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Veintiocho


XXVIII

               Ahí está.

Enfrente del fuego. Admirando las llamas.

Un par de kilómetros atrás, cerca de la carretera por la salida de la ciudad, se encuentran los hombres que intentan aplacar las llamas. Las cuadrillas tienen el traje ennegrecido y sus rostros están angustiados. No saben qué hacer. Es comprensible, jamás se había visto un fuego de tal magnitud; seguro esperarán a sofocarlo poco a poco hasta que se extinga. Pero con él aquí, eso será imposible. La ciudad arderá entera si él lo desea.

Hay un brillo inmenso que pelea para alcanzar el cielo, es imposible ver las estrellas desde este punto. El humo sube a la noche y se acumula. Las chispas naranjas revolotean gustosas, es como si bailaran en el aire. Todo parece una gigantesca pintura extraña.

Ningún humano común podría sobrevivir en este lugar por mucho tiempo. Voltea su torso hacia mí, me pregunto si le traerá alguna sensación las luces de la ciudad que poco a poco dejan de ser visibles. Saluda levantando una mano. Está cansado. Una onda de fuego se eleva al cielo con su movimiento.

—No luces con muy buena cara, Terminator. ¿Dónde está mi hermana?

—La dejaste —contesto.

—Ella me encerró. Cualquier animal enjaulado desea escapar.

Todavía faltan un par de horas para que amanezca. Lo encontré justo a tiempo. Solo él puede ser tan predecible, ahí sentado enfrente de las llamas, a la vista de todos, y al mismo tiempo tan escondido y tan sigiloso. Héctor no descansa la mirada, no parece sofocado por la inmensa luz del fuego, ni por el calor de este.

—Lo hizo porque te quiere. Está preocupada por ti.

Chista. Con una de sus manos toma un puño de tierra y lo avienta hacia el fuego. Repite la acción con más violencia.

—Lo hizo por miedo, igual que todos. Además, ¿qué vas a saber tú de ella? —reclama—. Lo que debimos haber hecho era volver a casa y quemarla también. ¿Quién iba a buscar a Humberto? Nadie. Ni siquiera mi padre. Si no buscó a su mina de oro, mucho menos iba a buscarlo a uno que no valía nada.

—Mataste a muchas personas en el parque. ¿Eso también lo tenías que hacer?

El fuego se vuelve violento por un par de segundos mientras él abraza sus rodillas. Solo es un momento porque de inmediato se sacude la tierra de las manos y se levanta para encararme. El fuego lo respalda, crece ante sus movimientos.

—Ellos hubieran hecho lo mismo conmigo. ¿No es así? ¿No era lo que tanto gritaban? No quedaba otra opción.

—Tú no puedes decidir quién vive o muere. 

—No sé qué haces aquí. No voy a regresar.

—No quiero que regreses —sostengo.

No planeo hacerlo regresar. Tengo ganas de arrancarle la cabeza y aventarla a sus propias llamas, si Helene no lo quisiera tanto, no esperaría otro segundo para hacerlo. No me importan las consecuencias. Señalo el cerro, ahí por donde crujen las ramas y los árboles caen.

—Detén eso.

Hace una mueca y se alza de hombros, mete las manos en los bolsillos y se balancea de un lado a otro.

—Nunca he podido hacerlo —niega con la cabeza—. E incluso si pudiera, no creo que quiera detenerlo. No vale la pena. ¿Has visto la ciudad? Hay un montón de ríos sangrientos. Si no los mata el fuego, se matarán los unos a los otros. ¿Confías en alguno de ellos? En el momento que se den cuenta de lo que Helene y yo somos, estamos condenados.

No es verdad. No todos son así. Estoy seguro de que hay humanos que los cuidarían.

Pero es demasiado tarde para él.

Me acerco un par de pasos más. Héctor presiente algo, se adelanta y detiene mis brazos. No sé si es por instinto, pero comienza a arderlos. Da igual. Este envase aguantará lo suficiente. Ya no le asombra que no exprese queja alguna, solo intenta alejarme con urgencia. Con las manos palpo su vientre. Lo atravieso.

Puedo sentir cada suspiro de vida que le queda. Aprieto sus órganos, él aumenta la temperatura y las capas que cubren al envase comienzan a calcinarse. Robo de él lo que puedo, lo suficiente para pueda vivir con dolor eterno. Entrañas, sangre y sueños. Deben de tener un gran valor si el destino ha decidido otorgarle este poder.

Grita. El fuego se eleva, las chispas se vuelven violentas. Avanzo hacia el corazón, podría terminarse todo ahora. El fuego jamás se esparciría y no volvería a andar una persona tan violenta. Observo sus ojos.

Demonios de ojos bonitos: Sus ojos son los de ella. Dos canicas brillantes y tristes, apagadas desde el comienzo.

No puedo matarlo.

Extirpo sus órganos y devuelvo mis manos al humo. Ahí, en negro y sobre mis palmas, se juntan todos los pedazos de él. Un líquido espeso chorrea y cubre lo que queda de la piel herida del envase. Héctor cae sobre sus rodillas en el pavimento que hierve. Intenta respirar, mientras sostiene su vientre y palpa desesperado. Busca la herida debajo de su playera, pero no ha quedado cicatriz alguna de mi acto. Solo mis manos, que cargan sus restos podridos, son testigo de lo que ha pasado.

Aviento sus entrañas hacia el fuego. Dejo que se consuman enteramente, permito que él mismo escuche cómo truena el músculo. No se mueve, no reclama. Creí que reaccionaría, pero tal vez ya es demasiado tarde para que sienta algo. Solo alcanzo a verle un par de lágrimas que caen silenciosas por sus mejillas.

Me quedo junto a él y el calor inmenso. ¿Ahora? Ahora no sé nada. Carcajea, porque las llamas reaccionan ante su dolor, se engrandecen mientras se acuesta por completo en el pavimento. Le veo respirar con dificultad, su ritmo cardíaco se ha elevado y le cuesta mantenerse despierto.

—¿No es precioso? —pregunta.

Levanta las manos hacia el cielo. El fuego le obedece, baila con sus movimientos. Deja caer de nuevo los brazos y voltea la cabeza hacia mí. Observo mis manos, están temblando.

—Ella vendrá a buscarme —exclama.

Un hilo de sangre le recorre los labios, sonríe mientras se lo limpia con el dorso de su brazo.

—Vendrá a buscarme porque no tiene a nadie más. Tú no eres nadie, no sabes nada. Lo mejor que puedes hacer es terminarlo todo. Podrías hacerlo. Podrías sofocar el fuego y ayudar a los hombres. Podrías matarme a mí. Pero no lo harás.

Tose y escupe sangre sobre el suelo. Le veo las intenciones de levantarse, rueda e intenta empujarse con las extremidades, pero termina de nuevo sobre el oscuro asfalto.

—Si tú crees que puedes ayudarla —vuelve a hablar—, estás muy equivocado. ¿No te has dado cuenta? Las cosas empeoraron con tu llegada. Seas lo que seas, eres el peor presagio de ella. Si no fuera por ti, ella estaría aquí. No dudaría en venir al fuego.

—No te encontrará.

¿Acaso no puede ver el dolor que le proporciona a la única criatura que le ha querido? ¿Dónde puede caber tanto rencor y odio en un cuerpo tan joven? Es solo un niño maldito, condenado a vivir dentro de una jaula. Tiene razón en algo, las cosas serían mejor para todos aquí si acabo con su vida. Helene lo sabía. Intuía que esto pasaría, que algún día nada podría contenerlo y las llamas jamás podrían ser apagadas entonces.

Pero no puedo hacerlo.

—Pronto amanecerá. Te irás. Serás libre —susurro—. Y no volverás.

Me levanto del pavimento. Las manos del envase están inservibles ahora. Camino lejos de él, pero el sonido del fuego aún permanece.


Diego me sostiene por el cuello de la playera, los primeros rayos de sol están apareciendo en el horizonte, atraviesan una gruesa capa gris. No se le ve muy contento y tiene todas las intenciones de golpearme. Enfoca la mirada en mi cabello y frunce el ceño, baja la guardia y me alejo de él.

—¿Dónde mierdas estabas? ¿No que nada más te ibas a caminar por ahí?

No sé si lo pregunta con enfado o preocupación. El tono es extraño. Debe ser en parte por su cuerpo, no me puedo tomar en serio las cosas si le miro esa cara de un niño que usa ropa extra grande.

—Por fin se queda dormida y a los cinco minutos, ¿a quién crees que está buscando, cariño? ¿Qué se suponía que tenía que decirle?

No. Definitivamente está enojado.

—Y estuvo con los ojos encima de mí. No le fue suficiente que le respondiera una vez que volverías pronto. Que por cierto —añade—, resulté yo el culpable de que te hubieras ido y terminé regañado por ella. Estuvo dale, y dale, y dale...¡¿Qué le hiciste a tus manos?!

Diego es demasiado ruidoso. Señalo el suéter que trae puesto.

—Necesito esa cosa, no quiero que me vea así.

Con inseguridad se saca el suéter y lo pasa por mi cabeza con cuidado, no sin aventar un montón de regaños que poco me interesan. La prenda es lo suficientemente larga como para cubrir la punta de los dedos que ahora permanecen deformes.

Se escucha una de las puertas del auto abrirse. Helene llega corriendo hacia nosotros. Diego le pregunta si Mauren ha despertado ya, pero ella se dirige a mí sin prestarle mucha atención. Me toma por los hombros y me hace verla a la cara.

Los mismos ojos, con las mismas pequeñas llamas reflejándose en ellos.

Pasa sus manos por entre mi cabello y luego mira sus palmas. Están llenas de ceniza. Tal vez también debí de haberme quedado entre el fuego.

—¿Lo encontraste?

Palpa la ceniza de entre las yemas de sus dedos. Niego con la cabeza, sus ojos se cristalizan por unos segundos, le tiembla el labio inferior y mira hacia el suelo. Pega su cabeza sobre mi pecho que no carga corazón. Dejo que se recueste un poco sobre el pecho que yo he robado.


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