Veinticinco
XXV
Algunos troncos aún permanecen con diversos puntos de ignición, los demás dejan salir un hilo de humo que intenta llegar a las nubes. Hay un calor intenso que abruma el lugar, de allá, en lo profundo de la calle, y de allá, en lo profundo de las personas. Ya no hay flores de jacaranda, no ha quedado ninguna, de ellas solo hay cenizas grises que poco a poco regresan del cielo.
Calor, mucho calor.
Las personas tienen miedo de pisar el pavimento, pero comienzan a aglomerarse por los gritos de aquellas que lo vieron todo, la curiosidad les hace permanecer cerca. Esos que lo vieron todo, están absortos en el pasto seco. Con las pieles quemadas y enrojecidas, gritan sin alivio alguno. Se les rodea y se les pide que respiren, les prometen que pronto llegará una ambulancia.
Hay dos muchachos al lado de nosotros, intercambian palabras desesperados, igual de confundidos que todos los presentes. Parece que ellos también estaban aquí cuando el fuego arrasó con la calle.
—Algo no está bien —susurra Diego— ¿Los ves a ellos también? No sé bien quién es quién.
Los Nos. Es difícil distinguirlos entre los tumultos de las personas. Sé que todos deberíamos de tener una llave colgando de la cadena, pero podría estar oculta en cualquier lugar.
Helene intenta avanzar un par de pasos adelante hacia el bulevar muerto, pero Mauren la detiene tocando uno de sus hombros. Ella lo mira preocupada, zafándose inmediatamente de su agarre.
—¿Qué haces? —pregunta espantado.
—Necesitan ayuda —exclama—. Hay que darles agua, deben asegurarse que están respirando.
—La ambulancia ya viene en camino, no puedes atravesarte. Es peligroso. No sabemos qué fue lo que pasó.
Como si apenas se diera cuenta del peligro, Helene mira los troncos de los árboles ennegrecidos. Las sirenas se escuchan lejanas, pero este siempre ha sido el caso, no es seguro de que pronto alguna venga hacia acá. Por eso tiene la mirada espantada, ella también comprende que esto es solo el principio de la tragedia.
—¿Helene? —la llamo.
No me escucha.
—... Nada más pasó por aquí y se fueron prendiendo las jacarandas de una a una. No había casi nadie acá, solo vi a un señor sentado enfrente, alguien estaba haciendo ejercicio, y todos se fueron en chinga. Daba miedo el cabrón.
—No mames, Chava, ¿cómo crees? ¿Todavía sigues fumando esa porquería?
—Cabrón, es verdad. Estoy limpio desde hace semanas y lo sabes. Era un chiquillo, flaco, largucho; pero tenía la mirada del diablo. Parecía enojado. Hasta el concreto se hundía con sus pasos. ¿Sí lo ves? Ahí están mira. ¡Mira!
Volteo al par de muchachos. Uno de ellos tiene la camisa llena de cenizas, su amigo le echa el agua de su botella sobre las manos, para que así pueda enjuagarse el rostro. Las manos le tiemblan y la voz también. Le arrebata la botella con urgencia y se la toma deprisa, pequeños hilos se le escapan de la boca.
—Siento que me estoy quemando por dentro. ¿No tengo algo prendido? ¿No se me está quemando la playera? Cabrón, algo tengo adentro.
—Tranquilízate, Chava. Estás bien. Ni siquiera estabas cerca de la banqueta, no pudo haberte alcanzado el fuego.
—No me crees —exclama—. ¡No me crees, cabrón! Tienen que agarrarlo. Tienen que encerrarlo o hacer algo, porque...
—Oye, respira, tranquilízate. ¿A quién van a agarrar? Estás loco. De seguro uno de esos cables de electricidad hizo mal contacto y las chispas incendiaron el lugar. Ya están viejos los postes de por aquí y los árboles prenden bien rápido. Ya ha pasado.
—¡No! —Chava se saca la chamarra de encima y se agita la camisa para crear una brisa—. ¿Cómo un cable? Te digo que la calle se puso oscura como si fuera de noche. Solo se veía la luz de ese fuego. Todo quedó incendiado cuando él terminó de pasar. Debe de estar cerca. Las cámaras deben de haberlo tomado, hay varias cámaras en este sitio, ¿no? Hay que informar a la policía. O a...
—¿Quién?
—Helene.
No contesta, ella observa horrorizada al par de chicos. Sus ojos pasan a otros grupos. Las conversaciones, aunque lejanas, no deben de ser tan diferentes. La idea del demonio que mató a las jacarandas se comienza a esparcir. Helene ahora da un par de pasos hacia atrás. Choca contra un par de personas que hablan de algo similar.
Sé que pensamos en lo mismo, han visto a Héctor. La peor parte de él.
—Helene —repite Mauren.
Ella sacude sus manos pálidas y esqueléticas. Su cabeza va de persona a persona. Como si intentara entender todas las conversaciones existentes en este instante.
—¿Vas a regresar a tu departamento? —pregunta él—. ¿Tienes otro lugar a dónde ir?
—Perdón —suelta ella.
—¡Siento que me estoy quemando por dentro!
Chava se quita la playera y los pantalones, se rasca con urgencia y se tira al suelo. Comienza a rodar de izquierda a derecha. Las voces suben el volumen. El amigo de Chava se acuclilla a su lado y con preocupación intenta detenerlo, más personas se acercan, intentan ayudarlo y le buscan agua porque la pide con gritos desgarradores, pero no hay ninguna llama en él.
—Yo también lo vi —susurra otro espantado más—. Era un muchacho. No... No era hombre, era un monstruo.
—No puedes quedarte aquí, Helene —exige Mauren—. Es peligroso.
—¿Qué? No. No es peligroso, solo...
—¡Ayúdame! ¡Ayúdame, por favor!
Chava se arrastra por el pasto quemado como si algo estuviera consumiendo su interior. Otros también se hincan en el suelo, ponen las manos sobre el vientre y jadean desesperadamente. Ahí están. Los Nos son los únicos que se quedan al lado de los pobres humanos que piden misericordia. Helene corre hacia uno de los muchachos y Mauren la sigue gritando, ella empuja a las personas que lo rodean y se acuclilla al lado del desgraciado quien tira manotazos a cualquier lado.
Ella intenta mantenerlo quieto y le sostiene los brazos, pide ayuda, pero todos están en shock y nadie se mueve. Mauren jala a Helene hacia atrás, impidiéndole que lo toque de nuevo. Lo ha hecho a tiempo, porque ahora del vientre del muchacho comienza a burbujear un líquido extraño y oscuro. La piel se derrite de inmediato, los gritos de dolor no cesan, sus entrañas crujen. El olor a carne quemada llega hasta los demás, y los hace retroceder con terror. Chava pierde el color de su rostro y los ojos miran al cielo.
El Nos se inclina para colocar una llave en el pecho de Chava. Nadie lo nota. Nadie excepto Helene quien mira con desprecio el gesto. Ella calla y camina hacia Mauren. Él, quien se ha encargado de darle la llave al fallecido, dirige una última mirada a mí y a Diego, se aleja dando una ligera inclinación de cabeza.
Hay algo en la expresión que dirige Helene hacia mí, que hace escocer mi garganta.
—¡Pero es tío Mauren! —se escucha al unísono detrás de la puerta.
—Niñas, no molesten. Están cansados.
—¿Es porque recogió muchos cuerpos dormidos? ¿Para qué quieres todas esas toallas? ¿Va a quedarse mucho tiempo?
Las voces disminuyen el volumen y solo se escucha la madera de las escaleras sosteniendo pasos. Helene y Mauren se quedan en silencio, ella sentada en la cama y él recostado en la pared contigua de la puerta. Ambos tienen la cara triste llena de cenizas.
Fue espontáneo. Todos explotaron uno tras el otro. ¿Qué más se podía hacer si no era observar?
La puerta de la habitación principal de la casa de Sabino se abre y la señora de la casa la cierra de inmediato detrás de ella. Observa un segundo los rostros de ambos chicos, deja las toallas al lado de Helene y le dirige una sonrisa a medias. Se aproxima al baño, se escucha la regadera que enciende y la luz del baño ahora les baña los pies a ellos.
—Ya está el baño del pasillo también, Mau —susurra mientras le toca uno de los brazos—. Sabino ya viene para acá, recién me habló. No debe de tardar.
—¿Y las niñas? —pregunta Mauren.
—Ya están abajo, las he distraído con la televisión. Pero tienes que apurarte porque son bien escurridizas y estarán golpeando tu puerta sin remedio alguno, quieren verte. Te he dejado algo de ropa también.
Mauren asiente y se despega de la pared. Respira profundamente y se palpa el rostro un par de veces. Diego mete el cuerpo de vuelta a la habitación y observa a su encomendado.
—¿Estás bien? —pregunta Mauren al aire.
Como si no pudiera dirigirle la mirada al demonio.
—Sí —responde ella.
Helene mira con preocupación a la esposa de Sabino quien abre cajones y saca ropa de ellos. Mauren se sacude el cabello con las manos, pequeñas partículas de cenizas se expulsan de él sin que lo note. Sale de la habitación despacio y vuelve a cerrar la puerta.
—Si necesitas algo —habla la señora mientras coloca una muda de ropa al lado de Helene—, solo me echas un grito, ¿sí? Tengo que ir abajo, pero estoy al pendiente.
—Muchas gracias.
La esposa de Sabino oprime los labios. Un tono de tristeza aparece en su rostro que inmediatamente desvanece. Sale de la habitación dejando que el único ruido dentro sea el del chorro de la regadera.
Era demasiado dolor. No había nada que se pudiera hacer por ninguno. El fuego los había consumido de adentro hacia afuera.
Helene se desata el cabello con desgano. Los mechones caen abruptamente sobre su cabeza, algunos se mantienen reacios a caer. Es la primera vez que la observo tan cansada. Se esconde ahí, entre las hebras del cabello.
—Salgan, por favor.
Diego se adelanta y sin dudar atraviesa la habitación para salir, voy detrás de él. Justo en el segundo que entrecierro la puerta, miro por última vez a Helene, ella se remueve la blusa despacio, casi ida. Varias cicatrices se posan sobre la pálida piel de su costado y espalda; toco mi propio costado. El Nos me cierra la puerta y se deja caer en el piso.
—Morboso. ¿Quieres explicarme lo que acaba de suceder? —pregunta Diego exaltado—. O vas a decirme que esto es normal en esta ciudad.
—Eso no debía pasar.
—Me imagino que no, pero Helene y tú se ven muy sospechosos. Todos los que estaban alrededor de nosotros comenzaron a prender fuego. Estoy completamente seguro de que Mauren no tiene nada que ver, porque no hace nada más que hablar con las habitaciones de los muertos. Así que solo quedan ustedes.
Le empujo lejos de la puerta donde se refugia ella, con las manos le pido que baje silencio. Andamos hasta una esquina de las casas.
—¿Y bien? —insiste.
—Su hermano hace cosas raras.
—¿Con cosas raras te refieres a incendiar humanos?
—Algo así —respondo—. Supongo que fue él, no estaba muy contento cuando se fue. No puede controlarlo.
—El niño que salió corriendo cuando llegamos...
Camino hacia el barandal y descanso los brazos ahí. Debajo se escuchan las risas de las niñas, están correteando con su madre. El volumen de la televisión llega hasta acá. El ruido difumina las ansías siniestras. Una de las gemelas se detiene en seco. Sus trenzas claras dejan de ondear cuando voltea hacia acá. Su sonrisa se confunde, de inmediato me retiro del barandal.
—¿Los viste tú también? A todos los Nos ahí en el bulevar. Y vi más entre las calles cuando veníamos para acá. Como si una catástrofe estuviera frente a nuestras narices. No había visto tantos juntos en un mismo lugar desde hace tiempo. La Central debe estar maravillada.
Yo tampoco recuerdo haber visto tantos juntos, solo, muy a veces, en las catástrofes. Diego da un par de palmadas en mi espalda y se estira.
—Anímate, tal vez seamos partícipes de la siguiente tragedia en la ciudad. Si tenemos suerte, la central se olvidará de tu pequeña rebeldía, y quizá me pongan en el cuadro de empleado del mes.
Encuadra su rostro con sus manos y carcajea divertido. No parece preocupado ni un poco por todo el lío, de todos, ha sido quien más se ha divertido observando a los humanos arder.
Las gemelas cantan risueñas abajo. Se turnan entre los versos. Una deja de cantar para preguntarle si ya pueden buscar a Mauren para jugar con él, su madre les pide a ambas que sean pacientes. Diego no las escucha, solo observa el techo de la casa, haciendo tronar su cuello.
—Bueno, voy a husmear por ahí y de paso me fijo en el Mauren para ver si ya no se ahogó con la ducha o algo así. Sería muy irresponsable de mi parte dejarlo así por su cuenta.
Vuelvo a observar por el barandal mientras Diego camina hacia el final del pasillo con alegría. Las niñas ya han parado el alboroto, ahora se quedan atentas al televisor mientras su madre atiende una llamada. La señora susurra por el teléfono y cubre su boca para que las pequeñas no escuchen, tiene una mirada consternada, voltea hacia arriba y sigue hablando.
De repente, ahí cerca de las niñas, los veo a todos de nuevo. A las personas que ardieron en el bulevar. Los gritos suben las escaleras y retumban en mis oídos, todavía se escucha el crujido de la piel, todavía quedan impregnadas en el recuerdo las expresiones asqueadas, todavía se siente el dolor.
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