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Hay cuentos hechos para contarse
E historias hechas para vivirse
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—Creo saber que estás aquí para darme pistas sobre mi regalo súper especial.
Rimbaud abrió los ojos y soltó un sonoro suspiro.
—Cómo olvidar que no se te escapa nada, pequeño demonio —le dio un toquecito a la nariz y Dazai movió esta como si fuese un conejito—. Estás en lo cierto, venía a darte pistas, pero ya que eres taaan inteligente supongo que no las necesites —hizo amago de levantarse e irse.
—¡NO!
El grito de Dazai lo tomó por sorpresa y lo hizo girarse a mirarlo, el muchacho se le puso la cara toda sonrojada por la vergüenza. Era un niño muy inteligente a pesar de las malas notas que sacaba en la escuela, las cuales ambos padres sabían que se debían a que a Dazai le encantaba sacar de sus casillas a los profesores, así que, sí, esas malas notas eran a propósito. Rimbaud supuso que su sonrojo se debía a que acababa de aceptar que necesitaba pistas para adivinar cuál era su regalo.
Esta respuesta tan adorable le sacó una sonrisa a Rimbaud, quien le volvió a regar el cabello.
—Este año te cambiarás de colegio —sonrió malvado y se le hinchó el pecho de felicidad cuando vio las estrellas aparecer en los ojos de su hijo—. Así que ya no tendrás que preocuparte por el profesor Iván.
—¿Es en serio? ¿No me estás mintiendo? —Dazai era incapaz de contener tanta alegría.
—Tú saber mejor que nadie cuando estoy mintiendo, pequeño demonio.
—No mejor que papá.
Rimbaud rió por aquella respuesta.
—Cierto, no mejor que Paul —le dio un beso en la frente—, pero un día lo serás. Serás la persona más impresionante del mundo.
Dazai sintió que aquellas palabras le quedaban grandes a su pequeño cuerpo y que decían más de lo que él estaba entendiendo.
—Y... ¿dónde se supone que estudiaré ahora? —lo pensó por un segundo. Una mueca de pánico cruzó su cara—. ¿¡Con Agatha!?
Su padre rió por la cara que puso.
Ni en un millón de años iría a la escuela de señoritas y señoritos, o lo que sea, a la que iba su hermana. Además de que todas las personas que estaban ahí seguro que eran copias de su hermana en distintos tamaños, y con una Agatha ya era suficiente.
—No tengo ganas de ganarme tu odio, Osamu —tan emocionado como parecía, Rimbaud reveló—: irás a Hogwarts.
Cuando Dazai ladeó la cabeza, sus rizos revotaron. Parpadeó, curioso y extrañado, pues sabía que su padre no estaba mintiendo, pero es que eso no había manera de que fuera verdad.
—¿Hogwarts? —frunció el entrecejo—. Pero ese es el colegio que sale en los libros que me leías antes de dormir.
—Es cierto, pero eso no quiere decir que aparezca solo en libros —se sentó un poco más dentro de la cama y se recostó al espaldar. Frente a él quedaba una ventana que daba a las copas de los árboles del bosque que quedaba cerca. Señaló hacia el cielo que se observaba un poco más arriba—. Esos libros los escribió una amiga mía, de nuestras propias experiencias en Hogwarts y añadiéndole la aventura y el misterio dignos para gustar a todo público.
Dazai recostó su cabeza sobre el amplio pecho de su padre. Estaba dispuesto a apostar que su papá se casó con su padre por lo cómodo y cálido que tenía el pecho.
—Entonces... si voy a Hogwarts... ¿significa que soy especial?
—Tienes magia. —asintió Rimbaud.
—Tengo magia. —repitió Dazai como lo más normal del mundo.
—El mundo mágico te va a encantar.
—El mundo mágico me va a encantar.
Si Dazai no salía de ese trance en dos minutos, Rimbaud tendría que llamar a Paul para decirle que se les había desconfigurado un hijo.
Dazai seguía con los ojos abiertos mirando el horizonte en su ventana.
—Tengo pawers. Tengo PAWERS.
Y antes de que Rimbaud tuviese chance de llamar a Paul, Dazai, el niño que nunca se sorprende, se desmayó de la sorpresa como un saco de papas.
Se puso en pie y con cuidado arropó a su hijo debajo de las sábanas, le besó la frente, quitando un par de cabellos rebeldes y salió de la pequeña habitación, cerrando la puerta tras de sí. Al rato, se volvió a abrir y entró Paul, con paso suave pero decidido, como todo lo que hacía. Se sentó en el borde de la cama, intentando sin éxito que el viejo bastidor no chillara bajo su peso. Observó a Dazai con sus ojos azules pálidos por los rayos de luz de la luna que entraban por la ventana abierta.
Era el único momento en el día que el muchacho estaba tranquilo.
—A veces siento que deberías ser diferente. Ya lo eres —rió—, pero siento que no siempre fuiste tú.
Paul Verlaine no hablaba a alguien en particular. Acostumbraba a hablar con un dormido Dazai desde que lo adoptaron. Le acarició los rebeldes rizos, reacio a tener que dejarlo ir en septiembre a su nueva escuela. A pesar de lo travieso que era, lo quería cerca, para poder darle todo el cariño que merecía. Sentía... sentía que dejarlo ir... dejarlo solo, lo afectaría más a él, como si fuese un frágil adorno de cristal.
Paul a veces sentía que cuidar de Dazai y darle una vida digna era la misión de su vida.
Y que le fallaría a alguien importante si fracasaba.
—Eres un pequeño diferente que me llena de felicidad. —dijo, sin parar de acariciarle el pelo.
Cuando Paul supo que Agatha era "no mágica" se alegró un montón, porque al menos sabía que no tendría que estar expuesta a los peligros que siempre traía consigo convivir en ese mundo. Pero cuando Dazai entró a sus vidas sabía que no correría con la misma suerte. Al principio solo fueron cosas como pedazos de pastel flotando en su dirección, o les cambiaba el color del cabello. Pero la cosa se puso seria cuando llegaron las ventanas rotas en una lluvia de vidrios o el pobre Rashōmon flotando en el medio del jardín.
A diferencia de él, Rimbaud sí que se alegró de saber que habría otro mago en la familia. Con el paso de los años lo había ido aceptando, pero a Paul seguía doliéndole, aunque eso no le negaba la posibilidad de estar feliz porque el pequeño demonio de la familia fuese diferente.
Agatha era una pequeña dama, así que educarla no había sido difícil. Era inteligente, tranquila, educada y muy encantadora. Si le preguntaban a cualquiera, respondería que Agatha era la hija que cualquier padre desearía tener.
Pero en lo que Rimbaud y Paul fallaron fue en creer que sus dos hijos se parecerían en algo.
Dazai Osamu era un ciclón con pelo castaño. Despreocupado, divertido y muy travieso. Al mismo tiempo, era un muchacho condenadamente inteligente y muy cerrado con sus sentimientos. Una pesadilla para cualquier padre.
El único gran problema de Dazai era su incapacidad para congeniar con las personas. Él afirmaba que no lo necesitaba pues tenía a su mejor amigo y con eso era suficiente.
—Eres todo lo opuesto a lo que pensé que serías. A veces, sueño que eres diferente, totalmente diferente. A veces me pregunto si sigues siendo tú —suspiró—. Pero en mis sueños la persona que ocupa tu lugar no se acerca ni de lejos a ti. Pero cada versión tuya es genial y más perfecta que la anterior, mi pequeña empanada de cangrejo.
Se inclinó y le dio un beso en la mejilla.
Se marchó, cerrando la puerta a su espalda.
La habitación parpadeó, un fogonazo que movió el aire y contorsionó el momento.
Donde dormía Dazai por un momento pareció cambiar, ya no había nadie allí.
Otro parpadeo lleno de estática y corriente.
Algo cambió en la habitación.
El muchacho volvía a estar en su cama, profundamente dormido.
De las sombras más oscuras de su habitación salió algo, alguien. La sombra caminó a través de la luz que entraba por la ventana y por ese instante fue visible en todo su misterioso esplendor.
Era una persona, joven, de rostro hermoso y elegante. Con el cabello rojo y los ojos azules brillando de inteligencia. Se acercó suavemente, parecía flotar sobre el piso alfombrado. Llegó hasta la cama y observó al niño dormido en ella con una curiosidad tan palpable que podría haber sido algo físico y tangible. Con una mano llena de cicatrices horribles que parecían doler por el simple hecho de verlas, apenas acarició sus cabellos. Tan suave, que parecía un toque maternal.
Dejó que sus ojos se empaparan unos segundos de su rostro dormido, como si tuviese miedo de romperlo con su mera presencia.
Esos mismos ojos se arrugaron, recordando algo, que no tenía tiempo.
Sacó de uno de sus bolsillos dos cosas. Las mantuvo en sus maltratadas manos más de lo necesario, como si le pesara deshacerse de ellas. Pero tenía que hacerlo, debía hacerlo.
Con sumo cuidado, le pasó la fina cadena de plata por el cuello a Dazai y colocó suavemente su cabeza de nuevo en la almohada. Un medallón con forma ovalada y de un profundo azul del océano brilló contra su pecho. La sombra dejó el otro objeto sobre una de sus manos y se giró, marchándose.
Saltó por la ventana.
Dazai parpadeó somnoliento por un sutil movimiento.
Apenas percibió un fogonazo de algo en la ventana. Algo que ni siquiera parecía existir antes de volver a quedar dormido.
En su mano, una pequeña esfera de cristal que contenía un espeso humo que parecía tener vida propia.
Una recordadora.
El humo instantáneamente, se volvió rojo como lasangre.
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