Diecisiete
XVII
Cada paso que doy junto a Helene es un punto más que quiero agregar a la imaginaria costura sobre mis labios. Ella camina tranquila a la espera de otra brisa que le traiga un pétalo de las jacarandas frente a su edificio. Me pone de tantos nervios la imagen. Por la playera de Mauren que viste, por los rastros de sangre que aún quedan entre sus ojos, por el fin que se acerca.
Y sin embargo, ella está aquí, en paz.
—Bien, volvamos a casa.
Su afirmación sonriente me saca de trance. De repente la calle se llena de transeúntes y escucho más ruido. Helene me tiende la segunda bolsa de papel, no la había soltado en todo el trayecto dentro del taxi, enseguida descubro que es mi mochila, la que había abandonado.
—Sé que no va a explicarme lo que pasó anoche —habla—. Todos creen que hay una maldición en el lugar... Sobre todo una pareja del primer piso, ya empezaron a meter todo en cajas para mudarse.
Me siento en la banca más cercana a nosotros, de a poco voy descubriendo mis cosas dentro del morral. Hago trabajar a mi memoria, intento recordar los precisos instantes de donde he obtenido cada objeto. Repaso con mis dedos la esquina del cuaderno.
—¿Está bien? —pregunta.
Yo debería preguntarle lo mismo, acaba de invocar a alguien que lleva años muerto. A Helene no parece preocuparle mi silencio, la escucho mientras resume lo que ocurrió con el joven muerto que Diego se encargó de dejar en la entrada del inmueble.
—Estoy preocupado por ti, Helene.
Su alegría se difumina en segundos, me mira confundida y se abraza lentamente, como si de repente la brisa le hiciera daño.
—¿Por eso está así? Duele, por supuesto que duele, pero estoy bien. No me pasará nada a mí. Mauren lo necesitaba, Tomás también. —Da unas pequeñas palmadas sobre mi hombro como si fuera un niño pequeño—. Desde que entré a la casa Tomás supo quién era yo y supo lo que podía hacer. Quería hablar, tenía tantas ganas de hablar. No podía irme sin darle permiso.
Hace un gesto con la cabeza para que la siga. Habla del alboroto que se hizo anoche, de las patrullas que llegaron y las personas que no querían dejar de ver el cuerpo tendido. Entre el lío observó mi bolsa aventada detrás de una de las macetas de la entrada y sin dudar la tomó.
Me saca de quicio su manera de hablarme de frente, a tono alto y risueño, caminando con tranquilidad a mi lado. Como si fuera igual a ella. Poco le importa captar la atención de las personas que pasan cerca quienes la juzgan, se le ha olvidado quién soy.
Y por un segundo a mí también se me ha olvidado.
No es coincidencia que la central haya cambiado mi encomendado, es por ella. Por lo que tiene dentro. Por lo que puede hacer y ver. Su vida debe de valer mucho, montones. Que la Central haya decidido dejar a Mauren vivo, no ha sido al azar. Ha sido mi culpa. Yo la encontré.
El hombre detrás del escritorio del lobby la observa extrañado, normal que reaccione así. Para él no hay nadie al lado de Helene, pero no la detengo ni ahí, dejo que su voz recorra las escaleras.
La puerta del 301 luce igual que siempre, marchita, oscura, a punto de derrumbarse. La planta seca sigue ahí, al lado de la madera. Tengo ganas de preguntarle a Helene si no planea cambiarla mientras introduce la llave.
Cuando la puerta es abierta encuentro a Héctor sentado en el sillón con las manos cruzadas y una cara desesperada. Con las manos cruzadas sobre el pecho se levanta sin dirigirse a ella, camina de un lado a otro y mueve las manos, como si intentara formular las palabras adecuadas.
—Helene.
—Héctor.
—¿Puedo saber dónde estuviste toda la mañana? ¡Estaba preocupado! Se supone que el que se escapa de casa soy yo, no tú. ¿Sabes todo lo que tuve que inventarme cuando llamaron de la casa donde trabajas? Ahora piensan que tienes un sarampión venenoso. —El muchacho centra la atención un segundo en mí—. ¿Y por qué trajiste a Terminator?
¿Terminator?
—Él cree que eres Terminator porque dice que no te moviste ni un centímetro cuando te lastimó.
Héctor se acerca a su hermana, pone las mangas de su suéter negro sobre sus palmas. Sube una mano para tocarle la frente con temor, luego jala un poco la playera que porta Helene, la suelta con un reproche. Frunce el ceño, se lleva las manos sobre su rostro y lo talla varias veces.
—Prometiste no volverlo hacer. Mentirosa.
***
Helene se ha quedado completamente dormida en el sofá, el desastre después de la comida es recogido por Héctor y por mí. Levanto las migajas que Helene dejó y siento que es la acción más extraña que he realizado desde que he perseguido a un humano en sus últimos días. Una cosa es robarles objetos pequeños, otra recoger lo que han comido. Estoy tan acostumbrado a simplemente observar.
La playera de Mauren le queda demasiado grande a Helene, su vientre se deja entrever al igual que las cicatrices que carga ahí; el hueso de su cadera sobresale enfermizamente. Volteo a Héctor quien suspira sin preocupación alguna.
—Ni siquiera recogió el vaso. —Héctor se dirige a mí—. Estuvo demasiado tiempo en el otro lado, por eso está así de cansada. Parece como si se fuera a morir, pero nunca se muere. ¿No se te ocurrió que no era normal? ¿Por qué no la detuviste? ¿Te gustó verla sangrar por los ojos?
—No lo sé.
Vuelve a rascarse el rostro y niega un par de veces.
—En fin, ¿cuánto tiempo planeas robarnos el aire?
—No lo sé.
—Excelente. ¿Hay algo que sepas?
Héctor abraza un cojín y lo avienta hacia el techo. Me siento frente a él. Una cucaracha quiere subir por la pared, pero él intenta hacerla caer. Falla tres veces seguidas.
—No te preocupes, te acostumbras a ellas. Según el guardia del edificio. —Se acomoda de lado para observar a Helene—. Me dijo que eras extraño. Parecido a nosotros, ¿tú qué haces? ¿También ves muertos?
Asiento despacio, Helene empieza a roncar levemente, se retuerce entre el sillón para acomodarse. El cabello se le sale de la coleta y le abraza el rostro. ¿Qué podría decirle a su hermano si muriera en este instante?
—¿Por qué puede verlos? —pregunto en un susurro.
—Por mamá.
Héctor aprieta el cojín entre sus manos con fuerza, deja de aventarlo hacia la cucaracha. La mira rendido, es diminuta, más diminuta que la uña del meñique. El chico termina por dejar el cojín en paz.
Ellos dos tienen las mismas cejas, la misma nariz, la misma mirada curiosa y muerta.
—La familia de mi padre está maldita. Así es como nos conocen todos en el pueblo. Por malditos y brujos. —Héctor se levanta y camina hacia la cocina—. Al menos así es como conocen a las mujeres Vega. La abuela también podía ver a los muertos, la mamá de nuestro papá. Se convirtió en el negocio de la familia. La gente iba a la casa, la abuela les platicaba algo del pasado, les decía que se encontraba alguien ahí en el cuarto, platicaba con la gente enterrada y sacaban algo de dinero. Al menos eso pasaba hasta que murió la abuela. Pero mamá no quería nada de eso, mamá no quería hijas del diablo.
Regresa con algunas velas. Coloca una en la mesa, otra cerca del mueble de la televisión, una en el suelo al lado de Helene.
—Lo siento, se me olvidó pagar la luz y la han cortado, mañana me encargo de eso. —Suspira—. El problema es que Helene no parece hija del diablo, parece el diablo mismo. Tú la viste, ¿no es así? Helene se pierde en el infierno para poder hablar con esas almas, o algo así. Mi abuela no hacía eso, mi abuela simplemente escuchaba las voces. Helene los trae de vuelta con ella, ¿me entiendes?
Enciende las velas con sus dedos. Deja el fuego recorrer sus nudillos con diversión. El calor ilumina su palma con cuidado mientras él mira a su creación con orgullo. Empuña las manos dejando salir un delgado hilo de humo de ellas, incluso juega con ese hilo creando formas.
—Largas filas se hacían para ver a Helene convertida en tantas personas podridas. A papá le encantaba el dinero que pasaba por sus manos. Y las personas del pueblo estaban dispuestas a pagar lo que fuera. A papá no le importaba que su hija fuera vista como una atracción de circo, mucho menos le importaba cómo terminaba ella. En parte lo entiendo, éramos demasiados en la casa, se escucha fácil, pero dar de comer a cinco bocas no es fácil. Pero ahora Helene está enferma.
Da una última mirada a Helene antes de acercarse a la entrada, le veo tomar un par de billetes y las llaves de la casa.
—Por eso estamos escondidos en este horrible lugar, Terminator. No vamos a soportar de nuevo ni a mis hermanos ni a mi papá. —Señala al sofá—. Volveré en un rato. Si despierta después de que llegue, le dices que fui a pagar la luz o algo así, por favor.
La puerta se cierra detrás de él.
Puedo imaginar las largas filas con personas queriendo observar el espectáculo, comprendo la afición por regresar a la vida lo que ya está enterrado, los Nos hacemos algo parecido con los envases. Helene estira un brazo, se queja levemente. Abre los ojos poco a poco sentándose en el sofá. Intenta levantarse, pero sus piernas no le permiten hacerlo.
—Ya se fue el desgraciado, ¿verdad? No va a pagar nada —habla Helene.
Se levanta al segundo intento, sus piernas aún tambalean. La acompaño a la primera puerta de la derecha, un diminuto baño. Ella se acerca al lavabo, debajo de la cerámica hay un par de puertas, Helene las abre y sin mirar más allá saca una cubeta negra.
Regresa al oscuro pasillo y reposa unos segundos ahí para respirar profundamente. Acomoda su cabello castaño en una torpe coleta mientras un par de lágrimas caen por sus mejillas. Me voltea a ver con una diminuta sonrisa antes de avanzar sosteniéndose con la pared. Inclina su cuerpo para hacer ceder a la primera puerta que encuentra.
La empuja suavemente detrás de ella, sin embargo, no logra cerrar la puerta y deja una rendija ahí. Entro sin hacer ruido para no molestarla, Helene está hincada en un rincón aferrándose a la cubeta con fuerza, tose dolorosamente. Ha empalidecido más que antes y un hilo delgado de sangre le recorre la barbilla. Levanta la cabeza intentando reclamarme algo, pero la arcada regresa a ella.
Me acerco un par de pasos para sentarme detrás de ella. He observado cientos de veces esta escena. En un baño público, en un hospital, en el patio trasero. Y ahora que acaricio la curvatura de su afilada espalda, me es imposible pensar en que pueda morir ahora mismo.
Mueve la mano empujándome y se levanta con la cubeta dispuesta a retirarse, pero la detengo. El recuerdo de Isabella queriendo que alguien la cobijara por última vez en su vida me pasa por la cabeza, no me permito dejar ir a Helene sola, la dirijo a su cama despacio.
—Tengo que recogerlo —reclama—, Héctor se espantará si ve que estoy sangrando.
Pese a sus palabras, su cuerpo no se resiste, se queda hecho un ovillo encima de las sábanas. Tomo la cobija que está a sus pies y la envuelvo con ella despacio. Tantas veces vi como algunos en sus últimos días se quedaban muriendo en el frío de la noche sin que nadie los cobijara. Tantas veces observé. Tantas.
—Yo lo haré.
—No tiene que hacerlo, lo haré yo más tarde. —Golpetea la cama—. He conseguido algo en la casa donde trabajo, los niños me lo regalaron. ¿Ya vio su mochila? Está ahí.
Me aseguro de que esté bien cobijada, repaso con mis manos los pliegues de la tela, observo sus ojos un poco más. Jamás había asesinado a un demonio.
Tomo la cubeta entre mis manos para retirarme. El carraspeo de Helene me detiene, pero no volteo a verla, no creo que deba hacerlo. Entre más me quedo escuchándola, menos ganas tengo de decirle la verdad.
—¿Debo temer por usted, Leonardo? —pregunta en un susurro.
No respondo, pero enseguida escucho su carcajada.
—Perdón, estoy exagerando —continúa—. Es que, quizá no me crea. Pero la primera vez que lo vi, pensé que era uno de ellos. Pensé que estaba muerto, pero es una tontería. No va a morir pronto. No puede hacerlo ¿verdad? ¿Verdad que no, Leo?
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