Ocho
VIII
—Amén.
Todos en la oficina estamos de pie ante un sacerdote que ora. No tenía idea de que alguien aquí fuera religioso. Soy ignorante de los rituales que el hombre realiza mientras lo seguimos por los escritorios y las puertas. Pero sé que debo de guardar silencio y bajar un poco la cabeza ante su presencia.
Llevamos cerca de diez o quince minutos repitiendo algunas de las últimas frases del señor con voz tenue e imparable. Parece un canto eterno. Yo también estoy repitiendo algunas cosas que dice, me parece grosero no hacerlo.
Tanto Sofía como Mauren se ven desubicados, pero Arina acompaña casi en todas las oraciones al sacerdote y junta las manos con fervor. Creo que es la primera vez que la veo despegarse tanto tiempo de los juegos del móvil.
Sabino parece encantado con la visita. Hay un esplendor en su rostro y un alivio. Es un mero contraste de Gael, quien, a pesar de su presencia formal, tiene una mueca de disconformidad desde la llegada del extraño. Su amén es el más callado de entre todos, solo mueve los labios al ritmo de las palabras de los demás.
Nos detenemos frente al cuarto secreto. Le he apodado con ese nombre porque nunca he entrado ahí y porque es extraño que alguno ronde dentro de esas paredes calladas. Solo he visto a Gael llevar una caja dentro de la habitación.
—¿Podría abrir la puerta, Sabino?
Sabino apresurado quita el seguro de la puerta y la abre. El chirrido que causan las bisagras solo aumenta mi curiosidad, suena a tortura ahí dentro. Dejo que el resto siga con su ritual para adentrarme al cuarto oscuro antes de que decidan hacer lo mismo. Un pequeño pasillo de luz creado por las lámparas de afuera me permite ver los anaqueles unos sobre otros que llenan el lugar. Algunos están vacíos, otros están repletos de cajas. El olor a antigüedad en todo el lugar golpea de inmediato, es un aura pesada. Es como si el aire en este cuarto deseara abrazar hasta asfixiar.
Camino sigiloso entre los diminutos espacios de las repisas, me permito tocar el metal de los anaqueles con cuidado, repaso el cartón de las cajas, logro palpar una especie de hilos que se enredan sobre mis dedos. La luz es encendida de un momento a otro, son los cabellos de una muñeca los que saludan a mi tacto.
Ahora puedo ver los rostros de todos. Arina cambia su expresión a una espantada. Sus manos se aprietan un poco más y cierra los ojos al repetir las oraciones. Sofía se ha acercado a Mauren, roza su brazo con el de él y le lanza un par de miradas que él no atiende. Incluso Gael, quien mantiene su expresión de molestia en su rostro, expresa miedo con las manos, las sacude un par de veces y truena los nudillos de cada dedo que puede.
El contenido de las cajas ahora es más claro.
En esta enfrente de mí, aparte de la muñeca vieja, hay un oso de peluche tuerto con el relleno queriéndose salir del orificio. También hay juguetes de madera con la pintura acabada y ropa de bebé con colores de amarillo pastel. Un pequeño traje de calabaza es lo que más me llama la atención.
En la siguiente caja hay trofeos dorados, algunos con forma de balón; lentes rotos, estampillas, libros y discos. Hay algunas fotos enmarcadas que salen presuntuosas de los límites de los rectángulos.
Son diferentes artículos de personas fallecidas.
Las preguntas me agobian. ¿Mauren ha tenido que eliminar el rastro muerto de un ser que apenas respiraba en este mundo? ¿O simplemente se deshizo de las cosas antiguas de alguien que ya llevaba tiempo en este lugar? Estas cajas muertas guardan demasiadas historias que ya no se contarán nunca.
Estoy tentado a pasear mis manos dentro de las cajas. Hay objetos que brillan y llaman mi atención, varias cosas que no sé qué nombre llevan y quiero averiguarlo. Me voy a la esquina de la habitación, me escudriño entre los anaqueles y estiro mi mano a una de las cajas. Palpo un estuche pequeño que enseguida tomo. Volteando hacia atrás, atento a la mirada de cada una de las personas, abro el estuche. Es un reloj con el cristal roto. Tiene una forma particular, no es circular, es como si estuviera hecho para apresar la muñeca entera. Me sorprende encontrarlo con pila aún, las manecillas se mueven, pero hay algo extraño. Va hacia atrás. Busco el interior de las correas, y hay un pequeño mensaje escrito en ellas: "El tiempo que pertenecía a Segundo."
—Que esta agua nos recuerde nuestro bautismo en Cristo, que nos redimió con su muerte y resurrección. Y que la palabra de Cristo habite entre nosotros en toda su riqueza, para que todo lo que hagamos sea en nombre del Señor.
—Amén.
Parece ser el último por el silencio que permanece.
Vuelvo al grupo. El padre camina a un recipiente cuadrado colocado en el escritorio de Arina. Dentro del recipiente hay una flor amarilla grande, con ella el señor se propone a rociarnos con agua, todos la reciben tranquilamente. Una gota se resbala en mi palma hasta llegar a la muñeca, el agua está tibia. Qué extraño ritual.
Los rostros de todos se impregnan de un alivio instantáneo. Sofía se separa un poco de mi encomendado, Mauren recién nota que Sofía estaba a un lado de él. Esa indiferencia no me sorprende, por la historia que le conozco con las mujeres y por el actuar reacio que mantiene desde la noche pasada. Mauren está cambiando entre las sombras y nadie parece poner atención a lo cansados que se miran sus ojos.
Sabino y el sacerdote comparten un par de palabras entre sonrisas. Veo al jefe quien agradece y despide a la extraña persona hasta la puerta. Los demás tardan en volver a sus escritorios, el ritual los ha apaciguado, a excepción de Gael que enseguida toma las llaves de la camioneta del local y va sacando algunos materiales de la bodega.
—¿Tan pronto te vas? —pregunta Sofía.
—Sí. Es el último día que voy a las estaciones. Solo voy a dar una última checada al camión para que todo esté en orden y enseguida se lo entrego al dueño de las rutas. No sé por qué demonios tiene tanta urgencia en que le devuelva el transporte antes de tiempo si tiene cerca de veinte camiones. Es un tacaño.
—Ten cuidado —advierte la chiquilla—. ¡No se te olvide que es jueves de helados!
¿Jueves de helados?
Gael deja salir la primera sonrisa del día y asiente con la cabeza un par de veces. Espera unos segundos a que Sabino entre de nuevo, le avisa con un gesto que está a punto de marcharse y enseguida Gael deja de compartir esta aura extraña que ha dejado el viejo con toga.
El teléfono es descolgado, la voz de Arina se escucha en un volumen bajo, pero lo suficientemente audible. Está intercambiando palabras acerca de las cajas del cuarto secreto. Supongo que no tiene sentido quedarse con tantas cosas de tantas personas ajenas. ¿A dónde van todas esas cosas muertas? ¿A un basurero cualquiera? Es sumamente extraño este trabajo de Mauren.
—¿Crees que las extrañen? —pregunta Sofía a mi encomendado— Si de repente despiertan en algún lugar y el reloj que tanto querían ya no está con ellos... ¿No debe ser horrible no encontrarlo?
Reloj...
Mauren se alza de hombros. Bosteza antes de contestarle algo incoherente a su compañera. No lo culpo. Ha sido una larga noche para mi encomendado, no pudo conciliar el sueño. Y si lo hizo, quizá puras pesadillas albergaron su mente. Probablemente haya tenido que ver el demonio de ojos vivos y el árbol de nombre Tomás que come galletas de mantequilla.
—¿Tu idea es que lleven consigo todo lo que cargaron en vida? —Una sonrisa cansada se ilustra en el rostro de Mauren—. La televisión, la bicicleta, el horno de microondas...
—No es tan mala idea. Los egipcios lo hacían.
—Solo los que poseían dinero. Además, ya nadie vive para morir como ellos.
La compañera camina hacia su escritorio. Aunque, creo que Mauren se equivoca. La mayoría de las personas viven con esperanza de encontrar algo al final. De otra manera, ¿por qué Arina rezaba con tanto fervor? Sabino estaba aliviado porque cree fervientemente que algunas de esas cosas muertas quedaron en paz después de esos rezos.
Después de la muerte siempre hay algo para las personas. Cantos, llantos, insectos devorando los restos; cenizas aventadas al cielo y cayendo al océano. Algo.
—Cuando muera, quiero que me entierres con mis apuntes bonitos de biología —habla de nuevo la joven—, también mis plumas de colores. Todas las de mi estuche. Y un cuaderno nuevo, por si me apetece escribir algo a donde vaya.
—¿Algo más?
—Mi reproductor de música. Solo eso.
Mauren asiente serio. Se lleva una mano a la barbilla y pasa sus ojos al ordenador, respira profundamente y golpea sus mejillas intentando regresar al trabajo.
—Y tienes que llevarme tulipanes a mi entierro.
—No creo durar hasta entonces, Sofía. Vas a vivir una larga vida.
—Tulipanes amarillos —exige ella.
La piedra suspira y voltea detrás de sí repentinamente. Rasca su nuca hasta dejarse marcas rojas y luego observa sus manos. Ha repetido ese ritual varias veces desde el encuentro con Helene. Sospecha que algo lo persigue. Sin embargo, nunca ha atinado, voltea justo al lado contrario de donde me encuentro parado.
Pero creo que no es a mí a quien está buscando.
—¿Deseas ser enterrado con alguna cosa, Mauren?
Mi encomendado pasea por entre la bandeja de correo electrónico del ordenador. Baja los correos y los sube de nuevo, 982 sin leer. Se detiene abruptamente en uno cuyo asunto dice "Buenos días, Mau."
—No. No quiero ser enterrado.
—¿Cremado?
Mauren se alza de hombros. Abre el correo de los buenos días. La persona que lo escribió se dirige a él como Mau. Es la primera vez que veo a alguien llamarle así a Mauren. Sin inmutarse, pasa los ojos por el contenido del correo. Al parecer Dragón, se ha comido las galletas de mantequilla y le han hecho daño. Hasta ahí alcanzo a leer, porque la pantalla se cierra y Mauren se reclina en la silla.
—No lo he decidido aún. Hay muchas nuevas técnicas. Creo que ahora pueden disolverte en agua. —Mauren se voltea al escritorio de Arina—. ¿Hoy es la cita para la casa del cerrito? ¿algún otro pendiente que tengamos?
Arina niega despacio, el teléfono suena de inmediato.
—¿No quieres morir con algo en tus manos, Mauren?
Este envase alguna vez le perteneció a un humano. A veces temo que le siga perteneciendo. Todos los Nos elegimos una fotografía y creamos un molde respecto a ella. Buscamos en un catálogo. Si tenemos la suficiente cantidad de vales, la central te permite extirparle el color de ojos para ponerle otros. Temo que este ser siga presente en algún rincón de su piel. Estoy divagando, pero quizá siga vivo el corazón de a quien le he imitado la figura.
¿Qué objeto sostuvo al momento de morir?
Si estuviera en mis posibilidades el dejar mi existencia y mi conciencia de lado, definitivamente sostendría al amorfo cocodrilo alado.
—Quisiera morir mientras escucho algo. Un ruido. Una canción. La lluvia o un pájaro molesto. Lo demás no me importa.
—Hay uno azul, muchachos. —Las palabras de Arina interrumpen la sonrisa de Sofía—. Uno de los feos.
Los chicos se levantan de inmediato, sobre todo Mauren, quien revive un poco después de escuchar que tiene que visitar los charcos de sangre de nuevo.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro