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Dos


II


Hay más de un mundo de diferencia entre el 304 y el 301. La pulcritud del departamento de Daniel ha quedado demasiado lejos. Esas paredes blancas, creadoras de luz y paz, han quedado muy lejos. Este es un lugar totalmente siniestro. Un agujero donde no puede entrar, ni salir la luz. Las baldosas son viejas. Algunas de ellas están rotas y es imposible no notar la suciedad entre las grietas. Aquí las paredes están cubiertas por un tapiz amarillento, el cual ya está roído entre las esquinas. Pero lo peor se encuentra frente a las ventanas, esas cosas, las cortinas, parecen metros y metros de tela monstruoso cuyo objetivo es no permitir conocer el cielo.

—Por acá.

La voz de Helene se escucha al final del pasillo. Por inercia volteo hacia atrás, donde está la puerta de entrada. Es demasiado tarde como para intentar salir del lugar.

Hay un tétrico orden en esta oscuridad. No es como el hogar de Mauren, aquí no hay basura olvidada entre los muebles, ni montones de ropa amontonados en las esquinas. No, aquí las cosas tienen un lugar. El mejor ejemplo lo da el librero de madera falsa torcido de la entrada, tiene acomodadas de manera simétrica las pocas cosas que posee. El pequeño cactus, el pedazo de fotografía que se inclina perfectamente y un par de cráneos coloridos.

—Me los obsequió mi hermano —habla Helene señalándonos.

—¿Le gusta lo muerto?

—A veces pienso demasiado en esas cosas. —Niega un par de veces con la cabeza—. De buena manera.

La sigo hacia el cuarto. Abre la puerta con cuidado. Gira la manija con cierta maña y levanta con el peso de su cuerpo la madera hacia arriba. En el suelo se alcanzan a ver las marcas que friccionan contra el piso por el descuadre.

Como esperaba, la habitación es otra imagen similar a las anteriores de este departamento. Una pequeña cama junto a unas cajoneras negras encima de una alfombra grisácea. Las cosas lucen como si estuvieran en su sitio, pero el lugar no puede sostenerse a sí mismo.

El vidrio de un espejo se recuesta entre una de las esquinas, junto a la ventana. Tengo que girar la cabeza unos cuantos grados para lograr capturar el extraño reflejo mío y de la humana. Ahí es cuando noto que ella señala algo, un punto en la alfombra del suelo.

Y la cosa es, que el punto no es un punto, es una enorme mancha negra en la alfombra roja. Parece la entrada de un agujero siniestro sin fondo. Quizá es donde el demonio guarda sus presas, es el lugar donde terminará mi curiosidad.

—He intentado con todo. Jabones, químicos, tallando, alcohol, bicarbonato y limón. ¡Todo! —Se acuclilla enfrente de la mancha uniforme—. Ustedes deben ver cosas similares, ¿qué puedo hacer?

Hay un movimiento extraño que surge de entre las hebras de la alfombra, aquellas que están dentro de la mancha negra y que quieren salir corriendo de la escena.

—¿Por qué la tela se está levantando? —pregunto.

Helene se alza de hombros y no responde, como si fuera algo normal que estas cosas sucedan en la casa. Me acerco con cuidado a la mancha. Hay una esencia ligera a carbón que se desprende de la tela. Paso las yemas de la mano sobre el lugar, descubro que aún hay calor ahí.

—Eso está vivo.

Helene me mira asustada y vuelve hacia el agujero oscuro.

—Es una mancha.

—Las manchas no respiran —exclamo.

El pequeño silencio que se forma en el cuarto parece aturdirle. Se levanta de inmediato y se cruza de brazos. Sus ojos vuelven a enrojecerse, los talla con las muñecas para evitar las lágrimas. No sabía que los demonios podían llorar tantas veces en un mismo día.

—Debería comprar una nueva alfombra —hablo separándome de la grotesca mancha—, o recortar este pedazo.

—Se quemó el gato.

Aún en el suelo ella intenta mirar al techo para no dejar salir las lágrimas. No tengo idea de lo que está hablando, así que me limito a seguir escuchando.

—El pobrecito había estado enfermo hace un par de días y luego Héctor —enfatiza con rabia—, Héctor lo incendió. Sé que no lo hizo a propósito. ¡Ni siquiera le habíamos puesto un nombre aún!

Tiene sentido. La mancha huele a horrores y aún emana cierto calor de ella. Lo extraño del relato es que quemar gatos no es una práctica común entre las personas. O, al menos, no es una que yo haya escuchado.

Helene permanece pensativa. Su mirada aún yace en esa cosa oscura. No hay poder en esta tierra que pueda remover eso. Ya le he dado la solución, pero no desaparece la tristeza de sus ojos. Tal vez le tenía aprecio al animal. Esas cosas, aunque a veces sean terroríficas, son tiernas.

Ella no parece tener ganas de moverse de sitio, ni de quitar la mirada del abismo. Tal vez también deba sugerirle que abra un poco el sitio. Un poco de aire le sentiría bien a la habitación. Un cambio de cortinas es un buen consejo.

—Soy un desastre —exclama aturdida.

Posiblemente.

Aunque el evento del gato quemado es inesperado, me parece algo decepcionante que el misterio que había dentro de las paredes del hogar del demonio solo sea una grotesca mancha en la alfombra.

Doy un paso ligero hacia la puerta de la habitación. No sé si deba mostrarme a mí mismo la salida, porque creo que Helene ya se ha perdido. Mauren ya debe de haber terminado y tengo que volver con él.

—No pude ir a trabajar hoy —habla de nuevo—, Héctor quema al gato, me toca recoger lo que quedó de él para dejarlo en la basura. ¡Como si fuera cualquier cosa! ¿Sabe cómo me siento?

No creo que sea necesario responder esa pregunta. Doy otro paso más hacia la salida mientras ella sigue absorta entre sus quejas.

—La alfombra está perdida, no tengo dinero para cambiarla, mi hermano se ha ido sin decir nada de la casa después del accidente y seguro lo hizo para no tener que sacar al gato él.

Algo parece despertar en ella, sus ojos se encienden y avanza a pasos torpes hacia el lugar donde estoy yo. Me retiro de su camino y ella atraviesa la puerta. Sus pasos siguen pesando, hacen ruido por todo el lugar.

Camino de regreso por el pasillo, la encuentro apurada en la cocina. Se ha recogido el cabello, ahora el castaño está levantado en una coleta sencilla, de la cual, varios mechones salen disparados. Ella busca algo entre los cajones. Uno de esos se atora y ella termina dándole un par de jaloneos para acomodarlo.

—¡Y ha sido su culpa! —exclama desde allí.

—¿Mi culpa?

Ella frunce el ceño y niega con la cabeza caminando fuera de la cocina. Lleva una pequeña bolsa colorida entre sus manos. Parecen ser dulces. Mete un par de dedos en el envoltorio y se lleva unos cuantos a los labios. Repite la acción tres veces y niega con la cabeza acercándose. Me observa un par de segundos y luego vuelve a su bocadillo.

—No. Culpa de mi hermano —corrige—. Es la tercera cosa que quema desde que llegamos aquí.

¿Hay más víctimas aparte del gato?

Puede que sea de esas personas a las que le gusta jugar con fuego. Hay varios de esos. Pero viéndolo desde otro punto de vista, hizo un bien. Esa alfombra es horrible y la mancha es el pretexto perfecto para quitar eso del cuarto.

—¿Gusta?

Tiende su mano frente a mí ofreciéndome dulces, ella ha tomado un nuevo puñado y ya lleva un par en la boca. Son pocos los osos de gomita coloridos que quedan en la bolsa.

Los Nos no estamos diseñados para comer. Nuestros envases solo son eso, una irrealidad. Estamos vacíos por dentro. No hay sangre ni corazón dentro. Solo una negra masa densa que se alimenta de una forma particular. Sin embargo, ella sigue sosteniendo la bolsa y no puedo evitar tomar un dulce. Uno rojo.

—Gracias —susurro.

Se alza de hombros y guarda la bolsa en sus pantalones. Termina de masticar lo que trae en la boca, el dulce parece haber apaciguado sus nervios momentáneamente.

—¿Estuvo aquí desde temprano? —pregunta.

Asiento observando la gomita. Quiero guardarla en mi morral, sin embargo ella no deja de observarme. Sería muy imprudente comerla. Hay una extraña sensación que permanece en el vacío cuando se engulle algo. Lo he intentado un par de veces. He comido bolas de arroz, cacahuates y tierra; pero las tres cosas fueron devueltas por el envase.

—¿De casualidad no vio a un muchacho alto? —Coloca una mano arriba de su cabeza y la zarandea de un lado a otro—. De cabello claro y corto, cejas como las mías, vestía con una chamarra de azúl claro y chillón...

—No.

No miento. No he visto a alguien igual de muerto desde hace mucho tiempo. Y eso que mi trabajo es seguir a gente casi muerta.

Suspira antes de aventarse las últimas gomitas que tenía guardadas en su palma a la boca. Con cada masticada parece relajarse. Respira con más tranquilidad y sus ojos ya no parecen querer sacar lágrimas.

Es una lástima que no haya sido un demonio.

Mira extrañada a la gomita sobre mis dedos, pero no menciona nada. Supongo que a Mauren no le falta mucho para terminar el trabajo y debería de estar allá en vez de observar a esta humana intoxicarse con azúcar y colorantes artificiales. Sin embargo, la puerta de salida se siente tan lejana y no me hará mal descubrir un par de secretos.

—Este niño es tan desesperante. Debe de volver en un rato, tiene que volver en un rato. Todas las veces que se va regresa, pero siempre tengo este sentimiento de... —Se detiene un segundo—. ¿Gusta algo de tomar? ¿Café? No, café no. Creo que no tengo café. Pero le puedo ofrecer un vaso de agua. Debe de ser cansado estar moviendo cajas y limpiando lo que sea que esté allí.

Antes de que me sea posible negar, ella camina de nuevo hacia la cocina. Mientras guardo la gomita en el morral, me asomo por curiosidad a las gavetas que tiene abiertas allá, son igual de pobres que todo lo demás en este lugar. Solo se alcanzan a ver algunas sopas instantáneas, como las que le gusta comer a Mauren, y algunos trastes.

Me acerco a las cortinas. Las toco despacio con los dedos, se sienten viejas y rugosas. También pesadas. Dejo entrar un rayo de luz hacia el departamento, no le haría daño a nadie abrirlas. El pobre foco que está encendido en el comedor parece estar a punto de querer fallecer con la poca energía que le queda.

Vuelve con un vaso de plástico con dibujos de pequeños pollos. Sonrío. No sabía que los demonios bebían agua en envases tan ridículos.

—¿Suele llorar así de a menudo?

Mi pregunta la toma por sorpresa, pero no baja la mirada. Normalmente los humanos se encierran a llorar solos, pero ella no parece tener problema con llorar frente a un extraño. Creo que tampoco tiene problema con invitar extraños a su casa, ni con sacar a relucir sus secretos con estos.

—¿Usted no?

Algo me detiene y no respondo. Por supuesto, nunca he llorado. Pero el pensamiento de saber que el envase que he robado alguna vez lo hizo, me hace divagar. ¿Por qué habrán llorado estas manos tan pálidas?

Vuelvo a ella. Hasta ahora noto que el demonio lleva una blusa oscura con un estampado de chiles. Es un divertido diseño que contrasta con el cuerpo que está demasiado cansado. Las ojeras se marcan como si no hubiera tenido una buena noche, una buena semana, ¿una buena vida quizá? Este lugar está consumiéndola. Como siga así, terminará como la planta de la entrada. Muerta.

—¿No lo haría usted si de repente su hermano no aparece y hay una mancha enorme en la alfombra? Y luego se da cuenta de que el gato no está y probablemente la mancha sea el gato. Luego el bullicio, la gente hablando y tomando vídeos del cuerpo. Me doy cuenta tarde de que Daniel está... ¿Para qué quisieran tener eso en su teléfono? ¿Para qué tomarle fotos?

Eso es sumamente específico. Pero no sé si lloraría por alguna de esas cosas. Tal vez por lo del gato. Sí, tal vez.

—Para recordar —contesto.

¿Estará cerca la muerte de Helene? ¿Por eso puede verme? Imposible, un Nos tendría que estar cerca de ella y ya lo habría notado yo.

—Para recordar —susurra para sí misma—. Su compañero no va a estar muy contento si lo entretengo más, ¿verdad?

A la roca de Mauren le daría igual. Todo le da igual. Todo menos el catálogo de cocina que hace brillar a sus ojos. Eso y limpiar cuartos de difuntos. Debe de estar bien sin mí.

Trota unos pasos para adelantarse a la puerta y me espera callada ahí. Volteo de nuevo hacia la oscuridad del pasillo para comprobar que no hay ningún monstruo escondido detrás de las paredes.

Quizá mi visita a este extraño lugar no sea en vano. Busco en la mochila el lagarto extraño con alas. Decido dejar el vaso en el suelo, la mesa está demasiado lejos y no hay otro lugar más donde colocarlo.

Voy hacia ella y me detengo en la puerta.

—¿Por qué se preocupa tanto si el comportamiento es predecible? Si siempre vuelve, debe de estar bien.

No me responde, solo observa el juguete entre mis manos. ¿Por qué le ha tocado estar sola en un lugar tan siniestro? Las cosas siguen sin tener sentido y no puedo descartar tan rápido la idea del demonio.

—Porque no tiene a nadie y yo tampoco tengo a nadie más —responde—. Debería salir a buscarlo antes de que se haga más tarde.

Asiento y le tiendo el lagartijo frente a su rostro. Ella ladea la cabeza y frunce el ceño. Su cabello desprende una suave esencia a nuez.

—¿Qué es esto? —pregunto—. ¿Un cocodrilo gigante? ¿Por qué tiene alas?

Carcajea un momento antes de abrir más la puerta. ¿Ha sido demasiado extraña mi pregunta? ¿Se ríe de mí o se ríe del cocodrilo? Su risa poco a poco se desvanece mientras nota mi rostro. Creo que ya le ha quedado claro que no me parece gracioso.

—Es un dinosaurio. Un pterodáctilo, creo. ¿De dónde sacó eso? Daniel tenía una colección...

—De por ahí —interrumpo—. Estaré pendiente por si veo a su hermano. Hasta luego.

Miento, pero me desagrada decir adiós. Hasta luego me parece más agradable y sonoro.

—Gracias, Leonardo.

Leonardo.

Suena bien, por supuesto, soy bueno robando nombres.

Entrecierra sus ojos y parece que sonríe con ellos. Bajo la cabeza antes de salir por la puerta. Quizá fue un error venir aquí.

Mauren se encuentra depositando la llave debajo de la maceta, justo como le indicó el sobrino de Daniel. Ni siquiera escucha la voz de Helene, quien se ha despedido fuerte y claro desde la puerta que cierra con llave. Mi trabajo solo queda un tanto confundido por el saludo que ella le otorga desde lejos con la mano, pero pasa de largo sin corresponder.

Bajando el tercer piso me asomo por el ventanal donde antes Mauren descansaba para leer. Los pasos de Helene se escuchan detrás mío, toma la distancia discretamente. La roca se pierde de lo enormes que lucen las jacarandas ahora que están dando hojas verdes. No es una vista desagradable en absoluto y me imagino que en primavera será mucho mejor.

En medio de la gran calle de los árboles hay unas cuantas personas que caminan. Hay uno de ellos acostado entre las bancas que viste una chamarra azul cian. Está solo y una señora gira la cabeza para verle mejor mientras pasa. Igual siento algo extraño con la imagen de ese sujeto.

Helene observa también el ventanal. No me dirige nada más aparte de una mirada asombrada. Corre el resto de las escaleras y permanezco estático en el mismo sitio.

—Helene —susurro.

Me descubro a mí mismo llamándola despacio. Como si mi voz pudiera ser escuchada por Mauren quien se detiene de golpe al inicio de las escaleras al escuchar las zancadas de Helene, pero no se quita del paso. Ella choca contra él y sigue de paso sin disculparse. Mauren trastabilla y cae mal, se golpea la cabeza con el barandal metálico de la escalera. Se lleva de inmediato una mano a la frente. Un hilo de sangre le ha empezado a escurrir de la ceja. Quizá a Mauren lo termine matando alguien.

Helene se detiene en la puerta. Duda un par de segundos y hace una mueca desesperada al ver a mi trabajo en el suelo, pero no regresa, solo toma aire para volver a correr al exterior.

Los demonios de aquí son verdaderamente extraños.

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