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𝕽𝖆𝖌𝖓𝖆𝖗𝖔𝖐-𝖙𝖚𝖗𝖓𝖊𝖗𝖎𝖓𝖌: 𝕱ø𝖗𝖘𝖙𝖊 𝖗𝖚𝖓𝖉𝖊

Torneo del Ragnarök: La Primera Ronda

https://youtu.be/Dyu5WheASPY

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https://youtu.be/WTHvnZc-nhk

ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯

|◁ II ▷|

Doce días después.

Asgard, Capital Real.

Último día previo a la inauguración del Torneo del Ragnarök.


Se podía sentir de forma universal y en todos los niveles universales de las dimensiones conocidas. Desde lo físico hasta lo espiritual; desde lo mental hasta lo emocional. La gracia del gigantesco árbol áureo de Yggdrasil emanaba constantemente ráfagas doradas; en ellas, la gracia de los autoritarios dioses descendía hacia la ciudad divina, tintando las altas nubes montañosas de un brumoso oro que hacía parecer como si estuvieran bajo una pintura de óleo en proceso de segregación.

Los sin gracia, todos aquellos mortales y Einhenjers venidos de la metrópolis de la Civitas Magna, miraban con asombro y consternación la falsa calma que traía la caída de las intangibles hojas doradas. En ellas pudieron sentir la autoridad máxima de los dioses exhortándolos a ir hacia el coliseo de la ciudad donde se llevaría a cabo el torneo. Los soldados y guardias reales que vestían con sus guerreras y loricas segmentadas labradas en oro y sobrevestes amarillas miraban con desidia a los humanos, quienes durante toda la existencia los consideraron como unos tiznados, unos denegridos que no merecían si quiera recibir la aplastante gracia divina de las deidades. 

Y sin embargo aquí los veían. Cientos de humanos de todas las clases y las épocas parándose en las veredas o asomándose por las ventanas, postigos y balcones, observando con expectaciones inmensas el árbol áureo y sintiendo el destino colectivo de toda la vida del género humano corriendo a través de las gentiles ráfagas doradas que llovían sobre ellos. Odiaban tener que compartir esta misma gracia con ellos, pero a quién más odiaba todos ellos... Era a la Reina Valquiria que los trajo a todos aquí y quien propuso la blasfema idea de oponerse a la voluntad divina con violencia.

Entre los civiles se encontraban también pelotones de Pretorianos, todos ellos comandados por el Nacido de las Estrellas, quien también observaba desde los barracones de Pretorianos establecidos dentro de Asgard. Sirius Asterigemenos salió del edificio que había establecido como su cuartel general para operaciones militares. Caminó por el suelo de guijarro hasta el centro de la plaza, quedando de pie junto con el resto de los Pretorianos, todos ellos maravillados por la gracia divina que caía del cielo en forma de hojas etéreas. Muchos de ellos esbozaron rostros confusos; otros, muecas de incredulidad y gozo por sentir las ráfagas de gracia. 

Sirius era el único que no alzaba sus manos para sentir las hojas, ni mucho menos tenía un rostro confuso o de fascinación. La severidad de su semblante acompañaba su desconfianza hacia la gracia divina del árbol áureo; sabía que esta era la calma antes que la tormenta. Esto lo había vivido antes, no con un árbol áureo pero sí con el mismísimo Monte Olimpo durante la Thirionomaquia. Miró a su alrededor, teniendo una pena ajena por los jóvenes y/o ingenuos Pretorianos que desconocían lo que estaban sintiendo. Él aprendió a desconfianza de esta gracia divina, incluso siendo él un nacido de la misma. 

<<Brunhilde...>> Pensó, clavando su mirada en la lejana silueta del gigantesco Anfiteatro Idávollir. <<Lo que sea que vayas a hacer allí dentro, ni se te ocurra poner a Geir en peligro>>

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Geir persiguió a Brunhilde por los pasillos interinos del coliseo. Su hermana mayor se había adelantado demasiado, mientras que ella se había quedado impactada en todo el recorrido, desde los carromatos por el camino principal (en el que recibieron una mezcla entre virotes de los humanos y Einhenjers y las miradas de desprecio y algún que otro abucheo de las deidades), hasta por los ascensores que las llevaron hasta los pasadizos que llevaban hasta la arena de combate. Al principio se había quedado confusa sobre hacia donde dirigían, pero nada más descubrir que se dirigían hacia el Anfiteatro Idávollir, comenzó a dejarse dominar por el nerviosismo. 

—H-Hilde Onee-Sama... —farfulló, abrazándose al brazo de Brunhilde, aún dentro del lujoso carruaje— ¿P-por qué estamos yendo hacia allá?

La Reina Valquiria permaneció en silencio por un largo rato. Cuando el carromato se aparcó en la acera de la estación real, donde estaban estacionados el resto de los vehículos de los dioses, Brunhilde se dignó finalmente a darle una respuesta directa:

—Tengo unas cuantas palabras que decirle a Odín sobre la inauguración del torneo. 

La respuesta la dejó muda. Y durante todo el ascenso por el interior de la estructura del coliseo que duró un par de minutos (el edificio era igual de alto y voluminoso que el palacio de Odín, dividido en distintas alturas de torreones y bastiones nivelados por la montaña escalonada donde estaba construido), Geir se quedó inmóvil cual estatua petrificada por los ojos de medusa, hasta que pudo espabilar cuando el ascensor sacudió su cuerpo y las puertas abiertas de par en par, y la diminuta figura de su hermana mayor caminando hasta el fondo del extenso pasillo. 

—¿P-palabras? —farfulló la valquiria menor— ¿Qué palabras, Hilde-Nee-Sama?

—Solo será algo pequeño, Geir —afirmó Brunhilde sin despecho alguno, los ojos siempre fijos al frente—. Yo me encargaré de la situación. No te pongas alterada. 

—A no ser que sea la recitación de los proverbios nórdicos en escritura rúnica y en un papiro hecho de las plumas de Hugin y Mugin ¡tengo todo el derecho del mundo a alterarme, Y MÁS SI ME TRAES A TU ESCARAMUZA! —Geir se adelantó varios pasos a su hermana mayor hasta colocarse frente a ella, interponiéndose en su camino con los brazos extendidos— Onee-Sama, ¿qué demonios piensas decirle a Odín Borson?

Brunhilde se la quedó viendo, la mirada férrea de una hermana mayor enojándose por el berrinche de la menor. Geir se mantuvo con los brazos extendidos, no dejándose amedrentar por el aura imponente que la Reina Valquiria generaba con su sola presencia. Brunhilde dio dos pasos hacia delante, tomó a Geir de las charreteras de sus hombros, y los palmeó al tiempo que le dedicaba una "inocente" sonrisa. 

—Solo voy a darle mis agradecimientos a Odín por todo lo que ha hecho para hacer los preparativos del torneo —dijo—. Y de paso, decirle que deseo que gane el mejor luchador en esta primera ronda. 

Geir frunció el ceño. Sabía de pleno que estaba mintiendo, pero, ¿era acaso una mentira piadosa la que le estaba echando en cara? ¿Qué clase de intenciones no destructivas estaba ocultando su hermana mayor esta vez? <<Cada vez es más y más difícil interpretar lo que quiere mi hermana...>> Pensó. Bajó los brazos y se puso cabizbaja. Brunhilde le volvió a palmear los hombros. 

—Si no tienes nada más que agregar —dijo, y reavivó la marcha por el lujoso pasillo alfombrado, de paredes pintadas de oro y fogatas de fuego fatuo amarillentas—, entonces prosigamos. Tenemos poco tiempo que perder antes de recibir a Uitstli y sus aliados en la capital.

Reina y Princesa Valquiria siguieron su curso hasta arraigar a las gradas interinas del coliseo. Desde la altura de la Media Cavea donde se encontraban (el tercer piso de la gradería, a más de ciento cincuenta metros de alto) se podían ver todos los palcos reales dedicados a hospedar a los Dioses Supremos de cada respectivo panteón, así como el orondo y liso circuito en el cual se atestaban un variado grupo de ángeles Principados que tocaban  con sus trompetas doradas un sosegado coro celestial, rindiendo así a la pesada atmósfera divina que abrasó a Brunhilde y Geir. 

El graderío era vastísimo, tanto así que, según las estadísticas de los anuncios que se distribuían por toda Asgard, podía almacenar más de quinientos mil espectadores de toda Asgard. Medio millón de humanos, Einhenjers, semidioses y dioses de todas partes de los Nueve Reinos estarían siendo testimonios de uno de los eventos más importantes en la historia del universo a través de los tres gigantescos pisos que poseían las graderías, las puertas de acceso que se distribuían por los pisos, e inclusive en los velarios donde los seres voladores (ángeles y demonios) estarían observando, recostados o sentados en los mástiles y en las carpas, con suma dedicatoria el evento. 

A pesar de que los velos cubrían gran parte del techado del coliseo, formando un círculo alrededor de la  boca del edificio, aún se filtraban a por montón las ráfagas doradas del Yggdrasil. Los rayos áureos se escabullían por los velarios, generando focos de luz que formaban círculos dorados a lo largo y ancho de las graderías que se movían de forma perpendicular, como los focos de varios faros. Eso, junto con la caída de las hojas doradas fantasmales y la perspectiva del monstruoso tronco blanco del árbol áureo, conformaban un ambiente supremamente atmosférico para Brunhilde y Geir. 

—Impresionante... —farfulló Geir, sus oídos inundados por el coro de las trompetas, sus ojos iluminados de amarillo por las hojas áureas.

—Allá están, Geir —señaló Brunhilde, indicando con un ademán de cabeza las tres diminutas siluetas que se encontraban de pie en el centro de la arena de combate—. Vamos. 

Ambas hermanas valquiria descendieron con paso rápido las más de quinientas gradas que estaban divididas en los tres pisos del coliseo. Se tardaron varios minutos en bajar hasta la arena, y en el proceso lograron vislumbrar, a lo lejos, invocaciones de hechizos por parte de Odín Borson que transformaron la arena en una piscina de aguas negras, en un lago de lava, en un páramo cubierto de nieve, en una ciudad derruida e infestada de Kaijus en Midgar, en un vacío negro con puntos brillantes que ululaban como estrellas y, por último, en un portal que, al otro lado de su umbral, se llegó a ver las siluetas de casas y templos de una ciudad azteca. 

—¿Qué es lo que está haciendo, Hilde-Nee-Sama? —preguntó Geir, cubriendo sus ojos con una mano para no ser cegada por los constantes resplandores blancos que servían como cambio de escenario. 

—Este torneo no será como ningún otro en la historia, Geir —afirmó Brunhilde, bajando peldaño a peldaño con los ojos cerrados y las manos en su vientre—. La "arena del combate" no será solo esta circunferencia que ves ahora mismo. Odín se puso... bastante particular con innovar. Empleará su magia para que la arena del combate se convierta una dimensión paralela, con nosotros siendo espectadores interdimensionales de ese escenario espacio-temporal. En este caso, el escenario idóneo que Odín elegirá para el primer combate será la capital ardiente de Tenochtitlan. 

—No puedes estar hablando en serio —farfulló Geir, los ojos ensanchados como platos viendo el portal en el que flotaban Odín y los otros dos Dioses Supremos—. ¿Él es capaz de hacer algo así?

—Es el Supremo de Supremos, Geir. El verdadero poder de Odín permanece como un enigma incluso para otros Supremos. 

Al arraigar a la zona base del primer piso, las hermanas se colocaron en una plataforma y esta descendió hasta la arena. Justo en ese instante, el portal que daba vistas a la capital ardiente de Tenochtitlan se desvaneció con un cegador brillo blanco que Geir pudo bloquear cerrando los ojos a tiempo. Al apagarse el brillo los volvió a abrir, y justo vio a su hermana mayor abrir sus ojos, sus irises verdes fulgurando con determinación. La Reina Valquiria, con el ceño fruncido, avanzó hacia el centro de la arena de combate. 

Odín Borson bajó sus brazos y se dio la vuelta, topándose directo con la mirada férrea de la Reina Valquiria. Los otros dos Dioses Supremos se giraron igualmente, revelándose la primera con su vestido divino blanco como Omecíhuatl, y el segundo, con su sedosa melena y desenmarañada melena púrpura y uniforme elegante, como Tepeu, el Dios Supremo Maya. Geir sintió un corrientazo de nervios correrle por todo el cuerpo al cruzar miradas con los tres Supremos, pero en vez de ocultarse detrás de las faldas de Brunhilde como lo habría hecho en el pasado, permaneció impasible y aguerrida ante ellos, quedándose de pie al lado de su hermana cuando esta se detuvo en frente de los tres Supremos. 

—Y como guinda del pastel, aquí viene la desgraciada de los humanos con su adefesio acompañándola —dijo Omecíhuatl,  la sonrisa vanidosa y señalándolas con un dedo. Tepeu se la quedó viendo con el ceño fruncido. 

—Las pullas para después, Omecíhuatl —dijo Odín, mandándola a callar con un ademán de mano. A pesar de ser ligeramente más pequeño que los dos Supremos, su presencia imponía el doble—. ¡Ah, Brunhilde! ¿Qué te trae a Idávollir? ¿Quieres ver si el funcionamiento de mi magia dimensional si tiene garantía?

Brunhilde frunció más el ceño y la sangre se le hirvió en las venas. Tuvo la impresión de que estaba, de nuevo, jugando con ella. 

—No es necesario ser inteligente para saber que tus magias como Deidad Suprema nunca tienen defectos —replicó como saludo—. No, Allfather, yo solamente vengo a... agradecerte, por todo lo que has hecho para la inauguración del Torneo del Ragnarök, a pesar de las negativas y la oposición que has tenido de parte del resto del Panteones. 

—¿Oposición? —Odín sonrió sardónicamente y carcajeó— Yo no sentí oposición alguna de parte de ellos. ¿Ustedes dos se opusieron a mis decisiones? —se volvió hacia Tepeu y Omecíhuatl. El primero negó con la cabeza, y la segunda se limitó a cruzarse de brazos y a desviar la mirada. Odín se tornó hacia las hermanas valquiria— ¿Si ves? Cero oposición. No tienes nada qué agradecerme, Brunhilde. Al fin y al cabo, todo lo pregonaste bajo ley de la Clausula Ragnarök.  

—Una clausula que debió haber perdido vigencia desde hace mucho tiempo —masculló Omecíhuatl. 

—El que tiene la pluma y la potestad de las leyes soy yo, Omecíhuatl —respondió Odín, sonando más frustrado que vigoroso, como un anciano cascarrabias. A pesar de su dicción, seguía siendo el dios que más imponía en el vacío coliseo.

—Por eso también le digo —prosiguió Brunhilde, agarrando los extremos de su ancha falda y y haciendo una reverencia de doncella—, que deseo que gané el mejor luchador en esta primera ronda del torneo. 

—El mejor, dice —balbuceó Omecíhuatl con una vanidosa sonrisa—. ¡Es obvio que ganará Huitzilopochtli, querida!

—¿Habrá algún día en el que no andes barbotando blasfemias a diestra y siniestra? —gruñó Tepetu, los odiosos ojos clavados en ella. 

—Hey, es mi boca —replicó la Suprema Azteca, viendo de reojo a Tepeu—, y yo con mi boca puedo hacer y decir lo que quiera.

—No mientras yo esté en tu presencia —Odín se volvió hacia Omecíhuatl y clavó su único ojo en ella, desgarrando toda la vanidad que la caracterizaba hasta hacer que pusiera una mueca incomoda y hasta sumisa—. Mientras esté presente, muestra el mayor respeto profesional posible, ¿quieres?

Geir Freyadóttir quedó muda al ver a Omecíhuatl poner una cara de protesta tras ser acallada con simples palabras de esclarecimiento. ¡Solo Odín habría sido capaz de domar a una diosa tan fiera como ella!

—Respeto, dices —gruñó la Suprema Azteca—. No pareces ser tan sabelotodo como parece, Odín. 

—Explícate —ordenó el Supremo Nórdico, la mirada fruncida en un gesto frustrado.

Omecíhuatl estiró los brazos hacia ambos lados e hizo una sarcástica reverencia hacia él.

—La Reina Valquiria pretende ocultarte la trampa que hará en la primera ronda.

Brunhilde frunció el ceño en un semblante airado. Odín ensanchó el ojo y su mueca cambió a una de sorpresa. Dejó escapar un jadeo y se volvió hacia Brunhilde, cosa que Omecíhuatl aprovechó para rodear a Odín y ponerse al otro lado de él. Geir sintió otro corrientazo de nervios en todo el cuerpo, pero se contuvo la necesidad de ocultarse detrás de ella. <<Actúa como adulta, actúa como adulta...>> Se dijo una y otra vez en su mente. 

—¿Es verdad eso, Brunhilde? Tú, pequeña mocosa y tramposa... 

Brunhilde no replicó. Se lo quedó viendo fijamente, impasible y sin miedo. 

—Ay... —Geir no pudo evitar cerrar los ojos y esperarse lo peor de él... 

Y lo peor que vino fue una breve risotada seguido de un ademán despreocupado de mano. Omecíhuatl cambió el gesto de su cara a una incrédula y ofendida. 

—Solo bromeo —dijo Odín, dándose la vuelta—, por supuesto que sé que va hacer trampa en la primera ronda, Ome... —al no ver a la Suprema, se dio media vuelta y clavó su mirada decepcionada en ella— Omecíhuatl. ¿Por qué otro motivo habría venido aquí, si no es para descartar sospechas de una posible trampa con palabras tan banales con tal de ganar mi confianza?

—No pensé que estuvieras tan precavido del asunto —afirmó Omecíhuatl, una mano sobre su cintura. 

—Siempre tengo el ojo abierto incluso no me doy cuenta de las cosas que suceden más allá de Asgard —Odín se volvió hacia Tepeu y le hizo un ademán de echarlo con una mano—. Ya hemos terminado de configurar el espacio de combate. Lárguense. 

—Con gusto —dijo Tepeu, aliviado de finalmente alejarse de la presencia de Omecíhuatl al convertir sus dos brazos en alas de plumas púrpuras, batirlas contra el aire y salir despedido hacia los cielos, saliendo del coliseo en un abrir y cerrar de ojos y regando en la arena un montón de plumas moradas. 

—Vamos ya, Odín —gruñó Omecíhuatl, señalando a las hermanas valquiria con un brazo—, si ya sabe usted que van a hacer trampa, ¿por qué no les das un castigo apropiado? ¡Hagan que descalifiquen a su Einhenjer! 

—¿Te tengo que volver a repetir quien escribe las reglas del torneo? —Odín despidió un suspiro asfixiante y agitó sus manos en gesto frustrado. Se volvió brevemente hacia Brunhilde— Sja Hvat... Si tan confiada estás de que Huitzilopochtli ganará, entonces no tienes porque tentar a la suerte. Venga, lárgate —la echó como echaría a un perro—. Shu, shu.

Omecíhuatl chasqueó los dientes y ladeó la cabeza. Retrocedió paso a paso, hasta que a la sexta zancada se apareció un portal esmeralda a sus espaldas que la engulló de pies a cabeza, para después desaparecer junto con la diosa. 

Odín se volvió hacia las hermanas valquiria. Con él siendo la única deidad presente en la arena, Geir sintió escalofríos incesantes en todo el cuerpo al sentir, en su total plenitud, la ominosa presencia que el Supremo Nórdico emanaba por todo el lugar, como si su ser se convirtiera en un éter invisible y omnipresente que revoloteaba en todo el espacio perturbando a todos aquellos que estuvieran presentes. 

—¿Qué clase de estratagemas te gusta seguir, Brunhilde? —inquirió Odín. 

—Sigo la estratagema que el momento lo requiera —replicó Brunhilde, cruzando los brazos. 

—A veces es siguiendo las reglas, a veces es jugando igual de sucio que tu oponente... —Odín palmeó las manos una sola vez— Te gusta adaptarte a las situaciones por más inmorales que sean. Eso es algo que Freyja no hacía. Ella fue más rigurosa, más mujer de leyes, más de supremacía moral —miró a Brunhilde de arriba abajo—. Apuesto que si te viera ahora mismo, te desheredaría tan rápido como una flecha de Hodr matando a Baldur. Te llamaría "Pecadora Cardinal", justo como lo hizo con Hodr y con muchos Aesires y Vanires durante la Segunda Tribulación. 

Brunhilde arrugó la nariz, cerró los ojos y apretó los labios. Geir pudo notar y sentir su molestia desprenderse de su mueca. 

—Y por eso es que está muerta —masculló. Volvió a abrirlos, y sus irises verdes resplandecieron—, por seguir tus supuestas "leyes rigurosas" que aplican universalmente, generando todo el caos que hemos vivido hasta ahora. Pero yo entiendo como se juega tu juego de ajedrez, Odín. Yo sé lo que se necesita para sobrevivir a tus estratagemas. Yo sobreviviré —agarró a Geir de sus hombros y la arrejuntó con ella—. Yo y mi hermana. 

—¡A-así es! —exclamó Geir, abrazándose a ella y señalando a Odín con un dedo. Brunhilde sonrió del orgullo al ver la valentía de su hermana destellar justo ahora— ¡Daremos lo mejor de nosotras para sobrevivir a tus juegos, Odín!

—Oh, perfecto, ya me estaba aburriendo de jugar solo —Odín estiró un brazo y chasqueó los dedos. El resonar de sus dedos invocó una bruma blanca a cinco metros de su posición. Aquella niebla adoptó la forma de un animal cuadrúpedo con cuernos;  adquirió color y se reveló, ante las valquirias, como un alce de pelaje azul celeste y cuernos resplandecientes. 

—¿Un... un Eikthyrnir? —farfulló Geir, las cejas enarcadas.

—El Mordad, los ríos infernales, las asunciones celestiales —Odín dejó el brazo alzado, los dedos de su mano moviéndose de un lado a otro, dejando atrapado al nervioso alce que pataleó inútilmente en el aire— Todos los espacios "reposadores de almas" están quedando en desuso, Brunhilde. Ya no quedan almas en estos lugares por como el mundo espiritual y el físico se entrechocan constantemente. Se quedan vacías, e invaden nuestro mundo. Eso es un problema; trae desequilibrio en muchos ámbitos. No iba a dejar que algo tan dañino como eso afectara al torneo y a Asgard. ¿Sabes de qué forma lo resolví?

La Reina Valquiria se quedó inmóvil, los brazos cruzados, la mirada indiferente. Respondió con un ademán de cabeza. 

Odín Borson sacudió la cabeza y sonrió. Cerró su mano en un vigoroso puño y lo alzó noventa grados hacia arriba, lo que liberó una nueva bruma iridiscente que envolvió brevemente su brazo. De repente, el fulgoroso brillo celeste de los cuernos del alce se apagó luego de escucharse un feo crujido que emitió ecos en todo el coliseo. La piel de Geir se le puso de gallina, y las facciones del rostro de Brunhilde cambiaron levemente a una mueca aterrada. 

Los pataleos de la majestuosa bestia cesaron, y el animal se quedó flotando en el aire. Unos segundos después su cuerpo comenzó a marchitarse en motas y partículas grises que revolotearon por el aire; lento al principio, pero después moviéndose como descontroladas estrellas fugaces. El cuerpo entero del alce explotó en un breve resplandor blanco, seguido por un millar de corpúsculos que volaron por los cielos, esparciendo los últimos segundos de vida del alce por el coliseo hasta desaparecer de toda existencia posible. 

—Ni Omecíhuatl y ni Tepeu se dieron cuenta cuando pusieron un pie aquí —explicó Odín, y bajó el brazo—. Ustedes tampoco, hasta ahora. Eso me fascina. 

Brunhilde y Geir se miraron sus cuerpos con expresiones de horror y sorpresa.

—¿Qué has hecho? —farfullaron ambas.

—Solo hice un reacomodo del funcionamiento de la muerte del alma, queridas. En vez de morir y que sus cadáveres se descompongan y sus almas vaguen por allí sin obedecer leyes alguna —Odín alzó una mano, la yema de su dedo índice brillando al igual que su ojo cósmico—, los que mueran en este coliseo serán pulverizados en cuerpo y alma. Y esto aplica para todo aquel que pise el coliseo, no importa si es en la arena o en las gradas.

Geir tragó saliva y se palpó todo el cuerpo, como temiendo de que, en cualquier momento, fuera a convertirse en polvo justo como lo hizo aquel alce. Brunhilde, por su lado, permaneció quieta, pero su respiración se agitó bastante y en su mirada pudo Odín ver atisbos de pavor ocultos en aquellos determinados irises verdes. El Supremo de Supremos bajó el brazo, y una bandada de cuervos negros apareció emergidos del suelo, formando un torbellino de alas negras alrededor de él. 

—Veinte horas, Brunhilde —dijo, su ignominiosa silueta oculta detrás de los cientos de cuervos que giraban en espiral—. Será mejor que tengas bien preparado a tu Legendarium para ese entonces.

El tornado de cuervos negros emitió una serie de graznidos que acompañó con su repentina desaparición. Los últimos cuervos volaron por el cielo hasta desaparecer en la oscuridad de las gradas. Odín Borson ya no se encontraba frente a ellas, y a pesar de que ya lo venía venir, Geir se asustó de igual forma y se abrazó fuertemente a su hermana mayor. 

—Vamos, Geir —dijo Brunhilde, correspondiendo a su abrazo—. Salgamos de aquí. 

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https://youtu.be/wjtAIrtwJRw

ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯

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Meseta de Asagartha

Diecinueve horas para la inauguración

La primera vez que arraigaron a las faldas de montañas, peñascos y escarpadas cercanas a las imponentes murallas grises la Capital Real, los Manahui Tepiliztli quedaron sumamente absortos por la magnificencia divina de su atmósfera como no lo hacían con la mística ciudad de El Dorado. En comparación, la fascinación del grupo era como la de un campesino medieval visitando por primera vez el lujoso castillo de su feudo. 

Esto vino como un gran golpe de alivio luego de doce días de inactividad absoluta, hundidos en el desánimo más degradado que hayan tenido como grupo desde la Segunda Tribulación. 

Arraigaron a las faldas de las mesetas por medio de longevas caravanas de carromatos y vehículos motorizados capitaneados por una cohorte de Pretorianos que los acompañaban desde las Regiones Autónomas. Más de diez mil aztecas de las Regiones Autónomas llegaban a la Capital Real con la ayuda de los Pretorianos, todo para ser testigos del torneo que pondrá a prueba su dignidad de existencia ante los ojos de los dioses. La impresión de aquella terrible tensión se podía sentir en la atmósfera dorada de hojas áureas, árboles anaranjados, lagos que reflejaban el dorado brillo de Yggdrasil, desfiladeros con sus faldas doradas y las impresionantes vistas de estandartes fantasmales de más de cien metros de alto. que colgaban del cielo y brillaban con un blanco neón. 

No obstante, los únicos aztecas que no compartían ese sentimiento ulterior de "superar la prueba de los dioses" eran los Manahui Tepiliztli. Ellos, en cambio, tenían la mentalidad de sobrevivir a sus propios dioses, ahora que conocen lo terrible que pueden llegar a ser tras todos los desafíos que tuvieron que atravesar para llegar hasta aquí.

El grupo viajaba en la parte trasera de la camioneta blindada manejada por  el Jefe del Pretorio, Eurineftos. Con vistas al exterior al no haber ningún tipo de techo, el paisaje dorado de la región asgardiana se abría ante ellos con total espectacularidad. Tepatiliztli alzaba de vez en cuando el brazo para tocar brevemente las hojas áureas que caían cerca de la camioneta; Uitstli estaba sentado en el centro extremo, algo cerca de una Zaniyah que miraba con desinterés desvencijado los páramos de césped naranja, por donde de vez en cuando veía a alguna zarigüeya o conejo salir y entrar de sus madrigueras. Intentaba hacer un acercamiento a ella, pero desde el incidente en Tamoanchan, Uitstli fue incapaz de entablar conversación alguna con su hija. 

—Este lugar —roncó Zinac en un intento por romper el hielo. La cicatriz  de la espada se remarcaba en sus abdominales. Aún le dolía, aunque levemente—, luce como un paraíso en comparación con las Regiones Autónomas —alzó la cabeza y viró el cielo de nubarrones dorados—. Incluso no hay presencia de ese chingado eclipse. Aunque estemos en territorio enemigo, se siente más cómodo la atmósfera aquí, ¿eh, Xolopitli?

El Mapache Pistolero no replicó. Zinac se volvió a verlo, y lo único que pudo ver de él fue a un nahual mapache abrazándose las rodillas y mirando fijamente el amuleto de Itzapapaótl del difunto Tecualli mientras su cuerpo se bamboleaba de un lado a otro, producto de las sacudidas que producía el ascenso por la empinada meseta. Zinac pensó en otro comentario para sonsacarlo de su pesadez, pero nada se le ocurrió. No podía soportar ver a su mejor amigo con esa mirada tan falto de vida; en su cabeza aún le ponderaba la muerte de Tecualli, tanto como a él. 

A pesar de haber tenido suficiente tiempo para poder levantar funerales dignos a Yaocihuatl y Tecualli en la Región Autónoma de Mecapatli, los Manahui aún así sintieron que los días pasaron volando. En un día estaban dando luto a los caídos, y al siguiente ya estaban en las zonas aledañas a las titánicas murallas de Asgard. Muchos aún sentían los nervios haciendo mellas sus espíritus, lo que les hacía pensar que aún no estaban preparados para afrontar lo que fuera que la Capital Real tenía para ofrecerles. 

Quien peor sufría estos pensamientos era Uitstli. A pesar de haber pasado doce días, la muerte de su esposa seguía siendo un hercúleo peso que le impedía pensar con claridad. Por días, luego del funeral, se la paso sentado en los patíos de la Embajada y observando el eterno horizonte eclipsante del Estigma de Lucífugo, pensando en muchas cosas y en ninguna al mismo tiempo. Nadie pudo sacarlo de ese trance: ni los Manahui, ni los dos Ilustratas Cornelio y Tesla. No cooperó en ello, y no se veía que cooperaría pronto.

Incluso en este momento, sabiendo que no faltaba nada para que comenzara el Torneo, Uitstli se sentía estancado en psique y espíritu. Y tenía miedo no solo de no poder salir de este agujero, sino también de poder enmendar las cosas con su hija antes de que lo lanzaran a la boca del dragón.

La extensa caravana arraigó hasta el Conjunto Residencial de Heimskringla. Una ve allí instalados junto con los residentes Civitanos, Publio Cornelio les dio instrucciones precisas de los protocolos de entrada al Anfiteatro Idávollir: deberían ingresar por las entradas inferiores cerca de los hipogeos, dos horas después de que los dioses entrasen, y deberían firmar sus nombres en el Libro de la Vida y la Muerte para tener registro de sus entradas a través de la burocracia de los ángeles, todos ellos capitaneados por el Guardián de la Puerta Celestial, Hadraniel. Las instrucciones fueron claras y no produjo ningún atisbo de sospecha entre los aztecas, ni siquiera en los ensimismados Manahui. Ahora solo quedaba esperar diecinueve horas para que se inaugurase el Torneo del Ragnarök.

El grupo se fijo residencia en una mansión cercana al de Cornelio y Sirius, este último aún estando en operaciones dentro de Asgard. A pesar de que el ambiente del páramo dorado no hizo nada para cambiar sus estados de ánimo, sí lo hizo el decoroso interior de la mansión; de corte neoclásico, suelo alfombrado, ventanas de cortinas doradas, estatuillas de voluptuosas hadas y paredes de labrado mármol blanco condecorados con detalladas pinturas en óleo de Dioses Nórdicos (principalmente de los difuntos hijos de Odín), trajo un refrescante cambio de ambiente que apaciguó los corazones agitados de los Manahui. 

Cada uno se estableció en su cuarto y ninguno tuvo interacción con el otro por las consiguientes par de horas. Ese silencio gélido tornó la espectacularidad sosegada de la mansión en un tensionado silencio que volvió lúgubre los lujosos pasillos y salas de estar. 

Uitstli estaba recostado sobre la cama matrimonial, en el centro de esta, con sus ojos mirando fijamente el techo del dosel. El tic tac incesante del reloj de pared lo mantenía maniatado a estar de pie. Extendió un brazo, su mente sumida en las mil y un penas, todo con tal de sentir el tacto del cuerpo de su amada esposa... Su mano hizo tacto con las desordenadas sabanas, en cambio. Uitstli giró la cabeza hacia la izquierda, y al ver su mano reposar sobre las sábanas, sintió un terrible vahído cortar su corazón. Sus ojos se pusieron llorosos, sus labios retemblaron. Reprimió el sollozo. 

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ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯

|◁ II ▷|

El guerrero azteca se limpió las lágrimas con una mano y se paró de la cama. A pesar de estar las cortinas cerradas, los rayos dorados aún se infiltraban a través de ellas, destilando sus colores anaranjados del alba del mediodía. Uitstli salió de su habitación y anadeó sin rumbo por los pasillos, las suelas de sus botas de piel resonando sobre la alfombra, sus manos apoyándose sobre la pared, mareado por sufrir sin descanso las penas que ponían inestable su mente. En su camino se topó con los recuadros de los Dioses Nórdicos. 

Se detuvo para ver uno de los recuadros; era una pintura de estilo clásico del dios Bragi, tocando un arpa y con su esposa Idúnn a su lado. Uitstli se quedó viendo el recuadro fijamente, y el silencio hizo que su mente imprimiera su rostro y el de Yaocihuatl en el de los dos dioses. Otro sollozo emergió de sus labios, pero lo reprimió a tiempo cerrando el puño y mordiéndose la lengua. 

Prosiguió su marcha hasta llegar a la sala de estar. Allí se topó con la figura de su hermana, al otro lado de la estancia, de pie y mirando fijamente a través de los ventanales que daban al balcón. Uitstli se acercó, y Tepatiliztli lo vio venir. Tenía ojeras y los ojos algo rojos en una mueca supremamente melancólica. Ambos hermanos se quedaron viendo fijamente, para después estrecharse el uno al otro con un firme abrazo. 

—Me preocupa... —farfulló Tepatiliztli una vez se distanciaron.

—¿Qué cosa? —inquirió Uitstli, las manos gentiles en sus hombros. 

—T... t-todo... —los labios de la médica azteca no paraban de trepidar— Tengo tantas cosas en las cabezas, todas ellas negativas, que no... no puedo pensar con claridad —se llevó una mano a la nariz y soportó los lloriqueos— Me preocupas tú, me preocupa el resto del grupo. Tengo miedo de que Omecíhuatl vuelva a atacarnos...

—Estamos a salvo aquí —a pesar de que no confiaba mucho en esta falsa calma, Uitstli la abrazó con tal de no caer en angustia—. Los Pretorianos de Cornelio nos protegen. He oído que hasta ese tal Sirius viene para acá. Estaremos seguros...

Las palabras recayeron sobre su hermana. Su congojo fue barrido, y su respiración agitada se sosegó un poco. 

—Me preocupa ella, hermano —murmuró, tornando la cabeza más allá del balcón. 

Uitstli giró los ojos en la misma dirección. Tardó en hallarla con la mirada, pero ya sabía a quien se refería Tepatiliztli. Tras un par de segundos la pudo vislumbrar: Zaniyah se encontraba subida en la cima de un montículo, más allá del conjunto residencial, entremezclándose con la benevolente flora y fauna de aquel pequeño monte. Estaba acuclillada, observando fijamente una floración dorada de las tantas que había alrededor de ella. 

—Tengo miedo que no puedas enmendar las cosas con ella antes de que comience el Torneo —farfulló Tepatiliztli—. Si llegarás a morir tú también... —un gimoteo chocante salió de su boca. Se la cubrió con una temblorosa mano— Oh, por los dioses, si llegarás a morir... 

<<He vivido como un guerrero...>> Pensó Uitstli en su profusa melancolía, su corazón sacudido por la vergüenza de ver a Zaniyah tan aislada de su propio mundo para distanciarse de ellos. Debía de hacer algo. ¡Tenía que hacer algo para cambiar esto! Ya no le estaba quedando tiempo, y podría arrepentirse por el resto de su vida si no actuaba ahora. 

—Voy a hacerlo —dijo. Comenzó a retroceder y alejarse de ella. Se volvió sobre sus pasos. 

—Hermano... —farfulló Tepatiliztli, extendiendo ligeramente un brazo. 

—¡Lo voy a puto hacer! —exclamó Uitstli antes de desaparecer de la sala de estar, dejando sola a una sollozante Tepatiliztli. Zinac apareció en el mismo pasillo por el que vino Uitstli. Al ver a Tepatiliztli llorar desconsoladamente, se dirigió a ella entre cojeos, rodeó sus hombros desde atrás y se aferró a ella con un afectuoso abrazo. 

Uitstli salió del recinto a través de un camino adoquinado que vadeaba la misma montaña en la que se encontraba Zaniyah. Ascendió por la ladera menos empinada de la misma, y a medida que lo hacía sus ojos notaron las hojas áureas que caían cerca de él, así como las bellas floraciones que crecían por todo el tapiz pedregoso. Tuvo la impresión de que aquellas flores amarillentas, naranjas y doradas marcaban el camino hasta su hija. 

<<Morí... matando a un semidiós>>.

Tras un minuto de ascenso finalmente arraigó a la cima. Su hija seguía aculillada, observando fijamente una floración de Asagartha que constaba de dos flores germinando del mismo suelo. Uitstli se quedó inmóvil, petrificado por las mismas fuerzas de la vergüenza, de la cortedad y del oprobio que generaba el aura de Zaniyah, lleno de pesares y de rabia que contenía hacia su persona. Los temblores sacudieron su pecho y el bloqueo mental le impidió poder dar un paso adelante. Se resignó a seguir. Estuvo a punto de darse la vuelta y de retornar a la mansión...

No, no podía hacerlo. Se tenía prohibido hacerlo. La mirada de Yaocihuatl en el más allá lo estaba mirando fijamente, y si se retiraba ahora, todo lo que hizo por Zaniyah tanto aquí como en su vida pasada habría sido en vano. 

—Zaniyah... —farfulló, y reavivó la marcha. Pero antes de poder dar si quiera seis pasos, Zaniyah replicó, y Uitstli se quedó paralizado. 

—El color de esta flor... me fascina—Zaniyah tenía una mano estirada, acariciando las corolas del dúo de flores con sus dedos—. Me fascina su escarcha, su esmaltado... Es uno de mis colores favoritos...


<<He sufrido el peor de los castigos...>> Uitstli cerró los ojos y mantuvo lo mejor posible la compostura. El corazón se le partió en mil pedazos al oír a Zaniyah referirse a Yaocihuatl como una desconocida antes que a su madre. Apretó el puño, tronándose los huesos, imprimiendo con esos crujidos el congojo, la impotencia y la rabia imperiosa hacia Omecíhuatl y todos los dioses que servían en su nombre.

Sentía que la estaba perdiendo, como un doctor que ve perder la vida de su paciente en cuidados extremos. Apretó los labios y tragó saliva, armándose de valor para afrontar a sus últimos enemigos antes del Torneo del Ragnarök: el juicio y las acusaciones de que nublaban la visión de Zaniyah.

—Za... Zaniyah... —farfulló, la mirada cabizbaja— Lo que te mostró Omecíhuatl... Lo que... te dijo o enseñó sobre tu pasado... Es verdad. No sé qué tanto te mostró exactamente, pero... por favor —alzó la mirada. Ella aún seguía dándole la espalda y seguía acuclillada— Permíteme contarte mi versión de la historia.

No hubo respuesta de su parte más allá de levantar la cabeza y encogerse de hombros. Uitstli apretó los labios y los chasqueó. Temblaban, y eso le impedía articular las palabras.

—Solo... para sacarnos de la cabeza l-los... prejuicios —prosiguió. El corazón le latía con fuerza y rapidez, agitándose con un miedo mayor que a cualquier enemigo que se haya enfrentado hasta ese entonces— Déjame preguntarte. ¿Qué fue... lo que te enseñó Omecíhuatl de mí?

Zaniyah suspiró y se rascó la nariz. Se reincorporó, pero no se dio la vuelta. Uitstli habría dado lo que fuera por ver la expresión de su rostro.

—Me enseñó mi pasado como princesa de los Zapotecas —dijo entre gruñidos—. Me enseñó al rey, a mi verdadero padre, heredarme el trono del reino. Sé cuál es mi verdadero nombre ahora. "Xilabela" —se oyó un chirrido de labios venir de ella. Se volvió hacia Uitstli, enseñándole su sombría mirada de cejas fruncidas—. Es un nombre muy bonito, ¿no crees?

Uitstli no respondió. A pesar de la deferencia de su rostro, algunos pedazos de su cara se deformaron ligeramente en una mueca adolorida. Zaniyah ignoró su sutil mueca, cegada por la consternación, la cólera y la confusión interina. 

—Cambiaste mi nombre para borrar toda identidad mía como princesa de los Zapotecas, ¿cierto? 

Uitstli se sintió de repente atacado.

—No, no... —farfulló, y se quedó sin aliento antes de poder proseguir.

—Si no es así, ¿entonces de qué otra forma? —bramó Zaniyah, cada vez perdiendo los estribos— De qué otra forma me desconectarías de mi mundo, solo para que yo no me diera cuenta que fuiste tú, y tus...¡JODIDOS AZTECAS! —pateó el suelo y cachos de tierra salieron volando— ¡Los que acabaron con mi reino! 

—Zaniyah, comprendo tu enojo hacia mí —balbuceó Uitstli—. Entiendo por qué no me has hablado desde Tamoanchan y en cambio te la pasaste en las bibliotecas de Mecapatli estudiando la historia de la Conquista. 

—Vaya, ¿tan obvio fui?

—Descubrir que eres Zapoteca, saber de pleno que los Azteca éramos imperialistas y unos genocidas antes de la llegada los Españoles... —Uitstli sentía un dolor profundamente espiritual el hablar de cosas del pasado con su "hija"—. En verdad, lo entiendo. Y te has dejado consumir por ese rencor sin dejar que yo me expresase. 

—¿Y para qué necesito que tú me expliques nada, ah? —Zaniyah agitó un brazo en gesto negador— ¿Qué más necesito saber aparte de que me has raptado de mi cuna, y me has hecho creer que pertenezco al pueblo que en realidad masacró al mío?

Uitstli intentó replicar, pero se quedó sin palabras. Bajó la cabeza, y recibió de lleno toda la cólera de Zaniyah:

—¡Me has ocultado la verdad durante mi vida! ¡¿Cómo esperas que te dejé expresarte, si esta es la verdad ineludible?!  —estiró un brazo y señaló a Uitstli con un dedo acusador— Ustedes, tú y los aztecas, fueron unos genocidas incluso peores que los malditos españoles. Y ahora... —se acercó al cabizbajo Uitstli con paso apurado, poniéndose a menos de dos metros de él— ¡Y ahora sé que también son unos jodidos MENTIROSOS! ¡Unos aduladores que ocultan la verdad con tal de que sea ignorante de lo que una vez fui, y de lo que pude haber sido de no ser por USTEDES!

Se hizo el silencio. Los gritos de Zaniyah emitieron ecos que se propagaron a lo largo de los montículos dorados. La chica morena tenía el pecho agitado, suspirando una y otra vez luego de liberar y saciar toda la cólera que acumuló en estos doce días. Intentó sonsacar algo más, pero viendo el rostro culpable y ensombrecido de Uitstli, pensó que ya fue suficiente. Zaniyah se llevó una mano a la boca, se alejó de él y le dio la espalda. 

<<La vida me dio una segunda oportunidad...>> Pensó Uitstli, mordiéndose el labio inferior y aplastando las ganas de querer echarse a sollozar en descontrol. Pensó en Yaocihuatl, y en como esta debía apoyarlo desde el más allá para sobrellevar este inimaginable dolor. <<Y yo no... pude proteger a mi hija de los dioses>>

Pensó profusamente en las palabras a decir a continuación. Hubo más de veinte segundos de silencio; en ese lapso, Zaniyah permaneció de espaldas, con los brazos cruzados y oteando el dorado horizonte de bosques anaranjados. Uitstli agarró valor; dio un paso adelante y dijo lo siguiente: 

—Pude haberte matado... —reprimió las arcadas de haber dicho aquella posibilidad— Pude haberlo hecho. Pude haberte enviado como esclava para sacrificio en Tenochtitlan. Pero no lo hice. ¿Sabes por qué no lo hice? —Uitstli dio otro paso y se llevó un pulgar al pecho— Porque a diferencia de los otros aztecas, yo tuve humanidad. Te tuve compasión, y por ello fui en contra de todos los códigos culturales que mi pueblo me impuso. Desobedecí ordenes para escapar y salvarte la vida. 

Se hizo el silencio. Los brazos cruzados de Zaniyah bajaron lentamente hasta dejarse caer. 

—¿Cómo un azteca como tú puede tener humanidad? —farfulló.

—No todos los aztecas son iguales —Uitstli negó con la cabeza, los ojos cristalizados—, al igual que no todos los españoles fueron iguales. Estábamos en guerra contra ellos, y yo sabía que ellos acabarían con nosotros. Sabía que el imperio estaba acabado, y que todas las conquistas que hicimos quedarían relegadas por la conquista española. Sabía que tenía que comenzar de nuevo... Y por eso decidí salvarte. Para poder comenzar una nueva vida, y darte el chance a ti para poder vivir la tuya.

—Aún así ni tú, ni Yaocihuatl, ni Tepatiliztli fueron capaces de decirme la verdad en todo este tiempo —Zaniyah se dio la vuelta y lo encaró con la mirada—. No fueron capaces ni de decírmelo cuando llegamos aquí. Me convirtieron en Doncella del Maíz, y me usaron como simulación de sacrificios para seguir las tradiciones aztecas, mientras que las de los otros pueblos fueron marginados. 

—Desearía poder viajar atrás en el tiempo y enmendar ese error —Uitslti volvió a dar otros dos pasos hacia delante, las lágrimas cayendo de sus mejillas—. No vale la pena excusarse. Hice mal en no decirte. Yaocihuatl, Tepatiliztli... todos hicimos mal. Pero fue sobre todo mi culpa. Yo me guarde este secreto, y no se lo dije a nadie. Porque sabía... que esto pasaría. Y tenía... —tragó saliva y se limpió las lágrimas con una mano— tenía miedo de que me hicieras lo que estás haciendo ahora. Juzgarme, culparme, tacharme de algo que no soy... Tienes todo el derecho del mundo de estar enojada conmigo, y de que me odies No te pido... que me perdones. Solo te pido... —entrelazó sus manos en un gesto de suplica— que no te deshagas de todas las memorias de nosotros. 

Uitstli se dejó caer sobre sus rodillas, la frente apoyada sobre sus pulgares, el rostro  sombrío de penas insondables. La expresión de  odio y prejuicio de Zaniyah se desvaneció de a poco al ver como el azteca más fuerte de la historia... estaba de rodillas, suplicándole. 

—Por favor... permítenos seguir siendo tu familia. 

Se hizo nuevamente el silencio. Zaniyah apretó los labios y se quedó pensativa por un buen rato. Al final, ella cerró los ojos brevemente, caminó hasta Uitstli y pasó de largo. El guerrero azteca no se giró, ni siguió suplicando. Cual hombre resiliente se limitó a escuchar lo que dijo y a aceptar su decisión: 

—Necesito... seguir pensándolo. 

Y Zaniyah se retiró bajando de la montaña, dejando a un devastado pero aún esperanzado Uitstli arrodillado en la cima de esta. Esa respuesta fue suficiente para mantener sus expectativas aún vivas. 

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ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯

|◁ II ▷|

Asgard, Capital Real.

Mansión provisional del Panteón Azteca

Catorce horas para la inauguración.

No había otra cavidad en la mente de Huitzilopochtli que no cupiera solamente su aún inconsciente hermana Malinaxochitl. El torneo, su odio hacia Uitstli y el pesar de las expectativas... todos se volvieron ecos que resonaron ante las sensaciones de congojo, miedo y pánico por ver que su hermana todavía no regresaba del sueño de Morfeo. 

No lo entendía. ¿Por qué se había quedado en este estado vegetal? ¿Acaso fue tan poderoso el puñetazo que le dio Uitstli que por poco le voló los sesos de la cabeza? La incertidumbre de no saber qué le sucedía, más allá de que los Centzones arcoíris de Omecíhuatl le decían que estaría inconsciente por un tiempo indefinido, lo mataba por dentro. Intranquilo desde que supo la noticia, Huitzilopochtli se pasó todo el tiempo al lado de ella, negándose a separarse de su lado por más reprimendas que Omecíhuatl le hubiese dado en todo este tiempo.

—¡¿Qué tú hiciste QUÉ?! —vociferó la Suprema nada más saber de la escapada de Quetzal.

—Lo hice —admitió él sin ningún reparo y sin voltearse a verla; solo tenía ojos para cuidar de su vulnerable hermana—. Liberé a mi medio hermano cuando tú te fuiste hasta acá. 

A pesar de la cólera divina detrás de él, una histeria tan poderosa que los sirvientes y guardias nórdicos del palacio se sintieron pequeños y a punto de morir por su mano, Huitzilopochtli ni se inmutó a ella. Y Omecíhuatl sabía que no podía hacerle nada por todo el peso e importancia que tenía ahora, siendo él el último de los Tezactlipocas vivos.  

—Primero me matan a la puta de mi hija y al pendejo descerebrado de Tepeyollotl, y ahora me vienes con esto... —Omecíhuatl se acuclilló a su altura, estando él sentado, y se lo quedó viendo fijamente, la mirada totalmente desquiciada. Huitzilopochtli la ignoró olímpicamente— ¿Por qué lo hiciste? ¿Por pena? ¿Compasión? ¡Tú eres el Dios de la Guerra, por el amor de Ometeotl! Tú no debes tener compasión por nadie. 

Huitzilopochtli permaneció impasible. Unos segundos después se dio la vuelta, haciendo rechinar la maderade la silla donde se sentaba, y miró a los ojos a Omecíhuatl. Su mano derecha se quedó apoyada sobre el vientre descubierto de la inconsciente Malina. 

—Si vamos a pelear contra la humanidad —replicó, su voz sonando tan grave como la de cien búfalos—, entonces será solo contra la humanidad, no contra nuestra raza. 

—¿Tan solo quién te crees tú para ponerme esas objeciones? —masculló Omecíhuatl, acercando más su rostro airado al de Huitzilpochtli. 

—Estoy en mi capacidad por como yo voy a pelear en el Torneo, no tú. 

—Yo soy tu reina —Omecíhuatl movió sus manos en un gesto de querer arrancarle la cabeza—, tú un sirviente. ¡El sirviente obedece, no piensa!

Huitzilopochtli no replicó al instante. Se volvió hacia Malina, y la tomó de una de sus manos, los ojos fijos en su ceniciento rostro.

—Cuando el Dios de la Guerra entra en combate, no hay rey quién le imponga su autoridad. 

Omecíhuatl apretó los puños y resoplo sin poder dejar de contener la furia interina. 

—¡Que alguien llame a Mechacoyotl! —exclamó, reincorporándose y, antes de salir de la habitación cerrando la puerta de un portazo, le dijo una última cosa a Huitzilopochtli— ¡Voy a hacer que lo traiga ante mí de nuevo! ¡Y lo ejecutaré! ¡A VER SI ME DETIENES ESTA VEZ!

Eso de hace ya más de diez días atrás. Las plácidas trompetas que venían del exterior del lujoso edificio blanco lo tranquilizaban. Sin estar ahora Omecíhuatl ni ningún otro de sus Centzones Sacrodermos, la mansión solo tenía como residentes a los guardias y sirvientes nórdicos que ningún momento irrespetaban sus solitarios espacios. Ignoró la orden que Omecíhuatl le dio de "entrenar" este tiempo restante para prepararse para el torneo. No solo porque no quería separarse de su hermana, sino porque él de plano sabía que no necesitaba calentar motores. Él ya alcanzó su pico de poder, y nadie en todo el Panteón Azteca se le comparaba. 

Y entonces, en ese absoluto silencio enmarcado en la solitaria estancia, Huitzilopochtli concibió una frase que había olvidado en todo este tiempo por culpa de la frustración y la culpa. Una frase que le hizo replantearse su odio hacia Uitstli, a su grupo y a los humanos en general: 

"La cólera divina y la venganza es la fatalidad de todo Dios de la Guerra."

A su mente llegaron repentinamente los pensamientos de todos los dioses y Centzones que asesinó a lo largo del reinado tiránico de Omecíhuatl. Pensó en los desollados en la plaza de Omeyocán, en los que cazó furtivamente... Hubo dos en especial que aún rememoraba con titánico pesar espiritual: la primera era la reciente ejecución de Mixcóatl, y la segunda, de hace cien años... la tortura física y psicológica que le hizo a Kauil, el dios maya del fuego. 

Huitzilopochtli se pasó las manos por el rostro y expulso un exasperado suspiro. Se masajeó el mentón y se quedó viendo a la inconsciente Malina al ensoñador rostro.

—Esto es un torneo a muerte, Malina —murmuró, chirriando los dientes—. Cuando Uitstli y yo entremos en la arena, solo uno de nosotros saldrá vivo. Pero... —frunció el ceño y se quedó viendo la pared— ¿Es acaso... la muerte, la respuesta para todo? —balbuceó cosas inteligibles hasta organizar bien su cabeza— ¿Acaso... el conflicto tiene que resolverse siempre con matar? Ahora que lo pienso, Malina... Yo nunca he resuelto ni un solo conflicto en mi vida sin tener matar a algo, o alguien. Ese es el condicionamiento que se me impuso desde el día de mi nacimiento. 

A pesar de no haber respuesta, Huitzilopochtli tuvo la impresión de que Malina le respondía aseverando su hecho. Eso lo motivó a proseguir.

—Quiero hacer las cosas distintas esta vez. Se que suena difícil de creer viniendo del "armario de músculos"... —sonrió y se echo a reír brevemente. Paró, y miró fijamente a Malina— Pero es cierto,  mi pequeña problemática. Esta vez te haré caso. Esta vez haré las cosas de forma distinta, así signifique violar las sagradas leyes del Torneo del Ragnarök. Sé que Uitstli se merece mi cólera y mucho más, pero... —chasqueó los dientes y se quedó cavilando por unos segundos— Ya me estoy cansando de ser el Dios de la Guerra. 

Un breve vistazo al pasado se vislumbró ante los ojos del Dios de la Guerra. Su mente lo transportó a pasado, a hace quinientos años respectivamente, años posteriores a la Guerra Civil de Aztlán. Su madre, Coatlicue, murió durante el parto dando a luz a la última deidad de la estirpe del Dios Sol Tonatiuh. Malinaxochitl nació con características semejantes a las de Uitstli: piel pigmentada de color distinto, y con una musculatura tal que no correspondía a la naturaleza divina de Coatlicue o Tonatiuh. Con el plus de haber nacido con habilidades innatas a la magia del fuego de Mictlán, muchos la trataron de bruja y de maldecida por Mictlantecuhtli. 

Él se encargó de protegerla y de ser el hermano mayor que siempre quiso ser luego del fatídico asesinato cainista que hizo con Coyolxahqui durante la guerra. Se aseguró de darle un ambiente favorable para un crecimiento y desarrollo de personalidad digna de una diosa digna de ser adorada por dioses y humanos por igual. En ese bagaje de memorias del lejano pasado, Huitzilopochtli rememoró las últimas palabras de su madre:

—Por favor, hijo... Protege a Malina... de Omecíhuatl...

El reverberar de aquella frase trajo una explosión de pensamientos desordenados que culminaron con él reincorporándose entre gruñidos de molestia. Fastidio hacia si mismo, pues creía genuinamente que le había fallado, y que la perversión de Omecíhuatl finalmente hizo mella en quien posiblemente sea la única deidad azteca, junto con Quetzalcóatl, que no cometió ni un solo pecado en nombre del panteón. Huitzilopochtli se la pasó caminando de un lado a otro por la sala, sumergido en sus más frustrados pensamientos que le impedían volver a la raíz principal de lo que estaba pensando originalmente. 

Tras un breve minuto de profunda reflexión, Huitzilopochtli puso orden a su mente con un único pensamiento que le hizo ensanchar los ojos. Se dirigió hacia la cama de Malina, se acuclilló ante ella y la tomó de las manos con gentileza.  

—Cuando esto acabe —farfulló—. No importa como acabe este torneo... Tú y yo... huiremos. Escaparemos lo más lejos posible de... esto. ¡De todo esto! —palmeó los dorsos de sus manos. Se puso de pie y le dedicó  una última mirada protectora antes de comenzar a retroceder, dirigirse a la puerta y salir de la habitación— Hasta entonces.... por favor, asegúrate de despertar. 

El chirrido de las bisagras cerrando la puerta sumió a Huitzilopochtli en su soledad. Su faceta cambió a una severa, volviéndose una vez más el Dios de la Guerra.

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ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯

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Centro-sur de la Capital Real

Base de operaciones pretoriana

Diez horas para la inauguración

El día caía a una velocidad pasmosa. Las horas pasaron volando, y antes de que Sirius o sus pretorianos repararan en el tiempo, el firmamento ya se había ennegrecido con una esplendorosa noche estrellada y de luna llena, el tipo de noche que el semidiós griego más adoraba por como podía entrar en contacto con su difunta madre en la forma de aquel cuerpo celeste. 

Sirius Asterigemenos se encontraba de pie en el centro de todo el campamento. La plaza circular y de suelo de guijarro ofrecía reflejos de las estrellas y de los tenues rayos de la luna con sus superficies cristalinas de sus piedras. A los pies de Sirius levitaban varios faros de luces etéreas, todas de color celeste o blanca, que daban la impresión de que estuviera de pie sobre la superficie de agua cristalina. 

Portando únicamente un peto negro bajo un trajo azabache de una pieza y manga larga, pantalones de cuero negro y zapatillas, Sirius tenía las manos dentro de los bolsillos y los ojos fijos en la luna. El astro hacía llover con amor parsimonioso todos sus rayos sobre su figura, dando la impresión, al resto de pretorianos aledaños, de ser una diosa primordial confiriéndole un poder superior a su hijo semidiós.

Se oyeron pisadas robóticas venir de su lado izquierdo. Sirius abrió los ojos, y se topó con la ignominiosa figura de armazón gris y amarillo de Eurineftos, su altura de dos metros y unos palmos más alto que él. Asterigemenos sacó sus manos del bolsillo y sintió un embate de felicidad inundar su corazón que lo hizo sonreír de oreja a oreja. Eurineftos agitó levemente la cabeza y se detuvo a dos metros de él; a pesar de no tener rostro, Sirius se imaginó tanto la sonrisa como el regocijo que debía de estar agitando su Spíthaftón. 


Sirius no pudo evitar echarse una efímera risotada. Palmeó tres veces y con fuerza, y por último despidió un satisfactorio jadeo seguido de meterse las manos en el bolsillo de nuevo. 

—Siempre llevando la cuenta del tiempo —dijo—. No has perdido el toque, incluso después de que Tesla te haya reanimado. 

Sí, y yo todavía me sigo cuestionando... —replicó Eurineftos, su tono de voz sonando ahora más socarrona y atropellada, cosa que le hacía sacar una sonrisa infalible a Sirius— ¿Cómo carajos un hombre del siglo veinte fue capaz de sacar de las tumbas milenarias un conocimiento que ni siquiera tú poseías?

—De hecho, Eurineftos —admitió Sirius—, la información del Spíthaftón la conseguí de Roma Invicta, a cambio de las últimas reservas de Oricalco de la Grecia Continental de Midgar que solo yo conocía —asintió para sí la cabeza y sonrió de oreja a oreja—. Nikola Tesla hizo el resto.

Debe tener un cociente intelectual de ochocientos como para manejar tecnología que solo Hefesto conocía al dedillo. 

—Él dice que su inteligencia eidética y su creatividad innata se lo debe a los genes de su madre —Sirius reprimió una risotada con una boba sonrisa—. Igual que yo le debo mis genes divinos a mi madre.

Se hizo un silencio solemne entre ambos. El susurro suave de los soplidos graznaba el follaje que condecoraba el campamento militar, haciendo del ambiente más místico con las constantes caídas de las hojas doradas, desvaneciéndose estas a los pocos segundos de aterrizar en suelo firme. Sirius y Eurineftos se quedaron onde estaban, la mirada fija en la etérea luna, los faros de luces iridiscentes formando un lago resplandeciente alrededor de ellos.

¿Y cómo que le diste las últimas reservas de Oricalco a esos dioses griegos? —inquirió Eurineftos, la voz escandalizada.

—No son griegos, Eurineftos —lo corrigió Sirius—. Son romanos. Casi todos los griegos murieron en la Thirionomaquia. 

Griegos, romanos, malditos protoindoeuropeos, lo que sea que sean ese Panteón de Roma Invicta. ¿En serio se los diste?

Sirius repensó cuidadosamente su respuesta. Sabía de pleno lo importante que era el Oricalco para Eurineftos; al haber sido él el defensor de un vasto tesoro de Oricalco en sus épocas como bárbaro señor de la guerra, comprendía bastante bien (y ahora a la perfección con sus datos actualizados) el potencial de aquel metal divino. Una capacidad de ofrecer poderes inigualables a su usuario, tantos que el Obsidiacraspo que revestía apenas y le llegaba a los talones. 

—Fue una dura decisión —admitió—. Ahora ellos son el reino con mayores reservas de Oricalco, lo que lo hace los más poderoso en cuanto a economía. Pero a decir verdad... —miró de reojo a Eurineftos— valió cada pepita de Oricalco, porque ahora te tengo aquí. Y su tuviera que hacerlo de nuevo, lo haría cien veces más. 

A pesar de no expresar facialmente su emoción, el Metallion manifestó su sorpresa, elogio y agradecimiento a través de los breves balbuceos robóticos, los asentimientos de cabeza y, por último, una palmada en el hombro a Sirius. Este último palmeó el metal de su mano en respuesta.

Yo... ah... —Eurineftos siguió farfullando, en busca de palabras concretas— Guau... Nuevamente me dejas sin palabras, Asterigemenos. 

—¡Cuando no! —exclamó Sirius, esta vez estallando en carcajadas que Eurineftos replicó con una risotada bastante humana, como la de un hombre fortachón que se ríe de un buen chiste. Al cabo de varios segundos ambos acallaron, y la mirada de Sirius se tornó melancólica— Pero sí... ahora tú y yo... Somos los únicos que queda del grupo original.

Sus palabras hicieron mella en el espíritu de Eurineftos. El Metallion bajó la mirada, y su semblante se ensombreció.

—Sí, lo somos —admitió con tristeza.

—Es por eso que hay que permanecer juntos. Hacer lo posible para poder llegar vivos hasta el final de este Torneo del Ragnarök, especialmente cuando llegue mi ronda. 

¿Y qué hay de los otros participantes? ¿Los apoyarás desde las gradas?

—Incluso si a muchos no los conozco de nada —Sirius sonrió y asintió con la cabeza—. Por supuesto que los apoyaré.

—Y hay que hacerlo con Uitslti. El hombre... —Eurineftos se encogió de hombros— Ha perdido demasiado, Sirius. A su esposa, a sus mejores amigos, a su hija... —el rostro sonriente de Sirius se ensombreció— Está inestable mentalmente. Tú y yo sabemos que hombres así no son capaces de pelear con todas sus capacidades. 

Sirius permaneció en silencio, la mirada melancólica tras escuchar las cosas que ese Legendarium Einhenjar ha perdido, no pudiendo evitar compararlo con lo que él perdió también. Se sacó las manos de los bolsillos y le dio una mirada más a la luna llena. Se miró el reloj dorado de su muñeca.

—Aún tenemos tiempo para darle una charla antes del torneo —dijo tras ver la hora. Se volvió sobre sus pasos y comenzó a marchar, siendo seguido por Eurineftos con la misma energía—. ¿Sabes cuál es su casa en Asagartha?

La sé. Tú sígueme. 

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Palacio de Helgafell

Ocho horas para la inauguración

La agenda de actividades por hacer para la inauguración del torneo tenían maniatada y bastante ocupada a Brunhilde, hasta el punto en que la Reina Valquiria comenzaba a sentir el mismo laboral que el que puso a William Germain cuando lo posicionó como el Presidente Sindical. 

Que si la organización de los grupos sociales dentro de las gradas, que si llevar a cabo comités entre semidioses para analizar la aceptación de ciertos Einhenjers dentro del anfiteatro con tal de no generar roces entre grupos de mortales y deidades que se odiaban a muerte, que si atender reuniones de comuniones entre las facciones de Aesir y Vanir, ambos grupos de dioses nórdicos, para poder dejar en claro que todo el conflicto de la guerra civil ya es historia vieja y que no debía de intervenir en la tregua histórica que tendrían dentro del torneo. No tener a su disposición al Presidente Sindical por como este (y con un permiso póstumo a su partida) tuvo que volver a la Civitas Magna para resolver sus propios conflictos políticos, hizo que Brunhilde tuviera una probada del trabajo de Williamen la forma del gigantesco peso del hito histórico que estaba a punto de llevar a cabo con la primera ronda. 

Una enorme acumulación de nervios y expectativas astronómicas la tenían agitada en mente y corazón. Por su mente no cesaba de concebir el pensamiento de que esta primera ronda, este Uitstli contra Huitzilopochtli, lo tenía que ganar sí o sí para no destruir las esperanzas de la humanidad de poder salir victoriosos de esta cruzada contra la autoridad divina. 

<<Freyja te llamaría "Pecadora Cardinal">> Las fugaces palabras irrumpieron en su cabeza, distrayéndola de la lectura de la prerrogativa que estaba leyendo, escrita por el dios romano Mercurio, en aceptar a los Magnum Ilustrata y los Legendarium Einhenjar disponibles dentro de un mismo podio. La organización de los humanos dentro del coliseo estaba siendo tan fatal que ya creía que esto era adrede. Brunhilde se quitó las gafas y la horquilla, colocándolas ambas sobre el escritorio para después pasarse las manos sobre el exasperado rostro. Chasqueó los labio y tragó saliva. 

—No pienses en eso ahora, Brunhilde... —se dijo a sí mismo, restregando los dedos en su frente— No pienses en eso. 

Pero su frustración no se esfumó de inmediato, especialmente por la pintura del rostro de primer plano de su madre que tenía detrás. Sus dominantes y prejuiciosos ojos la fulminaban, la hacían sentir pequeña y vulnerable. Chasqueó los labios y se aclaró la garganta, carraspeando con tanta fuerza que tuvo que golpearse un par de veces el pecho para poder sonsacarse la nuez que la atoraba.  

De repente se escuchó un ruido blanco venir del micrófono que tenía en el escritorio. Brunhilde presionó un botón, y habló primero:

—¿Qué sucede ahora?

Ha llegado la valquiria Randgriz, Su Majestad —afirmó la recepcionista por el micrófono. 

—Bien. Envíamelas. 

Despegó su dedo del micrófono y se volvió a pasar las manos por el rostro. Al oír las bisagras de la puerta rechinar, se colocó rápidamente la horquilla dorada y sus gafas, volviendo a lucir su fachada profesional para la llegada de su invitada. 

La puerta se abrió lentamente, y la primera en entrar fue Randgriz, portando su habitual uniforme victoriano con su paño azul oscuro con incrustación de zafiro. Tras ella la siguió la Subjefa del Pretorio y también Valquiria Real, Eir, con su melena blanca suelta y cayendo en dos largos mechones sobre sus hombros y el filo del espadón que tenía detrás. Brunhilde les hizo un ademán de mano, ofreciéndoles los dos asientos que estaban dispuestos frente a la mesa. Ambas Valquirias Reales se dirigieron hacia ellas y tomaron asiento; Randgriz con las piernas separadas y las manos entrelazadas, y Eir con las  piernas cruzadas y una mano sobre su rodilla. 

Se hizo el silencio en toda la estancia. A través de las ventanas se podía vislumbrar el ennegrecido cielo de la noche, el firmamento tintado de estrellas y la luna llevándose gran parte del espacio. 

—Su Majestad —saludó Randgriz,  haciendo una reverencia pequeña—. No has... —miró los documentos sobre el escritorio— Veo que no has tenido tiempo para ir a visitar a Uitstli. Muy ocupada has estado. 

—Desde que se me escapó William, como nunca —masculló Brunhilde, rascándose uno de sus ojos. 

—Falta poco para que se inaugure el torneo... —prosiguió Randgriz, entre el nerviosismo y el coraje— ¿No crees que... umm... deberías darle una visita a...?

—Randgriz, cállate.

—Okay...

Brunhilde se reincorporó de su silla. Dio media vuelta, solo para volverse hacia las valquirias y darle otro ademán de mano.

—Vale, ahora sí —dijo—. Háblame de lo de Tamoanchan. ¿Pudieron hacer el Völundr?

—Sí, pudimos hacerlo —replicó Randgriz, los labios apretados y encogiéndose  de hombros—. Uitstli y yo llevamos a cabo el Völundr durante nuestra pelea contra Tepeyollot. La fusión aumentó el poder de mi Einhenjer, no solamente darle mi cuerpo como arma divina. Lo matamos. Lo mismo que la hija de Omecíhuatl, solo que a esta Yaocihuatl la liquidó.

—¿Sin Völundr? —Brunhilde enarcó una ceja, el gesto de sorpresa. Se cruzó de brazos.

—Utilizó las llamas matadioses de los Centzones creados por Omecíhuatl —la faz de Randgriz se ensombreció un poco. Se mordió el labio—. Sacrificó su vida en el proceso. 

—Impresionante —murmuró Eir, el rostro de perplejidad y respeto genuino.

—Bravo por ella —Brunhilde se acercó al escritorio y miró los papeles en el escritorio. Se acomodó las gafas—. ¿Qué hay de Publio Cornelio, Eir? ¿Resolvió todo el conflicto de las Regiones Autónomas?

Randgriz frunció el ceño, no pudiendo evitar sentirse ofendida por la forma en que la reina desvió la atención sobre la muerte de Yaocihuatl.

—En efecto, Su Majestad —afirmó Eir—. El conflicto armado con los Coyotl culminó en estos doce días. Las últimas bases militares donde se establecían fueron tomadas, y los pocos pelotones que estaban rezagados en las Regiones de Arista y Quintana se rindieron e hicieron un pacto de perdón a cambio de entregarse a las autoridades. 

—¿Y va a estar o no va a estar en las gradas? —insistió Brunhilde, señalándola con un dedo. 

—Lo va a estar, Alteza. Él fue quién regresó el día de hoy junto con los Manahui. Lo mismo se puede decir de Nikola Tesla.

—Y los dos enviaros sus condolencias por las perdidas de Uitstli —masculló Randgriz, la mirada desviada hacia abajo—. Condolencias al Einhenjer que va a pelear tu Ragnarök en la primera ronda. 

—¿Qué? —Brunhilde entrecerró los ojos y se inclinó hacia ella. Tanto Eir como Randgriz pudieron sentir la histeria emerger de la Reina Valquiria con sus gestos cada vez más inestables. 

—Sus perdidas, Majestad —dijo Randgriz en voz más alta—. Perdimos a Yaocihuatl, a Tecualli y a Yaotecatl. Fueron buenas personas, Alteza. Buenas almas que perdimos en esta guerra...

Brunhilde se quedó pensativa por unos momentos. Asintió con la cabeza y señaló a Randgriz con una mano. 

—Pues si fueron buenas personas, eso quiere decir que irían al cielo si hubiera uno más allá del Valhalla, ¿no lo crees? —sonrió de forma sardónica— Lo importante es que tuvieron la dicha de abandonar este mundo cruel —agarró uno de los sobres sellados de la mesa y se lo tendió hacia Eir—. Haz lo que está en la lista para organizar a los Ilustrata, a sus funcionarios y a los Pretorianos dentro del anfiteatro. Llama a Sirius para que te ayude. Queda poco tiempo, y tengo el horario de actividades demasiado apretado como para hacerlo todo yo sola. 

Eir se colocó de pie, la mirada fija en el sobre. Lo tomó y se lo guardó dentro de su guerrera. Brunhilde asintió con la cabeza, suspiró y se volvió a sentar. 

—Listo, pueden retirarse las dos —dijo al tiempo que se servía vino en una copa y clavó su mirada sagaz sobre Randgriz—. Cuando hagan el Völundr habrá científicos de Tesla con tecnología valquiriana para medir qué tan poderoso haces a tu Einhenjer en contraste con su estado base. Eres la primera en hacer ese hito, Randgriz. Felicidades.

Randgriz afirmó con la cabeza y apretó los labios. Permaneció sentada.

—Vámonos, hermana —dijo Eir, mirándola de reojo.

—Brunhilde... —murmuró Randgriz, posando sus manos sobre sus piernas y restregándoals con frustración— si quieres que Uitstli esté al cien por ciento en el torneo, ti... T-te recomiendo, que le envíes sus condolencias. Así sea por una carta, al menos. 

—Lo que tú digas, Randgriz —Brunhilde se bebió la copa de un solo trago, la mirada concentrándose en los documentos antes que en ella—. Le diré a Geir que escriba una carta en nombre mío y de ella. Así tengo su indulto. 

—No lo harás tú, entonces. 

—¿Ah? —Brunhilde la miró con la ceja alzada.

—Que no lo harás tú. 

—No, no lo haré yo —Brunhilde negó con la cabeza y movió sus manos sobre el escritorio en ademán de presentar su mesa—. ¿Qué no me ves ocupada, Randgriz?

—Te importa más el Völundr que los sacrificios del grupo...

—Randgriz —musitó Eir—. No ahora. Por favor, vámonos. 

—Espera —dijo Brunhilde, dándole una mirada demandante a Eir primero y después fijar sus ojos escandalizados sobre Randgriz—. ¿Qué diijste, Randgriz?

Randgriz no pudo seguir aguantando su cólera interna. Se inclinó sobre la silla, su semblante cambiando a uno indignado. Brunhilde entrecerró más los ojos.

—¡Te importa más el Völundr que las vidas de los Manahui!

—Maldita seas, Randgriz —barbotó Eir, apretando un puño—. Vámonos, ¿quieres?

Brunhilde miró hacia ambos lados, los labios entreabiertos, como no entendiendo por qué ella no estaba de acuerdo con su misma ideología. 

—Porque el Torneo del Ragnarök es la prioridad, Randgriz —argumentó—. El Torneo del Ragnarök y la supervivencia de la humanidad...

—¡¿Desde cuando, AH?!

La furia de Brunhilde estalló de su cascarón, y la frustración de la mirada juzgadora del cuadro de Freyja impulsó su rabia. La Reina Valquiria se puso de pie, estampó una mano en el escritorio con todas sus fuerzas, y señaló a Randgriz con un dedo acusador.

—¡¡¡DESDE QUE LOS JODIDOS DIOSES CONDENARON A LA HUMANIDAD, Y NOSOTRAS... INTERVINIMOS!!

La indignación se amplió en la cara de Randgriz. La valquiria se puso de pie, despidió un suspiro irritado y se colocó frente al escritorio de Brunhilde. La reina se la quedó viendo a los ojos.

—Vale... —bramó Randgriz— Nos dices la misma mierda una y otra vez. "Völundr" esto, puto "Torneo del Ragnarök", lo otro, blah, blah, blah —hizo un gesto de parloteo con una mano—, pero no te importa una mierda los Legendarium y sus familias. Nosotras somos... ¡tus chingados soldados de juguete! "Haz esto, Randgriz", "Haz esto otro, Randgriz" —estampó una mano en el escritorio, y las lámparas, copas  y hojas saltaron sobre la mesa— "¡¡¡MIRA A YAOCIHUATL SACRIFICAR SU VIDA, RANDGRIZ!!!"

Eir dio un paso atrás, abrumada por la increíble presión generada en todo el cuarto a causa de los gritos de Randgriz y Brunhilde. Ambas valquirias se quedaron viendo a los ojos; la primera con una mezcla de coraje y exaltación, y la segunda con confusión y furor. Brunhilde respiró hondo y tragó saliva, aguantando sus terribles ganas de seguir la discusión.

—Vale, escúchenme bien esto —dijo, señalando a Randgriz y a Eir—. Además de la primera ronda como tal, también habrá una pequeña guerra en la pequeña Aztlán que a nadie le estará importando al momento de la pelea entre Uitstli y Huitzilopochtli. Y los enemigos de Omecíhuatl, con los cuales hice una alianza tácita, necesitarán que ella sea destronada y sea puesto en el trono a Quetzalcóatl, el cual aún sigue sin aparecer. Así cuando ganes la primera ronda, Randgriz, y terminemos con este conflicto con la zorra de Omecíhuatl —dio tres golpecitos a la mesa—, ¡la siguiente ronda del Torneo será lo prioritario! Ya saben lo que tienen que hacer. Váyanse a la mierda, ¡y déjenme en puto paz!

Brunhilde volvió a tomar asiento. Randgriz suspiró en decepción. Se volvió sobre sus pasos y salió del gabinete a paso apurado. Eir permaneció de pie en el centro de la estancia, la mirada quieta en el suelo, incapaz de procesar del todo lo que acababa de ocurrir. 

—Con su permiso, Majestad —murmuró, y después se esfumó de la habitación. 

La Reina Valquiria apoyó el mentón sobre una mano, quedándose pensativa por un largo rato. Miró por encima de su hombro el cuadro de Freyja. Esta vez desafiante, no se dejó amedrentar por su mirada judicial. Brunhilde cerró los ojos y sintió un latigazo de nervios por todo el cuerpo. 

<<No soy ninguna pecadora, madre>>.

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ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯

|◁ II ▷|

Meseta de Asagartha

Siete horas para la inauguración

La llegada de Sirius Asterigemenos al Conjunto Residencial de Heimskringla trajo una conmoción a todos los pobladores y al ambiente. Fue tanto así que los remolinos de partículas rojas que caían del cielo junto con las doradas que emanaban de los Portaraíces del Yggdrasil se envalentonaron sobre las mansiones cuando el carruaje dorado de sementales alados aterrizó en una alta plataforma cercana a la residencia donde se hospedaban los Manahui Tepiliztli. 

Lo primero que vieron fue el Carruaje de Helios descender de los cielos en amplios zigzags, destellando por todo el cielo sus centellas doradas que ulularon a lo largo y ancho del Conjunto Residencial, iluminando el firmamento oscuro y centellado. Tras eso observaron el carruaje volador aterrizar en la plataforma mientras iban de camino a recibir al invitado. En el recorrido, Uitstli, Tepatiliztli, Zinac y Xolopitli vieron a los soldados pretorianos y a las gentes del común ovacionar en la distancia al recién llegado, dando la impresión de estar a punto de darle la bienvenida a un agraciado Dios Olímpico. 

Los Manahui ascendieron hasta la plataforma y fueron recibidos por la resplandeciente luz dorada del Carruaje de Helios, haciendo que se cubrieran los rostros. Unos segundos después se oyó un sonido mágico sordo, y de repente el carruaje se desvaneció en millones de partículas de luz. Un trío de pies cayeron sobre la plataforma, y cuando los Manahui bajaron las manos, al primero que vieron fue a Sirius Asterigemenos dedicándoles una sonrisa de oreja a oreja. 

—Entonces... ustedes deben ser los Manahui de lo que Eurineftos tanto me ha hablado —dijo Sirius. A su lado izquierdo estaba el propio Eurineftos, y a su derecha se encontraba Randgriz, la cual intercambió una fugaz mirada con el grupo entero. El Subjefe del Pretorio se dirigió hacia Uitstli, este último sin despegar su anonadada mirada de su agraciado rostro. Se detuvo ante él, y Uitstli quedó sorprendido al ver que tenía casi su misma altura—. Y tú debes ser el líder. Uitstli, ¿no es así? —el semidiós griego agrandó la sonrisa y se señaló con un dedo— Sirius Asterigemenos. ¿Puedo pasar a su humilde morada?

Uitstli tuvo una mezcla de emociones ante la forma tan divina y a la vez tan terrenal con la cual el tan afamado Nacido de las Estrellas se estaba dirigiendo. De repente, todas las oceánicas penas que tanto lo habían ahogado tras su charla con Zaniyah se esfumaron gracias a la divina sonrisa de Sirius. Zinac, Tepatiliztli y Xolopitli quedaron igual de anonadados que él, sus ojos ensanchados y labios boquiabiertos dedicados al carismático griego.

—Por supuesto que puede —dijo Uitstli con gran entusiasmo, espabilando de su perplejidad y haciendo un ademán con la cabeza—. Sígame. Le diré a mi hermana que le prepare algo. 

—Un té negro, si no es mucha molestia —dijo Sirius, y siguió a Uitstli a su grupo calle abajo directos hacia la mansión. 

Dentro de la mansión, Uitstli y su grupo se establecieron junto con Sirius dentro de la sala de estar. Eurineftos se quedó afuera en el balcón, sirviendo como sentinela observando fijamente el horizonte ennegrecido de bosques susurrantes. Unos minutos de silenciosa espera (lapso en el que Sirius pudo sentir un sinfín de sensaciones negativas y decaídas venir de Uitstli, Xolopitli y Zinac), Tepatiliztli y Randgriz regresaron a al estancia cargando bandejas con tazas de cacao, un té negro y un café ibérico. Posaron las bandejas sobre la mesita de cristal, y Sirius fue el primero en agarrar el suyo con veloces y entusiasmados movimientos.

—Entonces, ¿es la primera vez que llegan aquí? —preguntó, y le dio un sorbo a su té.

—Sí —contestó Uitstli, soplando el humo de su café caliente—. Nunca antes se nos cruzó que llegaríamos a estos lares. Y... ahora que lo vemos —desvió la mirada y viró de soslayo uno de los majestuosos Portaraíces—, me pregunto cómo es que no se nos ocurrió antes.

—Quizás porque estábamos separados como grupo —masculló Xolopitli, sentado en el suelo, la espalda contra la pared, su café puesto a su lado. No lo ha tocado siquiera.

—Antes —se corrigió Uitstli—. Antes de la Segunda Tribulación. 

—Ah, tú debes ser el nahual mapache —dijo Sirius, volviéndose hacia él. Se ruborizó un poco—. P-perdón si te lo pregunto,  pero... ¿tú eres Yaotecatl, no? ¿O Xolopitli?

—Xolopitli —el rostro del Mapache Pistolero se ensombreció al instante—. Yaotecatl... —se limitó a expresarse con un negativo ademán de mano.

Tepatiliztli y Randgriz tomaron asiento, la primera sentándose al lado de Zinac y la segunda junto a Uitstli. El semidiós griego guardó solemne silencio, sintiendo el peso de las pérdidas y las muertes en el ambiente y en los pesadumbrosos semblantes del grupo. A un nivel muy sentimental, no pudo evitar sentirse supremamente empatizado por ellos.

—Eurineftos me contó bastante de ustedes de camino a Asagartha —prosiguió, esbozando una sonrisa y emprendiendo su misión de no dejar morir en silencio al grupo—. Junto con las historias que Geir y yo leímos de ustedes, de sus hazañas en al Segunda Tribulación... —bebió otro sorbo de su té, y dejó la taza sobre la mesa—Me quedo sin palabras. Es la primera vez, en mucho tiempo, que me deja absorto un grupo tan aguerrido como el de ustedes. Incluso... —apretó los labios— Incluso con todo lo que han perdido, en el camino. 

Nuevamente hubo silencio. Uitstli entrelazó sus manos y bajó la mirada. Xolopitli desvió la mirada hacia el ventanal donde pudo ver a Eurineftos haciendo de guarda. Tepatiliztli se abrazó al brazo de Zinac, y este último chasqueó los labios. 

—Lamento mucho las muertes que han tenido y que la señorita Randgriz y Eurineftos me dijeron en el camino —prosiguió Sirius—. A pesar de que el Presidente Sindical no podrá estar presente para ver la primera ronda, sepan ustedes que Eurineftos y yo estaremos apoyando a su líder Uitstli en las gradas. Rezaré por su victoria. 

—Muchas gracias —murmuró Tepatiliztli, limpiándose las lágrimas con un pañuelo.

—Ah... Sirius —dijo Uitstli, fijando su vista en él— No te ofendas con la pregunta que te voy a hacer.

—Difícilmente nada me puede ofender —admitió Sirius, volviendose hacia él

Uitstli chasqueó la lengua e inspiró hondo, acumulando el valor necesario para formular la cuestión que tenía en mente.

—Fuiste... ¿Fuiste enviado aquí, por Brunhilde?

—¿Por Brunhilde? —Sirius puso una divertida mueca de confusión y cuchicheó una risa— No, no fui enviada aquí por la Reina Valquiria. Vine por mi propia cuenta. Vine porque decidí darles esta charla antes de la primera ronda —tomó su taza y bebió un sorbo—. ¿Por qué lo preguntas?

—Es tan solo que... —Uitstli se mordió el labio inferior, la mezcolanza de desconfianza, congojo y conciliación hacia el semidiós griego haciendo un remolino en su pecho— Nosotros, como grupo, estamos acostumbrado a que gente más poderosa que nosotros venga a decir que nos van a ayudar, pero en realidad solo quiere imponer sus agendas. Eso cambió con William, Cornelio y Tesla, pero, um... —chasqueó los labios y se encogió de hombros— Con los engaños que nos ha dado Omecíhuatl y Brunhilde, aún no aprendemos a confiar de todo de la gente. 

—Incluso tratándose de un semidiós como yo, ¿a que sí?

La azotaina que recibió Uitstli ante la pregunta capciosa de Sirius le hizo sentirse avergonzado. El guerrero aztecas se pasó las exasperadas manos por el rostro.

Y sin que nadie se diera cuenta por el ambiente sombrío de la estancia, Zaniyah, oculta detrás de la pared de un oscuro pasillo, estaba escuchándolo todo con la mueca de prestar atención. 

—Por favor perdónelo, Sirius —farfulló Randgriz, una mano posada en el hombro de Uitstli—. Él no tiene la intención de prejuzgarlo así...

—No, no tiene por qué pedirme perdón —Sirius bebió el último sorbo de té negro. Dejó el vaso en el piso y se reincorporó del diván donde se sentaba—. No tiene por qué hacerlo, porque ya estoy acostumbrado a que me prejuzguen por distintos motivos —las miradas de todo el grupo se posaron en él, entre la sorpresa grata y la incredulidad—. Si les hace sentir mejor... yo también estoy acostumbrado a que organizaciones y gente con mayor poder político usen de mí. La primera vez que llegue aquí me comieron vivo Dioses Supremos como Rómulo Quirinus, quien me uso como su "héroe nacional" para Roma Invicta antes de darme cuenta de las masacre al Panteón Celta. Tras eso también fui utilizado por Freyja, aseverando más su puesto como Reina Valquiria al convertirme yo en el primero de sus Einhenjers oficiales —hizo una breve pausa para tomar aire. Las expresiones en los rostros de todos los Manahuis cambiaron a unas de sorpresa, y otras de incredulidad—. No tienen por qué pedirme perdón, cuando yo mejor que nadie en esta sala sabe lo que es ser manipulado por otros. 

Desde el balcón, Eurineftos concibió la emoción y el sentimiento que empleó Sirius para confesarse ante el grupo azteca. No hizo falta voltearse para saber que todos tenían muecas boquiabiertas. Desde la distancia, el Metallion se enorgulleció de ver como su amigo se abría emocionalmente frente a los Manahui. 

—Entonces... —murmuró Uitstli, agitando las manos de un lado a otro. Apretó los labios— ¿Entonces qué quieres que haga? ¿Qué pelee por mí mismo? ¿Por la poca familia que me queda?

—Eres afortunado de tener aún familia, Uitstli —afirmó Sirius sin ningún tipo de ápice de pena o tristeza—. Yo, cuando llegue aquí, lo hice sin ni uno solo de mis familiares. Perdí mi sentido del ser... por mucho tiempo. Siglos, inclusive. El camino de regreso fue difícil sin el apoyo de nadie, pero logré hacerlo —se llevó una mano al pecho—. Permití que nuevas personas entraran a mi corazón —caminó hacia Uitstli y se acuclilló frente a él. El guerrero azteca lo miró  los ojos—. No quiero minimizar tus perdidas ni tu dolor, pero tú estás... en una posición mucho más favorable que la mía. Aún tienes familia por la cual pelear. Aún tienes un pueblo por el cual luchar —lo tomó de una mano y palmeó firmemente su dorso—. Pelea por ello, y verás como serás capaz de encontrarte a ti mismo de nuevo. 

Uitstli lo miró con dureza, pero después suavizó su mirada al recibir el tacto de Randgriz en su brazo.  Cerró los ojos y se quedó callado, cavilando con cuidado las palabras que estaba a punto de decirle, muchas de ellas creadas por la desazón de sentimientos que su corazón quemaba sin parar. 

—Sirius, ¿tú eres padre?

La pregunta lo tomó por sorpresa. El semidiós griego se ruborizó, sonrió y se rascó la frente.

—Lamentablemente no —confesó.

—¿Sabes lo que es para un padre perder a su hijo? —prosiguió Uitstli a pesar de su respuesta— No me refiero a que haya muerto. No. Me refiero a... —se quedó pensativo por unos segundos, mirando el techo brevemente. Zaniyah, oculta tras la pared, se llevó una mano al agitado corazón— A cuando tu hijo descubre algo de ti que tú le has ocultado por mucho tiempo, y te empieza a odiar por eso, a decirte que no eres su padre... —lo volvió a mirar a los ojos. Sirius estaba boquiabierto—. No... no lo puedes entender porque no has sido ese padre

—No un padre... —el murmullo de Sirius lo dejó sin palabras, tanto a él como al resto de Manahuis— Más bien... yo fui ese hijo. 

—¿Qué? —farfulló Uitstli en respuesta, los ojos entrecerrados.

—Yo fui ese hijo con mi padre —prosiguió Sirius, sin pena ni gloria—. Mi padre me ocultó mi mitad divina desde mi mero nacimiento. Según él era para... protegerme, o algo así. Ya no recuerdo. El punto es que cuando por fin me lo dijo, yo... —apretó los labios y frunció el ceño— me distancié de él por un muy, muy, largo tiempo. Lo llamé de todo, menos mi padre. Y eso hizo que por poco yo muriera en el bosque de Artemisa.

La mirada de Uitstli destelló de la emoción inspirada. Se separó de Randgriz y se acercó a Sirius.

—¿Qué hizo tu padre? ¿Qué hizo tu padre para que tú volvieras a él?

El repentino balbuceo hizo que Sirius se echara para atrás. El resto de los Manahuis presentes en la sala dispusieron al frente, resto escuchar al semidiós griego para darle a conocer a Uitstli la forma en que pudieran hacer regresar a Zaniyah. Incluso la propia muchacha azteca asomó la vista más allá de la pared, igual de interesada en saber lo que Sirius tenía para decirles.

Sirius se quedó boquiabierto, el corazón latiéndole a mil por hora ante el hecho de que iba a contarles algo que ni siquiera a Geir le describió. El semidiós griego no se dejó achicar por ese breve pánico. Lo domó, hizo una mueca pensativa y se aclaró la garganta.

—No estoy seguro cómo comenzar, pero... —se masajeó la barbilla, y estuvo a punto de formular el comienzo de su historia.

Pero fue interrumpido por la repentina entrada de Eurineftos a la sala de estar. Sus resonantes pisadas llamaron la atención del grupo entero. las miradas de los Manahui y de Sirius se concentraron en él. 

—¿Qué sucede? —preguntó Sirius, irguiéndose.

—Quetzalcóatl —berreó Eurineftos de forma atropellada. Las miradas de sorpresa se imprimieron en los rostros de los Manahuis; se pararon de sus puestos. Incluso Zaniyah salió de su escondido y se reveló ante el grupo, su semblante de perplejidad como la de ellos—. ¡Quetzalcóatl ha llegado a Asagartha!

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|◁ II ▷|

El levantamiento de emociones encontradas sacudió al grupo mientras iban de camino hacia la entrada de la ciudadela. En el recorrido, siendo guiados por Sirius y Eurineftos, los Manahui vieron a los pocos aztecas rezagados asomarse por los balcones y las ventanas; la noticia se propagó por todo el Conjunto Residencial de la mano de los Pretorianos, lo que hacía de la bienvenida al Dios Emplumado como si este hubiese retornado de su exilio. Las estrellas en el cielo brillaron con intensidad, dando la impresión de que los espíritus de los difuntos dioses aztecas estaban celebrando su llegada. 

El grupo se detuvo frente a las compuertas, estas abriéndose lentamente de par en par. Unos segundos de espera, y las puertas ya estaban abiertas, revelando al otro lado del umbral la jironeada y malherida figura de Quetzalcóatl, de pie y luchando contra los constantes sangrados que corrían por su cuerpo. Tepatiliztli se llevó las manos a la boca, asaltada por el miedo de ver a Quetzal tan ensangrentado. Zaniyah se quedó petrificada, no pudiendo comprender como es que seguía de pie. 

Pero Uitstli lo entendía y lo sentía mejor que nadie allí presente. Era fuerza de voluntad. No la de un dios, sino la de un hombre lleno de coraje que atravesó por los peores designios para sobrevivir, y llegar a donde estaba. 

Uitstli se separó del grupo y se encaminó hacia Quetzalcóatl, deteniéndose a unos cinco metros de él. Se lo quedó viendo con una mirada de alivio, regocijo y congojo. El Dios Emplumado tenía sangre corriéndole por la frente y manchando su desenmarañado pelo blanco. Saludó con un asentimiento de cabeza, pero su ensombrecido rostro delató el dolor espiritual que rasgaba su alma hasta el fondo. Agachó la cabeza y sollozó. Uitstli rápidamente se abalanzó hacia él y lo atrapó con un fuerte abrazo, acariciándole la nuca y empapándose de su sangre. 

—¿Estás bien? —farfulló Uitstli, separándose de él, las manos sobre sus heridos hombros. 

—L-lo estoy... —lloró Quetzalcóatl. Tragó saliva.

—¿Qué fue lo que te pasó? —preguntó Randgriz, caminando hasta ponerse detrás de Uitstli.

—Escape de Omeyocán... Huitzilopochtli me sacó. Pero me persiguieron sin parar. El sabueso de hierro de Omecíhuatl... y sus Centzones... —Randgriz se acercó a él y lo encerró en un abrazo, sin importar que su vestido se manchara de sangre. Quetzalcóatl correspondió al abrazo— Ah... a duras penas pude sobrevivir de varios de esos encuentros. 

—Pero ya estás aquí —Uitstli palmeó gentilmente su espalda—. Estás con nosotros...

—Un momento —dijo Zinac—. ¿Y Mixcóatl?

El semblante de Quetzal volvió a oscurecerse. Se llevó una mano al bolsillo de su desgarrado pantalón, y de allí sacó el talismán Panquezaliztli. Xolopitli y Zinac despidieron gimoteos de sorpresa aguda. Randgriz, boquiabierta, retrocedió varios pasos. Uitstli se quedó viendo el talismán en la palma de su mano, los ojos lagrimeando. 

—Omecíhuatl... lo ejecutó...

Uitstli agarró el talismán entre sus dedos. Cerró los ojos, bufó profusamente y una lágrima cayó por su mejilla. Se acercó al traumatizado Quetzal.

—Te juro, Quetzal —masculló Uitstli, la mirada fija en sus ojos—. Te lo juro por mi vida... Que esta será la última vida que será tomada por sus manos. 

—Por favor, Uitstli... —Quetzalcóatl plantó una temblorosa mano sobre su mejilla—. Tienes que hacer el cambio. Esta primera ronda. Tienes qué...

Un escalofrío le corrió por toda la espalda. Uitstli se volteó hacia Sirius y Eurineftos; ambos asintieron firmemente las cabezas. Después hacia Zinac y Xolopitli, quienes hicieron lo mismo. Tepatiliztli le suplicó con las manos entrelazadas, y finalmente Randgriz posó una mano sobre su hombro, tragó saliva y asintió, transmitiéndole la preparación y seguridad que tanto necesitaba sentir.

—No solo yo —exclamó, y le devolvió al Dios Emplumado el talismán, sorprendiendo a este último—. Todos nosotros. El Torneo del Ragnarök no será más que el puente para liderarnos a ese gran cambio. Vamos a darlo con todo. Una última batalla, mi última batalla en el torneo... ¡por nuestra supervivencia!

Los Manahui respondieron con sonrisas y breves gritos aguerridos. Tanto así que hasta Zaniyah no pudo evitar sentir simpatía de nuevo por él. Sirius y Eurineftos sintieron la emoción de la batalla en aquellos alaridos bélicos, sintiéndose melancólicos al recordar a su propio grupo durante la Thirinomaquia. El mismo vigor y vehemencia se sentía en el aire, y se catapultó cuando Uitstli se dio la vuelta y comenzó a caminar en dirección a la mansión, seguido por todo su grupo. 

Los aztecas aplaudieron y vitorearon su recorrido ascendente, aclamándolos como los antiguos héroes que los salvaron de Aamón en la Segunda Tribulación... y que ahora lo salvarían de su Diosa Suprema.  

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7
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https://youtu.be/7TDpBYZlxvs

ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯

|◁ II ▷|

La conmoción y la pasión llovían a gritos, virotes y aplaudidos por parte del público que llenaba las más de quinientas mil gradas niveladas del coliseo. Divididos en distintas secciones y en diversos niveles, las deidades y los mortales se distribuían en las miles de tribunas, donde los primeros estaban en lo más bajo de las gradas donde podían ver mejor la arena del combate, y los segundos los dispusieron en lo más alto del tercer nivel de graderías, con lo cual no tenían las mejores vistas de la diminuta arena (que en realidad era más grande que cinco estadios de futbol puestos juntos)

Pero a pesar del capricho administrativo de los dioses y los intentos de la Reina Valquiria por ponerlos en puestos mejor favorables, eso no impidió que la avalancha de emociones libertinas se apoderara de ellos. Humanos de todas las épocas imaginables se reunían hombro con hombro para empoderarse en esta celebración de guerra contra sus creadores: desde los bárbaros, caballeros, paladines y guerreros de las épocas antiguas y medievales que se diversificaban en griegos, romanos, egipcios, mesopotámicos, bárbaros germanos, mesoamericanos y un largo etc... Todos ellos, hombro con hombro y con diferencias dejadas a un lado para sumar sus gritos y combatir los alaridos belicosos de los dioses de las gradas más bajas. Los humanos comunes y corrientes de las épocas modernas se ocultaban en lo más alto de las gradas; vistiendo sus ropas modernas de Siglo XIX, XX y XXI, estaban presos del terror pero a la vez de las expectativas. Para muchos de ellos, esta era su primera vez presenciando algo que superaba cientos de veces los espectáculos de los torneos y campeonatos de boxeo mundiales, el super bowl, o las mismas olimpiadas. Esto era más grande, más voluminoso, más ruidoso...

Y tenían la impresión de que sería más destructivo. 

Dentro de los numerosos podios que se distribuían en los niveles primerizos de las gradas se encontraban dispuestos las deidades supremas de todos los panteones. En el podio central y dispuesto al norte de la gradería se encontraba, sentado en su alto trono de plata, Odín Borson, con sus cuervos Hugin y Mugin sobre sus hombros y rodeado por un nutrido grupo de sirvientas Dísires que organizaban su podio y le mantenían compañía; era él el único dios nórdico en todo el podio. Cercano a su podio se encontraba otro de color dorado y atiborrado de estandartes rojos y dorados con emblemas romanos pintados en sus fondos; el Supremo Romano, Rómulo Quirinus, se agitaba la densa túnica blanca sobre su cuerpo y tomaba asiento en su trono de oro, su máscara azul adherido a su yelmo rojo y ocultando su rostro. Más alejados de ellos, dentro de dos podios (uno con estética azteca y la otra con decoraciones mayas), se sentaban en sus tronos de huesos Omecíhuatl y Tepeu Lilith; al estar cerca el uno del otro, ambos supremos intercambiaron una fugaz mirada antes de desviarlas hacia la vacía arena de combate.

—Ahora esto... —exclamó la Reina de los Demonios, Lilith, al tiempo que tomaba asiento en su trono, alzaba las piernas y colocaba sus pies sobre la espalda desnuda de un sirviente íncubo. Posó sus dedos sobre un brazo del trono negro, y de la superficie hizo aparecer una copa de sangre. Le dio un sorbo— ¡Esto sí es un espectáculo digno de saciar la sangre de mis demonios!

Los ángeles que estaban de pie en los altos mástiles de los velorios tocaron sus trompetas. Las relucientes ninfas, muchas de ellas semidesnudas, cantaban un apocalíptico coro que acompañó los musicales y vehementes gritos de los instrumentos, esparciendo la pasión bélica por todo el Anfiteatro Idávollir. Los colores dorados se entremezclaron con los vivos rojos de los demonios; varios diáconos demoniacos, vestidos con túnicas escarlatas y portando sellos rojos en sus manos, dispararon al cielo fuegos artificiales y proyectiles rojos que estallaron en cadenas de fuego, quemando las plumas que botaban las alas de los ángeles, declarando así el estallido de guerra que habría en la arena del combate.  

Un halo de luz dorado-púrpura descendió de los cielos cual relámpago irrumpiendo en la arena. El haz atravesó el fuego incandescente y las alas doradas de ángeles y demonios hasta caer justo en el centro de la circunferencia. Las partículas lumínicas se arremolinaron en un mismo punto y, de un chasquido resplandeciente, adoptaron la apariencia del réferi del coliseo; un hombrecillo fortachón de piel oscura, un abrigo púrpura sin mangas, pantalones negros acampanados, botas de bufón, gafas rojas y una máscara con pintas de demonio. 


Brunhilde, Geir y Sirius compartían el mismo podio que tenía vistas completas y perpendiculares de la arena de combate. Sirius se llevó una mano a la cabeza y se arregló el cabello peinándoselo hacia atrás. Geir apoyó las manos sobre el parapeto y aguantó la respiración ante la oleada de alaridos, aplaudidos y virotes. Brunhilde se quedó con las manos entrelazadas sobre el vientre, los ojos fijos en el réferi del Ragnarök quien caminaba de un lado a otro con los brazos extendidos, exhortando más las exclamaciones emocionadas del público, provocando que el anfiteatro entero sea sacudido por el tsunami de alaridos. 

En un podio unos cuantos metros más arriba, con múltiples banderas azul oscuro colgando de sus techos, Publio Cornelio, Nikola Tesla, Eurineftos y otro nutrido grupo de oficiales Pretorianos observaban el divino espectáculo son fieras miradas concentradas. Quien más imponía en aquella rectangular estancia era Publio Cornelio; vestido con su lorica segmentada negra y su abrigo de piel de oso negro, lucía como un anciano maestro que estuviera a punto de presenciar algo que ni él mismo pudo haberse imaginado. 

 —Medio millón de espectadores... —Tesla, con los brazos cruzados, observaba todo el inmenso entorno con el ceño fruncido— Cada día la locura arquitectónica de los dioses me saca una sorpresa ingrata. 

No será la arquitectura lo único que te vaya a sacar una sorpresa ingrata, señor Tesla —dijo Eurineftos, cruzado de brazos igualmente.

—Sí, de eso no tengo duda —admitió Tesla, pasándose un dedo por debajo de su nariz y asomando sus ojos más allá del baluarte, viendo a lo lejos a sus científicos formando una larga hilera y sosteniendo dispositivos de medición en sus manos—. ¿Qué expectativas tienes tú, señor Cornelio?

Publio Cornelio Escipión el Africano no era un hombre de sorprender con muchas facilidad. Sin embargo, ahora mismo tenía los ojos cerrados, su corazón henchido de expectaciones y de una perplejidad por el inescrupuloso vaivén de fuegos artificiales, torbellinos de plumas y música epopeyica que se esparcía por todo el anfiteatro y más allá. Era tan dinámico el movimiento dentro del coliseo que no era capaz de poder concentrarse en todos ellos al mismo tiempo.

—He visto y participado en incontables batallas sangrientas —monologó—. He sido espectador de numerosos batallas a muerte en coliseo, y he sentido un sinfín de emociones que han sacado lo mejor y lo peor de mí en la lucha o en las gradas... —entrecerró los ojos y viró los ojos hacia los sacerdotes demonios que seguía disparando interminables oleadas de meteoros de fuego hacia el cielo, dibujando el aire con densos arabescos escarlatas que infestaron el aire de humo y fuegos artificiales—. Pero, ¿esto de aquí...? —su rostro se ensombreció y sus labios se curvaron en una sonrisa. 


En las gradas del primer nivel, cercanas a las de los dioses, se encontraban sentados los Manahui Tepiliztli, todos ellos abrumados por los incesantes resuellos de gritos y virotes. El úblico de aquella sección de graderías constaba de todos los aztecas que llegaron de las Regiones Autónomas, y pudieron establecerse tan cerca de la arena de combate gracias a la autoridad divina que impuso Quetzalcóatl sobre los pocos dioses mesoamericanos que aún le guardaban estima.

Xolopitli se trepó a los hombros de Zinac con tal de poder visualizar mejor la arena, pero incluso así tanto él como Zinac y el resto del grupo azteca se vio inmerso en una marea de brazos alzados y cabezas que se agitaban de un lado a otro al son de las apasionadas exclamaciones de guerra. 

—¡Señor Quetzalcóatl! —exclamó Zinac, pasando a través de los entusiasmados aztecas hasta alcanzar y subir  plataforma donde estaba subido el Dios Emplumado. Xolopitli bajo de su hombro y cayó de pie al piso. Tomó del brazo a Quetzal, y este se volvió a verlo— Quiero agradecerle en nombre del grupo en poner a todos los aztecas y nahuales en esta sección de las gradas. 

El Dios Emplumado sonrió de oreja a oreja y, en respuesta, le dio palmadas en el hombro a Zinac. 

—Soy yo quien debería de agradecerles —dijo—. Gracias a ustedes como grupo, mi pueblo se siente poderoso de nuevo. Y también siento mi venganza contra Omecíhuatl más cerca...

—No es por sonar pesimista más de lo que ya estoy —admitió Xolopitli, trepándose encima del altar y obteniendo así las mejores vistas de la arena—, pero, ¿si creen que Uitstli sea capaz de ganar esta primera ronda?

Entre tantos aplaudidos y gritos aguerridos, Quetzalcóatl pudo sentir la pesada melancolía desternillar el dañado espíritu de Xolopitli. Se acercó a él y le dio una gentil palmada en la espalda, haciendo que este dé un pequeño respingo. Ocultó sus propias penas con una despreocupada sonrisa.

—Han recorrido un largo camino para llegar hasta acá —dijo—. Lo último que queremos es bajarle la moral a nuestro Einhenjer.

—Sí... sí, tienes razón —admitió Xolopitli. Carraspeó—. Oye, ¿no te importa si me quedo aquí? Las vistas aquí son mejores que allá abajo.

—Por mí no hay problema —Quetzal se volvió hacia Zinac—. ¿Tú te quedas también?

—No, no... —Zinac hizo un ademán de negación con la mano— Yo haré compañía a Tepatiliztli. No quiero que se sienta sola por como... Zaniyah no quiso venir. 

—Por supuesto —Quetzal hizo un ademán de cabeza—. Ve. 

Zinac se lo agradeció con una sonrisa y tras eso se marchó de la plataforma. Quedando solo él y Xolopitli, Quetzalcóatl dirigió una melancólica mirada hacia las gradas más bajas, alcanzando a ver a los poquísimos Dioses Aztecas de categoría y rangos inferiores siendo rodeados, en su mayoría, por Centzones arcoíris y Sacrodermos, estos últimos adoptando posiciones y formas que incomodaron de sobremanera a las deidades. En un nivel superior a las graderías del público, Quetzalcóatl alcanzó a ver el podio donde se encontraba Omecíhuatl y sus sirvientes, entre ellos el maldito Mechacoyotl que por días enteros estuvo cazándolo por las Regiones Autónomas. 

La Suprema Azteca bajó la mirada y justo se cruzó con la de Quetzalcóatl. Los ojos de Omecíhuatl se ensancharon y adoptaron una expresión de sorpresa y rabia incontenible. Los del Dios Emplumado se entrecerraron, transmitiéndole todo su odio y su sed de venganza. A pesar de estar separados por largas hileras de deidades, aztecas, nahuales y Centzones, Omecíhuatl y Quetzalcóatl se sintieron tan cerca del uno del otro que tenían ya los deseos de molerse a golpes entre sí.

—Ohhh... así que allí está la zorra hija de puta... —farfulló Xolopitli luego de unos segundos confusos en los que no sabía hacia donde estaba mirando Quetzal. Apretó un puño al ver al mecha zorro— Y además el malparido desgraciado e infeliz de Tonacoyotl...

El Dios Emplumado desvió la mirad hacia la arena, donde Heimdal estaba ya quieto, de pie en de centro, con todas las luces de los faros, la épica e hirviente música, y las miradas de los espectadores fijas en él. Awilix sonrió cuando Zinac se sentó a su lado; el nahual quiróptero sonrió devuelta, y dedicó su severa mirada en la arena. Xolopitli se cruzó de brazos y entrecerró los ojos. Quetzal se encogió hombros y suspiró. 


Los fuegos y los aleteos de plumas cesaron sus deslices por el aire. La música épica ceso, y el coliseo entero se vio sumido en un escabroso silencio. Heimdal, con su Gjallahorn dorado en mano, respiró hondo y después extendió un brazo hacia la izquierda, su dedo apuntando justo hacia la boca negra de la pared que llevaba directo al hipogeo. 

—¡Y para esta primera ronda! —exclamó, su reverberante voz haciendo eco en todas las graderías hasta sobrepasar los velarios— Las Deidades Supremas han enviado... ¡A ESTE ENCARNIZADO DIOS!

De repente se oyó un lejano quejido de tierra, seguido por una breve avalancha de escombros. Y entonces... el suelo entero comenzó a ser sacudido por un terrible terremoto. 

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ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯

|◁ II ▷|

Fuertes pisotones vinieron de dentro de la infernal boca oscura del extremo sur del coliseo. El Anfiteatro Idávollur fue sacudido en su totalidad por los meros pisotones de la deidad que, lentamente, cual aclamado gladiador despiadado, se encaminaba hacia la salida del hipogeo. Los temblores, tan fuertes como un potente terremoto, hicieron que tanto mortales como deidades fueran empujados unos contra otros, tirados de sus puestos y caídos al suelo. Los más de quinientos mil espectadores del Ragnarök fueron tirados al suelo por el terremoto, como fichas de dominó. Ni siquiera los ángeles, demonios y ninfas que levitaban por los aires se salvaron, pues junto con los temblores emergieron también, de la boca negra del extremo sur, oleadas de vientos tifónicos que los empujaron y fueron barridos de regreso al piso. 

Los podios fueron también sacudidos, hasta el punto de que sus paredes y suelos se abrieron con pequeñas grietas. No obstante los Supremos, sentados en sus tronos, no se vieron inmutados por las terribles convulsiones de suelo. 

—¡Tepatiliztli! —exclamó Zinac, atrapando a la médica azteca por su muñeca antes de que esta cayera al piso. 

Quetzalcóatl hizo lo mismo al atrapar, por su cola, a Xolopitli justo después de que este se tropezara y cayera de encima del altar. 

—¡O-O-O-Onii-san! —farfulló Geir, tambaleándose de un lado a otro y agitando sus brazos en un intento por mantenerse de pie. Sirius se abalanzó hacia ella y la atrapó en un firme abrazo. Se volvió hacia Brunhilde, y descubrió a la Reina Valquiria de pie, con las manos apoyadas en el parapeto... sin ser sacudida ni un poco por los vigorosos temblores. 

<<Aquí viene...>> Pensó Brunhilde, cerrando los ojos. <<La tempestad del Colibrí del Sur>>

A pesar estar en la arena y de pie sobre los adoquines, Heimdall no se vio trepidado por el terremoto ni empujado por los vientos huracanados. Se llevó el cuerno dorado a la boca y exclamó en narración épica:


Gruñidos animalescos provinieron de la negra boca del extremo sur. El incesante estremecimiento de suelo llegó a tal punto en que, cuando el contrincante divino ya estaba asomando por el umbra, sus pisadas generaron ondas de choques sónicas que se esparcían de forma instantánea por toda la arena, levantando intensas polvaredas que cegaron brevemente a los dioses de las gradas. Heimdall, quieto en su sitio, no tirado al piso o siquiera empujado por ninguna de las ondas expansivas por más que estas lo golpearan directamente, lo que dejó anonadado tanto a las deidades como a los mortales. 

—Por la sangre divina de los Tlatoani... —farfulló Tepatiliztli, las manos sobre el espaldar de su silla, rodeándolo con sus brazos con tal de mantenerse en pie— ¡Cuánto poder emana con cada pisada! —viró una ojeada por el resto de la grada, quedando perpleja al ver a todos los espectadores caídos. Muchos se reincorporaban, pero nada más erguirse eran devueltos al suelo por los temblores y por los indómitos soplidos de vientos de tornado.

Zinac no pudo concebir palabra alguna; preso del pánico de sentir un poder inconcebible para su mente, solo pudo emitir un sin cesar de jadeos atemorizados que preocuparon bastante a Tepatiliztli... pero que le hicieron ver lo consternado que estaba por su mejor amigo. La médica azteca dirigió una mirada hacia Quetzalcóatl, en lo alto de la plataforma junto con un bamboleante Xolopitli. ¿Será el Völundr suficiente?

El Dios Emplumado posó sus manos sobre la baranda, sus ojos fijos en su medio hermano y en la forma en que el color de su imponente aura envolvía su musculoso cuerpo azul. <<Sigue siendo igual de poderoso que en los días predinásticos del Primer Sol...>>

El Colibrí del Sur esgrimió su espadón con una mano y extendió ambos brazos. Inclinó el cuerpo hacia atrás, dejando que los resplandecientes rayos áureos del gigantesco Yggdrasil lo bañaran por completo. Heimdall, sin dejar de señalarlo con su dedo, exclamó en retahíla: 

PRIMER REPRESENTANTE DE LOS DIOSES:

HUITZILOPOCHTLI, DIOS DE LA GUERRA

El alarido de guerra que despidió Huitzilopochtli ensordeció al medio millón de espectadores, haciendo que muchos de ellos se taparan los oídos. Segundos después de detenerse en medio de la arena, los temblores se detuvieron, así como los empujones de las tempestuosas briznas con tan solo un agite de su brazo. En lo alto de su podio, sentada de gruesas piernas cruzadas, Omecíhuatl no sintió sus oídos ser perforados por el potente grito de su representante. Se masajeó la barbilla y no pudo reprimir la maliciosa sonrisa que le nació del alma. 

¿Qué chingados fueron esas pisadas? —masculló Mechacoyotl detrás suyo. 

—Eso, zorro metálico... —dijo Omecíhuatl, golpeándose una rodilla y agrandando la sonrisa dentada— Es una pequeña muestra de lo que es capaz de hacer mi Dios de la Guerra. 

Entonces esperemos que dé todo de sí en el primer asalto antes que ponerse a juguetear con su presa —agitó un brazo despectivo— ¡porque entonces lo del mayor verdugo de los no-sé-cuántos-reinos habrá sido vendehúmos!

Omecíhuatl se quedó en silencio y entrecerró los ojos. A pesar de seguir depositando su confianza en su poder, ahora dudaba mucho de él luego de saber lo de la liberación de Quetzalcóatl de su prisión por parte suya.

En el podio de la Reina Valquiria, Geir Freyadóttir observaba con asombro como las deidades mesoamericanas se reincorporaban del suelo y miraban con asombro y terror indescriptible a Huitzilopochtli.

—Incluso los dioses le temen... —apuntó, los ojos verdes ensanchados.

—No por nada es el Dios de la Guerra mesoamericano más poderoso de todos —afirmó Brunhilde, las manos apoyadas sobre el baluarte.

<<¿El más poderoso?>> Pensó Sirius, analizando de arriba abajo a Huitzilopochtli con una mirada fugaz. El Dios de la Guerra se colocó a pocos metros de Heimdall y se cruzó de brazos. <<Este dios... Su fuerza física... ¡Siento que es tan poderoso como Hércules cuando peleó contra Porfirión!>>

—Y ahora... ¡el representante de la humanidad! —Heimdall estiró su brazo hacia el extremo norte del coliseo, donde se hallaba el otro agujero del hipogeo— ¡El tonto que se enfrentara a esta bestia hecha dios!

Hubo silencio por varios segundos prolongados. Mortales y dioses se miraron entre sí. Incluso los propios aztecas venidos de las Regiones Autónomas intercambiaron miradas preocupadas. ¿Acaso se habrá acobardado en salir y revelarse ante los dioses?

De repente se oyó el silbido de un proyectil silbar por el aire, surcándolo a velocidades supersónicas que tomaron por sorpresa a los espectadores del Ragnarök. Un milisegundo después apareció una lanza con su punta empalada en el suelo, resquebrajando los adoquines. Dioses y mortales observaron entre la incertidumbre y el asombro. 

 Seguido de ello... se oyó un poderoso rugido de jaguar venir de la boca norte del hipogeo. 

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ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯

|◁ II ▷|


De la boca del extremo norte comenzaron a emerger una serie de látigos de flamas escarlatas que azotaron el aire cuales tentáculos. Los dioses de las graderías más cercanos a la arena agacharon sus cabezas, temiendo de que alguno fuera alcanzado por alguno de aquellos largos látigos de fuego. 

Los pocos dioses aztecas de las gradas ensancharon los ojos y sus rostros se imprimieron con muecas de horror absoluto. Sintieron el poder emanar de las flamas de aquellos largos eslabones carmesíes. Uno de ellos despidió un gritito, se cayó de su silla y se arrastró por el suelo con tal de alejarse.

—¡M-M-Mictlán! —farfulló, sus compañeros aztecas mirándolo entre la extrañeza y la perplejidad pavorosa— ¡E-ese es el fuego del Mictlán!

<<¿Fuego de Mictlán?>> Pensó el anonadado Supremo Maya, Tepeu. Entrecerró los ojos y desvió la mirada hacia el podio donde se encontraba la Reina Valquiria. Frunció el ceño al verla sonreír con gran vanidad luego de que esta observara a los dioses de las gradas observar con asombro el terror que su Legendarium Einhenjar infundía en el Panteón Azteca. <<¿Qué clase de guerreros tienes bajo la manga, Brunhilde?>>

—¡Este hombre es la definición de la lucha contra lo inevitable! —vociferó Heimdall. Las flamas escarlatas se retrajeron a una velocidad pasmosa nada más se pudo vislumbrar, a lo lejos, la silueta del guerrero azteca caminando fuera del oscuro umbral— Cuando Tenochtitlan estaba en las zarzas de los Españoles, ¡él, junto con Tzilacatzin, los hicieron retroceder incontables veces hasta que la ciudad fue tomada! Cuando él y su familia se separaron por tres años tras la caída de la civilización azteca, ¡él hizo sacrificios y esfuerzos sobre humanos para volver con ellos! 

Nada más poner un pie en la arena, las llamas escarlatas volvieron a estallar y a cubrir gran parte del escenario. Esta vez emanando tanto de su espalda como del mango de la lanza que arrojó, aquellos torbellinos rojos se arremolinaron alrededor del guerrero azteca y se esparcieron como olas masivas a lo largo y ancho del coliseo. Los ángeles se alejaron volando hacia los cielos, mientras que los demonios sacerdotes sonrieron de forma sardónica, extendieron sus brazos y permitieron que las flamas quemaran sus túnicas y abrasara sus cuerpos. 

El Jaguar Negro llegó hasta donde estaba su lanza. La empuñó con una mano, la esgrimió y la posó sobre su hombro. Huitzilopochtli permaneció quieto, las flamas pasando por encima de su cuerpo sin causarle ningún rasguño. Heimdall fue protegido por un escudo de fuerza, pues las avalanchas de llamas escarlatas que se abalanzaron sobre él se desviaron de izquierda a derecha. El réferi sacudió el brazo extendido y prosiguió con su cantata: 


—Desde haber domado al legendario Jaguar Negro a los quince años y adquirir sus poderes... Pasando por haber asesinado a los brujos nahuales del peligroso Culto de Mictlán... ¡Hasta haber hecho lo que pocos mortales han logrado! ¡MATAR A UN SEMIDIÓS! ¡AL MONARCA DEL MAR CARIBE E HIJO BASTARDO DE TLALOC! ¡TLACOTEOTL! ¡Y NO SOLO ESO! ¡SINO TAMBIÉN ASESINAR AL DUQUE AAMÓN EN LA SEGUNDA TRIBULACIÓN! ¡DEMONIO Y SEMIDIÓS ESTÁN EN SU LISTA DE MUERTOS!

Por todas las gradas se transmitió un aire de grandeza que hizo que los mortales vitorearan su entrada. No importaba si fueran Superhombres del Siglo XXI, espías de las guerras mundiales, soldados romanos o griegos de la edad antigua, milicias primitivas de aztecas y mayas, jinetes  bárbaros de las estepas o caballeros de la alta edad media... todos los guerreros aclamaron con aplausos y una bullaranga que supero con creces a los pocos abucheos que unos cuantos dioses se atrevieron a hacer. 

Las pisadas del Jaguar Negro hicieron tronar la arena entera. A pesar no provocar terremotos tan poderosos como los de Huitzilopochtli, el hecho de que haya sido capaz de generar temblores con sus pisotones tomó por sorpresa a los espectadores; mortales y deidades volvieron a caerse de sus puestos, pero esta vez obligados a permanecer agachados para no ser golpeados por los látigos de fuego.

—¡No hay otro de su etnia que se le compare! —voceó Heimdall al tiempo que el Legendarium Einhenjar se detenía a seis metros de él y Huitzilopochtli— Él es la primera vanguardia de la humanidad, y la demostración de la Reina Valquiria de que sus Legendarium no son como cualquier otro Einhenjer de la historia. ¡¿Quién mejor competidor para Huitzilopochtli que este hombre?! ¡ÉL ES...!

El hombretón de cabello rojo alzó su lanza Tepoztolli hacia arriba, y esta fue envuelta en su totalidad por flamas escarlatas, convirtiéndola en una alabarda que lucía haber sido extraída del mismo Mictlán.

PRIMER REPRESENTANTE DE LA HUMANIDAD

UITSTLI, EL JAGUAR NEGRO

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https://youtu.be/0YVSehh6t_w

ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯

|◁ II ▷|

Ambos titanes aztecas se quedaron viendo fijamente. Con Heimdall en el medio, la invisible muralla que separaba sus dos inmensos poderes se rasgaba poco a poco, siendo inexpugnable la pronta colisión de espíritus aguerridos. Los ojos de ambos estaban igual de inestables, y en ellos se podía palpar el peso de sus pérdidas: la de Uitstli, siendo su esposa e hija. Y la de Huitzilopochtli, su hermana. 

Y el uno adjudicaba la culpa de ello al otro. No había cavidad para el entendimiento a través de palabras. Solo había prejuicios con la mirada, y deseos de matar a su oponente. 

Hubo silencio. Ninguno de los dos contrincantes hizo movimiento o murmuró algo, lo que dejó confundidos a los espectadores, quienes ya esperaron los más terribles ataques de ambos. Heimdall estiró los brazos hacia ambos lados y alzó la cabeza, apreciando la titánica silueta del tronco dorado del Yggdrasil recortado en el cielo. Las pocas motas doradas que ululaban a su alrededor brillaron, y Heimdall las inspiró profundamente. 

—Este torneo es poseedor de un elemento especial, damas y caballeros —exclamó, permaneciendo con los brazos extendidos. Más partículas de luz aparecieron de la nada, ululando con más rapidez a su alrededor. Tarde repararon los espectadores del Ragnarök (con excepción de los Supremos) en las ondas expansivas que recorrían toda la arena del combate, formando poco a poco líneas que dibujaban una inmensa triqueta en la superficie—, ya que el escenario de batalla no será esta mera arena de combate... Sino... ¡MUCHO MÁS!

Hubo un chasquido mágico ensordecedor, y las líneas que conformaban la gigantesca triqueta adquirieron colores fluorescentes que cambiaban constantemente. Los parpadeos de luz confundieron y cegaron de forma momentánea a muchos de los observadores, haciendo que varios de ellos se cubran con sus manos y balbucearan murmullos de impresión. 

El circular suelo de la arena se convirtió en un brillante portal blanco; motas de partículas de luz revolotearon por todo el aire, cegando esta vez a casi todo el público. Sin que nadie se diera cuenta, el espacio entero fue engullido por una negrura inmaculada, como si se hubiesen internado en un agujero negro. Uitstli y Huitzilopochtli, ocultando la sorpresa bajo semblantes estoicos, vieron como la estructura del coliseo comenzó a partirse en distintos pedazos, dividiendo los tres niveles en secciones que comenzaron a flotar en un espacio negro cuasi-infinito. No se produjo ningún sonido de destrucción o colapso, y los pocos espectadores que lograron abrir los ojos quedaron completamente anonadados al ver fugaces borrones de estrellas y nebulosa pasar ante sus ojos. La hipnosis creada por aquella visión, sumado a la sensación de ingravidez ocasionado por el brutal cambio de espacio-tiempo, generó un ambiente de caos y nerviosismo en mortales y deidades por igual. 

El brutal e imparable recorrido cósmico que hicieron las secciones divididas del anfiteatro, volando cuales naves espaciales, comenzó a ralentizarse hasta detenerse por completo tras travesar una burbuja iridiscente que hizo de portal dimensional. De repente, Uitstli y Huitzilopochtli se vieron cayendo dos metros del aire. Cayeron de pie, y vieron su derredor, descubriéndose ambos en un entorno distinto; templos y casas aztecas ardiendo en llamas, convertidas en polvo hasta lo cimientos o en colapsadas montañas de escombros. Uitstli se le hizo tremendamente familiar aquel entorno, más cuando vio el horizonte montañoso y las costas de un lago. 

<<Esto es...>> Pensó, ensanchando los ojos al descubrir las ruinas del Templo Mayor que otrora era dedicado a los sacrificios de Huitzilopochtli. 

—¡Gracias a la magia cósmica del Supremo de Supremos, los escenarios de combate cambiaran dependiendo de temática de las peleas! —anunció Heimdall, aún estando entre los contendientes y con sus brazos extendidos. Uitstli miró su derredor, preguntándose a qué público le estaba exclamando si ahora estaban en un lugar distinto. Ensanchó los ojos al ver, muy lejos en el firmamento ennegrecido, fisuras abriendo el espacio y revelando las espaciosas graderías del coliseo— Y para este primer combate, el escenario es.... ¡¡¡TEEENOOOCHTITLAAAAAAAAN!!!

Uitstli entreabrió la boca y dejó escapar un suspiro sentimental. Un encuentro de sentimientos hizo colisión en su corazón, haciéndolo sentir melancolice. Huitzilopochtli frunció el ceño, pensando que no se estaba tomando en serio esto. 

<<Finalmente...>> Pensó Heimdall, inclinando el cuerpo hacia delante para después sacar pecho, hinchar sus pulmones de aire y llevarse el Gjallahorn a la boca de su mascara. <<Después de tantos siglos de haberme profetizado esto mi padre... ¡Finalmente llegó la hora... de dar comienzo... a la batalla final entre EL HOMBRE Y EL DIOS!>>

Y todo el aire acumulado en sus pulmones fueron liberados en un potente silbido. El Gjallahrno absorbió todo su oxígeno, y lo transformó en un poderoso zumbido apocalíptico que se transmitió por todo el destructivo escenario de Tenochtitlan. Similar al rugido de un Dios Dragón de la Thirionomaquia, tan poderoso fue su trompetazo que las ondas sonoras hicieron temblar todo el escenario hasta atravesar sus los filos dimensionales, alcanzando las graderías del coliseo y siendo escuchado por la Reina Valquiria, los Supremos y todos los espectadores mortales y divinos. 

—¡PEEEEELEEEEEEEN! —vociferó Heimdall tras terminar de soplar el cuerno. Un segundo después dio un salto, y el hombrecillo de abrigo púrpura se teletransportó emitiendo una resplandeciente fisura dorada por donde se metió y desapareció en él. 

Se hizo de nuevo el silencio. El zumbido ligero de las cenizas corriendo por el aire, el de los escombros cayendo en picadas... todo hacia del ambiente un escenario idóneo para la soberbia divina de un ser superior que aniquiló una civilización en su totalidad. Los espectadores del Ragnarök, al otro lado de los portales dimensionales, se quedaron igualmente callados a la espera de que alguno de los contrincantes comenzara el ataque. 

Huitzilopochtli miró su derredor con vasta añoranza, como si para él, al igual que Uitstli, las vistas de los edificios derruidos y del cielo lúgubre le trajera recuerdos llenos de murria. Movió sus brazos, y todo el público pensó que iba a por el puño de su espada, pero en cambio se cruzó de brazos y se dio la vuelta, dándole la espalda a Uitstli.

—¿Pero qué hace? —murmuró una deidad de las gradas— ¡¿Por qué le da la espalda?!

Pero en vez de hacer lo que los dioses pensaron que iba a hacer... Uitstli decidió no atacarlo a quemarropa. No sentía ningún designio de que quería comenzar la pelea ahora; mucho menos tenía la impresión de que le iba a tender una trampa. Huitzilopochtli se encogió de hombros, la mirada fija en las cenizas y ascuas que se elevaban hacia el tartárico cielo. 

—Larga y dura ha sido tu batalla... Jaguar Negro —exclamó de repente, y su voz se oyó como un remitente eco para los oyentes del coliseo—, elegido por la Reina Valquiria para luchar contra la voluntad divina. Admiro todo lo que has hecho para llegar hasta aquí, incluyendo matar a mis rivales, dioses como yo. Pero ten en cuenta que esta pelea... —levantó un brazo con un dedo alzado— no será en nombre de nuestras reinas, mucho menos... por los intereses de ambos bandos. Nuestra pelea... es personal.

—Así es —concordó Uitstli, correspondiendo a la misma solemnidad y respeto en su voz como lo hacía Huitzilopochtli. 

El Dios de la Guerra dejó escapar un bufido carismático y sonrió por todo lo bajo. Se dio la vuelta y encaró al Jaguar Negro. 

—¡Pero aún con eso, ahora todos los dioses verán... —vociferó, llevándose una mano a la espalda y empuñando su ultra-espadón con una mano. La desenfundó de su espalda y la esgrimió pesadamente, cortando con gran brutalidad el aire y emitiendo torbellinos que se perdieron por las calles— de lo que en verdad soy y de lo que puedo hacer!

Y estampó el filo de la espada contra el suelo, generando una salvaje explosión de rayos eléctricos y oleadas de polvo que se propagaron por toda Tenochtitlan. Uitstli se cubrió con sus brazos, y vio por entre sus dedos como una gigantesca torre de relámpagos azules crecía hasta perderse en el firmamento. Los ensordecedores estruendos de aquella ráfaga, sumado con los vientos que poco a poco lo empujaban por el suelo, hicieron que Uitstli finalmente se pusiera en guardia y blandiera su lanza Tepoztolli, invocando su oleada de flamas escarlatas que envolvieron su cuerpo y lo protegieron de las cortantes brisas. 

Las barricadas de humo se deshicieron, mostrándole a un sorprendido Uitstli el titánico cuerpo de Huitzilopochtli envuelto en corrientes eléctricas y los tatuajes en zigzag resplandeciendo con colores neones. Su enemigo divino dio un paso hacia delante, y con su pisotón genero un poderoso temblor que sacudió y derribó los templos más aledaños a ellos. El corazón de Uitslti latió con fuerza, llenándose tanto de vigor como de absoluto pavor de estar sintiendo el verdadero poder de Huitzilopochtli con tan solo sus pisadas. 

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https://youtu.be/P9uUa2RrwQ8

ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯

|◁ II ▷|

Huitzilopochtli empezó a marchar lentamente hacia él, cual depredador que se aproxima lentamente hacia su acorralada presa. Uitstli permaneció quieto en su posición, los ojos entrecerrados, preparado para cualquier movimiento fugaz y brusco que su contrincante estuviera a punto de hacer. 

El Dios de la Guerra abrió el combate acuclillándose y dando un salto que lo elevó más de treinta metros al aire. Uitstli lo siguió con la mirada, y se llevó la ingrata sorpresa de ver su espadón abalanzarse hacia él. Se impulsó hacia delante, esquivando por poco la colisión de la Macuahuitl, la cual generó una explosión de electricidad resplandeciente que lo dejó brevemente cegado. Se oyó el siseó de una serpiente, y Huitzilopochtli, en el aire, fue jalado por la mordida de una larga boa que emergía del mango de su espadón. El dios azteca se abalanzó hacia el suelo, empuñó su Macuahuitl (la serpiente tornándose de nuevo la empuñadura) y se impulsó hacia Uitsti. El Jaguar Negro previó el ataque, y bloqueó su poderoso espadazo con una estocada de su lanza Tepoztolli; el choque de las armas fue tan brutal que hubo un fulgurante chispeo entre ambos. 

Huitzilopochtli se abalanzó de nuevo hacia él y lo arremetió con otro espadazo. Uitstli lo esquivó agachándose y dando una voltereta, contraatacando a su enemigo con una estocada de Tepoztolli. El Dios de la Guerra empleó la hoja como escudo, y volvió a impulsarse hacia Uitstli y agredirlo con un ataque directo de su mango, el cual se convirtió en una serpiente tan grande como una boa constrictor. Uitstli inclinó la cabeza hacia atrás y esquivó por poco la mordida de la serpiente, pero eso lo dejó expuesto a la feroz patada que Huitzilopochtli le propinó directo en su vientre. 

El Jaguar Negro apretó los dientes; aguantó el golpe, a pesar de llevarse tremendo moretón en su abdomen.  Uitstli salió despedid por los aires. En el proceso enfundó su lanza a la espalda e invocó, en sus manos, sus dos espadas de fuego escarlata. Las arrojó a ambos lados, extendiendo sus cadenas, hasta que las hojas se clavaron en firmes pilares que lo detuvieron en el aire. Aún flotando a diez metros por encima del suelo, Uitslti dio un veloz giro sobre su eje, jalando los gruesos pilares, envolverlos en una fina capa de fuego rojo y, entonces, arrojárselos a Huitzilopochtli. 

El Dios de la Guerra ni se molestó en destruirlos o protegerse de ellos. Los pilares lo impactaron y fueron destruidos en dos, pero ni las llamas escarlatas pudieron hacerle más que unos pequeños moretones y quemaduras que, para su sorpresa, ardieron y le hicieron doler. Eso dejó algo anonadado a Huitzilopochtli; en su primera pelea, aquellas llamas apenas y fueron capaces de hacerle un rasguñó en el abdomen. ¿Acaso ese Völundr lo potenció más de lo que pensaba? ¿Más de lo que Omecíhuatl pudo calcular?

Se oyeron potentes chirridos eléctricos acompasados por rápidas zancadas. Uitstli  dio un salto por encima de un templo derruido, tensó su arco eléctrico con una saeta y al grito de "Tlalochuītōlli", disparó. La flecha generó una serie de torbellino de vientos y tempestuosos relámpagos que destruyeron múltiples templos y abrieron grandes cráteres. Huitzilopochtli saltó y se elevó a la altura de la saeta. La agarró con su mano, neutralizó su poder de ataque y la convirtió en un rayo eléctrico el cual arrojó y se lo devolvió a un sorprendido Uitstli. 

Una nueva oleada de ráfagas eléctricas abrieron más cráteres y generaron más destrucción con su incesante lluvia de rayos. El Jaguar Negro desenfundó su lanza Tepoztolli y, de un barrido, aplastó e hizo desaparecer la avalancha de electricidad. Huitzilopochtli apareció de debajo del humo y las motas azules, sorprendiendo a Uitstli con un feroz rodillazo. El Jaguar Negro consiguió esquivarlo con una voltereta, y retroceder varios metros de él. Los vientos generados por el rodillazo de Huitzilopochtli crearon un inmenso y efímero tornado que arrasó con un palacio entero. 

<<Pelea distinto ahora>> Pensó Uitstli. Agarró su alabarda de fuego con una mano y la arrojó hacia su enemigo. La lanza cayó justo frente a sus pies y, en un abrir y cerrar de ojos, Uitstli apareció teletransportado frente a él. Arremetió al Dios de la Guerra con dos severos puñetazos en su abdomen, seguido por dos veloces ganchos en su rostro y, por último, embestirlo con una gigantesca esfera de piedra que hizo emerger del suelo e impactó a Huitzilopochtli directo en su rostro, cubriendo todo su cuerpo con una cortina de humo. <<No pelea como el dios airado de hace dos meses. Ahora... ¡pelea con mesura! ¡Como un estratega!>>

El siseó le advirtió del veloz ataque de la serpiente. Uitstli atrapó a la serpiente por la cabeza, a pocos centímetros de que sus fauces se clavaran en su rostro. Huitzilopochtli surgió de la barricada de humo con un impulso, y arremetió al Jaguar Negro con una brutal patada en el pecho. Uitstli plantó con fuerza los pies, evitando salir despedido de nuevo. El Dios de la Guerra empuñó su espadón con ambas manos y atacó con amplios espadazos; izquierdazo y derechazo, tan pesados pero a la vez tan brutalmente rápidos, obligaron a Uitstli a zigzaguear y retroceder. Los escombros del suelo fueron barridos, y los vientos cargados en las púas de la espada se dispararon como balas, abriendo surcos en el suelo y jironeando la piel de Uitstli. 

El Jaguar Negro desenfundó de nuevo sus dos espadas de fuego. Se deslizó por debajo de los potentes espadazos, y arremetió a Huitzilopochtli con un corte directo en su vientre. Detrás suyo Uitstli empuñó del revés sus espadas y las abalanzó sobre su espalda. Huitzilopochtli bufó y dio un fugaz giro, impulsado por los vientos y por su poder eléctrico. De dos puñetazos destruyó las espadas y, seguido de ello, invocó un sello etéreo en la palma de su mano. Rasgó el aire y acumuló vientos y corrientes en ella. La acercó al pecho de Uitstli, y nada más entrar en contacto, el sello le estalló en la cara. 

Uitstli cayó derrapando brutalmente la espalda contra el suelo, recorriendo kilómetros de avenida de Tenochtitlan hasta estrellar su cabeza contra los peldaños del Templo Mayor. El Jaguar Negro alcanzó a oír el potente estruendo de un rayo venir hacia él. Vio un destello fugaz en el cielo, y velozmente invocó un escudo de piedra del suelo. Lo reforzó con llamas de Mictlán, pero ni aún así su escudo fue capaz de soportar el poderosísimo espadazo bajo que Huitzilopochtli le propinó, este último cayendo del cielo convertido en un supersónico rayo. 

El escudo se partió en mil pedazos, y las llamas de Mictlán fueron consumidas por los corrientazos azules que despidieron las púas de la Macuahuitl. Uitstli despidió un desgarrador grito de dolor que acompañó al ruido sordo generado por una brutal onda expansiva, creada por la colisión de la espada y que se esparció a velocidades diez veces más potentes que el sonido, extendiéndose por toda Tenochtitlan y más allá, haciendo temblar las montañas y las aguas del lago Texcoco. De la boca de Uitstli borbotó un vomito de sangre, y Huitzilopochtli lo remató con un salvaje puñetazo en su rostro que le hizo crujir la quijada. 

El Dios de la Guerra retrocedió y quitó su Macuahuitl de encima de Uitstli. Empuñó su arma con una mano y estampó la punta contra el piso, provocando una pequeña zarza de ráfagas que abrieron el piso. Uitstli se limpió la sangre de la barbilla con una mano, y clavó sus determinantes ojos sobre su contrincante. A lo lejos, más allá de las puertas dimensionales, el público divino vitoreó los ataques del dios azteca, mientras que los humanos chillaron de horror y trataron de motivar al Jaguar Negro para que se pusiera de pie. Uitstli se quedó acuclillado sobre los peldaños del Templo Mayor, y tranquilizó su agitado corazón llevándose una mano al pecho. 

—Ni se te ocurra desmayarte ahora, Uitstli —exclamó Huitzilopochtli. El Jaguar Negro, entre quejidos y respiraciones forzadas, reconfirmó las sospechas que tenía sobre él desde que lo vio pelear de una forma totalmente distinta a la anterior en el momento en que se refirió por su nombre y no por "Miquini". Eso es porque no estaba dejándose llevar por la rabia o deseos de derrotar...

Sino por el honor de un guerrero. 


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https://youtu.be/boJTHa_8ApM

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