Veinticuatro
XXIV
Fuego. Los ecos de la oscuridad que predominaban en la casa se han ido corriendo detrás del niño que juega con las llamas. Ahora queda el hogar sin su presencia, adornado con el silencio de las cenizas.
Helene pese a toda la confusión, no expresa ninguna intención de perseguir a su hermano. Incluso ahora que la puerta está abierta, ella retrocede un par de pasos. Como si tuviera miedo de salir de su propia jaula.
—Hola.
Mauren termina machacando el silencio.
No creo que yo tenga la obligación de saludar de vuelta. Bastante tuve con seguirlo a él y a sus manías por un considerable tiempo. Debería de estar muerto a estas alturas. Ningún humano sobrevive tanto a un Nos. Quizá ya no está vivo, quizá es un fantasma que decidió visitar a Helene, quizá ya perdimos toda la cordura y ahora nada de lo que vemos va a tener sentido.
—Hola. —La expresión de Helene cambia a una de espanto en un segundo—. ¿Falleció alguien de nuevo en el edificio? No me diga que fue la señora Gaitan, ya le había dicho que dejara de fumar tanto. Era muy joven y ya no podía hablar. Tenía una tos terrible, parecía que en uno de esos ataques se iba.
—¿Qué? —Interrumpe él y niega con la cabeza confundido—. No. Bueno, no sé. Yo vengo porque a Sabino, mi jefe, ¿te acuerdas de él?, bueno se le ocurrió preguntarme por ti. Dijo que te mandara sus saludos, pero cuando le dije que no sabía nada de ti casi me mutila... Fue insistente y terminé preocupándome. Se ha vuelto un tanto rara la ciudad, hay demasiado trabajo.
Ni que lo diga, no he tenido descanso en décadas quizá. Ahora que lo pienso, la piedra no dejó de dudar entre cada palabra. No se expresaba de esta manera cuando estaba conmigo. Claro, este es un incómodo reencuentro teniendo en cuenta que la última vez que se vieron estos dos, el cuerpo de Helene estaba convulsionando e invocando demonios mientras sus ojos expulsaban sangre indiscretamente. Tal vez quedó traumado.
—¿Hay muchos muertos?
—Tal vez solo son los de siempre y yo estoy exagerando como siempre —contesta Mauren.
—¿Gusta pasar? —pregunta ella—. Tengo un desastre, perdón. ¿Te ofrezco agua?
Helene extiende su brazo, invitándolo. No sé por qué pide disculpas por el desorden, debería ver cómo vive él. Estoy seguro de que en este momento una fotografía de la sala de estar del insensible no sería muy distinta a la imagen que hay aquí. Además, Mauren adora el caos, puede que se sienta justo como en casa, por eso no menciona nada de los cartones apilados de basura ni del olor a papel quemado que tiene toda la estancia.
Un ligero golpe atraviesa la pared, cerca de la entrada. No lo percibe ninguno de los humanos, soy yo quien asoma la cabeza por el umbral. Alguien está en cuclillas intentando devolver a su lugar la tierra esparcida por el suelo.
—Mierda.
—¿Diego? —El Nos continúa apilando el desastre con sus manos—. Eso ya está muerto, no necesita la tierra. ¿Qué haces aquí?
—No salgas. No quiero que me vea el demonio ese —susurra.
—¿Mauren?
—No. La otra. La que ve fantasmas.
Volteo dentro del departamento. Helene ya está hablando con Mauren. De su rostro no se despega el aura preocupada, pero se encarga de sonreírle con tranquilidad a Mauren. Seguramente está pensando en su hermano, pero lo esconde bien.
—No respondiste —reclamo en voz baja—, ¿a qué vienes?
—Tranquilo, no tengo ganas de pelear. Ya me di cuenta de que no vas a entender y la historia se va a repetir.
Sacude la tierra de las manos, luego esconde sus palmas debajo de las largas mangas de la playera y las frota encima de su pantalón. Oprime los labios antes de observar a la planta, marchita y ahora también chueca. Susurra algo demasiado bajito, no alcanzo a escucharlo.
—¿Eh?
—Que yo... —Mueve los labios sin dejar salir sonido alguno—. Por eso estoy aquí. Por ti. Por él. No los sé, demonios. No quiero que ocurra de nuevo. Es horrible.
No tengo idea de qué ha querido decirme. Me siento frente a él. Volteo hacia atrás asegurándome de que nadie vea la tierra levitar, y ayudo a acomodar un puño más en la maceta.
—No te entiendo —hablo.
—Maldita sea, Leonardo —exhala desesperado—. Lo estoy siguiendo. Estoy siguiendo a Mauren por tu culpa. ¿Bien? ¿Ya me escuchaste? ¿Necesitas que lo grite?
Me recuesto sobre la pared, mirando de frente a las escaleras. ¿Qué clase de planta habrá sido esta? Solo queda un delgado tronco café sin muchas ganas de permanecer erguido. Ya ni siquiera quedan hojas caídas, ni pétalos de lo que alguna vez fue. No sé cómo no se quebró por la caída.
—Así que va a terminar muriendo esté yo, o no.
—¿Y tú quién te crees? ¿Hades? —Empuja la maceta lejos de él—. La muerte no gira alrededor de ti.
Una señora sube las escaleras sosteniendo la mano de un niño. El pequeño juguetea con los pétalos que sostiene en su palma libre, carcajea elevándolos. Una flor blanca se le sale del montón y cae frente a nosotros dos. Como si eso pudiera lastimar a Diego, este se encoge en el rincón junto a la planta muerta. El niño hace el intento de alejarse de su madre para recuperar el pétalo, pero la joven le indica que aún tiene más para jugar. La flor permanece con nosotros. Cuando ya están lejos de nosotros, la tomo para colocarla sobre la maceta.
—¿Todavía lleva galletas al árbol? —pregunto—. Galletas de mantequilla. Las llevaba a un árbol que estaba a un par de cuadras detrás de...
—Te encariñaste —interrumpe escondiendo su rostro en las palmas—. No fue la bicho extraño, fue él.
Hay algo dentro de sus palabras que quiero negar, pero no puedo hacerlo. Es rídiculo. Yo no me he encariñado de nadie. Mucho menos de Mauren. Alcanzo a ver la llave del desdichado sobre el pecho de Diego.
—De verdad te importan —concluye—. ¿Por qué?
—No me importan.
Diego deja de rebatir. Suspira molesto.
—Sí. Sigue llevando esas estúpidas galletas al árbol. No entiendo por qué. El otro día justo después de que agarró camino para su casa, un chiquillo se acercó al árbol y se comió la galleta con todo y tierra. Por algo se mueren fácilmente estas cosas.
—Elegiste a Mauren.
—Elegiste a Mauren —repite burlándose—. Deberías de estar agradecido de que yo lo tomé. ¿Tienes una mísera idea de las cosas que tuve que hacer en la Central para que accedieran por «coincidencia» a darme este humano? Y no, no respondas, que no fue nada agradable estar sobornando al de los sobres y llaves. Si hubiera caído en manos de alguien más, ya lo hubieran matado por desesperación.
Repentinamente guarda silencio, como si hubiera dicho algo indebido. Deja de mirarme y sacude la cabeza un poco. No sé cuál es su molestia. ¿Por qué tanto alboroto por este trabajo? ¿Qué tiene Mauren de especial?
—No sé cómo aguantaste tantos días con él. Te encariñaste de un maldito psicópata. El otro día un viejito le dio los buenos días y Mauren casi lo mata. Algo está mal con él. Y contigo, sobre todo, contigo. Tú definitivamente tienes el problema mayor.
—No entiendo.
—No hay nada que entender —responde cansado—. Tú solo piensa, ¿crees que voy a perderme esto? No, señor. No voy a dejarte... ¡No voy a dejarte toda la diversión para ti solo!
Todavía me incomoda su afán de tomar envases tan inmaduros. No puedo tomarlo en serio cuando tiene esa cara de puberto, sobre todo con esa ropa que le queda demasiado grande y parece que las telas se lo están comiendo a él.
—Creo que yo tampoco lo entiendo bien —habla—. Digo, antes solo no te quería ver hecho mierda por las torturas eternas y esas cosas. Pensé que si te hacía entrar en razón, dejarías esta cosa de adentrarte... Pero, ahora solo sé que debo estar aquí.
¿Torturas eternas?
—¿Y está bien?
—Sí, estoy bien —responde—. Ya me voy acostumbrando.
—Me refiero a Mauren.
—Ah. —Se levanta de golpe—. Leonardo, tú no comprendes nada, ¿verdad? ¿Cómo demonios voy a saberlo? No. No está bien. Se va a morir. Se anda muriendo desde que tú estabas con él, medio revivió y ¿para qué? Para volver a colgar los tenis. No creo que esto caiga en el concepto de «estar bien».
—¿Desde cuándo lo sigues?
¿De repente Diego se acordara del rostro de alguno? ¿Del sonido de su voz? ¿De las pequeñas costumbres que cargan incluso al final de todo?
—¿Desde ante-antier? No le queda mucho. De verdad que lo único que ha hecho desde que vine ha sido limpiar cosas extrañas. Por cosas extrañas me refiero a gente muerta, pero eso ya lo sabes tú. Qué ganas de tener trabajos raros. Ah, eso, y hacerle ofrendas a ese árbol chueco. Pero como está la ciudad, yo digo que la expectativa de vida de todo quien respire por estas calles ha bajado unos diez años. La Central está gozando a todo con esto.
Quizá Diego no lo nota mientras sigue quejándose del lío que ha tenido que armar en la Central para que le cedieran a Mauren, pero me alegra de que esté aquí. También habla de Jo, de lo molesta que estaba porque también quería venir, pero estaba enclaustrada en alguna isla perdida del mundo con un náufrago que no le quedaba mucho tiempo.
Los vivos carcajean e ignoro la conversación de Diego. Lo dejo hablando solo en la entrada para alcanzar a escuchar lo que aquellos dos dicen. El Nos deja salir un par de quejidos y me pide en voz baja que vuelva al umbral. Cuando volteo le veo desesperado, angustiado, estira la mano, pero no se anima a cruzar por la puerta.
Camino sigilosamente hasta llegar a los humanos. Han pactado un pequeño silencio.
—¿Cómo lo haces? —pregunta Helene.
—¿Qué cosa?
—¿Cómo se borra la imagen de ellos? De los cuerpos.
—Nunca se borran —responde el insensible.
—¡Ay qué ridículo! Ni se ha de acordar de lo que limpió ayer —exclama Diego en voz baja—. Por cierto, ¿nunca limpian aquí? Todo está lleno de polvo. Les va a dar algo en los pulmones.
—Pero en la mayoría de los casos —retoma Mauren—, los cuerpos ya no están ahí para cuando llegamos.
—A excepción de Dani —responde Helene.
Ella ya ha notado que Diego está aquí, por eso el Nos esconde su cabeza entre sus rodillas y guarda silencio.
La cabeza del insensible se inclina hacia el techo, frunce el ceño. Su nariz se arruga un par de veces, como si percibiera algo inusual.
—Sí, huele terrible, a polvo y muerte —reclama Diego.
—Algo se quema.
La chica de los cabellos endemoniados aprieta las telas de su pantalón. El ruido se eleva fuera del departamento, las personas van bajando las escaleras con prisa, las voces atraviesan las paredes. Desde aquí se puede ver cómo las personas trotan por el pasillo saliendo de sus hogares.
Cuando llego a la entrada del departamento, un par de vecinos pasan trotando por enfrente. Algunas personas se han aglomerado en el descanso de las escaleras. Se acercan a la ventana y hablan preocupados, algunos terminan de correr hacia abajo para salir del edificio. Ahí están los dos.
Mauren es el primero en salir del departamento, voltea hacia atrás esperando a Helene, la incita a volver al mundo que desea matarla. Ella duda en cruzar el umbral, le veo las intenciones de negarse y volver a poner candado a la jaula. Yo también tengo ganas de que lo niegue. Hay algo en el exterior que no los quiere a ambos y hará lo necesario para exterminarlos. Que no salga. Que no lo haga. Podríamos sacar las cartas de nuevo y tratar de apilarlas como Héctor no pudo hacerlo.
—¡Nieve negra! —exclama uno de los niños frente a la ventana de las escaleras.
La voz la empuja fuera de la jaula. Avanza entre las personas y las empuja para alcanzar un rincón y ver a través del vidrio.
Las jacarandas están quemadas. Ya no arden, el humo oscuro de sus restos se eleva hacia el cielo. Solo quedan las cenizas que vuelan y llenan el parque de una capa grisácea junto a los gritos de las personas.
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