Uno
I
—Siento como que me estoy muriendo.
Mauren y yo observamos a los seis individuos que se esmeraron en convertir a un cadáver en un tamal gigante con sábanas blancas. Lo enrollaron e improvisaron para poder cargarlo. Cintas y ligas son lo que ocultan la piel fría del hombre gordo que ya no respira. Por supuesto, el peso muerto siempre es difícil de levantar. Así que no hay por qué reclamarles algo a los pobres hombres que dejan caer, por tercera vez, al muerto.
El más joven de esos luce desesperado. Todavía le faltan tres pisos para llegar a la entrada del edificio y cada uno debe de parecerle sumamente agobiante. Por los demás creo que ya están acostumbrados, no prestan tanta atención al cuerpo. Entre risas hablan de un billete falso que recibió uno de los hombres al salir de una tienda.
Mauren tampoco parece sorprendido, a diferencia de los demás inquilinos del edificio que voltean hacia las escaleras para ver la escena, mi nuevo trabajo está apoyado sobre la misma ventana que yo. Él, de ojos grandes profundizados por las ojeras, solo lee un catálogo de cocina. Pasa las páginas analizando los utensilios de metal como si fueran proezas literarias. Y como si leyera un poema fantástico, se revela una ilusión en su rostro al encontrar una espátula que le agrada y seguro la termina comprando.
Se supone que deberían de haber sacado el cadáver antes de que él llegara a limpiar la escena. Ese es su trabajo. Es la clase de persona a la que se le llama en la madrugada porque alguien decidió darse un tiro en la cabeza sin pensar quién limpiaría los restos. Sí, Mauren es quien recoge el caos sangriento.
Posiblemente es uno de los peores trabajos del mundo. Al menos debe de estar cerca del primer puesto. Limpiar las habitaciones de los suicidios, muertes inesperadas, asesinatos; remover sesos y entrañas, enfrentarse a mierdas olvidadas y larvas de moscas...
Pero, después de todo, Mauren es el único humano que sonríe mientras los otros hombres van bajando el cadáver. Este es su trabajo de ensueño. Es como aquellas personas a las que les encanta limpiar y poner las cosas en su sitio, solo que Mauren se encuentra en un nivel más macabro. Estoy seguro de que sabe perfectamente cómo realizar un crimen sin dejar rastro alguno.
Es uno de los peligrosos. Callado y serio, ocultando que suele sonreír ante la sangre derramada.
Alguien toma una fotografía y el flash reluce sobre el descanso de la escalera. Mauren no se inmuta, decide darle la espalda a los inquilinos que sacan sus celulares para grabar la escena. Cierra la revista y mantiene la frente pegada sobre la fría ventana. Este sujeto es quisquilloso con las personas, sobre todo con las que están vivas, quizá por eso terminó trabajando en algo como esto.
Es suertudo. Antes las cosas eran diferentes. Las propias familias se encargaban de limpiar los desastres que causaba la muerte. Ahora por el capitalismo y la debilidad de las personas, uno se puede lucrar con los charcos de sangre de otros. La empresa en la que Mauren trabaja, de lo que he entendido en los pocos días que le he seguido, tiene quince años en escena. Él es co-fundador y co-propietario de la empresa: Edenis. Pero en vez de sentarse en una oficina para hacer el papeleo que le corresponde, Mauren viene hasta acá para trabajar los escenarios.
No está por demás repetir que es uno de los humanos peligrosos.
Mauren también es uno de los trabajos más raros que he tenido, pero ya me he acostumbrado a esta atipicidad de él. Le gusta ver únicamente los primeros capítulos de las series, contesta el teléfono después de que suenan cuatro tonos, escucha partidos de fútbol para poder dormir, lee catálogos de cocina como entretenimiento; y su mayor colmo es que tiene su propia casa como si el orden fuera un concepto inexistente.
—Pobre Daniel. Se lo llevan como si fuera basura —habla uno de los inquilinos.
—Me debía cien pesos —reclama otro.
Me pregunto si el fin de Mauren será algo parecido a esto. El joven se ve sano, pero Daniel, quien besa las escaleras por cuarta vez, tampoco estaba tan mal y le dio un infarto silencioso por la noche.
Mauren no fuma, no se droga, come relativamente bien y se ejercita lo normal. No lo he visto quejándose de alguna enfermedad. De lo único que se queja es de las personas, pero dudo que eso esté vinculado con su muerte.
Y la incertidumbre me fastidia. Hay personas que con su mera esencia sé que quieren darse un tiro en la cabeza. Cuando estas no huelen a podrido, normalmente puedo predecir saber cómo terminará una persona en el momento en que observo con atención los detalles. ¿Es obrero? ¿Es doctor? ¿Deportista? ¿Qué ama? ¿Qué lo motiva? ¿Dinero? ¿Pasión? ¿Come a las tres de la mañana? ¿A qué le teme? ¿A qué no le teme? ¿Qué tan torcida está su vida?
Y luego vienen los raros como Mauren Gil. El problema es que no hay problema.
La mejor respuesta que tengo al momento, es que su muerte tendrá que ver con los cuartos que recoge. Y tengo mis dudas, porque es un genio limpiando restos. Sigue a pie las indicaciones de seguridad en todo momento, y no vacilan sus ojos al detectar las horribles grietas que guardan sangre. Además, es experto en congelar sus emociones al empezar la jornada... En realidad, es experto en eso en todo momento.
Así que no sé qué diablos hago aquí si parece que vivirá otros mil años.
La central debería de tener mayor precisión en las fechas de muerte. Esto de que los Nos tengamos que seguir a los encomendados hasta el día de su muerte es demasiado aleatorio. Hay personas que se pueden morir a la hora después de ser asignados y otros que tardan semanas. Es un delirio seguir a alguien por tanto tiempo.
Tal vez debí de anotarme en la sección de catástrofes climáticas. A esos Nos solo les toca perseguir los cuerpos una vez que ya están muertos para colocarles la llave.
La llave de Mauren es diminuta y plateada, parece la de un candado pequeño e inservible. La guardo en el morral de tela con bordados de peces azules. También traigo un cuaderno, pero es más simbólico que útil. Lo uso para anotar los nombres de los encomendados y dibujarlos. Es un hábito que no puedo evitar. Ese y el de robarles cosas una vez que mueren.
—Siento la tardanza. —Se asoma alguien hacia donde Mauren—. Ya puede entrar.
Es el mismo chico que nos recibió en la entrada hace rato. Parecía muy preocupado porque no habían sacado a su tío antes de que llegara Mauren. Para su mala suerte, el elevador está descompuesto y por eso a Daniel lo están bajando por las escaleras. Justo ahora el grupo de seis hombres está detenido en el descanso. Todos respiran con dificultad y todavía bromean entre ellos por el billete falso. El menor parece estar más tranquilo desde que uno de sus compañeros le ofreció una goma de mascar.
Subo las escaleras detrás de Mauren, solo habíamos descendido medio piso debajo del hogar de Daniel. El 302, enseguida del 301. Es peculiar el 301, porque tiene uno de los números escritos a mano y porque la planta que tiene en el pasillo es solo una varita muerta clavada en tierra. A decir verdad, imaginé que íbamos a entrar a ese.
Los que habitan ahí deben de ser unas personas peculiares. Su puerta está desaliñada y carcomida de la parte inferior, la manija está vencida y oxidada. Es como si la oscuridad pudiera emanar de ese lugar. También es curioso que el inquilino de ahí fue de los pocos que no salió como los demás a observar la situación. Me parece extraño, pues es domingo y casi todos los demás del mismo piso salieron.
Una vez frente al departamento, el chico nervioso se inclina hacia delante para saludar de mano a Mauren, pero su torpeza le hace trastabillar y se desestabiliza cayendo a través de mi brazo izquierdo.
Los Nos estamos hechos para seguir humanos. No somos vistos, escuchados, ni sentidos. Andamos en un envase por el mundo, son simulaciones de cuerpos que hemos manufacturado a nuestro gusto. El envase sirve para interactuar con el entorno, pero no con ellos.
Que el envase se desvanezca momentáneamente es un recordatorio de nuestro deber. Arde terriblemente el proceso, así que no es para nada agradable acercarse demasiado a ellos. Lo mismo sucede con los animales, pero, obviamente, vale la pena sacrificar la mano para acariciar un perro por un segundo.
El joven, ya levantado, abre el departamento. Mi trabajo no pierde el tiempo, quiere entrar de inmediato. Toma el bolso con los instrumentos que había dejado al lado de la puerta cuando llegó, pero lo detiene el carraspeo del muchacho a quien le tiemblan los labios. Y eso que no ha visto el traje especial. El uniforme de ahora de Mauren es rutinario, para los accidentes que no involucran una limpieza extenuante. Lleva guantes oscuros que cubren hasta el antebrazo, botas altas de plástico, unos lentes de plástico enormes y una mascarilla por si acaso.
—¿Necesito estar aquí? —pregunta.
Mauren niega con la cabeza y voltea al techo del pasillo. Los focos siguen prendidos y ya pasa del medio día.
—No es necesario.
—¿Puedo dejarle las llaves del lugar para que cierre? Bastará con que las deje debajo de la maceta —susurra el muchacho—. No tengo muchas ganas de volver. Verá, mi tío era un hombre muy estricto, estar ahí solo me crea memorias conflictivas y no quiero ser un estorbo. Sé que no debió morir así, pero... No. No puedo. Las cajas de cartón están preparadas dentro para que meta todo lo indicado. No hay muchas cosas que guardar. Él era simplista. Menos es más. Así decía. No debería de ser un problema. Me encargaré de que alguien venga por las cosas si las deja en el pasillo.
—¿Algo más?
Le ha salido algo apática la voz. Este hombre no tiene tacto alguno con el joven, ni con nadie, no conoce de empatías. El de enfrente simplemente niega despacio, se ha dado cuenta del hastío de mi trabajo. Probablemente tenía ganas de decir un par más de instrucciones, pero se las guardará por la mirada que le dirige Mauren.
Si mi trabajo pudiera verme y supiera que pronto morirá, no me imagino una reacción muy diferente. No caigo en la categoría de instrumentos que le interesan y presumo que su fin tampoco es algo que le tenga con pendiente. Posiblemente la noticia le aburriría.
—Me refiero —continúa Mauren—, a que si hay algo en específico de lo que deba preocuparme.
—¿Preocuparse?
—¿Drogas? ¿Pastillas? ¿Armas? ¿Agujas?...
—¿Qué? Por Dios, no. Mi tío no era esa clase de persona. —El rostro del joven empalidece un poco —. No sé. No, no sé. No creo que las haya.
Mauren asiente y comienza a silbar. Está listo para empezar. Después de todo, quizá es esta insensibilidad la que lo salva de adentrarse demasiado en su trabajo. Necesita algo para proteger su mente. El traje que tiene le protege su vestimenta, su estado sombrío debe proteger algo en su interior. Y si para no quedar loco necesita ser un patán, bueno, ¿quién puede juzgarlo?
El joven cliente corre hacia abajo con ansias. Se detiene unos segundos en lo que posa la mirada sobre el cadáver, tamal, que sigue siendo arrastrado, pero de inmediato sale del edificio. Los demás espectadores se han dividido en dos: los que siguen mirando al problema de abajo y los que curiosean al astronauta a punto de entrar a la luna.
302.
Al menos la maceta de aquí contiene una planta erguida y viva.
Mauren se adentra al hogar. Desde acá afuera, la madera se ve pulcra y las paredes limpias, el muchacho no estaba mintiendo, parece que su tío era ordenado.
Un pequeño ruido proveniente del departamento contiguo me detiene. La perilla de la puerta del 301 gira de golpe. La puerta se entreabre solo un poco. Mauren no lo nota, ya está muy adentro como para escucharlo. Una larga cabellera se ve a través de la pequeña rendija. Hay un ojo enrojecido que analiza la situación desde ahí, mirando hacia... Mirando hacia mí.
La figura no se aleja. Me mira. Sigue ahí, estática. Parpadea un par de veces, así que es humana, pero no es posible. Volteo detrás de mí, pero no hay nada, las personas se están regresando a sus puertas y ella sigue mirando hacia acá.
Decido ir detrás de mi trabajo, pero antes vuelvo mi vista hacia la puerta acabada, el ojo extraño no me ha seguido. Es un estúpido pensamiento de mi parte. Ningún humano puede vernos, oírnos, sentirnos, tocarnos... No se supone que lo hagan. No hay objetivo en ser notados si solo vamos a estar con ellos por un instante.
A los Nos solo nos dan un nombre, una foto y una dirección. A Mauren, hombre de 33 años con complexión delgada, altura promedio, cabello castaño, ojos marrones, nariz delgada y tez pálida; no lo encontré en la dirección que me dieron. Él estaba a unas cuadras lejos, en un parque, frente a un árbol torcido comiendo galletas de mantequilla.
Con Mauren solo llevo unos cuantos días, así que esta rutina extravagante aún sigue sorprendiéndome en las madrugadas cuando se levanta a recoger una llamada telefónica de urgencia. No porque me despierte, sino porque me espanta verlo levantarse a esperar que el teléfono siga sonando para contestar después del cuarto timbre. Pero no tardaré mucho tiempo antes de que me ingresen otro nombre. No le doy más de una semana.
El eco de los pasos de Mauren me devuelve al departamento y me hace notar el vacío que abruma al lugar. Colores grises y marrones rodean el lugar. La decoración es agradable, neutra y limpia. Solo hay algo que resalta en toda la vivienda. Es el mueble centrado cerca de la puerta. Es una colección de juguetes de plástico que se encuentran en el buró de la sala. No tengo idea de qué sean. Pero parecen lagartijas gigantes. ¿Cocodrilos? Rellenan toda la superficie del mueble. Tienen diferentes tamaños y formas, están amontonados los unos con los otros. Me llama la atención el que tiene alas extendidas y un pico largo con dientes afilados. Me llevaré ese.
Desde el otro extremo del lugar escucho a Mauren silbar. Al autor de la canción de sus silbidos lo reconozco, Elvis Presley. Imagino que el Nos a quien le tocó ese humano, estará muy contento de haber tenido la posibilidad de conocerlo.
***
Varias cajas ya están apiladas en el pasillo. Pronto acabará Mauren, he decidido salir del departamento porque es bastante aburrido escucharle silbar una y otra vez la misma canción.
De vez en cuando echo una nueva mirada a mi nueva recompensa, el amorfo cocodrilo alado. Tengo varios objetos curiosos de los que desconozco el nombre. Normalmente son los que más me llaman la atención, termino guardándolos en la mochila. La he adquirido en una de las tiendas raras de la central y si meto cosas de los bichos humanos aquí, ellos tampoco pueden verlas.
Todas son cosas de gente muerta. Es cierto tabú para los humanos robar a los muertos. Pero no soy humano y nadie vendrá a reclamarlas. Además, lo único a lo que suelen saltar las personas es a las cosas grandes y los objetos brillantes cuando se les muere uno de los suyos. Y es seguro que el chico que bajó las escaleras con urgencia no vendrá a reclamar este juguete de su tío.
La puerta del 301 se abre de nuevo. Vuelvo a presenciar los ojos extraños, pero esta vez más cercanos. Ya no hay nadie más fuera de sus hogares aparte de ella. Las personas han vuelto a su rutina común, se han olvidado del muerto pese al aura oscura que siguen cargando las paredes del lugar.
—Disculpe...
Su voz se quiebra con una sola palabra. Hasta ahora puedo distinguir bien la figura. Cabello largo y desarreglado, anudado en algunas partes de las puntas. Su nariz puntiaguda acompaña a unos labios cargados ligeramente hacia la izquierda. Viste con ropas sueltas y más grandes que ella misma.
¿Por qué no deja de mirarme?
Se acerca un par de pasos más hacia mí. Sostiene la mirada, pero yo no puedo hacerlo. Debí de haberme quedado con el loco allá adentro.
—¿Su compañero se encarga de limpiar cosas? —pregunta cruzándose de brazos—. Estuvieron hablando los vecinos toda la mañana de eso. De eso y de la muerte del vecino.
No respondo. Mauren saldrá en cualquier momento, las cajas están dominando el pasillo. No faltan muchos cajones de vaciar. ¿Por qué demonios se tarda tanto?
Vuelvo a la señorita, pero no me atrevo a mirarle los ojos. ¿Es ella uno de los míos? No. Nunca nos he visto llorar. Solo a Diego lo he visto pincharse los ojos para sacar lágrimas y demostrar que es posible. Pero Diego es raro.
—¿Cree... —habla de nuevo—. ¿Cree que pueda ayudarme?
Definitivamente es más joven que Mauren, pero parece más muerta que él. Clavícula remarcada y una cara frágil. Sus nudillos quieren atravesar la piel de lo delgadas que son sus manos. Lo único que vive en ella son esos ojos extraños.
Lleva una de sus manos a la barbilla, observo el vaivén de sus hombros mientras respira profundamente.
—¿Estoy espantándolo? Estoy espantándolo, perdone.
Sí.
Se acerca un paso más y es demasiado tarde para hacerme el muerto. No deja de mover los dedos de la mano en la barbilla, ni de mirarme intensamente. Se supone que el contacto visual de manera prolongada incomoda a estos seres, ¿qué está fallando aquí?
—¿Es cierto eso de que usan a los cuerpos para hacer jabones?
Reprimo una risa y ella termina sonriendo. Sus mejillas se enrojecen y vuelve a acercarse otro paso. Se asoma ligeramente hacia las cajas y abre la primera que encuentra, enseguida la cierra y sacude sus dedos. Se rasca con vehemencia el dorso de su brazo y truena su cuello. Creo que le está picando algo.
—¿Eso es un no?
Sigue esperando una respuesta. Nada de esto viene en las instrucciones de la central. Estúpido manual. ¿De qué me sirve diferenciar para qué sirven todos los tipos de cucharas si una humana me está hablando?
Tampoco hay un Nos cerca de ella. Así que, a punto de morir, no está. Lo interesante del asunto es que estaría más tranquilo si la humana no proviniera de un lugar tan tétrico como ese departamento. Tiene la puerta enteramente abierta y la luz no puede entrar ahí. Es como si la oscuridad se la tragara enseguida.
—Daniel me caía bien. —¿No se cansa de que no le responda?—. Gritaba cada que hablaba por teléfono y siempre andaba con el ceño fruncido. Se le hacían surquitos aquí, arriba de la frente. Pero siempre me daba los buenos días y a veces también traía comida china.
No debería acercarme a ella. Los Nos somos augurio de fin. No es el tiempo para ella de acompañar al gordito de Daniel, no si no está escrito. Pero por otro lado, las reglas no me lo impiden. No, no leí el manual entero, pero estoy seguro que no hay cosa que diga "prohibido hablar con los humanos".
—¿Estará bien? A donde sea que vayamos, ¿estaremos bien?
Me alzo de hombros, no esperaba una pregunta tan profunda después de los jabones creados a base de muertos. Pero tampoco es algo en lo que me ponga a pensar con frecuencia. Realmente no me importa mucho a dónde vayan los humanos una vez les deje la llave.
Podría ser interesante lo que oculta la señorita en su casa. Si voy con ella solo por un momento no debería preocuparme. Tampoco es como si ella pudiera herirme. Si mantengo la distancia y no dejo que me roce, mi cuerpo no se desvanecerá.
Sé que no se nos permite separarnos de nuestros encomendados (eso sí está en el manual), pero, técnicamente, esto no es separarse. Mauren está al otro lado de la pared.
Tal vez esta ingenua curiosidad se me resbale al conocer su nombre. Si es un demonio, no lo dirá. Creo. ¿Los demonios lloran así de callados?
—¿Disculpa?
Yo no hablé en voz alta.
—Pensé que habías dicho algo de que los demonios lloran callados o algo así.
Niego despacio con la cabeza. Tal vez realmente sea un demonio y tiene poderes de telequinesis. ¿Mi existencia corre peligro? Esto tampoco estaba en el manual.
—No puede ser, otra vez lo mismo de siempre. ¿Es uno de ellos? Normalmente los escucho, pero nunca había... —Se detiene un segundo—. ¿Tiene nombre?
No, pero robé uno.
—Leonardo.
Ella sonríe despacio y da otro paso hacia mí. Mi burbuja personal ha sido quebrantada de nuevo.
—Soy Helene, mucho gusto.
Demonio de nombre bonito y ojos vivos. Y el demonio de nombre bonito y ojos vivo me tiende la mano. Mi cuerpo reacciona sin mi permiso, acepto su piel. Fría, aspera.
Viva.
—¿Te encargas de vigilarlo?
Mi mano sigue intacta. El envase no se ha desvanecido, permanece normal. Vuelvo a sus ojos y quiebro el saludo, enseguida reviso la mano de mi envase. No es posible...
Tengo que responder aún. Supongo que es mejor que tenga la idea de que trabajo con él, a que morirá pronto.
—¿A Mauren? —pregunto—. Sí. Me encargo de seguirlo, algo así. Todavía estoy aprendiendo cosas del trabajo y...
Ella ladea la cabeza, su caótico cabello se mueve al compás y se arremanga la larga playera.
—¿Entonces no estás... —Se masajea los párpados interrumpiendo la oración. No la entiendo. Esta humana habla de manera extraña—. Lo siento.
—¿Necesitas ayuda, Helene? —pregunto.
Helene voltea de nuevo hacia su apartamento. Asiente y camina hacia la puerta. Me espera de pie junto a ella. Lo correcto sería volver con Mauren y despedirme de ella. Seguramente en el manual aparecerá en letras chiquitas que esto está prohibido.
Pero si tiene algo adentro caótico y de otra dimensión, valdría la pena mencionárselo a la Diego para ver su expresión de envidia.
Además, solo será un momento.
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