Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Dieciocho


XVIII


Helene con sus dedos repasa sin miedo las grietas del aparato estrellado, Héctor no ha contestado de nuevo. Suman siete veces en las que se ha conformado con el buzón de voz automático. Pero, a diferencia de las otras, ahora se desilusiona dentro de las paredes de un hospital, en una pequeña habitación con las paredes llenas de pequeños casilleros. Aquí hay un silencio que contrasta con el escenario anterior, donde decenas de personas esperaban en fila y sus voces no se callaban por nada del mundo.

Un par de mujeres le dan un buenos días al demonio de ojos bonitos antes de salir risueñas de la habitación. Llevan el mismo uniforme grisáceo que Helene saca de una puertecilla metálica. Mete una pequeña bolsa susurrándole enfadada al casillero y, después de otro segundo confundida, lo avienta ahí dentro.

—¿No dijo a dónde iba?

—A pagar la luz.

Comienza a colocarse el uniforme encima de la ropa que lleva puesta, lo hace rápido y sin pensar. Cuando termina de ponerse la playera se da cuenta de que lo ha hecho mal por la etiqueta que queda visible. Me observa a regañadientes, quizá porque me he quedado demasiado callado.

Medita un momento sobre la banca, tal vez pensando en Héctor o en los fuegos que podría estar provocando. Yo me quedo quieto mirando su perfil desde la esquina de la habitación. Me temo que su cuerpo no ha mejorado desde ayer pese a que se quedó profundamente dormida por varias horas. Todavía se ve cansada.

Vuelve a dirigirse al casillero para sacar un paquete de gomitas, avienta tres a su boca. Me ofrece desganadamente mientras mastica con ansiedad. Antes de poder responderle algo, se gira a cerrar la puertita.

—Sé lo que hace. Pero no es como si me aliviara saberlo. —Echa otro puñado de dulces a su boca—. Va y juega a ser una especie de héroe. Pero algo está mal. Lo siento. De seguro algo le pasó. De seguro algo hizo. Así es él, cuando comete errores los oculta por tanto tiempo como puede. Así pasó con el gato, dejó su ropa tirada encima de la mancha a propósito para que no viera el desastre. ¡¿Y qué pasó?! Que días después cuando el olor fue insoportable encontré una caja debajo del lavabo con los restos quemados del gato.

—¿El gato de la alfombra?

—¡El pobre gato de la alfombra! ¿Sabes qué me dijo? Me juró que el minino había saltado por la ventana de su habitación.

Se sacude las manos y, después de comer una gomita más, se coloca el uniforme de manera correcta.

—Minino estaba muy enfermo cuando llegó con nosotros, ni siquiera quería comer. Héctor dijo que lo que fuera que lo estuviera matando no podrían sobrevivir tanto tiempo bajo el calor. Así que lo intentó. Intentó quemarlo por dentro. —Estira las manos hacia enfrente y baja la cabeza—. Como sabrás, no funcionó.

Se levanta para salir de la sala y la persigo en silencio con el aparato en mis manos. Voltea varias veces hacia atrás, corroborando que me mantengo cercano a sus pasos. No creo volver a conocer a dos humanos tan peculiares como Héctor y Helene. Tal vez no vuelva a conocer a ninguno con la sangre tan maldita.

—¿Planea seguirme todo el día?

La pregunta y el tono seco me sorprenden. Me he mantenido callado en todo el trayecto para no molestarla. Pensé que estábamos formando una amistad y que mi presencia era formidable. Muestra un repudio que antes no se presentaba, a cada rato voltea a verme con ojos enfadados y susurra cosas hacía sí misma que no alcanzo a escuchar.

Avanza. Pasa por alto a los pacientes que se quejan. Conforme caminamos, más gente voy descubriendo. Sobre todo ahí, frente a ese escritorio gigante y circular donde una señorita que masca chicle recita nombres con una flojera inigualable. Esta aglomeración de personas me pone nervioso, son demasiadas para contar, demasiados rostros para recordar. Hay ruido entre cada cabeza, hay dolor en cada respiración.

Helene me lleva a una esquina de sillas pequeñas, al lado del dispensador metálico de agua. Hay algunas crayolas a medias y dibujos pegados a mesas diminutas. Me señala el asiento y, sin entender muy bien, me quedo de pie al lado de ella, asfixiando unos dedos contra otros.

—Mire, Leo —susurra—, no puedo permitirle pasar así a las salas.

—¿Qué hace en el hospital? —Dejo pasar a su comentario—. ¿Opera? ¿Da consultas? Guardaré silencio si es lo que le mortifica. Puede hacer su trabajo e ignorarme, no la molestaré.

Se lleva una mano a la frente y resopla. Sé que también trabaja en una casa cuidando niños, porque lo mencionó ayer, pero no tengo idea de lo que hace en este tétrico lugar.

—No entiendo por qué tiene que seguirme de un lado a otro. Ya me dejó en claro que no va a explicarme nada, pero, por favor, ¿podría al menos quedarse aquí un par de horas? Por allá hay una maquinita de botanas y el jardín no está tan mal. Regresaré pronto.

—No haré ruido...

Respira profundamente y se cubre los ojos.

—Sí, ya me dijo eso.

—¿Helene? —interrumpe una señora grande con cabello cenizo—. ¿Qué haces aquí? Oye, te buscaba Jacinta para el quirófano.

Helene asiente deprisa, mientras avanza detrás de la señora voltea a verme una sola vez. «No se mueva» expresan claramente sus labios.

Se aleja trotando al fondo del pasillo, entra en una puerta y desaparece de mi vista. ¿Cómo se atreve a dejarme en semejante infierno? Entre demonios, llantos y el dispensador de agua que burbujea; una señora que carga a una niña en brazos se pone a mi lado. La lleva en una cobija meciéndola entre sus brazos desesperantemente. Debe de tener cerca de siete o nueve años, aun así, la madre le tararea como si fuera un bebé, pero la chiquilla no responde al canto. El garrafón burbujea y la niña ríe.

—Mamá, ahí hay un venado negro.

—¿Dónde?

La madre examina mi silla. En un segundo vuelve a mecer a la niña con más espanto que antes.

—Ahí no hay nada Clarita, es el garrafón. —Pasa una de sus manos sobre la frente de Clarita—. ¿Ya viste? Son las burbujas.

—No mamá. Es un venado negro. Se ve en el garrafón, ahí. Ahí.

Deja a la niña en el asiento y se dirige corriendo hacia la primera enfermera que ve. Otro par de personas sentadas empiezan a reclamar en silencio a la madre de Clarita. La madre pide disculpas en voz alta y baja la cabeza mientras sigue a la enfermera al teléfono del escritorio. Varias miradas desembocan en la niña que se arropa a sí sola con la cobija.

—Eres un venado muy feo.

Volteo a Clarita que mantiene sus ojos en mi silla. Tiembla con el ceño fruncido y una mueca pronunciada. Así como ella hay otros diez o doce niños en esta misma sala igual de enfermos, igual de friolentos, igual de débiles.

—Un venado muy feo —repite.

—¿Qué pasa Clarita? —Pregunto en voz alta cruzándome de brazos—. ¿Los delirios de la fiebre no te dejan en paz?

Una tos fuerte se expulsa de la niña. Me mantiene intrigado su desesperación por mantener la respiración sin tener un espasmo, pero no lo logra. Sigue tosiendo y comprimiendo su cuerpo. Enrojece por el extraño intento de querer guardar silencio. La madre llega corriendo y golpea con su palma la espalda de la niña.

—¿Cómo te sientes? —pregunta su madre.

La enfermera se acerca y les habla en bajito a ambas. Clarita y su madre levantan la cabeza hacia el pasillo donde un muchacho de gafas y bata blanca les levanta la mano ligeramente. De nuevo la joven señora carga a la niña entre sus brazos y camina hacia el doctor.

No sé si es por el venado negro, por la incomodidad de esa sala o por molestar a Helene; pero me levanto y sigo a Clarita. Tiene la mirada perdida en el techo y uno de los brazos le cuelga. Le toco la palma para que guarde la mano y no retumbe contra el marco de la puerta por la que entran a la habitación.

—Mamá, el venado negro, el venado negro nos sigue.

El muchacho descuelga el estetoscopio de su cuello y se talla los ojos mientras acomodan a Clarita en la pequeña cama, al lado de los aparatos extraños de la pared con cables y cuerdas.

—¿Sigue teniendo tos? ¿Ya le diste la medicina?

—¿Me van a operar? —pregunta Clarita con la cara pálida.

La señora ignora la pregunta. Le explica al doctor que no ha dejado de toser y su padre se ha enojado porque no lo deja dormir en paz, le pide un remedio para calmarle los espasmos y enseguida comienza a llorar sin consuelo alguno. El doctor se dedica a escuchar el pecho de Clarita. Le susurra un par de cosas que hacen reír a la niña. Le revisa la garganta, los ojos, los ganglios.

—¿Te golpeó de nuevo? —pregunta el doctor observando a la señora.

La madre de Clarita baja la mirada, talla las manos sobre las piernas con fuerza. Cruje su mezclilla por el roce. El doctor deja a Clarita callada sobre la cama para empezar a escribir sobre una receta.

—Tráete a la niña a la casa. Vete de ahí.

—¿Mamá? —pregunta Clarita asustada.

—Por favor. —El joven susurra frente a la madre de Clarita—. Por favor regresa. ¿Qué esperas?

Volteo a Clarita, sus párpados se levantan lentamente, como si le costara la vida entera en ello. Escucha atentamente la conversación, mantiene la mirada en los labios, incluso aguanta la respiración. Con lentitud Clarita se va acostando más y más sobre la pequeña cama, repentinamente, una sombra oscura va creciendo desde la puerta. Engrandece sin cuidado hasta que se pone al lado de Clarita. Es un Nos.

Un Nos vestido de un traje blanco, pero con la carne podrida y vieja. Observa callado y sonriente a la niña. Le sopla las hebras de cabellos que le caen sobre los ojos, hace parpadear a Clarita. Posa al lado de ella. Sostiene la fotografía para compararla con Clarita. Sé perfectamente lo que hace, porque yo lo he hecho miles de veces. Ahora camina tranquilo hacia el doctor, va a buscar el nombre de Clarita. Se asoma al papel lleno de tinta, le cuelga una brillante llave de oro sobre el cuello.

Inconscientemente paso mis yemas al pecho sintiendo la llave que escondo debajo de mi suéter. Helene no la ha visto. No le he dicho nada. No he corroborado su nombre, no he buscado un papel que me diga que es ella. No puedo hacerlo. Ni siquiera he podido mirar su foto de nuevo.

—El venado negro, el venado negro —canta Clarita.

El Nos vuelve a la niña y la observa directamente a los ojos. Voltea a mí alzando las cejas. Asiente con la cabeza, como saludándome, y luego permanece al lado ella cruzando los brazos.

Ahí permanecerá. Observándola hasta el último latido de su corazón. Robándose los últimos minutos que le quedan en este mundo. Adueñándose de ellos.

Somos seres por y para la muerte.

La madre de Clarita sigue llorando cuando salgo corriendo a buscar a Helene, poco me importa hacer sonar la puerta y captar la atención de todos en la habitación. Tengo que salir. La imagen del padre de Clarita me golpea repentinamente, una sombra grotesca frente al cuerpo de la niña sin vida se exclama en mis pensamientos.

Me castigo a mí mismo por tocar la mano de Clarita, así que mantengo esa escena en mi cabeza tanto como puedo.

Empujo unas puertas gigantes de vidrio con diferentes signos en el fondo, pacientes detrás de cortinas, otros dormidos en sillas, unos caminando sin rumbo en el pasillo. Doctores intercambian palabras y hojas, pastillas en frascos, quejidos al fondo. Sigo avanzando a un lugar donde el dolor no alcance, con la imagen de todas las personas que he visto morir.

Me dejo caer en una pared donde el silencio parece estacionarse momentáneamente. Llevo la venda de mi mano hasta la nariz, la lavanda está desapareciendo.

Un torpe silbido quiebra mi tortura. Uno entrecortado y sin gracia.

Al silbido le sigue el estruendo de un trapeador siendo exprimido. El agua cae a chorros sobre la cubeta hasta que se deja caer el trapeador con fuerza al suelo. Luego el silencio batalla en momentos con el silbido quebrado.

Me asomo por las pequeñas ventanillas de las enormes puertas. Todas las luces están prendidas, pero solo hay una persona en el cuarto. El suelo está batido de sangre igual que la cama de telas azules. Hay pisadas rojas alrededor del cuarto, siniestros caminos inconclusos. El escenario extraño después de un trauma. Un montón de ordenadores se mantienen apagados, rodeándola.

Ella mece el trapeador de un lado a otro quitando la sangre del suelo. Borrando las pisadas y difuminando lo grotesco de la escena.

Cuando Helene levanta las hebras para enjuagarlas en el balde, sonríe feliz.

Déjà vu.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro