiere. No recuerdo a nadie así, nadie que pudiera observarnos, nadie que pudiera hacer arder las cosas.
—Por supuesto que tienes esa cara, Leonardo. Tú qué vas a recordar. No tienes memoria, te la han quitado un par de veces. Y como siguen las cosas, te volverán a...
—Gracias —susurra Helene.
Diego calla. Oprime sus labios y se vuelve a acurrucar entre los peluches. Musita algunas cosas para sí mismo y permanece ahí tranquilo. Entiendo. Saber eso debe ser un alivio para Helene. Saber que no es la única.
Ella no ha podido cerrar los ojos. Se ha mantenido atenta a la puerta, abre y cierra la mano. Ni siquiera intenta descansar. Sé que está pensando en huir, lleva las mismas intenciones que tenía Héctor hace rato, cuando corrió de la casa. Intenta levantarse y duda.
—Quédese, por favor —susurro.
—No puedo estar aquí. Tengo que encontrarlo.
Sus ojos me buscan con desesperación. No sé qué hacer. No deseo que vaya. Porque sé bien lo que ocurrirá después. Un humano no está destinado para durar mucho tiempo con un Nos.
—No lo busque. No vuelva a él.
Sus manos buscan mi rostro y lo levantan. Las encuentro ahí, y cierro los ojos. Ásperas. Secas. Vivas. Me permito tocarlas por otro segundo. Permito, al menos, que este envase se imagine la vida que queda en ellas. Vuelve a intentar irse.
—No tiene que volver.
—¡Ay, por el amor de los cielos! Leonardo, deja de quitarle la diversión a las cosas. ¿A dónde vamos?
Helene
—Es mi hermano.
La observo levantarse. Sé que no tengo poder alguno en ella. No como el que ella ha logrado tener sobre mí. Cada vez que la dejo irse, cosas malas suceden. ¿Por qué no puede entenderlo?
Unos ligeros toques en la puerta aturden el silencio de la habitación.
Mauren también se ha levantado. El sinsentimientos se rasca la cabeza y truena su cuello de manera asquerosa, termina bostezando.
—¿Tampoco puedes dormir?
Helene no contesta, pero su cuerpo está dirigido hacia la puerta. No sé por qué, pero se siente extraño que no atienda mi llamado. Mis palabras la rodean, pero no la alcanzan. Y no sé por qué lo siento tanto en las entrañas.
—No me gusta dormir en sitios que no son mi casa. Ven. —Mauren le extiende una mano—. Hay un lugar al que suelo ir.
¿Por qué no puedo entenderlo?
Que ambos deben morir.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro