Veintinueve
XXIX
El estéreo está encendido. Poco a poco Mauren sube el volumen. La voz de Elvis inunda el auto. Él observa contrariado a la pequeña pantalla, oprime sus labios en una diminuta sonrisa. Diego voltea a verlo, siente lo mismo que yo. Algo va mal.
Estamos en medio de una carretera desértica. ¿Por qué ha decidido prenderla justo ahora? Hace menos de media hora que ambos despertaron con el humo a sus espaldas. Mauren sugirió regresar a casa después de que su móvil sonó varias veces. No contestó ninguna.
Me asomo por la ventana trasera del auto. No hay nadie más en el carril. Estamos solos en este tramo de carretera estrecho, al lado de un precipicio. Mauren sabe conducir bien, no hay manera en que se equivoque ahora. Tampoco puede ser Héctor, no estaba en condiciones para seguirme. Desde acá solo se logra ver un hilo de humo que sube al cielo. Estamos demasiado lejos de su fuego.
—También lo sientes —habla Diego.
Me dirijo hacia su ventana sin prestarle mucha atención. Él aprecia este momento, se desprenderá de su carga y todo terminará. Tampoco se ve nada desde aquí. El cielo está despejado, el horizonte se ve tranquilo, recién se despiertan los que miran el mundo por aquellas diminutas ventanas. Regreso a mi lugar desesperado.
Mauren quería morir escuchando algo.
De inmediato toco el hombro de Helene, por un momento voltea preocupada, pero luego sus ojos me sonríen.
Y gotean en rojo.
Ella no lo siente. Acerco mi mano hacia su rostro, mis manos falsas aún están ennegrecidas, tomo una de aquellas extrañas lágrimas sobre las yemas de mis dedos. Le arranco la sonrisa de sí misma, queda confundida. Se aleja de mí y comienza a palpar sus ojos. Mancha su piel con la sangre mientras los labios de Mauren recitan en silencio su última canción.
Intenta ocultarlo, cubre su rostro con las manos, por más que intenta regresar los delirios a su lugar, estos le inundan las palmas y salen sin discreción alguna. No puede controlarlo. Niega con la cabeza con desesperación, aprieta ahora sus orejas e intenta arrancarlas. Estiro mis manos hacia ella, intentando aliviarla, pero es demasiado tarde. Alguien la está consumiendo por dentro.
Mauren se da cuenta de ello, el volumen es demasiado fuerte, observa al frente y a Helene preocupado.
Helene regresa a mí una vez más, observo aquel rostro, el que más ha sufrido de todos, perdiéndose. Mauren intenta ayudarla, le habla, prende las luces intermitentes y busca su tacto entre las manos. Mauren orilla el coche. Se detiene y lo apaga. Cuando voltea a Helene comienza a temblar. Es la primera vez que lo observo perder el aliento por la sangre.
Está bien.
Estarán bien.
En cuanto miro hacia al frente un oscuro abismo me jala y me saca del lugar, lo último que escucho es un pitido ensordecedor y el derrapamiento de unas llantas.
Lo primero que observo al abrir los ojos, son unas paredes azules que parecen chillar. No hubo impacto, no hubo grito alguno. Me levanto del suelo y busco a Helene, pero solo está ese azul incierto. No es claro como el cielo, es demasiado. Demasiado azul. Irradia como si poseyera luz propia.
Pese a que el color está tan cerca, las paredes son enormes y lejanas. Intento llegar a una. Doy paso tras paso. Trote tras trote. Corro. Acelero las zancadas e intento hacer que suene con fuerza cada paso. Pero por más que me muevo, el azul se aleja de mí. Aun así, no me rindo. No puedo dejarla.
Se lo prometí.
Me detengo. Sé exactamente dónde estoy. Desde el principio de este caos tuve en la mente en donde terminaría. ¿Cómo no tener presente a la leyenda del Nos que torturaban eternamente? Aunque siendo sincero, me imaginaba una habitación menos brillante. Algo macabro, con huesos y telarañas colgando de las esquinas. Quizás un par de grilletes.
Vuelvo al suelo. Vi las señales demasiado tarde. ¿Cómo iba a entenderlas? No eran claras en ellos. ¿No podían haber sido humanos más sencillos? No me quejaría si Mauren hubiera sido un beisbolista, o un informático. ¿Por qué tenían que estar agarrando tanta gente muerta?
Me arrastro. Pensé que había ganado tiempo quitándole a Héctor las entrañas, no entiendo en qué punto leí mal las cosas. Sin él en la vida de Helene, las cosas suponían ser mejores. No entiendo qué sucedió.
Dejo que el suelo raspe al envase. No sé si Mauren está respirando por un par de últimas veces allá junto a Diego. No sé si ella siga ahí. No quiero pensar en ello. Solo era un pitido. No tienen por qué ser ellos. Pudo haber sido cualquier cosa. La Central no me alejaría de mi encomendada justo cuando tengo que terminar el trabajo. No tengo idea de lo que ha ocurrido y no puedo hacer nada. Intenté salvarlos a ambos, ¿para qué? Si no me hubiera involucrado demasiado, si no hubiera buscado tan profundo dentro de ninguno, tal vez este no sería su fin.
Diego no hará lo mismo que yo. No tiene por qué hacerlo. Solo esperará a que los órganos del insensible fallen, hasta que la última gota sangre de él deje de estar viva, entonces le colgará su llave. Es su trabajo, lo entiende a la perfección.
¿Por qué sigo avanzando?
—Así son las cosas.
Frente a mí se posa la cara más pálida que he visto en mi vida. Está adornada por una larga cabellera negra que llega hasta el suelo y sigue metros y metros por ahí. No sé qué me sorprende más, que se le vean grietas en el rostro como aquellas que solo aparecen en la tierra, o que el cabello parezca infinito. Tal vez son aquellos relojes que carga en sus antebrazos los que asombran, lleva cuatro en su mano derecha y otros tres en el brazo izquierdo. El sonido de las manecillas de cada uno de ellos sale disparado hasta el fin de este cuarto, pero parece que el sonido no encuentra nada con qué chocar y desvanecerse. Al lado de él, quien parece contento de verme, rueda una pequeña bola negra.
—¿De dónde saliste tú? —pregunto.
—Hola, 135145, ¿o prefieres Leonardo? Podría bien llamarte como «al que no le importan mis reglas». Como sea, la cosa es que tengo cerca de nueve minutos con cuarenta y siete segundos contigo para dejar las cosas en claro. Y lamentablemente en ninguno de ellos te explico de dónde vengo yo. Pero puedes llamarme Víctor, él es Ramiro.
—¿Vienes de parte de la Central a torturarme?
—¿De la Central? No, señor, a mí no me manda nadie. —Se sienta indignado y me invita al suelo—. ¿Y torturarte en solo nueve minutos? Para eso se necesita más tiempo, hay que disfrutar esas cosas. Digo, no es como que deseo sacar lenguas. Si lo mencionas por las leyendas, esos cuentos solo son palabras. Pero igual deben de quedar bien marcadas en las memorias sino ¿qué poder tendrían? Todos me saldrían como tú, sin ofender, claro.
No entiendo.
—Estás molesto, lo sé —suspira—. Déjame terminar. Así son las cosas. Pero no por azar. No por el destino, no por los dioses. Aunque, bueno, de eso último no estoy seguro, si es por ellos, no estaría nada mal recibir alguna ayuda de vez en cuando. Si vieras las montañas de papeles que tengo amontonadas sin idea de lo que debo de hacer con ellas. ¿Verdad, Ramiro?
La bola negra se mece de adelante hacia atrás como si lo afirmara.
—¿Dónde está Helene?
—Paciencia —reprime—. Me causa curiosidad tu nombre, Leonardo, lo elegiste para ti. «El que es más fuerte que un león.» Por supuesto, solo tú escogerías ese nombre, masoquista —coloca una mano sobre mi hombro—. Te enamoraste tanto de su nombre que no quisiste olvidarlo e hiciste que todos te llamáramos así, incluso sin poder recordarlo. Yo lo recuerdo, tú no. No podrías recordarlos. No debes hacerlo.
No lo entiendo.
—Estás destinado a repetir la historia. Como todos los hombres y todas las mujeres de aquella tierra, eres mi mayor éxito y pese a ello, no puedo sacarte de tu condena. —Se acerca al rostro que he robado y ve directamente hacia mis ojos falsos—. ¿Qué ves dentro de ti? ¿Qué es lo que te carcome?
Se sienta frente a mí. Ramiro está al lado de nosotros, debe ser el objeto más oscuro del universo, no me permite ver mi propio reflejo en él. Volteo hacia el techo, no había notado las nubes pequeñas que flotan ahí. Siento las manos de Víctor posarse sobre mi pecho, a la altura donde debería de palpitar algo.
—No hay nada —susurro.
Víctor se aleja y sonríe. Voltea hacia Ramiro y risueño le enseña las manos.
—¿Los he matado yo?
—No —niega Víctor y pareciera que Ramiro también—. Tú nunca puedes decidir eso. No tenemos esa libertad. No es así. Incluso ellos tienen más de eso, nosotros solo les robamos miserias. Un nombre, un cuerpo vacío. Ellos pueden jalar el gatillo y nosotros solo observamos mientras explotan sus entrañas. ¿No ha sido así con ella? ¿Con Helene? ¿Acaso no la has observado simplemente? ¿Tus palabras no se sienten etéreas ante ella? ¿No fue lo mismo con Mauren? No eras mucho para ellos.
Duele.
Se sienta al lado mío, le da las indicaciones a Ramiro para que le pase un televisor y unas notas. El cuaderno es lo primero que trae, luego la bola se aleja rodando.
—Se supone que Helene debió de haber muerto hace unas tres o cuatro semanas. No pensé que aguantara tanto con todas las personas que carga dentro de ella —suspira Víctor enseñándome las notas—. ¿Sabes cuántas cosas he tenido que mover desde entonces para equilibrar las cosas después de que llegaste a ella? Mira nada más los números.
Avienta el cuaderno hacia mí. Los símbolos cambian conforme paso las hojas, se mueven de un lugar a otro. Se revelan los nombres de los lugares destruidos, y al lado de ellos las miles de personas que han fallecido.
La vida de las personas es invaluable. Helene no puede valer lo mismo que todos ellos, pero para mantenerla aquí hay que sacrificar tanto.
El televisor llega a nosotros, lo carga una mesa que tiene ruedas en las patas. La gigantesca pantalla vieja se enciende enseguida y Ramiro presiona uno de los botones del control. Ruido blanco ensordece a las paredes azules y se roba la voz de Víctor hasta que Ramiro cambia de canal, a uno con imagen, pero sin sonido.
—¿Te agrada la televisión? Ramiro quería uno de esos de plasma que abarcara toda la habitación, para ir caminando y poder tener mejor visión de las cosas. Le dije que íbamos a gastar demasiada luz y que no me agradan esos televisores planos. Parecen papeles. Nada como una televisión de caja con la que puedes jugar por la estática.
Acerca su mano y talla la pantalla con esa misma. Luego pone los dedos sobre su cabellera y esta se eleva. Al mismo tiempo, en la pantalla aparece la imagen de diferentes personas. Apuñalados, golpeados, asaltados. Plomo e incendios. Accidentes. Personas que ya no respiran encerradas en una pequeña habitación. Gente llorándole a féretros sin cuerpo. Y la tierra que cae sobre una fosa de hombres cuyos nombres están pelando de sus gargantas.
—Fue divertido mientras duró, ¿no? —pregunta—. A veces solo espero a ver cuál será tu siguiente encomendado para ver qué odisea se te ocurre.
El canal deja de cambiar la imagen, el cuadro del auto arrumbado de Mauren se queda en la televisión y me levanto para acercarme. Volteo a Víctor y él asiente. La imagen cambia, es un lugar lleno de arbustos y tierra seca. Helene sigue respirando ahí, con las manos enrojecidas y la mirada llena de sangre. Está atascada en algún lugar en el cerro, sin poder moverse, hay algo que está atascada en su pierna.
—Déjame regresar —hablo—. Necesito regresar.
El canal cambia al cerro que se incendia. Víctor observa las llamas crecer y se reclina hacia atrás.
—Eso no lo tenía previsto. Y tampoco pude encontrarte a ti mientras le extirpabas los órganos a ese pobre muchacho. —Mira sus relojes—. Por eso te he traído aquí. No lo has notado, pero debajo de esas llamas se murieron muchas cosas. Y no puedo mandar a los Nos porque se derritirían sus envases. ¿Verdad? Es un desastre.
Señala mis manos. Enseguida el envase se recupera, la piel revive y toma su color natural.
—Tengo que regresar —suplico.
—¿Por ellos? ¿Te hicieron caso la primera vez? —pregunta mientras apoya su mentón sobre sus nudillos—. Ahora están haciendo lo que deben de hacer. Pelear para vivir, los dos a su manera. Helene casi se saca los ojos para que no la poseyera el demonio y Héctor se está arrastrando con las entrañas revueltas.
Cierra la libreta y apaga la televisión.
—Además, lo arruinaste. Pensaste que podías darle vida eterna a Helene —susurra—, sin saber que ella ya había vivido tanto en esta tierra. ¿Por qué quieres prolongar su sufrimiento?
Ramiro comienza a dar vueltas alrededor de nosotros.
—No solo eso. También le quieres conseguir vida eterna. ¿Cómo le vas a hacer o qué? ¿Eres todopoderoso?
—Ya no quiero matar a nadie. No puedo hacerlo.
—Helene está enterrada en la maleza. Su pierna izquierda fue destrozada, no puede moverse sin sentir un enorme dolor. Sus gritos no fueron en vano, la noche la escuchó y las estrellas lloraron con ella. Las ratas subieron e intentaron comer su carne, pero en cuanto tocaron sus lágrimas rojas se asustaron. Todo eso se hubiera evitado si no la hubieras visto aquel día en ese departamento... o tal vez no, el destino es curioso, joven Leonardo.
Se detiene un segundo. ¿Por qué me ha traído a este lugar? ¿Quién es este Nos? Observo la pantalla apagada. En el reflejo noto mi rostro.
Es extraño. Se supone que los Nos no podemos llorar.
—Hiciste una promesa y la cumplirás. No puedo permitirte que sigas allá, no les perteneces —exclama—. Solo terminarás el trabajo. Para cuando llegues las llamas se habrán extinto. La sacarás de ahí, la pondrás en la carretera y alguien la encontrará. Le darás la llave y volverás para olvidar todo esto. No morirá, pero sufrirá.
Ramiro y Víctor se acercan. Levanto mis manos para tocar las lágrimas.
—¿Y Mauren? —pregunto.
Víctor da unas palmadas en mi cabeza.
—Era un buen chico. De todos era quien más me agradaba. Y a ti también, ¿no es así? A ti también te agradaba. Lo siento mucho, Leonardo.
—Espera... Tiene que haber otra manera. No ha sido natural. He sido yo quien se ha... No debía ser así. Ellos no...
El cuarto se apaga y las nubes caen en forma de cascada. Víctor sonríe abriendo los brazos como si recibiera la lluvia con gusto.
—Se acabó el tiempo, Leo. Termina el trabajo.
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