Siete
VII
Las últimas personas del parque se fueron cerca de diez o quince minutos atrás. Se llevaron con ellos las tenues charlas que avivaban un poco el lugar. Lo único que me dejaron fue un vaiven de unos columpios viejos, y la imagen de Mauren torturado en su propio charco de sangre frente al árbol que no supo crecer.
No, Mauren no está muerto, no aún.
Esto es lo que gano por dejarle de lado. El dejar volar la imaginación a sitios no placenteros. Porque en absoluto esta es una halagadora visión, pero está desvaneciéndose conforme el viento pasa. Maitén vuelve a la vida para mí, poco a poco.
Quieto, callado. Pocas cosas son las que han salido de sus labios. La única palabra que logré escuchar con claridad fue el nombre de Tomás. Es un trance interesante, está frente a mí, pero al mismo tiempo lo veo en un lugar muy lejano. Quizá en las estrellas de allá arriba que hicieron llorar a Helene.
O quizá está con Tomás. Quienquiera que sea él.
La brisa mueve sus cabellos despacio. Helene no dijo mucho más después. Quiero creer que perdió la cabeza como yo y que estaba escuchando cosas que no eran reales. Pero lo dudo mucho. Era como si ella no hubiera querido escuchar nada. Se volvió a abrazar a si misma. Me quedé en silencio esperando el autobús junto a ella y me permití un par de minutos más jugando a ser humano.
Me pregunto el tiempo que ha tardado en hacer crecer esa melena de Mauren, así como también me pregunto si hace mucho que perdió a ese alguien importante. Me pregunto por qué este árbol ha decidido crecer de esta extraña forma, el por qué Mauren lo mira con tanta insistencia.
Es este silencio abrupto el que me permite desvariar. Ya he pasado de escuchar la conversación ajena de las personas que caminaban, al canto de los grillos que no cambia, al sonido del viento entre las ramas del árbol, a imaginarme que soy Mauren y en vez de que él muera, yo moriré. Supongo que este estado de desesperación es normal.
La respiración de Mauren es tan calmada que tengo que asomarme un par de veces a su rostro para averiguar si está despierto, me sorprende que mantenga esa mirada vacía hacia las raíces del árbol, sin poder distraerse por nada. Sin parpadear en absoluto.
Me acerco a la madera torcida. Nunca había visto un tronco totalmente paralelo a la tierra. No fue hasta la primera vez que encontré a Mauren que me topé también con este árbol siniestro. Subo despacio, es terriblemente feo. Una brisa violenta casi me hace perder el equilibrio y termino cayendo al suelo, de inmediato se calma el viento, como si no hubiera querido que jugara así con este ser.
Escucho un par de pasos en el parque. No mueven a Mauren, y no podrían hacerlo nunca, porque a quien le pertenece ese eco no es humano como él.
Los ojos de Diego siempre son perturbadores. Los mires por donde los mires, las cejas gruesas que los enmarcan les dan un aura oscura. Quizá tenga que ver con ese envase de adolescente que eligió. Es mucho más viejo que yo, pero decidió tener el cuerpo de un joven con manos alargadas. Ese contraste que crea su cuerpo jovial con la expresión cansina de una eternidad siempre me ha causado miedo.
—¿Qué tal, pequeño?
Tal vez debería decirle que no es agradable que me llame con cariño. Pero, ahora mismo eso no es importante, no es coincidencia que esté Diego aquí.
—Hola, Diego.
Fijo la mirada en mi encomendado para no tener que soportar el rostro de Diego. No somos buenos mintiendo, así que no vale la pena preguntarle qué hace aquí. Ha averiguado que he encontrado algo que me distrajo de Mauren, y si Diego averigua la existencia de Helene, tendrá la misma curiosidad que yo.
Todavía, de repente, entre parpadeos, puedo verle sangre a Mauren en el rostro.
—¿Todo bien? Te ves tenso.
Diego se acuesta en el tronco dejando una pierna al aire, casi puede tocar el suelo con ella. Se ha puesto a hablar de lo aburrido que se encuentra en la central sin trabajo. Es extraño, siempre que lo veo tiene tiempo libre. Según él, es porque tiene suerte. Sin embargo, sé que es más poderoso que yo y ese horario tan conveniente tiene que ver con ello. De lo contrario, no estaría aquí.
Palpo con mis manos la mochila que llevo. ¿Habrá estado espiándome? ¿Desde cuándo? Mis dedos se tensan sobre la tela. ¿Cuántos más en la central saben que me he separado de Mauren? Es imposible que en tan poco tiempo haya podido cambiar el destino de mi Mauren. Estoy imaginándome cosas de nuevo.
—¿Qué haces aquí?
Ha elevado su tono de volumen. Pongo un dedo sobre mis labios para pedirle silencio. Aunque Mauren no pueda escucharnos, me gustaría guardar respeto a lo que sea que esté haciendo. Que, bueno, podría estar conjurando cosas infernales.
—Este fue el lugar donde conocí a Mauren —hablo—. La vez pasada tenía unas galletas de mantequilla mientras le hablaba al árbol, le dejó algunas antes de partir. Desconozco a quién le pertenece el nombre con el que se dirige a este roble, pero lo repite constantemente. Parece ser importante para él.
—¿Por qué hablas bajo? ¿Te das cuenta de que no puede escucharte?
Diego se molesta, cambia de postura y ahora observa a Mauren. Mi trabajo ahora está arrancando pequeñas tiras de hierba. Una a una. Las va dejando de nuevo en el césped, como para que las otras hierbas le teman a él y a su voluntad macabra de quitarles la vida sin esfuerzo alguno. Sus labios se mueven, pero ya no habla en voz alta.
—Es uno de los más aburridos, ¿verdad? Debe de ser una tortura para ti estar siguiéndolo.
Diego procede a darme unas palmadas en el hombro. Me da igual si la vida de Mauren es gris o no. Si sus costumbres no tienen sabor alguno no es algo que me preocupe. Pero sé a dónde se dirige la conversación Diego. No sé si debería estar alegre de que él haya venido en vez de alguien más a reclamarme.
—Incluso por tan insípida que sea la vida, recuerda que tienes un deber.
Con una mano toma mi quijada y me hace mirarlo. Es una fuerza descomunal para un cuerpo tan pequeño como el de Diego. Me alzo de hombros y quito de golpe sus dedos. Podrá Diego ser más fuerte que yo, pero eso no significa que quiera aguantar amenazas. Vienen de él, por eso prefiero guardar mis palabras. Con cualquier otro Nos, las cosas serían diferentes.
—Lo sé.
—¿Lo sabes?
Mauren se levanta del suelo dejando los cadáveres de hierbas. Su mezclilla está llena de tierra y pasto. Ahora que levanta el rostro hacia el cielo puedo verle los ojos con más claridad.
Está llorando.
Brinco del tronco para llegar a Mauren, me acerco deprisa a él. Es la primera vez que lo observo en un estado tan frágil. Sus ojos ni siquiera están enrojecidos, pero las pequeñas lágrimas no dejan de fluir. No hay ninguna expresión de duelo marcada en su rostro. Es un río sigiloso, tal vez uno que ni siquiera él alcanza a escuchar.
—Creí que los detestabas.
Eso es debatible.
Por supuesto que Mauren es detestable. La manera en que sin miedo alguno entra a casas ajenas, silba canciones y se pone a limpiar sangre es detestable. El hecho de que no quiera tener relación alguna con las personas a excepción de su trabajo es casi siniestro. Mauren es frío, cerrado. Mauren es un silencio blanco.
Por eso mismo es interesante verle emociones. Sus calladas lágrimas son tema de admiración.
—Debes de tener cuidado, Leonardo.
En general no me agradan los humanos. Son débiles, sucios, enfadosos, gritan demasiado y se apasionan por cosas banales. Viven muy poco y hacen demasiada mierda todo lo que tocan. Se odian, se humillan y se matan. Además, tienen costumbres extrañas. Como esa de observar fotografías de extraños por horas y horas en sus teléfonos, o la de guardar cordones umbilicales de los bebés en algodones.
—Es interesante —susurro.
Mauren inicia el recorrido hacia la casa con la cabeza en alto y las lágrimas cayendo. Me pregunto si serán igual de extrañas para él como lo son para mí. ¿Se sorprenderá de encontrarlas tan pacíficas en su rostro? ¿Se habrá visto alguna vez llorar a sí mismo? Ni siquiera se esfuerzan sus ojos en esbozar una pizca de ardor.
—Te están observando. —La afirmación de Diego me hace regresar a él sin dejar de caminar—. ¿Por qué lo dejaste solo?
Miro al cielo. No se alcanza a ver nada. Pero no significa que no haya nada. Debajo de toda esa negrura hay puntos brillantes que viven sobre nosotros. Si fuera libre, me quedaría acostado por horas en un sitio donde pudiera ver las estrellas.
Diego se planta enfrente de mí. Tengo que mirar sus oscuros orbes por un segundo. Sonrío. No me hará daño. No si sigue dudando entre cada segundo.
—Sabes que te quiero, Leo, por eso he venido yo. Por eso ya he abogado allá por ti. No hagas nada estúpido, por favor.
Mauren solo ha avanzado un par de metros lejos del árbol, pero a cada paso que da, parece como si se le debilitaran las piernas. Volteo de nuevo hacia Diego, pero ya ha desaparecido y no hay rastro de él. Me concentro en mi trabajo, quien en la siguiente zancada, termina cediendo y cae de rodillas al suelo. Se queda cabizbajo, dejando que sus ojos se pierdan entre las piedras y el pasto. Me acerco a él, me acuclillo a su lado. Le veo respirar con dificultad, le veo temblar y le veo sufrir. Dejo de mirarlo al primer sollozo que escucho de él. Me concentro en el pasto, lo acaricio con las yemas de los dedos. Arrastro las uñas por entre la tierra, permito que esta se una un poco con el envase. Mauren voltea un poco hacia acá, justo a donde yo empiezo a jalar diminutas hebras de pasto para despojarlas de la tierra. No sé si lo vea, no sé si vea que yo estoy aquí para quitar vida, no sé si sienta que se ahoga porque casi es hora.
Creo que las estrellas aún quedan demasiado lejos para los dos.
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