Veintidós
XXII
Con el agua hasta el vientre y la blusa ondeando sobre la superficie turbia, Helene mueve los brazos para adentrarse más en el lago. Ella se queda frente a las bolsas de plástico que nadan tranquilas sobre el lago oscuro, junto a las hojas secas de los árboles, encima de algunos cuantos peces.
Aviento una roca hacia el agua para intentar que rebote, así como pasa en las películas. Choca contra el agua y se hunde de inmediato. Eso no pasa en las películas. Sube el agua por un par de segundos y regresa con los peces. Los hay naranjas y los hay plateados. La mayoría son cafés, como la tierra. Se alejaron de inmediato en cuanto Helene pisó el agua.
Dejo mi mochila en el suelo, encima de la tierra húmeda. Tomo otra piedra en mis manos. Es puntiaguda. Grisácea y densa. Mejor que la anterior. Estiro el brazo hacia atrás, y luego hacia adelante. La suelto justo en la punta de los dedos. Se hunde, ni siquiera lo estoy intentando.
Tomo otra.
—¿Por qué están flotando?
Volteo a verla con la piedra en la mano. No lo entiendo. ¿No quería que flotaran?
Vuelvo a aventarle cosas al lago. Dos botes y cae. Genial. Me acerco a la orilla y mojo los zapatos. Están llenos de tierra y cenizas, ahora también tienen agua. Busco otra piedra, las que quedan en la tierra son demasiado grandes. Algunos pececillos diminutos se mantienen nadando cerca de la orilla, acaricio uno de ellos con mis dedos. No se mueve.
—Porque están en bolsas de plástico, Helene.
—Pero pesan mucho —replica ella.
Vuelvo a aventar otra piedra. Uno, dos. Abajo. Salpica más agua y las ondas llegan hasta Helene. Me imagino que cuando haya más silencio aquí, los peces intentarán romper la bolsa, incluso se la comerán. Va a quedar un lago lleno de peces caníbales. Los he visto comerse a sí mismos cuando tienen mucha hambre. Eso, si es que antes no mordisquean las partes del hermano de Helene que no quedaron completamente chamuscadas. Pero la bestia deforme es tan horrible, no creo que ninguna cosa quiera estar cerca de ella.
Aviento otra más. Un brinco. Se cae. Tomo otra más pequeña, una más redonda, más lisa. Estiro el brazo hacia delante y observo el otro extremo del lago. Me detengo. Árbol tras árbol ocultan el lago, solo los pájaros son testigos de las bolsas que navegan. ¿Bolsas? Troncos, brazos, piernas. Cenizas... Quizá Helene no es la primera en venir a ocultar cosas frente al agua. Este silencio parece abrazar cualquier secreto siniestro.
Piedra.
Y cae.
—Deje de hacer eso.
Vuelvo a ella, está abrazando a una de las bolsas. No, es algo más violento que abrazar. Las ahorca, o al menos intenta hacerlo. No explota la bolsa ante sus uñas, se le zafa de los brazos varias veces. No sé si ha conseguido lo que esperaba, porque incluso después de agujerearla, el aire sale despacio. La bolsa regresa al agua y baja de a poco. Ahora ya tiene mojado el cuello, el cabello, el rostro; se ha hecho parte del olor intenso que carga la oscuridad de estas aguas.
Arrojo otra piedra más grande al lago. Ya no para que rebote, solo para observarla salpicar el agua. Un par de pájaros salen volando de las copas de los árboles, han llegado las pequeñas gotas hasta mí. Helene intenta romper otra bolsa después de estremecerse con mi piedra. Vuelve a luchar contra el agua, y vuelve a luchar contra ella misma.
Tiro una más, se hunde la piedra pequeña.
Forcejea. Dos bolsas de siete.
—Basta —grita.
Más pájaros salen volando, algunos regresan a las copas, los otros quizá vuelen a otro lugar menos siniestro. Con mis manos cojo un puño de piedras. Entre mis dedos un pez se asoma, es pequeño, demasiado pequeño. Brincotea y espera regresar al agua. Aviento todas las piedras juntas hacia el agua. Salpican con fuerza. Se hunden todas, todas con el pez.
Se expanden ondas y chocan unas contra las otras.
—¡Leonardo!
Como si mi nombre falso fuera una especie de conjuro, comienzo a dar zancadas hacia el agua. Camino hacia ella y las bolsas, braceo para avanzar más rápido. Ella no se inmuta, sigue abrazando a otra, intenta matarla. No se puede matar a una bolsa. No la entiendo. Tomo dos bolsas entre mis manos, las muerdo con los dientes y las hundo. Escupo el plástico, no puedo dejar de pensar en los peces muertos. Burbujas salen a la superficie mientras mantengo el plástico debajo de la superficie.
Me mantengo así, masticando plásticos. Hundiendo los restos. Observando como los peces se acercan al extraño objeto para curiosear. Pareciera que por más plástico que escupa, es como si nunca se muriera este cuerpo maldito.
El lago queda mudo de nuevo.
Solo quedamos nosotros.
—Espere. —Me habla—. Espere un segundo.
Comienzo a regresar hacia la orilla sin escucharla, no quiero estar más tiempo entre estos peces y estas bolsas, pero ella se aferra al brazo que he robado. Me detiene. No volteo a verla, Helene no ha dejado de delirar desde que salimos de aquella casa. Vuelvo a tomar un paso más lejos de ella.
—Por favor, deténgalas. Estoy cansada.
Intento tomar otro paso y sus uñas se clavan sobre la carne falsa. Las hunde tanto como puede sin darse cuenta de que está dañando el envase. Lo está abriendo.
Volteo a verla.
—Estoy cansada —repite—, estoy cansada de escucharlas.
Pequeñas nuevas gotas van adentrándose al lago. Ondas rojas. Sé que provienen de ella y su triste mirada, pero no me animo a verla. No así. Tal vez si la alejo de este lago deje de sentirlo. Intento otro paso hacia la orilla, pero sus uñas rasgan la piel. Todo hubiera sido más sencillo si Héctor no hubiera quemado ese maldito gato en la alfombra. No me hubiera pedido que revisara la mancha. Yo no la hubiera visto llorar. Ni ese día, ni hoy. Y aunque Helene llorara, yo estaría guardando silencio.
Ahora que estoy frente a esos ojos malditos de nuevo, no puedo guardar silencio.
Volteo a mi antebrazo. Ella lo nota, que la sangre dentro de mí no está viva. Es podrida. Es prestada de tantas vidas.
—Isabella, hubo una Isabella, ¿no es así? —pregunta desesperada.
Alejo mi brazo de ella, pero no lo permite. Lo toma con ambas manos y lo aprieta. Como si pudiera cerrar las heridas con tal acción. Repasa con su mirada las gotas oscuras, respira entrecortadamente, aprieta con mayor fuerza y cierra los ojos.
—Y un Antonio Ramiréz. Toyoda Haru se quitó la vida en la regadera de su casa. ¿Verdad? Lo vio ahí, lo pintó ahí, con el agua de la regadera lavando su cuerpo tieso. Isabella habla muy fuerte. Habla de sus pinturas, ¿vio alguna de sus pinturas? Pregunta por sus pinturas.
Las vi.
—¿Por qué? —Se talla la cara con las manos—. ¿Por qué hay tantas? Hay alguien que le hablaba a las vacas mientras las llevaba a pastear. Alguien que está muy enojado, pero dice gracias.
—Le decían Indiana —contesto.
—Indiana —susurra y me suelta del brazo—. Indiana...
Toma su cabeza entre las manos. Tiembla. Como si estuviera en una lucha interna, arquea la espalda. Baja las manos y toca el agua, luego se toca los brazos. Los acaricia. Poco a poco sube la mirada.
Me observa.
Es la primera vez que alguien me mira así.
Con miedo.
—No —musita—, no es verdad.
En su titubeo sigo mi camino hacia la orilla. Trastabillo en la tierra, se me atoran los zapatos entre la tierra y caigo. Las manos se me llenan de tierra. Dejo que la herida del envase coma del lugar donde saqué las piedras, ella me ha alcanzado y ya no tengo tantas ganas de seguir huyendo.
—¿Los mató?
Me agacho para recoger la mochila del suelo, pero ella la arrebata de mis manos. Hay demasiado ruido. Yo no maté a ninguno de esos nombres, pero los llevo conmigo. Yo les di la llave, los miré incluso más del tiempo que debería hacerlo. Los retraté. Los retraté como mejor pude.
Sus ojos siguen entintados. Marcados en rojo. ¿Qué tanto le gritan los de los últimos días que le hacen tiritar de esa manera?
—Usted no colecciona cosas de gente que muere —reclama—. Usted roba las cosas de gente que mata.
—Yo no maté a Dani.
—¡¿Qué es usted?! —grita.
—¡No lo sé!
Avienta la mochila a mis pies. Su cuerpo sigue temblando, pero no se mueve. No corre. Quiere enfrentarme. Me pide con sus ojos pelear. Quiere respuestas. Así de débil, así de pequeña. Quiere despertar el mismo fuego de su hermano y quemarme entero.
Es esa mirada.
—¿Y Mauren? ¿Por eso lo seguía?
No sé qué responderle. Le seguía porque se suponía que iba a morir, pero llegaste tú. Dejo la mirada en la mochila. No pude llevarme nada de él. Me hubiera gustado tomar una espátula de esas que tanto le agradaban. No pude saber cómo murió. Me hubiera gustado estar ahí.
Me hubiera gustado retratarlo.
Corta la distancia. La espero firme mientras toma el suéter. Lo empuña con sus dedos manchados, queda lleno de su sangre, lleno de tierra.
—Yo no puedo morir.
Me suelta, pero el miedo no se aleja, permanece en sus ojos, permanece en la sangre que deja en el suéter. No es una afirmación, es una amenaza. No quiere morir. Claro que nadie quiere hacerlo. Ni Isabella, ni Haru, ni Indiana quisieron morir. Tal vez Mauren quería hacerlo, pero Mauren es punto y aparte. Me agacho a recoger la mochila. Ella se hinca buscándome, la sangre está comenzando a secársele.
Acerco mis manos a su rostro para esparcirla entre su piel, le acaricio la mejilla despacio. No quiero romperla. Difumino sus lágrimas antes de levantarme.
—Lo sé —respondo despacio.
—No puedo dejar solo a Héctor. No tiene a nadie más. No tenemos a nadie.
—No va a morir.
No sé lo que soy.
El lago está mudo, enmudecemos junto a él. Me mira confundida mientras talla las palmas sobre la tela de sus pantalones. Es un desastre. Incluso mojado, su cabello es un verdadero desastre.
—Tenemos que regresar a casa —reclama—. Y tampoco hemos pagado la luz. Tenemos que pagar la luz.
Le tiendo la mano para que se levante de la tierra.
Con dudas se aferra a mí, la toma con fuerza. Con la sangre en su palma y mi sangre en la mía, hacemos un pacto frente al lago callado. Me sonríe despacio.
Si he de sufrir cien infiernos por dejarla viva, voy a poner de excusa su sonrisa.
Eso, y me voy a quejar con la Central por ponerme encomendados peculiares. ¿Quién demonios deja a un Nos para matar a alguien que puede hablar con los muertos? Hay algo mal en el papeleo.
Veo una última vez el lago.
—Helene, ¿de casualidad su hermano no tenía poderes también? Con Héctor echando fuegos, y usted... Con lo que sea que tenga. No me sorprendería que esa cosa se regenerara.
Con una mueca extraña retoma el camino a casa.
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