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Quince



XV


Parece un lugar abandonado, apartado de la ciudad. Donde no se escucha ruido alguno, exceptuando al viento que baila con las hojas de los árboles. En un principio creí que Mauren había perdido los estribos y estaba largándose de todo y todos para llegar a este sitio desértico.

Mauren se queda petrificado frente a las paredes blancas de la casa, tardamos un buen rato para llegar. El paisaje cambió abruptamente, de un momento a otro ya no había edificios ni montones de gente. De no ser por el bonachón guardia con extravagante bigote, hubiera pensado que no había ninguna persona aquí.

Es una calle con una ubicación peculiar. Está rodeada de baldíos, pegada a una carretera por la que de vez en cuando escucho un auto pasar. Todas las casas de aquí lucen iguales. Dos pisos cuadrados, ventanas y jardines cuadrados. Incluso los árboles de la acera están podados en forma cuadrática.

Llevamos un par de minutos de pie en la entrada. Mauren titubeó para bajarse del taxi, solo el carraspeo del conductor logró hacerlo salir. Se le veían claras intenciones de pedirle el viaje de regreso. Que bueno, yo tampoco tenía muchas ganas de salir del auto. Tengo que encontrarme con Helene y no sé si estoy listo.

Los labios de él tiemblan cuando toma el primer paso para entrar al 223. Las voces de la casa traspasan el cemento, llegan hasta acá. Mauren se acerca cada vez más. Frente a la puerta sacude las manos. Ni siquiera mira el timbre, pone la mano en la perilla y la gira como si supiera que se mantiene siempre abierta esta casa.

De repente las voces se callan y todos parecen maniquíes. La televisión prendida es la única que ahora propaga ruido. Están transmitiendo las noticias locales, pasan la imagen de las entrevistas a los bomberos de la ciudad. Aparentemente sigue la investigación del fuego que ocurrió hace un par de días en el billar.

Mi atención se posa sobre Helene, sobre su aura maldita, con el castaño rebelde y la misma playera de todos los días. Sus ojos parecen más hundidos, su piel más cansada que ayer. No tengo ganas de pensar en su muerte, así que me miento y me permito emocionarme con la sonrisa que sé que me dedica a mí.

Inmediatamente observo a los otros presentes. A la pareja adulta y al perro dorado que mueve de un lado a otro su cola. La señora tiene la misma mirada que Mauren. Una triste de ojos grandes marrones que contrastan con el traje azul de decenas de flores estampadas que viste. Por otra parte, el hombre viste una playera de la guerra de las galaxias, lleva unas enormes gafas de botella que son acariciadas por las hebras de un cabello grisáceo, igual de largo que el de Mauren. El perro dorado se mantiene coleando y aprovecha la oportunidad de la puerta abierta para proyectarse hacia afuera con ansias.

—¡Ya se largo Dragón! ¿Por qué no cierras la puerta, Mauren? —reclama el señor.

Dragón. Ese era el nombre que constantemente aparecía en la bandeja de mensajes de Mauren. El señor sale corriendo detrás de Dragón, gritando desde la entrada y creando ruido en la calle. Helene inhala profundamente, como si hubiera olvidado respirar en el último minuto, lleva sus manos al pecho, de repente intenta tener una mejor vista de lo que sea que esté pasando detrás de nosotros.

—Hola, mamá.

La señora sonríe y se acerca a Mauren, le acaricia un brazo con ternura y luego lo mira enfadada, le sacude el hombro con fuerza.

—¿Por qué no acompañaste a Helene hasta acá? ¿Sabes cuántas veces se perdió por intentar encontrar la casa? —La señora empuja a su hijo un paso hacia la sala—. Eres un grosero.

—No es para tanto, Julia. Yo solo tenía que entregar algo y me iba. No quiero molestar —habla Helene antes de que pueda reclamar Mauren.

—Nada de eso, tú de aquí no te vas. Ya están listas las milanesas para servirse. Además, no estoy para nada contenta con este. No me ha contestado ni las llamadas, ni los correos, ni nada. Anda, Mauren, ve a ayudar a Sebastián. Ese perro sale todos los días y de todas maneras aprovecha la oportunidad para escaparse de la casa.

El viejo, como si hubiera sido llamado telepáticamente, entra con el perro. Tiene la respiración agitada y se sostiene del marco de la puerta para recuperarse. Dragón saca la lengua contento, vuelve a ladrar, da la vuelta e intenta salir, pero Sebastián cierra la puerta deprisa. Dragón decide dirigirse directamente hacia Helene, la vuelve piedra mientras le lame las manos y con las patitas le toca los zapatos.

—Yo no necesito ayuda, mujer.

Mauren intercambia miradas con su padre, avanza a la sala para hablarle en bajito a Dragón, lo toma por el collar y lo separa de Helene. Sebastián avanza a la cocina junto a ellos. Julia les sigue el paso y carcajea del perro que se asoma por la ventana de la sala que da al jardín, pues Dragón sigue observando a Helene y ladrándole contento desde allá.

Este lugar es diferente a lo que pensé. Mauren no tiene nada en su departamento, pero aquí hay decoraciones de todo tipo, hay tantas que todo parece apretado entre sí. La sala es tan diferente a la cocina, y la cocina, a su vez, tiene un diseño diferente al pasillo de la entrada. Cada pared parece tener vida propia. De ellas cuelgan cuadros, fotografías, medallas, reconocimientos. La casa habla tanto que incomoda.

Helene posa sus ojos sobre una vasija de plata en una vitrina de vidrio, colocada en la esquina de la sala, al lado de una planta falsa y enfrente de un teclado con partituras. Tiene una placa pequeña en la base. Parece alguna inscripción, pero no alcanzo a leer las letras.

¿Debería de decirle ahora? No. No deseo decirle nunca.

Julia aparece con un vaso de agua y un plato de galletas. Le acerca la mesa del centro a Helene. Le ofrece el vaso y el plato, Helene me mira de reojo, como si me pidiera auxilio. Tiene dos bolsas de papel al lado de ella.

Ya he visto esas galletas que Julia acomoda en la mesa, son las mismas que tenía Mauren el primer día que lo conocí. Las mismas que dejó frente al árbol.

—Lamento que la mesa esté tan baja. Sinceramente es de adorno, no sé por qué nos acostumbramos a comer aquí.

—Por eso tenemos las rodillas tan fregadas —habla Sebastián.

Mauren sigue moviendo trastes y vasos en la cocina. De repente se asoma al jardín, le dice algo a Dragón para que se baje y no ensucie la ventana, pero el perro poco caso le hace, al segundo que Mauren le quita la mirada, de nuevo está lamiendo el vidrio.

—Es una mesa bonita —menciona Helene.

—Bueno, lo era. Antes de que Dragón le comiera toda la madera de las patas. ¿Qué se le va a hacer? Es un perro demasiado travieso.

Cuando vuelvo a Helene, ella está mirando la vasija de nuevo, luego pasa la mirada hacia el jardín. No sé si son percepciones mías, pero siento que ha empalidecido un poco.

—Es Tomás —afirma Julia dirigiendo su mirada a la vasija—. O bueno, lo que queda de Tomás.

—Lo siento mucho.

—No, no. Me refería a que un día Dragón lo tumbó y tuvimos que esparcir por ahí las cenizas que se salieron.

¿El perro intentó comerse las cenizas?

—Antes lo tenía en su habitación —señala Julia—. Pero, vaya, creo que se sentía encerrado. De niño cuando podía pasar una tarde en la casa, le encantaba estar aquí. Conectado a sus consolas, sentado en el suelo, repitiendo el mismo juego una y otra vez. No podía ponerlo en otro lugar. ¿Te ha hablado Mauren de él?

Helene niega sin despegar los ojos de Julia, supongo que no ha tenido el valor de decirle que no conoce en absoluto a su hijo. Que es un extraño al que sangró por accidente.

—Me lo imaginé, casi a nadie le habla de Tomás. —Deja salir un suspiro triste—. Mauren antes no dejaba de hablar. Era muy ruidoso. Presumía mucho a su hermano, en su escuela no había nadie a quien no le hablara de su hermano mayor. Si Tomás ganaba alguna medalla, Mauren era el primero en festejar. Lo idolatraba como a nadie. Eran muy unidos los dos, se la pasaban aquí jugando o enfrente de aquel árbol torcido. Si Tomás se enfermaba, el primero que lo descubría era Mauren. Si Tomás quebraba algo, bueno, Mauren ayudaba a esconderlo.

Julia se detiene un segundo para admirar las galletas amarillas, mueve el plato con cuidado. Les sonríe con cariño por algunos segundos. Agarra una con delicadeza, como si tuviera miedo de quebrarla.

—Las favoritas de Tomás —susurra la señora llevándose una cerca de la nariz—. Las sigo horneando de vez en cuando, aunque yo no pueda comerlas. A veces viene Mauren a buscar algunas, las toma y se las lleva sin decir nada más. Hay veces en las que ni siquiera me doy cuenta de que llega. Ha cambiado demasiado.

—Es una buena persona —habla Helene.

Julia deja salir una risotada, coloca la galleta de nuevo en el plato y sacude las boronas de su palma. Helene inclina la cabeza, parece confundida por la risa, por la negación de Julia con la cabeza.

—Después del incidente, no lo sé. No lo sé, pasaron muchas cosas, mi niña.

El aura de Julia es delicada, pulcra, blanca. Y el padre de Mauren es todo lo contrario. Vibrante, ruidoso y de voz alta. Sin embargo, a pesar de que Mauren es la física copia idéntica de ellos dos, no se parece en absoluto a ninguno.

Helene toma las manos de Julia con cuidado. En el acto, trastabilla, muestra su nerviosismo y tiembla un poco. La risa de la señora se difumina y observa seria a Helene.

—¿Qué le sucedió a Tomás? —pregunta el demonio de ojos bonitos.

—Lo perdimos.

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