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Veinte

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XX


Frente al lago callado de las jacarandas, un perro se acerca a un arbusto sigilosamente. Está cazando. El pelo de la columna se le erizó desde que vio a su presa y movió sus patitas despacio, con cautela. Su dueña no se ha percatado de que el perro quiere atrapar al pequeño gorrión escondido debajo de las hojas.

Un salto. Después un aleteo tardío.

El animal ya tiene a su regalo en el hocico y colea contento. La dueña entre el pasto húmedo, deja salir un grito de sorpresa e intenta arrancarle el ave de los colmillos.

Helene y yo estamos unos cuantos metros alejados de la escena. Ella reposa los codos sobre el barandal que separa el parque del lago, surgió en ella una tristeza innegable en cuanto el perro atrapó al pájaro. Delibera entre ir y quedarse. Se rinde al siguiente segundo, porque el perro mueve de un lado a otro la cabeza y un par de plumas oscuras salen volando. Es demasiado tarde. La mordida del perro es tan profunda que hasta acá se escuchan a los pequeños huesos que truenan.

Toques de color púrpura decoran al lago frente al cual es masacrada el ave. Romántico. Supongo que Helene decidió detenerse para averiguar lo que le pasaría al gorrión mientras la señora se encantaba con el lago y las flores.

Quizá, si hubiera querido, Helene hubiera alcanzado a salvarlo. Pero se quedó quieta, expectante del cazador.

—Haría lo mismo que los otros días. Sería una tortura, ¿no? Esperar a saber que es el último día para hacer algo.

Me toma un tiempo para comprender que me ha respondido, y me toma otro segundo para darme cuenta de que me mira extrañada con la intención de sacar respuestas de mi piel falsa. Como si supiera que la pregunta tenía una intención oculta, pero con el suficiente temor para no comentar nada.

Hasta ahora la dueña del perro no ha podido arrancar el ave muerta de las fauces de su mascota. Le habla atentamente como si este le pudiera entender y le pide de favor que deje de comer. Lo hace con un tono alto, intenta ganarse la atención de Helene, sabe que la ha visto. Voltea un par de veces hacia acá con una falsa sonrisa. Espantada. Desesperada. Jala la correa y pide de nuevo a su perro que deje todo.

El can mastica y mastica, feliz.

Helene me está mintiendo. Si supiera que le queda poco tiempo, haría cosas diferentes. No seguiría limpiando sangre en un hospital. No iría a cuidar a ese par de chiquillos. No regresaría a esa casa tan triste.

Isabel deseaba que sus hijos la sacaran de esa jaula. Dani, su vecino, quizá deseaba más juguetes para coleccionar. Beto un amanecer eterno.

Mauren quiere revivir a su hermano.

La señora golpea al perro en el cuello. Lo jala con la correa. ¿Con qué intención si el animal que yace en la boca está más que muerto? Lo único que logra es hacerlo reaccionar agresivamente. Él mastica con más desesperación. Se atraganta, regurgita y escupe. Colea contento cuando la dueña se rinde.

Helene se salta el barandal en cuanto la señora, espantada, trota hacia otro lugar con su animal satisfecho. Caemos en tierra húmeda. Los pies se hunden entre el lodo, pero a ella no le importa. Sonríe cuando nota las manchas en sus zapatos y a pasos agigantados avanza hasta el punto donde el perro disfrutó su cena.

No sé con exactitud qué es, pero hay algo en su moribunda silueta que me apuñala y cala.

—Me da curiosidad saber qué respondería mi hermano.

Arrastra con fuerza sus zapatos sobre la hierba en un intento de limpiarlos. Levanta las suelas y las checa frente a los restos del pájaro masacrado. Carcajea frente a ellos y se deja caer sobre el pasto.

—Perdón, pero, ¿me creería si dijera que Héctor no creía en los días? Me he acordado por su pregunta. —Difumina su carcajada—. ¿Sabe? Me costó trabajo hacerle comprender que había un lunes, un martes, un miércoles. No lo entendía. No quería entenderlo. Lloraba como si le quitaran un dulce cuando le pedía que me dijera los meses del año. El mayor de nosotros siempre se burlaba de eso y solo lo hacía llorar más.

Se queda quieta observando el ala mutilada y la cabeza, ahí, tirada en el pasto hace el mínimo esfuerzo para observar la sangre fresca.

—Héctor no quería que el sol muriera cada que atardecía. —Arranca hebras de pasto con sus dedos—. No quería que el día acabara. Supongo que pensaba que solo había un día eterno.

Me coloco junto a ella. Pequeñas hormigas comienzan a hacer su camino hacia la cabeza del pájaro. La rodean. La inspeccionan. Estas cautivan la atención de Helene y la hacen sentarse.

—¿Por qué pensaba eso? —pregunto.

Ella guarda silencio al observar a las hormigas, pero noto que tiemblan sus labios. Se aferra a la mezclilla con ganas. Hunde los dedos en la oscura tela. Levanta la cabeza hacia el cielo, hacia la última hora de luz.

—Lo tenían encerrado en un cuarto oscuro para que no quemara nada. —Se alza de hombros y pica a las hormigas con los dedos—. No sé. Supongo que era más fácil creer que iba a sufrir por solo un día eterno que por cientos y cientos de ellos.

Las hormigas han empezado a invadir la cabeza del pájaro muerto. Helene decide acariciar el ala. Logra que algunas hormigas también vayan con ella. Cuando intenta quitarlas de encima se le enroscan sobre la piel. Inmediatamente las deja en paz y se mantiene quieta. No reacciona ante las mordidas. No parece importarle que pequeñas ronchas le surjan en el dorso de la mano.

Le remuevo las hormigas despacio. Me mira callada, casi molesta.

Al hablar de Héctor un aura de preocupación le rodea. Vuelve al teléfono para comprobar que no hay llamada de su hermano aún. Marca el número desesperanzada, ha vuelto automático al ritual.

—¿Cómo lo convenció de que había días?

—Le prometí irnos un martes en la madrugada. —Vuelve a carcajear mientras apaga la pantalla—. Pero no tenía idea de qué era un martes. Y estoy segura de que el día en que nos fuimos, seguía sin saber qué era un martes.

Se tapa los ojos y deja de sonreír. Voltea a verme con preocupación.

—Lo siento, estoy hablando demás. Se me ha pegado de mamá. Ella hacía estas cosas. Al primer extraño que pasaba por la casa le dejaba caer todas sus penas.

La sigo de vuelta hacia casa con la esperanza de que ningún otro pájaro sea asesinado y no tengamos que detenernos. Una flor cae frente a mí despacio, la tomo entre mis manos y me pregunto qué robaré de Helene una vez que muera. El pensamiento me da escalofríos. Noto desde atrás el caminar torcido de ella. Pongo atención en ese pie izquierdo que se sale en cada zancada.

E, inconscientemente, me encuentro comparándola con Mauren. Por esa cabeza agachada y por esa aura solitaria.

A Mauren iba a robarle una revista de cocina.

De pronto, la de los últimos días, se detiene. A unos pasos de ella se mantiene erguida la figura de Héctor. La mira desde el borde de una desgracia. Lleva los hombros caídos y la respiración agitada. Las piernas le tiemblan. Como si hubiera corrido por mucho, mucho tiempo.

Helene avanza despacio. Él con manos llenas de cenizas, ojos enrojecidos y un tremendo olor a carbón; cae a sus rodillas para aferrarse a los zapatos de ella. No responde a ningún llamado de Helene, solo se queda ahí, encogido en miseria.

Ella se hinca de rodillas. Le abraza. Le habla, le habla y le vuelve a hablar sin esperar respuesta. De sus labios salen bromas extrañas. «Parece que murió alguien.» Héctor al escucharla levanta de inmediato el rostro. La enfrenta, y empalidece. Talla repetidas veces sus mejillas manchándolas de negro. Y en medio de las jacarandas, a punto de que comience la noche, le pide perdón a su hermana.

Helene respira profundamente. Con el terror inundando su cara se despega poco a poco. Pero Héctor no le permite escapar. Le estira la mano y le enseña las palmas; Helene toma ambas manos. Ahí. Donde la brisa deja caer varias hojas muertas de los árboles morados, escucho lo que Héctor ha hecho.

Con cuidado se levantan ambos del suelo. Ella lo acompaña abrazado, le sigue hablando con ternura y una esencia de pánico. Le sonríe para calmarlo. Al último voltea a verme a mí, es de las pocas veces que le veo aterrada.

Los tres caminamos despacio a la fría casa, con la luna pisándonos los talones.

Repentinamente me pega la curiosidad de ver mi reflejo. De ver la expresión que cargan estos ojos que tomé prestados. Y quisiera saber, si en el último minuto de cada humano al que he acompañado, me queda ese delirio como el que ahora carga Héctor después de su pecado.

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