Doce
XII
—¡Leo! Ven aquí.
Diego aletea un par de folders con sus manos. Intenta moverse un paso y se detiene ante el cuerpo inmóvil que yace a sus pies. Como si se le hubiera olvidado repentinamente el hecho, hace un gesto extraño con sus ojos y bufa.
—No recuerdo su nombre —exclama—. Ni siquiera estuve cinco minutos con él. A ver...
Vuelve a los papeles que lleva en la mano, pasa de hoja entre hoja de manera caótica. Algunos papeles se caen al suelo, pero no parece importarle en absoluto. Las hojas alcanzan a tocar la fría piel del humano.
—¿Qué le pasó?
—Una bala perdida... —Baja los papeles y hace un ademán con las manos—. No exactamente una bala perdida. No recuerdo la expresión exacta. Pero ya sabes. Estaba en el sitio equivocado en el momento equivocado. Me parece que le rajaron por dentro.
Con la punta de su zapato le remueve la chamarra que le cubría el abdomen. La ropa está completamente impregnada de sangre. Diego vuelve a mí y me enseña las hojas.
—Mira, me gusta mucho el semblante de este. Medio ligero. Con esos ojos que no saben expresar otra cosa que no sea: "no me interesa." Pero, por otra parte, mira este de acá. Sé que no es tan joven, pero parece que es un gigante. Además, es francés. Y tú sabes lo mucho que me gusta Francia.
Miro de reojo los papeles que tiene en las manos. Es el catálogo de envases de la Central. Tiene más opciones de las que me habló en las manos. Sigue señalando algunos puntos carnales de los envases, la textura de sus pieles, la profundidad de la cuenca de sus ojos, el color de sus cabellos...
—Te ves perdido, Leo.
Estoy perdido. Helene mencionó que había un hombre que quería subir, pero no estoy seguro si se refería a Diego, o si se refería al hombre que ha pintado el lobby del edificio con su sangre.
—Pensé que estabas de descanso —susurro.
—¡Yo también! Pero ya sabes cómo es la Central. Un día dicen que no hay gente que matar, y al otro día se les ocurre un cataclismo o algo así.
Veo entre las hojas la comitiva de Diego junto a la fotografía del hombre que yace a nuestros pies. Carlos. Carlos Mar... Se corta el nombre. El Nos no me permite ver más allá de esas letras. Me regala una sonrisa y me da un par de palmadas en el hombro.
—Tampoco es como si fuera muy difícil, Leo. Solo tenemos que seguirlos. Es un simple trabajo.
—Lo es.
—¿Y bien?
—El primero tiene más tu esencia.
—¡Ah! —Se lleva una mano hacia la frente—. Perdón. Me refiero a si ya terminaste con... ¿Martín?
No respondo. Su semblante se oscurece un poco, se acomoda los papeles y se sienta en el suelo. Ahí, al lado del Carlos inerte, Diego se estira para tomar las hojas caídas. Suspira cuando nota que algunas se han manchado con sangre tibia. Decide recortar con las manos aquellos pedazos de hoja, lo hace lentamente. En el entreacto, me mira y frunce el ceño, da unas palmadas junto a él en el suelo. Me saco la mochila y la coloco a un lado mío. Termino recogiendo mis rodillas para no tocar el brazo de Carlos.
—Cerca —comento—, es Mauren.
—¡Es! Todavía está vivo. Pero no está aquí, ¿verdad? No vive en este edificio.
—No.
—¿Hay algo que te interese tanto en este edificio como para que te saquen los ojos en la Central?
No recuerdo mi primer trabajo, fue hace demasiado tiempo que lo tuve. Pero sí recuerdo el último. Isabel. Una pobre vieja destinada a pasar sus últimos días encerrada en un asilo. Sus hijos no fueron a visitarla, yo pasé con ella tres días y en ninguno de esos dejó de hablar de sus criaturas. Ni siquiera cuando estaba a solas y nadie estaba para bostezar en medio de las anécdotas.
Tal vez a Isabel no le hubiera gustado descubrir que el último retrato que alguien le haría a ella, que era pintora, sería uno de palos y círculos. Es terrible, pero le dibujé los anteojos redondos que llevaba a todos lados y el puré de patatas que solía disfrutar despacio. Le encantaba ese puré.
De Isabel era agradable que hablara de sus pinturas. En sus obras estaba retratada su familia. Tenía un álbum de fotos con todos los cuadros que había realizado, eran demasiado grandes como para trasladarlos a aquel cuarto pequeño y feo del asilo; sus hijos se habían quedado con los óleos, tal vez arriconándolos en un espacio polvoriento de sus casas. Se quedaron consigo mismos.
Sus cuadros, en las fotos, eran brillantes. Impresionistas. Isabel solo se había quedado con una obra suya ahí en su cuarto olvidado, el de unas mariposas que eran confundidas con la silueta de una cabra del infierno. El cuadro más oscuro de todos.
O bueno, al menos eso era lo que el vecino alocado siempre decía después de tocar un par de veces la puerta de Isabel. ¿Es eso un animal del infierno?
Mis compañeros de Nos quizá no recuerdan el último nombre de a quien le colocaron una llave maldita. No recuerdan la hora a la que se levantaba su humano, mucho menos recuerdan la figura de sus labios al curvar una sonrisa.
¿Cómo Diego me pide responder algo que no podría entender?
He ganado un poco de terreno. Su rostro no puede ocultar el enojo y el desconcierto ante la figura que le muestro.
—A ti te gusta Francia, a mi me gusta robarle cosas a los muertos.
Bufa y deja el folder a un lado. Me mira directamente a los ojos y luego arrebata el dinosaurio de entre mis manos. Lo examina un par de segundos. Su atención vuelve a las escaleras de donde vine.
—El primer día Mauren vino a recoger a alguien. En esa ocasión no pude tomarlo, hubiera sido demasiado evidente. Ahora bien, no puedes culparme de aburrirme de seguir a Mauren por más de tres días. Es una roca.
Diego avienta el juguete hacia la bolsa. Permanece unos segundos en silencio. No hay nadie en la recepción. No hay alma que pueda enterarse que enfrente de las habitaciones del primer piso, hay un hombre que está muerto.
—No somos como los demás. ¿Verdad, Leo?
—No.
—No nos interesan los cupones idiotas por los que puedes adquirir una mesa con incrustaciones de piedra volcánica. No nos importan las listas de los mejores. No nos importan los números que están al lado de nuestra identificación. ¿No? Demonios, no sé si es un tres o un cuatro el último dígito de mi identificación.
—Creo que es uno.
—¿Eh?
No veo la imagen de su identificación en mis memorias. Los números salen por sí solos entre una niebla espesa y oscura. No tengo que pensarlo, es como si los hubiera dicho tantas veces.
—199701. Es uno.
—La primera vez que te vi, estabas arrancándote pedazos de ti mismo.
—¿Te has convertido en un poeta mientras no te miraba, Diego?
—Dime, Leo. ¿Escuchas algo cuando estás a solas?
No recuerdo la primera vez que vi a Diego. No sé si estaba en la fila para recibir el pago de nuestros servicios, quizá estaba en el panel de humanos por vencerse; aunque realmente me gustaría creer que estaba en los límites de la central, ahí donde algunos entes se plantan a vender algunas reliquias rotas.
¿Qué escucho cuando estoy a solas? Ecos. El sonido de la carne falsa que he robado sobre la tierra muerta. Pasos y sus ecos. No son tan profundos como los de una cueva, ni como los que adornan una casa sin muebles. Un eco rasposo, atonal. Extraño y deforme.
—No.
Cierro los ojos. Puedo ver el edificio donde Mauren va a refugiarse después del trabajo que surge de entre la niebla negra. Las luces me guían a él. Es ese apartamento sin muebles. Lo he trazado perfectamente en mi cabeza. He decidido recordarlo. Desordenado y caótico. Es la tercera ventana a la derecha, cuarto piso. La cortina azul que nunca se abre, ahí es donde descansa.
¿Cuánto tiempo le quedará?
—No somos como ellos —susurra Diego—. Sé que no lo recuerdas, pero...
Volteo hacia arriba. El cabello de Helene se asoma entre las rendijas del barandal que la sostiene mientras se acuclilla para presenciar la escena. No deberían de saber amargas las palabras de Diego. Me reprimo a mí mismo, no debería de importarme que no sea como Helene, que no sea como Mauren.
Pero me importa.
—Tenemos sus cuerpos y robamos sus últimos minutos de vida. Los perseguimos y anotamos sus nombres para también apropiarnos de ellos —exclamo—. ¿Exactamente qué parte de ellos no somos?
—Sé que no lo recuerdas —repite—. Y no tienes que hacerlo, Leonardo.
Mi nombre entre sus labios falsos me hace temblar. Es una imagen muy difusa, pero los ojos de Helene se mantienen rojos. Está observando el cuerpo sobre el suelo, poco después se encuentra con mi mirada. Me regala un segundo de terror, retrocede y dejo de ver su imagen. Sin darme cuenta mis nudillos están aferrados al final de las mangas del suéter que aún huele a ella.
No sabía que los demonios de ojos bonitos sabían llorar en rojo.
—¿A qué te refieres con eso? —pregunto molesto.
Diego no contesta, vuelve a sus hojas de pieles y las repasa una vez más. No sé si la ha visto también, pero el simple pensamiento me tensa más los dedos. No debería hacerlo, pero mi cabeza vuela a imágenes de Mauren muriendo al lado de Helene. Ambos rindiéndose ante la niebla negra.
—No puedes recordar la primera vez que me viste —exclamo.
—¿Por qué no?
—Porque...
No sigue. Arruga las hojas y las guarda en uno de sus bolsillos. Mueve el pie con desesperación, por descuido termina tocando el cuerpo frío del hombre frente a nosotros. Se detiene con una mueca de asco y encoge los pies.
—Es un trabajo simple, Leonardo. —Se levanta y mira una vez más el cuerpo—. La gente muere y nosotros estamos ahí a su lado.
—Ven. —Me tiende la mano y sonríe despacio—. Larguémonos de aquí.
Vuelvo a las escaleras, el demonio de ojos bonitos ha desaparecido en la oscuridad. Me permito imaginarme la escena donde Héctor tiene pesadillas y Helene tiene que apagarlas todas. Dejo que la mano de Diego se sostenga en el aire.
¿Por qué no puedo recordarlo?
Tomo su mano y me levanto. Lo mantengo sujeto a mi. Debe estar bromeando, seguramente está tomándome el pelo. ¿Cómo diablos tengo que recordar la primera vez que vi su rostro? Si hay millares de millares de nosotros agrupados entre las calles falsas de las ciudades que construyeron en las gélidas sombras. Lo suelto repentinamente.
—¿La Central te mandó?
—Si te importara tanto la humana no estarías consumiéndole el alma.
—Puede verme.
Busco en su cara un rastro de sorpresa, pero no hay ninguna. Es como si lo supiera de antemano. Sus ojos se fruncen como si solo lo estuviera fastidiando con algo banal. Doy un paso hacia atrás.
—¡Basta que vas a pisar la sangre!
El grito de la recepción le hace reaccionar. Me mira enfadado y se acerca un paso a la salida, no se mueve más hasta voltearme a ver. El velador está saliendo de la oficina, pero en el acto tira su café y otros papeles. Pide auxilio a la soledad de los pasillos y se apresura a salir de su pequeño cuarto.
—Lo sabías...
Mira el techo y suspira. Hace un ademán con el brazo intentando convencerme de que lo siga, pero estoy demasiado confundido como para caminar. Cuando lo nota, se lleva las manos al rostro y lo jala hacia abajo. Una negrura se alcanza a divisar de sus párpados inferiores, la falsedad de nuestra entidad.
Se acerca de nuevo a mí, me toma por los hombros y voltea a ver con desprecio al velador que llorando intenta despertar al muerto. El humano tira un par de veces su teléfono al intentar llamar a emergencias, pide entre jadeos una ambulancia. Ojalá alguien le diga pronto que no será necesario.
Diego me abraza y me quedo estático.
—Somos muerte, Leo. Lo siento.
Y de repente, la nada.
Solo por unos segundos.
Abro los ojos despacio. Puedo ver el edificio donde Mauren va a refugiarse después del trabajo. Es ese apartamento sin muebles. Desordenado y caótico. En la tercera ventana a la derecha, cuarto piso. La cortina azul que nunca se abre, ahí es donde descansa.
¿Cuánto tiempo le quedará?
Estoy harto. Seguir a los humanos no es un equilibrio. No es una balanza ni un deber. No puede serlo. No hay ganancia alguna en seguir a Mauren. ¿Qué ganamos al robar los últimos minutos de Isabel? Nada. Es simplemente la avaricia de seres que no quieren dejar de existir.
Diego ya no está conmigo, por supuesto, se las arregla para casi matarme y luego irse como si nada hubiera pasado. Busco a mis alrededores, tampoco está mi mochila de objetos que he robado. Solo encuentro la basura del catálogo de cuerpos de Diego, escrito en la hoja hay algo: "no te pierdas."
Avanzo automáticamente hacia donde Mauren. No lo entiendo. No deben vernos. Hay algo que Diego me está ocultando. ¿La Central quiere a Helene? No. De ser así ya la hubieran tomado. Así son. No deliberan, solo actúan. Tal vez Diego tiene razón. Tal vez yo soy quien está tomando demasiado de la vida de Helene.
Subo por las escaleras exteriores del edificio. Estos palos de metal oxidados dan justo a una de las habitaciones vacías de mi encomendado, esa que tiene vista de este callejón oscuro. La ventana está abierta con las cortinas queriendo volar. La tela se desplaza con furia de un lado a otro. Entro despacio y el golpe de un llanto me sofoca. Mauren está hecho ovillo en el suelo quejándose. Se abraza a sí mismo sin poder dejar de lado los sollozos.
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