Once
XI
No debo estar aquí, pero fue muy fácil llegar. Fue fácil atravesar el umbral de entrada, bajar las escaleras y despedirme de las fotografías. La extraña había dejado la puerta abierta de par en par, así que no tuve problema en caminar tranquilamente hasta la acera.
Desde abajo, pude observar el rostro de Sofía quien seguía observando hacia la casa de enfrente. Ya había hecho una llamada de emergencia, y yo tardé un par de minutos en quitarme la imagen de Helene de la cabeza mientras veía a su hermano correr entre fogatas. Ilusamente dejé que los pensamientos volaran y en vez de verlo a él, la vi a ella. Fue entonces cuando mis pies se movieron solos.
Es una lástima que la entrada de la casa perjudicada sea totalmente de fierro. La chapa de la entrada está completamente derretida. Las ventanas de la planta baja serían una buena opción para escapar del violento fuego, de no ser por su pequeño tamaño.
La única vía de escape de esa casa es por las ventanas del segundo piso. Cuatro o cinco metros de altura hasta el suelo. Si se salta bien, quizá se sobreviva con un par de fracturas. No morirá ese señor que maldice y lloriquea desde arriba. A menos que este no sepa caer y fracture su cráneo en vez de sus piernas.
Al creador de este caos lo encuentro agitado detrás de la casa. Lo vi correr desde hace un par de segundos. Vine sin intención de toparme con él. Mis piernas pensaron en correr como si pudiera alcanzarlo y me ideé a mi mismo deteniendo mis impulsos después de no encontrarlo. Pero está aquí, en cuclillas, medio respirando y observando sus manos como si estas fueran una parte ajena a él.
—Héctor.
Su nombre sale por sí solo de mis labios. Y el susurro es suficiente como para que me escuche. Sus ojos preocupados viajan hasta el origen de la voz que lo busca.
Retrocedo de inmediato en cuanto lo noto. Puede verme.
Héctor empalidece de inmediato, su cabeza gira a todas las opciones posibles para huir. Se ha levantado, pero enseguida lo detengo. El envase no se desvanece, no cambia. Permanece intacto. La repentina confusión solo me aturde por poco tiempo, intenta zafarse de mi agarre sin decirme una sola palabra. Cuando deja de moverse, me mira igual que el demonio de ojos bonitos.
—¿Qué estás haciendo, Héctor?
—¿Cómo sabes mi nombre? ¿Quién eres?
—¿A dónde planea ir después de esto?
—¿Y qué te importa a ti?
—¿Helene sabe de esto?
—¿Quién eres? —Su pregunta carga un tono más oscuro, pero ya no quiere huir. Busca pelear—. ¿De dónde conoces a Helene? ¿Ella te mandó?
—¿Hizo todo esto usted solo? ¿Cómo derritió la chapa de la casa?
—Déjame ir.
—¿Y el automóvil? Usted también provocó el incendio de las noticias, ahí hubo siete heridos, ¿no es así?
—Todos lo merecían.
—¿Todos?
Lo observo detenidamente mientras asiente. Esquelético como Helene, la cabellera igual de ceniza, dolores que se desbocan de entre los ojos. Aunque su mirada desprende una intención extraña, diferente a la de su hermana, menos esperanzadora y más muerta. No debe de tener más de catorce o quince años. Los bordes de su chamarra están carcomidos, como si hubieran sido chamuscados. El señor sigue gritando por las ventanas, ha abierto las ventanas. Golpea los vidrios con fuerza, pide auxilio y vocifera contra el muchacho. La multitud ha empezado a salir de las casas y Héctor sigue escondido acá atrás.
—Voy a lastimarte si no me sueltas. —La seriedad de su tono me causa cierta gracia—. Es mejor si te vas y olvidas que me has visto.
Volteo a la casa de enfrente, no hay manera de que Mauren ni Sofía alcancen a ver a Héctor. Estamos en un punto ciego. Pero él tiene razón, debería soltarlo y olvidarlo. Regresar a mi trabajo. Olvidar que la central me ha mentido y que hay dos personas en este mundo que son conscientes de mi existencia.
Entre mis dudas un ardor recorre la muñeca izquierda de mi envase. La mano de Héctor se posa sobre mi piel quemándola profundamente. Me deja libre de su acto cuando nota la quietud de mis expresiones, lo que me ha hecho es insignificante para todas las cicatrices que yo le he hecho a este envase.
Busco sus manos, pero ahí no hay nada con lo que pueda quemar. Curiosamente, él también busca algo en mí.
***
Es tarde. Más tarde de lo que supuse que me llevaría estar aquí. El sol ya ha caído y me he perdido completamente el desenlace del baño romano y el jueves de helados. Estaba interesado en el sabor que Mauren elegiría.
Aunque ahora mi mayor preocupación es que Mauren podría estar ya sin vida.
Tengo a Héctor dormido a un lado de mí. Un par de vecinos han pasado de largo y se adentraron a sus puertas sin cuidado alguno. Por supuesto que al 304 nadie ha pasado. Donde antes respiraba un tal Dani ahora las luces se mantienen apagadas.
Nadie se ha detenido a checar al muchacho. Es como si esta clase de cosas fuera común entre los vecinos. Quizá sea la planta café, levantada torcidamente, la que los ahuyenta a todos.
Traerlo hasta acá fue una verdadera odisea. Entre arrastradas pude esconderlo en un lugar seguro hasta que el fuego se calmara. No podía ponerlo en la cajuela de la camioneta de Edenis, Mauren y Sofía ya habían partido para entonces. La idea era dejarlo inconsciente en aquellos arbustos, pero la imagen de Helene no salía de mi cabeza. Así que volví a arrastrarlo. Poco me importaron los ojos que presenciaron la escena, si los hubo, no los noté. Lo difícil fue el transporte. Estuve a punto de robar un auto, no habría sido la primera vez, pero no recuerdo cómo manejar...
Unas nuevas pisadas desde el fondo de las escaleras me levantan. Me asomo despacio por el barandal. Noto la cabellera revoltosa y no me es difícil definir el nombre a quien le pertenece. Helene aún no nota nuestra presencia. Le cuesta el trayecto hacia arriba. Se le ve cansada, con desgano de llegar acá. Como si no tuviera fuerza alguna para subir un escalón más.
Tengo que retirar la mirada ante la suya, esta no es la imagen más grata con la que podría encontrarse en casa al final del día. No tengo idea de qué decirle. Solo vine a entregar a su hermano, pero después de esa intención, llegó otra: Quiero respuestas.
Cuando por fin logro verla en el descanso más próximo a nosotros, aquel por donde se pueden ver las jacarandas del parque, ella duda en subir los escalones que le faltan.
—Leonardo.
Solo mi nombre. No un saludo, no una bienvenida. Me siento decepcionado, pero no puedo quejarme. Nuestro último encuentro no fue el más agradable para ella.
—Quiero intercambiar a su hermano por respuestas —hablo—. Su hermano también puede verme, ¿lo sabía?
El sonoro suspiro llega hasta acá. Helene se cubre la cara con las manos, da media vuelta y comienza a bajar. Mi curiosidad es aquella que me mueve un par de pasos.
—¿Lo sabía? —pregunto de nuevo.
—¡Y yo qué voy a saber! ¿Por qué está tirado en el suelo?
—No le encontré llaves en los bolsillos.
Helene avanza hasta la puerta, se acerca a su hermano y le palpa el rostro, lo llama un par de veces, pero es inútil. Todavía no deseo que despierte. Le pongo una mano en el hombro tratando de calmarla, pero Helene remueve de inmediato mi toque. Se levanta y se talla los ojos varias veces. Cuando vuelve a posar la mirada sobre mí, levanto despacio mi brazo izquierdo. Muestro la marca que ha dejado Héctor, la piel del envase ha quedado destrozada en ese punto. Ella pasa sus dedos sobre la herida y me causa cosquillas, pero dejo de sonreír en cuanto sus ojos se cristalizan.
—Perdón —susurra.
—¿Podríamos pasarlo? Creo que tenemos que hablar.
El demonio de ojos bonitos abre la puerta del macabro 301. Vamos arrastrando a Héctor hasta el suelo de la sala. El lugar sigue siendo tan tétrico como la primera vez que estuve aquí. Amarillento, empolvado, demasiado oscuro. Me siento en el suelo al lado de su hermano mientras ella atraviesa el lugar hasta la cocina y se queda ahí.
—¿Quiere que lo suba al sillón?
—No, déjalo. Luego enciende las cosas.
Regresa con un par de trapos sobre su hombro izquierdo que chorrean agua, le empapan la playera negra de chiles coloridos, pero poco parece importarle quedar mojada. Sus manos están ocupadas con un balde lleno que carga con dificultad. Se acuclilla frente a su hermano, delicadamente coloca un trapo en cada mano y en la cabeza.
—La cubeta es por si tiene pesadillas.
—¿Pasan seguido?
—Sí.
Regresa a la cocina. Escucho al microondas encenderse y girar. Repentinamente Mauren con el iris expandido aparece en mi mente. No puedo arrancarme el pensamiento de él con el corazón detenido.
—¿Así fue como quemó al gato?
—¡¿Qué?!
—¡Que si así fue como quemó al gato de la alfombra!
Asoma su rostro por la puerta de la cocina. Sus labios tiemblan un segundo, sus manos hacen un par de malabares, pero no contesta. Un rubor repentino le colorea las mejillas, pero regresa a esconderse y dejo de verla. Se ha rendido.
—Sí... —responde avergonzada.
La estrepitosa alarma del horno la interrumpe. Me pregunto si es posible que Mauren se haya atragantado con el helado y haya muerto ahí frente a su amiga. ¿Habrá habido algún ruido durante su muerte como él hubiera querido?
Helene trae dos platos de comida en las manos. Frunce los labios por lo caliente que se encuentran ambos y los balancea entre sus dedos para no quemarse. Se sienta en el suelo, cerca de mí, e intenta no ceder ante el calor. Arroz frito con verduras y pollo. El aroma la hace sonreír.
—¿Gusta un vaso de agua?
Este envase es superficial, los órganos dentro de mí están podridos, acabados. Hechos polvo después de tantas eternidades. Si como ahora, tendría que escupir todo en un rato. La comida se desperdiciaría por completo.
—No puedo comer nada.
—Ya...
Ella empuja un poco los platos lejos de nosotros. Puedo escuchar hasta acá a su estómago vacío. He presenciado las últimas comidas de tantas personas que no sé cómo corresponder a esta. Tengo miedo de verla comer y que de repente termine sin respirar de nuevo.
—Es una pena. Es excelente la comida. —Señala al traste frente a mí—. Sobre todo el arroz. Me he hecho amiga de la jefa de la cocina del hospital y siempre guarda algo para mí aunque no se lo pida.
—¿Trabaja en el hospital?
Ella asiente sin darle mucha importancia, enseguida apunta a Héctor.
—¿Se desmayó?
—Tuve que tranquilizarlo antes de que corriera.
Debería irme. Helene no ha hecho nada más que llorar desde que me la he topado. Pero no me desagrada ello, no logro cansarme de sus lágrimas, me gusta observarlas acumularse ahí en los ojos. Me gusta ver su indiscreción: Sin bajar la cabeza y dejando que salgan de a poco frente a todo y todos. El demonio de ojos bonitos llora como si quisiera que lo admiraran en el acto.
Observo el vapor del platillo elevarse ligeramente hasta el techo. Este es el único lugar que tiene un bombillo puesto, los otros están vacíos. Por eso la oscuridad se adueña de las esquinas de este lugar con tanta facilidad.
—¿Quién eres Leonardo?
—No lo sé.
No miento. Nos llaman Nos, pero no significa que sea eso. No significa que yo quiera ser eso. Podría decirle que soy muerte, pero tengo la ilusión de que ella ya se ha dado cuenta.
—¿Estás bien?
Su pregunta me toma por sorpresa. Es hasta que señala el brazo marcado que recuerdo el incidente. Dolor no poseo.
—Por favor no le diga a nadie.
La súplica de sus palabras mezclado con el tono de horror me hace prestarle atención, ha detenido completamente su llanto para mirarme con esperanza.
No puedo.
Pero no sale de mí. Asiento, como si le mintiera. Como si aceptara que puedo decirle a plena voluntad a cualquiera que el hermano de Helene está maldito.
Se supone que mi plática iba a tener un tono más directo. Mi visita era inmediata, simplemente para intercambiar información. Iba a preguntarle a Helene quién era su familia y el porqué su sangre podía verme. Sin embargo, no he podido preguntarle absolutamente nada.
—Héctor tiene problemas. Conforme fue creciendo algo dentro de él también lo hizo. Algo peligroso. No puedo explicarle exactamente qué es, pero sé que entenderá que es algo por lo que tenemos que escondernos.
—¿Peligroso?
—¿Qué hizo? —ignora mi pregunta—. ¿Lo vio Mauren?
Mauren.
—No. —Señalo a Héctor—. ¿Cómo puede hacer eso? ¿De dónde sale el fuego?
—Perdón. No puedo responderle con claridad. Solo sé que en mi familia nunca ocurre nada bueno. Por eso le pido silencio, porque las cosas que no pueden explicarse con facilidad son las que siempre resultan aterradoras para quienes las desconocen.
Tiene razón, incluso a mí me ha causado desconcierto que Héctor pudiera quemar la piel de este cuerpo con un simple roce. ¿Qué reacción tendría cualquier humano ante su poder?
—Pero Héctor parece estar en desacuerdo con ello. No quiere silencio —añado—. Está dejando su marca por la ciudad, ¿no es así? Hace un par de días también salió en las noticias incendiando un billar.
—Yo me encargaré de Héctor.
No se encargará. Pero no he venido aquí para cambiar su pensamiento, he venido por respuestas que ella no tiene. Se detiene a verme de repente con cierta desconfianza. Luego voltea a Héctor preocupada, quizá quiere preguntarme si alguien más lo ha visto, pero sería en vano. Estoy seguro de que Helene sabe que no somos los únicos que lo han presenciado jugando con el fuego.
Así se mantiene ella, en posición defensiva. Sintiendo los paños de agua, tocando las mejillas de su hermano y volviendo a mí. Debo regresar, todavía no me acostumbro a los ojos bonitos del demonio.
—Pronto despertará. Es parte de una de esas cosas de las que habla usted... De aquellas que no se explican con facilidad. —Rebusco en mi mochila el objeto de Luigi—. Tengo que irme, pero antes, ¿podría decirme qué es esto?
Tiendo el objeto que encontré en el azul frente a ella. Una ligera sonrisa inesperada se escapa de sus labios, lo aprecia con cuidado y después de examinarlo introduce un dedo en un orificio. Sin embargo, en pocos segundos borra su sonrisa y observa al objeto con terror.
—¿Y esto a quién se lo robaste?
—A un tal Luigi.
—¿Un cliente de Mauren?
—Algo así.
Vuelve a poner el dedo en el orificio con menos alegría. Estira la mano hacia mí. Hago lo mismo que ella. Enseguida siento una presión en mi índice. Los cuadros coloridos de la palma se estiran un poco, el color de la piel de Helene se enrojece y la mía se pone un poco más morada.
—Mauren tiene razón —susurra—. No está solo.
Intento jalar mi dedo fuera del objeto, pero me mantiene atado a ella. Su expresión me causa incomodidad. Sé que Mauren no está solo en el sentido de que lo tengo que perseguir a todas partes, pero Helene no parece referirse a eso.
—Hay personas que cambian la realidad. ¿Lo sabe? —pregunta sin dejarme ir—. Pueden decir que el cielo es rojo, y lo es, es rojo para ellos. Y uno piensa para sí mismo, mira el cielo y lo ve como siempre. Solo un segundo es necesario. Con un segundo que parpadees antes de mirar de nuevo al cielo, ellos ya lo han pintado de rojo.
Volteo hacia la ventana en vano. Es ridículo. Helene no puede cambiar el color del cielo, pero de todas maneras estoy aquí, intentando ver a través del telar pesado de las cortinas, imaginándome que realmente el cielo ha pasado a ser rojo.
—¿Podemos cambiar nuestra realidad, Leonardo?
Es una petición. Y una muy mala. Mira hacia los nudillos secos de sus manos mientras espera mi respuesta. Busco sus ojos de nuevo, quiero que me mire y me hable con ellos, que de frente me diga de nuevo que podemos cambiar el color del cielo.
—¿A qué quiere cambiarla? —pregunto.
—Está vivo y yo también lo estoy.
Jalo levemente el objeto hacia mí, pero quedo aún más atrapado.
"Estoy vivo."
—Es un juguete. Un atrapadedos.
Asiento despacio. Se libera de la pequeña trampa con tristeza, luego me libera a mí también; ella está atenta a mi mano, yo estoy haciendo mi mejor esfuerzo en no enseñarle la cantidad de objetos que he recolectado por el mundo, tal vez alguno de ellos le regrese la cálida sonrisa que le trajo la idea de estar vivos.
—¿Por qué lo trajiste?
Por un momento pienso que habla del juguete, pero enseguida me doy cuenta de que está observando de nuevo a su hermano de manos malditas.
—La policía estaba cerca.
Supongo que debo omitir la parte donde desmayo a Héctor en medio de la nada.
Sin decir nada más, Helene levanta ambos platos del suelo y desaparece de nuevo en la cocina. La persigo. Llego cuando ella abre el refrigerador para sacar una botella de agua. Pocas cosas contiene el pequeño aparato blanco y viejo, todas se ven sospechosas. Vuelve a mí un segundo, me señala un paquete de gasas y un gotero oscuro con pipeta azul. De la alacena donde ha sacado eso, se encuentran decenas más de recipientes sin nombre.
—No puedo revertir lo que Héctor quema, pero puedo intentar curarlo.
No duele, pero al siguiente momento ella me sostiene el brazo y lo humedece con agua tibia. Se concentra al secar la piel con cuidado, alcanzo a ver el par de hierbas que esconden los gabinetes. Tendría que decirle que no importa lo mucho que cure a esta piel, porque volverá a su estado normal en un par de horas más, pero es interesante observarla tan cerca. Puedo notar las pequeñas arrugas de su frente, los poros de su piel, el color vivo de sus pestañas largas, los labios partidos, las bolsas de sus ojos ligeramente pronunciadas, las cicatrices de su cuello...
Está viva.
Un golpe de aroma a lavanda me regresa a la herida. Se ve menos grotesca que antes, menos inflamada y roja. Deja un par de gotas de aceite en la gasa que luego aplica sobre la piel. No se percata de que le observo por mucho tiempo sus ojos caóticos, y me pregunto si alguna vez ella los intenta calmar.
—¿Vas a volver con Mauren?
—Debo hacerlo.
¿Se ha olvidado de que no soy humano?
No. Está pintando el cielo de rojo. Por eso ha huido de mi cercanía y ahora se dirige hacia la entrada de su casa oscura. Quiere olvidar que es la única persona que puede verme.
Me espera con la puerta abierta, el silencio nocturno atraviesa el pasillo y Helene se cubre con los brazos.
—Gracias por traerlo —dice en bajo.
Dejo que me examine por completo antes de irme. De arriba abajo y de izquierda a derecha. No había tenido tiempo antes para hacerlo, pero me causa cierta vergüenza que admire al cuerpo que yo mismo he robado.
Toma ambas de mis manos entre las suyas, las examina con cuidado, intenta averiguar algo extraordinario entre sus nudillos. Pero la razón de mi existencia jamás podrá encontrarla entre esta carne muerta. Mis dedos no tienen lengua para hablar, jamás podrían decirle a Helene los nombres de todos los hombres a los que hemos perseguido hasta su muerte.
—Helene, creo que le he mentido. —Aprieta mis manos levemente—. Vine acá para verla.
Y quizá también vine para despedirme, pero también debo omitirlo.
Ojalá no fuera así. Quiero pensar que no es la última vez que la veré. Quisiera volver a preguntarle de todos los objetos que he recogido en estas décadas, a crear realidades para nosotros dos, aprender más de esa maldición suya. Pero Mauren tiene pocos días en este lugar y la culpa recae en mí. Soy atractor de muerte, nada más.
De volver a tener un encuentro como este, no sé qué les depararía a Helene.
—¿Puedo confiar en usted?
Me detiene su pregunta. No sé qué responderle. No lo sé. No creo ser un ser de confianza. Ligeramente me suelta las manos y quedo con un vacío inexplicable.
—Hubiera deseado encontrarme con usted —hablo antes que ella— en unas circunstancias menos trágicas.
—Yo no. —Su franqueza me sorprende—. Nada ha sido menos trágico en mi vida que conocerle. Gracias, de nuevo, por ayudarme.
Una oscuridad repentina se cierne sobre nosotros, a los focos les cuesta trabajo volver a estabilizarse y mandar luz a los pasillos. Helene observa el corredor y luego se asoma por el mismo barandal por el cual hace un par de días los vecinos observaron al difunto ser bajado entre sábanas. Ella regresa a mí con una fría mirada. Me toma por los hombros. Sus manos tiemblan.
—Hay un hombre extraño abajo —susurra seria—. Quiere venir hacia acá.
Volteo despacio hacia el descanso de las escaleras, es imposible que pueda observar lo que hay abajo, pero cuando vuelvo a ella está limpiando sus ojos y estos quedan manchados de rojo. Las luces comienzan a parpadear una tras otra, en efecto, tampoco creo que estemos solos.
—Tengo que irme —menciono indeciso—. No salga hasta que amanezca.
—No vaya.
Estoy harto de esos ojos. El demonio tiene unos ojos tan bonitos que no sé si pueda eliminarlos de mis recuerdos algún día. Un quejido proveniente de la sala alarma a Helene, le hace retroceder y dudar.
No, no tengo que despedirme. No si no quiero.
—¿Ha cambiado ya esa alfombra? —pregunto para intentar alargar el poco tiempo que nos queda.
Mi pregunta la hace sonreír de nuevo. Niega con la cabeza rendida y aprovecho para despegarme poco a poco.
—Entonces prometo volver.
Voy bajando los escalones despacio, quizá la Central me haga comer mis propios ojos. Quizá Mauren ya se ahogó entre galletas de mantequilla, qué importa, esa piedra ya estaba muerta desde hace rato.
Llego al descanso de las escaleras, es de noche, pero por un segundo parpadeo y el cielo parece haber sido pintado de rojo.
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