Diecinueve
XIX
Uno.
Dos.
Aída y Alejandro son los niños que cuentan pegados a una columna redonda, aquella que está cerca del comedor de madera. La niña carga largas trenzas que repetidamente golpean su propio rostro, no deja de gritar con alegría en ningún momento. Brinca, se detiene y vuelve a brincar. Diferente al niño que imita los mismos movimientos que su hermana. Brinca, se detiene y vuelve a brincar, pero lo hace en silencio.
Tres.
La madre también está en la casa. Lleva un buen rato sentada desde el otro lado del piso. Se mantiene en el sofá oscuro frente a la televisión con el volumen a tope y el cuerpo desfallecido. Balancea el cenicero de vidrio en la reposadera mientras desganada fuma un cigarrillo. Observa un programa a medias. De repente voltea la mirada a los niños que pasan frente a ella y suspira.
Cuatro.
Cinco.
Helene, en silencio, se acerca de puntillas a la cocina. Abre el gabinete debajo del lavabo. Lo hace sin que las bisagras provoquen ruido alguno. Los niños siguen carcajeando y tapándose los ojos en la columna.
Seis.
Siete.
Ahí, en el lugar más oscuro y pequeño de la casa, Helene dobla su cuerpo para quedar encerrada.
Ocho.
Nueve.
Diez.
Los niños se despegan de la columna. Buscan debajo de las sillas, detrás de los libreros. Entre los cojines y los escritorios. Alejandro sigue los pasos de Aída. Él revisa en los mismos lugares donde ella ha revisado. Como si necesitara una confirmación de algo que sus propios ojos ya vieron. Carcajean uno detrás del otro mientras su madre los regaña y sube el volumen del televisor. Los chiquillos terminan corriendo hacia las escaleras.
—¿Subieron?
No respondo al susurro de Helene. Es la primera vez que me dirige la palabra después del hospital, después de haberla encontrado limpiando la sangre. Cuando me notó afuera esperándola, pasó de mí. Como si hubiera dejado de existir para ella. No dijo nada.
—Nunca van a encontrarme.
Una mosca choca contra el vidrio después de sus palabras. Retumba con fuerza. El insecto se queda quieto solo un segundo antes de volverlo a intentar. Choca, choca, choca y vuelve a chocar.
A Beto nunca lo encontraron.
Beto era un chiquillo de dieciséis años. No recuerdo cuántos encomendados tuve antes de él, y mucho menos recuerdo cuántos tuve después de él. Pero recuerdo su nombre. Recuerdo que tenía un clóset lleno de ropa nueva, pero solo usaba los pantalones que estaban rotos y deshilachados; eso y una playera blanca. Siempre usaba esas playeras horrendas sin forma.
—Nunca van a encontrarme —repite.
Beto compartía con Mauren la imposibilidad de expresar con palabras sus sentimientos. Pero pequeñas expresiones corporales lo delataban. Nadie supo leerlas.
Recuerdo que el último día que salió de su casa le negó a su madre cuatro veces después de escuchar un buenos días. Y se quedó mirando a la espalda de ella por varios segundos. Ella llevaba un vestido floreado, quizá él memorizó el patrón de las flores, las ondas de su falda. Pude haberlo imaginado, pero lo vi temblar.
La hizo voltear. Sí, eso lo recuerdo, que la mirada pesada hizo voltear a su madre. Y Beto negó una quinta vez ante la última sonrisa de ella. Sus uñas se aferraron al marco de la puerta como si no quisiera irse.
Las dejó marcadas.
Lo recuerdo.
Beto nunca llegó a la escuela, caminó más despacio de lo usual. Trastabilló un par de veces. Primero por un hueco en el pavimento y luego por un cordón de su zapato. Y lo que nunca hizo mientras lo seguí: volteó de regreso.
Unos chicos salieron de un baldío desde la oscuridad. Era muy temprano. No había almas despiertas que escucharan nada. Era un frío desierto. Le fueron empujando de uno a otro, no lo dejaron avanzar. Normalmente Beto hubiera respondido con golpes. En los pocos días que lo seguí, siempre terminaba golpeando cualquier cosa que lo molestara. Quizá ese día estaba cansado.
Pero esa quietud de Beto fue el preludio de su muerte.
—Nunca.
Abro los gabinetes de golpe.
Así sucedió con Beto. De golpe.
—Si sigue hablando, la encontrarán.
La mancha de sangre se fue expandiendo rápidamente a un costado de su vientre. Y todos copiaron su silencio. Hubo un momento de pánico colectivo entre los que lo atacaron. La sangre se les bajó a todos.
Estoy seguro de que Beto no entendía lo que estaba pasando. Intentó caminar un par de pasos más sin asomarse a dónde corría cada chico. Cuando sus pasos se volvieron torpes, su mano derecha viajó al vientre y cuando la levantó enrojecida, su cuerpo desfalleció.
No sé por qué, nunca pensé mucho en ello, pero no dejé que su cabeza rebotara contra el suelo. Lo detuve entre mis manos y despacio fui acomodándolo en el suelo. Lo dejé mirando hacia el cielo que aclaraba mientras el desierto desaparecía. Nadie se detuvo, pero a Beto no parecía importarle.
Estaba serio.
No lloró. No se quejó.
Sacó de su bolsillo el teléfono. Tenía poca batería. Manchó todo el teclado. No se veía preocupado. Digitó distintos números, estaba perdiendo la consciencia, pero intentaba teclear lo que fuera. Se quedó con la mirada en el teléfono, esperando que la línea sonara.
Helene se mantiene tranquila entre la oscuridad. No voltea a verme, se abraza a sí misma ahí dentro.
La ambulancia llegó demasiado tarde. Le buscaron la identidad, pero había dejado la credencial en la mesa del comedor. Lo hacía a propósito para retenerse en la entrada de la escuela y llegar tarde a la primera clase. Se quedaba observando el reflejo del amanecer sobre el vidrio donde le ponían un reporte.
Ese día no alcanzó a ver el sol.
El teléfono se le había muerto en lo que intentaban contactar a alguien. Solo hasta entonces las personas formaron un círculo alrededor de él. Desde lejos todos observaban. Lo tocaron varias personas ya cuando su playera era más roja que blanca. Lo envolvieron en una manta y lo subieron a una camilla.
Las sirenas de la ambulancia se escuchan de golpe. Me regresan a Helene, quien, a gatas, sale de los gabinetes y respira profundamente como si fuera la primera vez que lo hace en todo el sol. Estira las manos y juega con el haz de luz que da el atardecer.
Después de colgarle a Beto la llave, me encargué de dibujarlo despacio. Despacio, despacio. Escuché el nuevo nombre que le dieron los señores con guantes azules: Otro muerto de nadie.
—Estás pensando en algo triste.
¿Triste?
No lo sé.
La vida de Beto nunca me pareció triste. Sin embargo, aquí con Helene, los últimos días de Beto en mis memorias se vuelven más sombríos. No escuché tantas veces su voz. No habló. No sonrió. No caminó tantas cuadras, ni olió tantas flores.
Se mantuvo encerrado, yendo y regresando de la escuela. Escuchando lo mismo de siempre, las mismas voces, las mismas miradas. La misma rutina. Y cuando llegaba a casa, se encerraba en su habitación y presionaba por horas el botón del control remoto para ver el repentino cambio de canal. La única vez que su mente hacía ruido, era después de ver ese reflejo del amanecer sobre el vidrio empañado.
La ambulancia pasa más cerca, las sirenas no dejan de escucharse, incrementan su fuerza. El pitido del claxon atraviesa la casa.
—Suelen pasar varias veces cuando estoy acá. ¡Y eso que estamos en medio de la nada! El otro día hubo tiroteo acá atrás. Los niños ya se acostumbraron. Como si ya no escucharan las sirenas.
Se queda observando el techo hasta que el sonido se desvanece. Mira de reojo a la señora de la casa que parece haber perdido la conciencia. Aplaude dos veces. No hay respuesta.
—Esos niños no van a buscarme.
Despacio nos dirigimos a las escaleras. Cuatro pequeñas piernas cuelgan de entre los barandales. Helene sube trotando y regaña a los niños por hacerlo. Ellos carcajean de nuevo. La hacen sentarse con ellos, le dicen que balancee las piernas en el aire.
—¿Ya te vas? —pregunta Aída.
—No te vayas. Quédate. —Alejandro la zarandea despacio—. Juguemos una última vez.
—¿Otra última?
Helene sale corriendo de entre los dos y se va a esconder a un cuarto. La siguen entre risotadas. La alegría se escucha por toda la casa.
Los persigo hasta una habitación. Ahí los tres saltan sobre una de las camas. Los peluches terminan volando por los techos. El bucle de risas se engrandece, Helene contagia a los niños y los niños contagian a Helene. Parece felicidad eterna, hasta que el grito de mamá calma la euforia, y entonces todos se cubren las bocas, guardándose las risas.
Los chiquillos siguen a Helene como pequeñas sombras. En fila india se acercan a la señora de la casa. Aquella que no se ha movido ni un milímetro desde el comienzo.
—Señora, ya me voy.
Le asiente con la cabeza para pasar la mirada a su reloj y masajearse la sien.
—Ten cuidado —dice sin quitar la mirada del televisor—. ¿Hicieron la tarea? Alejandro de repente esconde los pinches cuadernos el cabrón. Y luego las viejas de la escuela están marcándome por su culpa.
Helene asiente.
—¿Vuelves en la semana? Te diría que esperes a Fabián porque quería hablar contigo, pero ya sabes cómo es él de impuntual. Cuando le digo que regrese temprano me manda a volar por un tubo. Y no quiero que te regreses en el camión tan tarde. Ya sabes cómo está la chingada ciudad con esta matadera.
Helene escucha atentamente las palabras de la señora que la acompaña hasta la puerta. Le habla de los incendios repentinos a los negocios importantes del centro, de un violento secuestro que se dio cerca de la parada de autobuses de la colonia y del número de asesinatos que hubo ayer. Los niños se despiden por última vez y dejan a Helene sonriendo mientras se cierra la puerta.
Helene no borra la sonrisa mientras bajamos la colina.
Me pregunto si a Beto le hubiera gustado hacer algo más antes de morir. Si hubiera cambiado de ropa, si hubiera abrazado a su madre, si hubiera sonreído un poco más. Tal vez él hubiera deseado ver más amaneceres.
—Si fuera su último día, ¿qué le gustaría hacer?
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