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Cuatro



IV


El reloj digital colocado a un lado de la caja registradora marca las cuatro con cinco de la tarde. Mauren está sentado en la primera mesa que se encuentra a la derecha de la puerta, al lado de la ventana. Repasa con sus manos el par de gasas que ahora acompañan su frente y maldice por lo bajo. Aún no terminaba de hacer el papeleo, pero Sabino no dejaba de burlarse de él por el accidente y Mauren vino a refugiarse entre el olor de la comida y el sonido de las vajillas.

Las oficinas siniestras están ubicadas en un lugar transitado con diversos locales. Desde reparación de celulares, librerías, tiendas de música, de sombreros para la agricultura, piñatas, hasta joyerías. Entre esos se encuentra este pintoresco restaurante.

Mi trabajo tiene una rutina extraña en cuanto a la hora en que toma sus comidas. Supuestamente, el desayuno en este lugar se deja de servir a las once y media de la mañana, sin embargo, Mauren siempre lo pide mucho después de las doce. Y es una rutina que seguro tiene bastante tiempo siendo ejecutada porque no es sorpresa para la camarera escuchar que el hombre malhumorado tiene ganas de panqueques a las cuatro de la tarde.

Panqueques con mermelada de guayaba, un vaso de fruta del día —en esta ocasión hay sandía y melón—, y una taza de café con leche y varias cucharadas de azúcar.

Ser cliente frecuente y llevarse bien con la dueña del local tiene sus ventajas. Lo digo porque de todas las personas que entran y se sientan, Mauren es el único comensal con el que la señora comparte un par de palabras más allá de las rutinarias.

Mientras come un poco más de aquel desayuno que está casi por terminarse, Mauren se encarga de dibujar sobre una servilleta. Con una pluma de tinta negra se ha puesto a hacer garabatos. Entre ellos intentó dibujar un árbol, pero el caos no deja de perseguir a Mauren y el dibujo ha quedado desastroso.

He tenido tiempo de examinar mi mochila y me he sorprendido a mí mismo pensando en Helene. Hay varias cosas cuyo nombre desconozco. Si ella supo decirme lo del cocodrilo alado, supongo que debe de conocer los nombres de los demás objetos. También está el asunto de su hermano y su juego con el fuego.

No es que Mauren sea aburrido —que ciertamente lo es—, ni mi deber. Ni que quiera comprobar la teoría de demonios, ni mucho menos que esté buscando excusas para averiguar más de ella...

Quizá Diego y Jo sepan algo acerca del incidente con el demonio. Ellos dos son de los pocos Nos con los que suelo interactuar en la central. Ambos llevan mucho más tiempo que yo trabajando y desde que tengo memoria en ese sitio, ellos siempre han estado ahí.

Los dos son especiales. Diego decidió elegir un envase un tanto llamativo... Normalmente los Nos eligen cuerpos ordinarios y comunes. Envases sobrios sin chispas que llamen la atención, se tiende más hacia un envase que sirva más que uno que luzca. Yo elegí el de un hombre joven de ojos extraños que parecen haber ser vistos varias veces por muchas personas, en cambio, Diego, eligió el de un adolescente con proporciones desequilibradas y cabello alargado. Irritante, como su esencia. Él es parecido a un perro que no deja de ladrar a la nada en la madrugada.

Diego no desprecia a los humanos, pero los mira como si fueran hormigas. A él le agrada contar peculiares anécdotas de sus trabajos, eventos que quedarían enterrados y desapercibidos en la tumba de un hombre. Cosas como "este solo sale del baño después de ver tres videos en su celular", o "la humana que seguí nunca tiró el frasco de mermelada añejo de su refrigerador".

Jo eligió un cuerpo de mujer pequeña y robusta. Detesta a los humanos, sobre todo, sus manos. Por esa razón, siempre gasta sus vales en guantes. No entiendo su capricho por seguir trabajando en algo que odia, sin embargo, cada vez que cuestiono el por qué de su actuar, me responde con una sonrisa a medias y se alza de hombros. Tal vez tampoco la idea de ir con los recolectores.

Ella es inteligente, aprendió a hablar tantas lenguas y dialectos. Podría conseguirse un buen trabajo para algún corporativo importante de la central. Pero sé que no lo hará. Al menos no en este siglo.

No es de extrañar que miren así a los humanos. Y he escuchado a Nos que se refieren a ellos como insectos esclavizados, como si nosotros estuviéramos por encima de ellos. En la central, nunca recibo buenos comentarios de los humanos mientras estamos en las filas para recibir el pago de nuestro servicio. Todos se alegran de las muertes. Presumen entre sí los números que tuvieron y que tendrán en el futuro.

A mí me da igual. No creo poder encariñarme de algún humano. No siento la necesidad de llorar por sus muertes, pero tampoco me llueven alegrías cuando dejan de latir.

Es la segunda ocasión que acompaño a Mauren a este restaurante. La primera vez también se sentó aquí. Asiento azul, mesa diminuta, ventana gigantesca. Multitud caminando por la acera, el ruido atravesando el vidrio. Quizá para él, es un buen lugar para encontrar paz.

Sentado enfrente de él, me inclino ligeramente hacia su rostro. Observo la longitud de sus pestañas, el vaivén de sus pupilas hacia los objetos que come, las imperfecciones que le marcó el tiempo sobre la piel. La gasa de su frente ahora también está adornada, la sangre ha traspasado el material. ¿Qué cicatriz le quedará?

¿Cómo morirá?

¿Algún órgano fallará? Con los repentinos incendios de la ciudad, tal vez termine incinerado. ¿O esta dieta es la que lo matará? Tal vez se atragante con alguno de esos panqueques. Puede que llegue un accidente a este lugar, en este momento. Un auto podría descarrilarse, una persona podría entrar con una pistola y disparar al primero que viera. Pum. Lo he visto.

El sonido de unos tacones se aproxima a la mesa. Una falda larga ceñida a un cuerpo voluminoso, perfume de vainilla, pestañas postizas que resaltan los ojos maquillados, piel cansada, manos que tiemblan... Lleva puestas unas arracadas redondas que se mueven con el más ligero cabeceo. Es la primera vez que observo a esta mujer.

Deja un pequeño sobre amarillo encima de la mesa. Justo al lado del plato casi vacío de Mauren. Él se limpia la boca y voltea a verla, baja la cabeza un poco y se masajea la sien derecha.

—¿Es la de esta semana? ¿Tan pronto ha pasado el tiempo? —pregunta Mauren—. ¿Ya ha llegado?

Ella niega con una sonrisa divertida, lleva sus manos a la clavícula mientras Mauren toma el sobre entre sus manos.

—Cuando una persona está enamorada, el tiempo siempre parece eterno si no estás donde quieres. —Oprime sus labios y cruza los brazos—. Has sido muy bueno con ella y no sé cómo agradecerte. Está tan contenta... Con decirte que cada que llamaba preguntaba más por ti que por mí. ¡Y soy su hermana!

Mauren le da una sacudida al sobre blanco. Encima del sobre, en una de sus esquinas, se puede leer en cursiva su nombre en tinta negra. No sabía que las piedras podían enamorar a las personas.

—Gracias.

—Pero me preocupa algo...

La señora observa hacia mi lugar y enseguida me levanto. Brinco hacia la mesa contigua y espero a que se siente la señora.

—Conozco a Reni —continúa ella—. Y te conozco a ti. La quieres, pero algo pasa. ¿No es así?

Mauren la observa quieto por algunos segundos. Él niega con la cabeza, se rasca detrás de la oreja y se pone a beber de la taza de café. Está mintiendo. Sea lo que sea que contenga ese sobre, le incomoda. Le incomoda tanto como el nombre de Reni. Se nota en sus ojos, en lo tristes que se ponen cuando escucha a la señora.

—Solo me he golpeado la cabeza con...

—Sabes bien que no me refiero a eso —interrumpe ella.

—Estoy bien.

Mauren oprime los labios. Toma una servilleta y se limpia los dedos con desgano. Vuelve a la señora. Hasta ahora lo noto. Creo que puedo entender de dónde viene su preocupación. Mauren no quiere a Reni.

Mauren quiere morir.

—Estoy bien —repite él—. ¿Cuándo volverá?.

—En tres días, puede que antes.

Mauren asiente despacio. La señora se levanta de la mesa y da un par de palmadas en el hombro de Mauren, en la tercera palmada ella deja su mano ahí y lo sacude un poco. Él busca su tacto, pero no con anhelo. Es como si le pidiera que lo soltara.

Mauren se queda aún sentado observando las boronas de comida sobre el plato. Le dedica una mirada cansada al sobre. Decide tomarlo una vez más, arrugando el papel por la fuerza con que lo sostiene.

Se levanta de la mesa y camina hacia el mostrador. Con la mano libre busca algo en sus bolsillos. Antes de que diga algo la muchacha, él le entrega un par de billetes. Atrás se observa a alguien acomodando vasos de fruta.

—¿Me das un par de esos?

Ella asiente. Mauren le pide un par de vasos y ella sonríe hablando hacia la cocina. Vuelve a él. Le pregunta si su día ha estado bien, Mauren asiente, más en automático que realmente poniendo atención. De inmediato vienen los envases con las frutas. La encargada de la cocina también ha traído un pequeño vaso con dos bolas de nieve.

—Se acaba de hacer —comenta ella—, es tu favorita, ¿verdad? Siempre la pides.

Mauren recibe las cosas agradecido. Es un hombre de rutinas estrictas. Es posible que su helado favorito sea el de mango y nunca lo descubra porque es tan obstinado que nunca dejará de pedir el mismo sabor.

Con fastidio soplo un poco sobre la servilleta que dejan en el mostrador solo para hacerla caer al suelo. Nadie se da cuenta de ello.

—No te preocupes por Miranda —susurra la cajera, supongo que se refiere a la mujer que recién platicó con Mauren—. Es muy supersticiosa. Dijo que van varios días que sueña que te ahogas...

Mauren se queda estático por un par de segundos. ¿Realmente querrá ahogarse a sí mismo? Tal vez él también ha soñado lo mismo y por eso no le sorprende.

—¿Podrías avisarme cuando llegue Reni?

Ella asiente. Le regresa algo de cambio a Mauren y se despide de él ondeando la mano.

***

Mauren deja los vasos de fruta en cada uno de los escritorios sin decir nada. Con el restante entre las manos, enseguida entra a la oficina de Sabino sin hacerle mucho caso a Sofía que le repite varias veces un gracias con ojos contentos.

La puerta se cierra detrás de nosotros. Deja el vaso de fruta frente a Sabino y Mauren disfruta del helado lentamente. Parece que busca algo entre los estantes de la oficina.

Sabino observa a su amigo con cierta alegría. Toma el vaso entre sus manos y lo analiza. Frunce el ceño y saca la lengua.

—No me gustan las fresas, Mauren.

—A ti no te gusta nada que no tenga azúcar artificial.

—No —replica Sabino—. Solo no me gustan las fresas.

Mauren deja la cuchara entre sus labios y empuja la silla reclinable de Sabino hacia atrás para poder abrir los cajones del escritorio.

—¿Con permiso? —pregunta Sabino.

—Gracias.

No entiendo cómo Sabino podría ser amigo de Mauren. Son dos personas completamente distintas. El jefe irradia energía, pese a las entradas del cabello que se le empiezan a formar y a las pequeñas arrugas que se le juntan entre las comisuras de los labios.

Mauren fue bendecido por el tiempo, aún posee la cabellera rebelde propia de un adolescente. Y parece como si las arrugas tuvieran miedo de aparecerse entre su piel, pero todo lo que irradia es cansancio y pesadumbre.

Me acerco un poco para ver de nuevo las fotos del escritorio, me siento con cuidado en una esquina, el mueble suena, no tanto como para llamar la atención. Muevo un poco la cortina, pero la ventana está abierta y puedo culpar al viento. Mi atención va a la pequeña foto en una esquina del mueble de madera, detrás del monitor de la computadora. Está medio escondida, pero sin polvo, a diferencia de las pequeñas figuras de leones tallados en piedra.

No debe de medir más de una palma la imagen. En ella yacen dos niños en un parque con juegos. Sabino y Mauren sonríen, ambos con huecos entre los dientes, abrazados, pero uno ciñéndose más al otro. Sabino está ahorcando de emoción a Mauren. Este último viste un short azul larguísimo que le queda debajo de las rodillas y una playera con unas letras ruidosas, en sus manos trae una cubeta diminuta y sobresalen hojas secas de esta.

No he visto a Mauren sonreír de esa manera.

—¿Buscas algo? —pregunta Sabino

El jefe se quita las gafas y talla ambos ojos con las muñecas antes de reclinarse sobre la silla para seguir observando a Mauren, que ahora busca debajo del escritorio.

—Sí.

Mauren pone el vaso de helado sobre el teclado de Sabino para poder seguir buscando.

—¿Reni no ha llegado?

—Hasta dentro de tres días.

—Así que no le has podido decir nada.

—No tengo nada que decirle. ¿Dónde escondes la trituradora?

Sabino señala la esquina del librero al lado de la ventana, lado contrario en el que yo reposo. Una máquina extraña y cuadrada con papel rasgado en su interior yace ahí. Mauren se precipita a ella sacando el sobre blanco y arrugado del bolsillo de su pantalón.

—¿No vas a leerla? —pregunta Sabino.

Mauren enciende la máquina y observa la hoja entre sus manos. La mete de inmediato en el aparato y este la engulle sin problema alguno.

Monstruoso aparato con ruido monstruoso. Es la primera vez que veo uno de cerca. El sonido que desprende es demasiado agudo para mi gusto. En segundos, las letras de Reni se convierten en tiras finas dentro de la máquina. La hoja pasa despacio por la rendija del monstruo. Incluso cuando no queda nada de ella las cuchillas siguen sonando con fuerza.

Impresionante.

—Reni me cae bien —habla Sabino—. Deberías al menos intentar leerla.

—Es mejor así.

—¿Te da miedo saber que alguien te quiere tanto?

Mauren oprime uno de los botones de la máquina y el instrumento asesino de papeles cesa el ruido. Cuando él libera espacio, me acerco para observar mejor a la máquina. Estoy tentado a presionar las teclas de este aparato.

—No.

—Reni es una buena muchacha. Tranquila, inteligente, bonita... No te entiendo. ¿Cómo me vas a hacer tío si rechazas a todo quién se te acerque?

Mauren bufa y vuelve a su helado. Lo mueve con la cuchara, como si ya se hubiera hartado de este mismo.

—Tú no eres mi hermano.

—Me dueles. Ya he mentalizado a las niñas a que pronto tendrán primos con los cuales jugar. ¿Te imaginas? Reuniones familiares, carnitas asadas los fines de semana, ayuda mutua en buscar escuelas, viajes para tomar fotos y presumirle al mundo que estamos contentos...

Mauren ni siquiera mira a Sabino. No parece agradarle la idea de tener hijos. Ni pareja. Ni nada.

—Le diré a Renata que no se haga ilusiones —dice Mauren—. Lo entenderá y encontrará a alguien mejor. Y tú dejarás de meterles ideas a las niñas. ¿Cómo se te ocurre decirles eso?

—Porque yo lo quiero.

Sabino se levanta y se acerca a Mauren. Con sus manos levanta un poco las gasas que tiene el segundo en la frente y mira la herida. Sonríe y le da un par de golpes en la mejilla.

—Ya me imagino dónde has dejado los dibujos que te han hecho ellas. —Sabino se cruza de brazos—. Si no te coses eso te va a quedar un hoyo ahí. Ve al hospital.

—Los dibujos los tengo pegados en el refrigerador. No los he tirado.

Sabino lo mira sin responder y le sonríe. Mauren termina rascándose el cuello con una mano y se alza de hombros.

—Bueno, no los he tirado todos. ¿Contento?

He visto algunos de esos. Los dibujos. Todos son escalofriantes, no me imaginaba que provinieran de un par de niñas. Cuerpos desproporcionados, ojos abismales. ¿Quién les dijo que estaba bien dibujar cosas tan oscuras? ¿Qué clase de cuentos leen como para crear esos monstruos?

—No tienes remedio. ¿Ya fuiste a visitar a mamá? El otro día me habló para saber cómo estás, no tienes vergüenza. ¿Cómo es posible que tu madre tenga que hablarle al mejor amigo de su hijo para saber si está vivo o no?

—Te quiere más a ti que a mí.

—Sí, claro. —Sabino suspira—. Quizá ella te convenza de no dejar a Reni.

Una larga exhalación es la respuesta de Mauren. No creo que esté frustrado por lo de Reni, creo que le frustra más que Sabino se haya acabado el helado. Avienta de lejos el envase vacío al bote de basura al lado del escritorio. Encesta y aplaude una vez para celebrarlo. Es, quizá, la celebración más insípida que he presenciado en mi existencia.

—¿Alguna otra tontería que quieras comentar antes de que vaya a terminar el reporte?

—Sí. No es tontería, pero mira. —Sabino le muestra el celular a Mauren. Es una foto de las gemelas llevando dulces en canastas—. Las niñas están vendiendo dulces de contrabando en la escuela para poder donar dinero a los rescatistas de animales de la ciudad. Se les ha metido esa idea de querer ayudar a los animales porque vieron videos de perritos abandonados y fue demasiado tarde cuando quise intervenir. Se han gastado todos sus ahorros en comprar croquetas para unos perros que duermen fuera del fraccionamiento. Llevan bastante dinero acumulado. Aunque, bueno, se acabaron la mitad de lo que juntaron en juguetes para ellas...

—¿No las pueden expulsar del colegio por eso?

Sabino levanta los hombros y guarda su teléfono.

—Si no se dan cuenta, no.

Mauren sonríe despacio. De sus bolsillos saca varios billetes y los pone en la mesa de Sabino.

—Diles que luego les llevaré más.

—¿Cuándo vienes a la casa? Siempre preguntan por ti y ya no sé qué otra excusa darles.

Mauren abre la puerta y ladea la cabeza.

—Tal vez un día de estos.

Mentira. Ha vuelto a poner la mano sobre su rostro, siempre lo hace cada vez que miente. O se rasca, o se jala el cabello...

Ojalá Sabino logre quitarse pronto esa idea de la cabeza. La del futuro de su mejor amigo. No importa qué tanto intente convencer a Mauren para salir con alguien. Él no quiere eso.

Y, sobre todo, futuro ya no le queda.

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