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𝕽𝖆𝖌𝖓𝖆𝖗𝖔𝖐-𝖙𝖚𝖗𝖓𝖊𝖗𝖎𝖓𝖌: 𝕭𝖑𝖔𝖉𝖘𝖚𝖙𝖌𝖞𝖙𝖊𝖑𝖘𝖊

TORNEO DEL RAGNARÖK:

DERRAMADOR DE SANGRE

https://youtu.be/Dyu5WheASPY

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https://youtu.be/yw187pt95NU

ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯

|◁ II ▷|

Lo próximo que sintió Malinaxochitl fue caer a una altura de varios metros y caer de bruces sobre duros escombros. Entre quejidos adoloridos se reincorporó, lenta pero segura, y al virar su alrededor se halló en la misma estancia donde otrora había conversado con Mictecacihuatl... Sin embargo, ahora la habitación estaba a oscuras, resplandeciente por medio de tenues luces anaranjadas que provenían de sus espaldas. Un calor sin precedentes la inundó, y pronto reparó que estaba presente en toda la habitación como una temperatura alta y constante. La pesada atmósfera de escombros, pilares derribados, muebles hecho trizas, agujeros en las paredes interinas y techos y oscuridad perpetua pesó sobre sus hombros, y la hizo sentirse vulnerable e insegura mientras escudriñaba su derredor. 

Malina se llevó la mano a la espalda para cerciorarse de que llevase su garrote a la espalda. Negativo; sus dedos palparon el aire. Eso la hizo soltar un aliento de temor y un escalofrío que la azotó en todo el cuerpo, poniéndole la piel de gallina. La diosa hechicera volvió a mirar su derredor y buscar salidas alternativas a excepción del gigantesco agujero que abría la pared frente a ella. La puerta por la que había entrado en sus sueños ahora estaba sellada con un montículo de piedras, y  los agujeros en los techos eran demasiado pequeños como para poder pasar por ellos con un salto. No quería arriesgarse a crear nuevos caminos destruyendo paredes o quitando escombros del camino; ni siquiera estaba segura si aún poseía sus poderes divinos

Anadeó por la estancia de regreso hacia el gigantesco agujero por el que se filtraba la efervescente luz anaranjada. En el recorrido recordó a último momento lo que le había dicho Mictecacihuatl respecto a una lanza con la cual matar a Nahualopitli; viró una vez más la mirada a su alrededor, pero no fue capaz de hallar ningún indicio de aquella arma en la estancia, clavada en el suelo u oculta bajo los escombros. <<Este no debe ser el aposento de la reina>> Pensó, el ceño fruncido. <<Un momento, ¿entonces estoy...?>>

Tan ensimismada estaba en el ambiente que la transición hacia el umbral del agujero le hizo reparar en el intenso olor a humo... y lava. Era tan fuerte el hedor que Malina se cubrió la nariz con una mano y aguantó la respiración. Se dirigió hacia el umbral, escalando el pequeño montículo de cascajos que ascendía hasta lo que parecía ser un balcón. El olor se convirtió en partículas de ascuas que ulularon por el aire, algunas pegándosele en la piel. Malina se detuvo en la cima del montículo, ensanchó los ojos y se quitó la mano de la nariz, presa del pavor perplejo pero también de un magnifico asombro. 

<<Si tuviera que definir el Mictlán...>> Dijo la voz de su hermano, otrora más frívolo y con menos atisbos de mostrar sentimientos. <<Sería con el de de un reino del infierno en decadencia>>.

Malina sintió otro nuevo corrientazo de escalofríos correrle por todo el cuerpo que la hizo tragar saliva. Jamás pensó que vería el infierno azteca, y aquí estaba en frente de ella... mostrando los signos de decadencia que tanto había escuchado en toda su vida. 

Explanadas de magma se expandían como lagos por distintos distritos del interior de un castillo en ruinas. Las murallas con bajorrelieves de fieras comehombres y guerreros de aspectos esqueléticos estaban desmoronadas, abiertas de par en par con inmensos agujeros, la lava consumiendo lentamente los escombros. Ríos de magma recorrían el complejo sistema de acueductos damnificados con formas de bocas de cocodrilos y puentes partidos por la mitad, muchos de estos últimos luciendo más como caminos de comejen que emergían de las profundidades de la lava. Allá por donde viraba la vista, Malina solo hallaba más destrucción: torreones sinuosos agujereados, desmoronadas catedrales picudas con aristas por donde salían estalagmitas negras, castillos de arquitectura irregular que más parecían collados negros horadados en las montañas antes que castillos como tal, con sus entradas selladas por escombros y por cadáveres de inmensas bestias petrificadas. Los signos de un asedio y un saqueo se veían por todas partes, pronunciado especialmente con la presencia de inmundos cadáveres esqueléticos, octópodos, crustáceos y reptilianos. 

De su boca surgieron múltiples gimoteos aterrorizados, el miedo acentuándose más y más en su pecho ante la idea de encontrarse perdida en uno de los reinos más inmundos de Aztlán, alejada de la mano de su hermano o de cualquier otro dios azteca que pudiera rescatarla. La niebla más allá de los derrotados muros bloqueaba la vista de las montañas nevadas que se hallaban recortadas en el horizonte, dando un aspecto aún más lúgubre al hogar del Señor de Mictlán. 


La mirada de Malina se concentró en los cadáveres petrificados y hasta momificados que se repartían por toda la ciudadela. Eso la hizo fruncir el ceño, especialmente por como varios de ellos se encontraban en poses que indicaban que fueron convertidos en piedra mientras estaban peleando entre ellos o contra un enemigo que ahora no estaba presente. <<No... ¿Qué demonios pasó aquí?>>

Al no sentir o ver alguna presencia de seres rumiando por las angostas calles o ululando por el apocalíptico cielo oscuro de gradiente naranja, Malina se volteó hacia la izquierda y comenzó a bajar lentamente las irregulares y agujereadas escaleras. 

Ella había escuchado las historias sobre el acenso, el reinado y la enigmática caída del Reino de Mictlán, uno de los más poderosos reinos infernales del Totius Infernum. No obstante, solamente la escuchaba de Huitzilopochtli; ni en códices u rollos apócrifos hallaba información sustancial del Mictlán, de su gobierno bajo los reyes Mictlantecuhtli y Mictecacihuatl, mucho menos de su supuesta caída. Ninguna deidad de Aztlán hablaba de ello entre murmullos, ni siquiera para vanagloriarse del ocaso que fue el enemigo número uno de todo el panteón. Era como si incluso Omecíhuatl hubiese prohibido hablar o educar a la población de la historia de Mictlán. 

Peor aún, lucía como si Omecíhuatl quería borrar  el legado de Mictlán y de su reinado de los registros históricos del Panteón. Para que todos lo olvidaran. Para que quedase solo ella como gobernante única y absoluta de toda la creación de Aztlán. 

La diosa hechicera recorrió a paso lento por los senderos adoquinados y los caminos de gruesas raíces negras que se esparcían como tumores por las edificaciones, trepanando sus interiores y obstaculizando los caminos que, otrora, fuesen avenidas. Al internarse más en el interior de la ciudad olvidada de Mictlán, no sintió el advenimiento de ninguna presencia enemiga que se abalanzara a ella o pastoreara en los oscuros interiores de los edificios o sobrevolase los cielos como aves de presa. Eso hizo que no apurase su anadeo y pudiera apreciar, en una mezcolanza de confusión, pavor y fascinación, los desolados alrededores de templos y palacetes de lo que en un tiempo anterior a su nacimiento debió ser un imperio sagazmente esquivo contra el absolutismo de Omecíhuatl.

Los aparentes militantes de aspectos esqueléticos o reptilianos eran más espeluznantes de cerca; los primeros medían hasta dos metros de altura y poseían huesos más gruesos que los de un elefante, y los segundos lucían como hombres bestias, mitad humano y mitad Xólotl. Por la forma en que quedaron petrificados parecían como si estuvieran luchando entre ellos; Malina no pudo determinar si era así, o si en cambio luchaban contra un enemigo que no quedó petrificado como ellos. Su mirada se intereso en un espadón curvo clavado en la pared, con la mano cercenada y pedregosa de uno de los hombres bestia. Malina fue hasta ella y, para comprobar si aún poseía su fuerza física, tomó el pomo del espadón y jaló con todas sus fuerzas.

El espadón cedió con total facilidad. Malina trastabilló y recobró el equilibrio. Lo inspeccionó con la mirada, descubriendo la irregular y peculiar forma que tenía al estar hecha con filamentos de un jarrón. <<Vale, aún poseo mi fuerza>> Pensó. Se volteó y miró por encima del hombro el río de lava que circundaba el puente de raíz negra que acabó de cruzar. <<¿Y qué tal mí...?>> Bajó por la explanada de tierra negra hasta llegar al río. Acercó una mano, pero la detuvo en seco; estaba temblando, insegura de arriesgarse a averiguar si aún poseía su poder divino y perder la mano en el proceso. Cerró los ojos y, apostando todo o nada, sumergió su mano en la lava. 

No sintió nada en lo absoluto. De hecho, al extraer la mano de la lava, observó una etérea esfera de luz rodearla producto del contacto del magma... con su aura divina. Malina sonrió de oreja a oreja, carcajeó un poco y apretó el puño en gesto de victoria. <<¡Sí! ¡Aún tengo mis poderes!>> 

Malina se reincorporó y se volvió hacia el dantesco horizonte del firmamento anaranjado. Se colocó el espadón al hombro y escudriñó con su mirada de águila la interminable hilera de pirámides escalonadas, palacetes amurallados y torreones que ardían en llamas inextinguibles. A su mente llegaron las palabras de la ex-reina del Mictlán, de que su lanza seguía en sus aposentos. <<Pero si la habitación a la cual me traslade no era el suyo, ¿entonces cuáles son sus...?>>

Al tornar la vista hacia el sur de la necrópolis halló la inmensa silueta de una edificación más alta que las pirámides y minaretes más desmesurados. Parecía medir más de cien metros, con sus gruesas aristas, las estalagmitas negras que emergían de sus peristilos, su forma irregular y las bases de balcones de donde se apoyaban múltiples calaveras de voluminoso tamaño que parecían ser cráneos de gigantes. La acumulación de cuerpos petrificados de esqueletos y hombres bestias era abismal en comparación con el resto de lo que había explorado de ciudadela, y con solo ver esas decoraciones Malina intuyó que aquello debía ser el palacio de los reyes de Mictlán, y donde encontraría la lanza de la reina...

Y, de ser posible, una salida inmediata de este infierno. 

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https://youtu.be/Ee5ckGcpppE

ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯

|◁ II ▷|

Dimensión de Tenochtitlan

Una sucesión de estallidos sónicos reverberaron incontables veces a lo largo  y ancho del desolado páramo de geiseres de magma y lagos de lava, generando aún más cráteres y pulverizando la lava misma como si esta fuera agua. Los espectadores humanos e incluso las mismas deidades se les dificultaron seguir el ritmo de los ataques; se movían a una velocidad tal que parecían haberse convertido en borrones que colisionaban multitud de veces en toda el área, generando destrucción que dejaba irreconocible la geografía. 

Al vigésimo choque sónico, los borrones se transformaron de regreso en Huitzilopochtli y Uitstli, el impacto de ambos generando un torbellino de escombros que revoloteó brutalmente alrededor de ellos, seguido de un profundo cráter que horadó la tierra. Ambos titanes aztecas chocaron brutalmente sus armas; la hoja de la Macuahuitl rechinó contra la dura superficie del mango de Tepoztolli, generando chispas que saltaron frente a sus ensangrentados rostros. El aura carmesí y flameante que envolvía la lanza de Uitstli incrementó la velocidad de sus movimientos, provocando quemaduras en los dedos del Dios de la Guerra. 

La mueca de Huitzilopochtli se arrugó en un semblante encolerizado al sentir las quemaduras. El odio en su mirada blanca inmaculada penetró en los ojos de Uitstli, este último dominando todos sus miedos y domando la fiereza de su espíritu guerrero gracias al coraje de Randgriz y su Völundr, quemando su templanza hasta niveles insospechables. 

—¡COBARDE! —maldijo Huitzilopochtli en un sagaz grito rompe tímpanos— Peleo contra ti sin depender de nadie... ¡Y SIN EMBARGO MANCHAS NUESTRA PELEA CON TU SUCIO VÖLUNDR! ¡TÚ NO MERECES ESTE PODER!

El Dios de la Guerra empujó salvajemente a Uitstli con una embestida de su espadón. Lo arremetió con una esgrima de su Macuahuitl, y las púas estuvieron a punto de clavarse en su cabeza... cuando justo Randgriz, en un abrir y cerrar de ojos, apareció materializándose de la nada misma, empuñando a Tepoztolli y contraatacando fugazmente a Huitzilopochtli con un duro golpe en su rostro con la punta inferior del arma. 

La Valquiria Real esgrimió la Tepoztolli y remató a Huitzilopochtli con tres poderosas estocadas; una en su hombro, otra en su vientre y la última en su pierna, perforando sus músculos y abriendo profundos huecos en esos lugares. El supersónico impacto de sus estoques provocó que Huitzilopochtli saliera despedido por todo el páramo apocalíptico, como si hubiese sido impactado por un poderoso misil balístico. Uitstli empujó su cuerpo embistiendo el aire con sus hombros, recobrando así el equilibrio al tiempo que invocaba su hacha de guerra en su mano izquierda. Einhenjer y valquiria intercambiaron miradas aguerridas, asintieron afirmativamente y, con gran potencia, se abalanzaron al mismo tiempo hacia el aún aturdido Huitzilopochtli.

El Dios de la Guerra agitó de forma abrupta su cabeza y calvó su airada mirada sobre sus dos enemigos, cada uno abalanzándose hacia él a la misma velocidad. Huitzilopochtli despidió un estridente alarido, levantó un puño envuelto en lazos de fuego incandescentes, y enterró la mitad de su brazo dentro de la mellada tierra. Diversos geiseres emergieron del subsuelo, y de sus bocas se dispararon torres de fuego que obligaron a Randgriz y Uitstli a propulsarse en direcciones distintas y a zigzaguear por el terreno, esquivando las peligrosas flamas. Huitzilopochtli agitó su espadón en el aire, enterró la pesada hoja en el piso y, de un levantón de tierra, hizo llover andanadas de escombros sobre sus enemigos, obligándolos a ambos a alejarse y a desviar los proyectiles con sus armas. 

La cortina de humo nubló la vista de Uitstli, y el ruido de los geiseres lo distrajo. El guerrero azteca cortó la muralla de polvo con una esgrima de su hacha, y se llevó el susto de muerto al ver a Huitzilopochtli a pocos metros de él, abalanzándose encima suyo y atrapándolo por el cuello con una mano. El Dios de la Guerra levantó al Jaguar Negro en el aire y lo enterró brutalmente en el suelo, hundiéndolo dentro de un agujero para acto seguido aplastarlo con un pisotón. Pero antes de que su pie pudiera demolerlo, Uitstli estiró un brazo, recogió escombros con una mano y de ellas creó un escudo de piedra que lo protegió de la potente patada. Huitzilopochtli procedió a esgrimir su espadón con una mano, y justo en ese instante la punta de la lanza Tepoztolli apareció perforando la parte inferior de su abdomen. 

El impulso de Randgriz provocó que el Dios de la Guerra se alejara varios metros del agujero donde Uitstli estaba sepultado. Huitzilopochtli rugió, mezcla entre dolor y rabia, y arremetió a la valquiria con un manotazo. Randgriz lo esquivó agachándose velozmente, para después desenterrar la lanza de su espalda y, acto seguido, contraatacar con un aturdidor golpe seco en su rostro, luego en su cuello y por último en su pecho, los impactos de la lanza ocasionando breves ondas de choque. Uitstli apareció en escena con un poderoso impulso, impactando su escudo de piedra contra la espalda del Dios de la Guerra y esparciendo incontables arabescos de fuego de Mictlán por su malherido cuerpo. Huitzilopochtli volvió a dar otro alarido de rabia incontenible, y los contraatacó ambos barriendo el suelo de un espadazo y liberando una ola de fuego de dos metros que se extendió por todo el perímetro. 

La Valquiria Real arrojó a Tepoztolli lejos del rango de la ola de magma. Ella y Uitstli se tomaron de las manos, y justo cuando la primera fusionó su cuerpo con el segundo, ambos se teletransportaron hacia la zona donde había caído la lanza, cerca de una zanja que los ocultó de la vista de Huitzilopochtli. La inmensa ola de magma llovió en cientos de salpicaduras por todo el erial, alimentando los lagos de lava que llenaban los cráteres esparcidos por lo que otrora había sido una tupida selva atiborrada de árboles y matorrales. Los espectadores humanos vitorearon la rauda e ingeniosa forma de pelear de Uitstli, y sus aplaudidos y silbidos sirvieron como caos mental para los anonadados dioses, todos ellos boquiabiertos y sin aliento para confabular blasfemia contra el humano o grito de apoyo para la deidad.

—¡PERO QUE DESPLIEGUE DE AGILIDAD! —chilló Heimdall, el dragón serpiente agitándose bajo la montura. Se inclinó hacia delante, agarrando el fuste de la silla con una mano— ¡Einhenjer y Valquiria son incluso más letales cuando están separados de su Völundr! ¡Atacan y esquivan de forma coordinada, como dos guerreros que en verdad comparten una misma alma! ¡¿SERÁ QUE HUITZILOPOCHTLI PODRÁ SEGUIRLES EL RITMO ANTES DE QUE LO HIERAN DE MUERTE?!

En el palco de la Reina de los Dioses Aztecas, Omecíhuatl se mordía y se comía ansiosamente las uñas, la férrea mirada puesta sobre un Uitstli lancero apuntando su arma contra la el acuclillado Huitzilopochtli. Sus ojos se fijaron en el Dios de la Guerra; el polvo se disipó, mostrando las horrendas heridas que marcaban su esculpido cuerpo. <<Maldita seas, Huitzilopochtli...>> Pensó Omecíhuatl, arrancándose la uña de su pulgar de un mordisco, tan fuertemente que se sacó sangre bajo la carne. <<¡Será mejor que dejes de jugar al guerrero honorable y liberes todo tu CHINGADO PODER!>>

El vaporoso humo blanco producto de la lava derritiendo la tierra ocultó el airado rostro del Dios de la Guerra. Este último, entre quejidos ásperos, dio dos pisotones impotentes y avanzó un par de metros, su férrea mirada blanca fulminando la zona en búsqueda de sus enemigos. Apretó un puño, y el pomo de su espada fue exhortado por su furia indomable en convertirse en una boa que siseó a viento siniestro. La sangre manó por todo el cuerpo de la deidad, empapando el caliente suelo infestado de grietas donde se filtraba toda la lava. 

—¡MALDITOS INFELICES! —vociferó Huitzilopochtli en un grito semi-ahogado. Inclinó su cuerpo hacia atrás y se tronó todos los huesos de su columna. Escupió sangre al suelo, sus dientes manchados de rojo— ¡Y maldita sea su jodida Reina Valquiria! ¡Saben que contra el poder absoluto de los dioses no tienen oportunidad alguna de ganarnos! ¡Por eso recurren a estas trampas! ¡POR ESO SON UNOS COBARDES!

En la incontrolable inferencia de sus emociones, una fugaz frase surcó su mente y lo hizo guardar silencio. <<La cólera divina y la venganza es la fatalidad de todo Dios de la Guerra.>> La resonancia de sus propias palabras, en un tono calmado y mesurado, le hizo abrir los ojos de par en par y recordar el motivo verdadero por el que luchaba. La imagen de su hermana recostada en la camilla, inconsciente por varios días, y sin tener conocimiento de si despertara algún día, atormentó su descascarillada mente. 

<<Debo... debo controlarme...>> Pensó. Guió una mano hasta su pecho y se palpó los agitados y ensangrentados pectorales. Chirrió los dientes, y combatió con fiereza los pensamientos y sentimientos de cólera y sed de sangre que lo han corrompido hasta este momento. <<Por Malina... por un futuro lejos de...>>

Un repentino levantamiento de subsuelo lo asaltó desprevenidamente. Los pies de Huitzilopochtli quedaron enterrados bajo escombros, varios de estos últimos transformándose en largas púas pedregosas que se enterraron bajo su piel y lo paralizaron. Huitzilopochtli gruñó y movió un brazo con el cual removerse las estalagmitas de en medio, pero antes de poder quitarse una de ellas, fue brutalmente impactado por el golpe eléctrico de una saeta que Uitstli, en la cima de una meseta volcánica, disparó con todas sus fuerzas.

El Dios de la Guerra fue empujado y desmoronado al suelo, las astillas de piedra de las estalagmitas y otros escombros chocando sobre él y recubriéndolo con una nueva cortina de humo. Huitzilopochtli se reincorporó y rápidamente esgrimió su Macuahuitl, bloqueando a tiempo la arremetida de hacha de Uitstli. De un empujón desvió su arma y contraatacó con un ataque de su boa constrictor. Uitstli agarró la cabeza de la boa justo antes de que esta le mordiera el cuello, pero se llevó la sorpresa ingrata de sentir el repentino fuego incandescente rodear la serpiente con instantáneas flamas, lo que amedrentó su fuerza y soltase al reptil brevemente. 

La boa mordió el cuello de Uitstli y en un abrir y cerrar de ojos se enroscó alrededor de él. El Jaguar Negro se llevó las manos al cuello y trató de removerse la boa, pero el largo y grueso cuerpo del animal se apretó todavía más sobre él, asfixiándolo horriblemente. Huitzilopochtli agarró la cabeza de Uitstli con una mano, y corrientes eléctricas recorrieron todo su brazo hasta alcanzarlo, ahogando todavía más al guerrero azteca hasta el punto de estar apunto de hacer que pierda la consciencia. La furia indómita tomó las riendas de su cuerpo, y Huitzilopochtli, levitando un par de metros por encima del suelo, estampó a Uitstli en el suelo impulsándose con un estallido eléctrico de sus pies, enterrando al guerrero azteca en un profundo surco de más de cien metros de largo que liberó una cantidad ingente de lascas de piedra que llovieron por toda la infernal llanura.

Los espectadores humanos chillaron del horror. Varios aztecas se cubrieron los ojos con sus manos. Quetzalcóatl sintió que se le iba a salir el corazón por el susto de muerte de ver aquel mortífero agarre. 

—¡¡¡UITSTLI!!! —aullaron Zinac y Xolopitli al mismo tiempo.

—¡¡¡HERMANOOOOO!!! —chilló Tepatiliztli, las lágrimas nacidas del terror saltando de sus parpados.

Zaniyah apretó los puños y sobre sus nudillos cayeron lágrimas de congojo. La angustia se describió en su rostro con una clara mueca de pena y preocupación, los ojos ensanchados de par en par con el temor de una niña de estar viendo a su padre en una peligrosa situación de vida o muerte.

—¡A pesar de todos los ataques recibidos y el daño físico ocasionado, Huitzilopochtli parece negarse a liberar todo su poder y decide acabar con Uitstli usando técnicas mucho más sofisticadas! —exclamó Heimdal, sus gritos sonando cada vez más cimbreantes al punto de hacer vibrar su cuerno dorado— ¡Incluso con sus cartas reveladas, no fue suficiente para Einhenjer y Valquiria llevar al verdugo azteca hasta sus limites!

En el palco de los Ilustrata, el Metallion Eurineftos movió las placas de su yelmo para aparentar una mueca de ceño fruncido. Gruñó para sí mismo, y apretó sus manos sobre sus brazos cruzados al punto de abollarse las laminas de sus bíceps. <<Uitstli...>> Pensó la máquina hecha hombre, la preocupación acrecentándose en su perturbado espíritu al igual que el de Cornelio y Tesla. Pero a pesar de la avalancha de pensamientos nocivos y de los horrores de estar viendo cada nueva técnica destructora que Huitzilopochtli demostraba ante los ojos de todos los espectadores, ninguno de los tres bajaron las expectativas y las esperanzas iniciales en apostar por la victoria de Uitstli.

Con probabilidades en su contra o experiencias en alto, el trío depositaba todas sus confianzas en la supervivencia del Jaguar Negro. 

Dios y humano forcejearon con dureza y salvajismo en el suelo, el primero estampando una y otra vez al segundo contra la tierra, hundiéndolo más y más dentro del agujero. Uitstli, batallando contra los dolores y evitando lo más posible no caer en la inconsciencia, agarró la cabeza de la serpiente y, con todas sus fuerzas, apachurró sus dedos sobre su cráneo y la aplastó lentamente. La presión del asfixia se aminoró, permitiéndole a Uitstli recuperar brevemente el aliento. Respiró todo el aire que pudo y, con esa energía acumulada, golpeó el acalorado suelo con un codazo. Un efímero temblor sacudió la tierra bajo ellos.

Y de repente, una estalagmita de piedra envuelta en fuego de Mictlán emergió del subsuelo y apuñaló el abdomen bajo de Huitzilopochtli. La turbación agitó a los dioses en sus gradas; quejidos y gritos de sorpresa se esparcieron por todos los niveles de la gradería mientras veían como el Dios de la Guerra miraba hacia abajo y, entre temblores, se alejaba lentamente de Uitstli al tiempo que el fuego de Mictlán se esparcía dentro suyo. Y una vez que la mano y la electricidad fueron removidas de su cráneo, Uitstli se sacudió la cabeza, se quitó el polvo, la sangre y el hollín de encima, e invocaba sus dos espadas de fuego. Se reincorporó de dentro del agujero y chocó las hojas de las espadas, generando una vibración tal que liberó un proyectil de fuego que alcanzó a Huitzilopochtli y lo impactó de lleno en la cabeza. 

En el palco de la Suprema Azteca, Omecíhuatl frunció el ceño al ver la forma en que Uitstli atacó a su contrincante. Su mente hizo las conjeturas de forma instantánea, lo que le valió un quejido seguido de un grito ahogado y un salto que la apartó de su trono. 

—¡¡¡HUITZILOPOCHTLI, ALEJATE!!! 

Pero había vociferado demasiado tarde. Dioses y humanos oyeron y sintieron las vibraciones de los filamentos dimensionales causados por el lanzamiento supersónico de un proyectil que silbó brutalmente por el aire. En un abrir y cerrar de ojos la lanza Tepoztolli apareció surcando el aire, destrozando la barrera del sonido en el proceso, y enterrándose brutalmente en el hombro derecho del Dios de la Guerra. Este último ensanchó los ojos de la sorpresa y despidió un adolorido grito, seguido por un vomito de sangre y, por último, un imparable empujó que lo disparó a toda velocidad por todo el páramo desértico hasta clavarlo en la ladera de una bullida meseta.

El Dios de la Guerra quedó empalado en las faldas del montículo, gritando acaloradamente hasta el punto de despedir ondas expansivas con sus alaridos. Los humanos se evaporizaron en virotes, silbidos y aplaudidos intensos. Los dioses chillaron y protestaron. Uitstli hizo oídos sordos a sus blasfemias y se dio la vuelta, alcanzando a ver a Randgriz a más de cincuenta metros de distancia; tenía todo el vestido lleno de jirones y de hollín, y el pecho le subía y le bajaba de lo agitada que estaba. El Jaguar Negro asintió con la cabeza, y la Valquiria Real correspondió, para al siguiente instante convertirse en una bruma de luz blanca que desapareció y reapareció por encima de Uitstli, impregnándose en su cuerpo y fusionándose una vez más con su alma. 

Al concebir el poder de su valquiria dentro de su cuerpo, el guerrero azteca se dispuso a concentrar toda su ingente aura escarlata haciéndola recorrer por sus brazos hasta las palmas de sus manos. La inmensidad de su poder se tradujo en un tornado de fuego carmesí que se arremolinó a su alrededor, creando un profundo cráter a su alrededor. La onda expansiva que salió despedida de la explosión se detuvo en eco, y después se retrajo hacia su punto de origen. El intenso fuego de Mictlán se acumuló en las palmas de Uitstli, estas atrayéndolas con la misma fuerza de un agujero negro, absorbiendo todo el maná de su Tlamati Nahualli en un denso punto gravitacional que pasó de ser una orbe resplandeciente a una diminuta partícula que brilló a través de sus dedos, provocando que la oscuridad empezara a conquistar todo el panorama y a bloquear la vista de los espectadores.

—¡¿Huh?! ¡¿Pero qué sucede?! —exclamó Heimdall, su voz estallando en una euforia sin precedentes. Sus ojos bajo sus lentes rojos se ensancharon— ¡¿Acaso el humano va a sacar su máximo poder finalmente?! ¡¿PRETENDE ACABAR CON LA PELEA AQUÍ Y AHORA?!

En las gradas humanas, la sección donde estaban concentrados los aztecas se emocionó de forma incontrolable al ver el calamitoso y a la vez esperanzador espectáculo de torbellinos flameantes. Los aplausos y gritos coordinados rezongaron, los silbatos de muerte resonaron con la potencia de rugidos que potenciaron una emboscada. Zaniyah y Tepatiliztli intercambiaron miradas y se dieron un fuerte abrazo del jolgorio que las asaltó. Zinac, cual hincha entusiasta, se paró de su puesto y aullaba con gran vehemencia el nombre de Uitstli mientras agitaba los brazos y su capa negra.

—Ahora sí se viene lo chido —murmuró Xolopitli, restregando las palmas de sus manos y esbozando una mueca maliciosa— ¡Estos dioses van a ver de lo que mi compita es capaz de hacer!

Quetzalcóatl se limitó a sonreír de oreja a oreja y aplaudir, pero solo brevemente antes de bajar los brazos y poner una mueca severa que ocultó de la mirada del nahual mapache. Se quedó viendo fijamente el intenso punto resplandeciente en lo más hondo del cráter, los ojos entrecerrados y analíticos. <<Uitstli, Randgriz, es su oportunidad de ganar esta pelea... Por favor, por nada en el mundo dejen que él se transforme>> Pensó, y el solo pensamiento le hizo tragar saliva de los nervios.

Geir ensanchó los ojos y sintió un escalofrío correrle de pies a cabeza. A su lado, Sirius, con las manos apoyadas en el alfeizar, esbozó una mueca igual de asombrada que la de su valquiria al sentir ambos el mismo grado de incremento de poder de parte de Uitstli. Brunhilde, con los brazos cruzados, esbozó una vanidosa sonrisa al ver como Huitzilopochtli, entre gruñidos y quejidos bárbaros, intentaba extraerse la lanza Tepoztolli de su hombro; el arma estaba tan ensartada en su carne y en la piedra de la meseta que se le dificultaba. La Reina Valquiria asintió con la cabeza y no pudo evitar echarse una breve risotada.

—¡Ya era la puta hora! —maldijo, cubriéndose los ojos con una mano para después extender un brazo, el dedo extendido. Sirius y Geir se voltearon y se la quedaron viendo ambos con la misma mueca de asombro— ¡Ve con toda, Uitstli! ¡PONLE FIN A ESTA PELEA!

Uitslti aplicó más presión en sus manos hasta el punto de extinguir todo rastro de resplandor que se filtraba por sus dedos. La oscuridad ennegreció todo el erial, apagando incluso los apasionados brillos de los volcanes y los geiseres. Después de ello hubo un escabroso silencio, y para los espectadores del ragnarök, pareció como si toda la dimensión de Tenochtitlán, su ciudad, su región, y su continente entero se hubiesen sumido en el más profundo de los tártaros. 

De repente, un chirrido energizante azotó los oídos de todos los espectadores. Seguido de ello estalló un brillante resplandor, como una estrella entrando en supernova en mitad de un vacío cósmico, lo que agarró todavía más desprevenido a deidades y mortales por igual. Y entonces, con un bestial rugido, se escuchó el alarido belicoso de Uitstli acompañado por la explosión de su flameante ahora escarlata:

La dimensión de Tenochtitlan volvió a adquirir colores gracias al estallido de resplandores carmesíes que emergieron como coronas solares del aura flameante de Uitstli. El cuerpo de este se transformó en el Jaguar Negro, creciendo hasta los dos metros y su piel cambiando a un color rosa chillón e igual de brillante que su aura misma. Su barba y su cabello se convirtieron en largas hojas de flamas infernales, y de su frente nació su cuerno de más de sesenta centímetros de largo. Levantó un brazo, y de su palma invocó un destello verde esmeralda que adoptó fugazmente la forma de Randgriz, para después alargarse y tomar la forma de la lanza Tepoztolli.

Huitzilopochtli, con su mano rodeando la empuñadura de la lanza que lo tenía empalado a las faldas de la meseta, estuvo a punto de extraerse el arma del hombro... hasta que esta desapareció repentinamente en una bruma de fuego calmado. El Dios de la Guerra trastabillo hacia delante, la sangre manando a chorros del agujero de su hombro. No reparó en la oscuridad que lo envolvía sino hasta alzar la cabeza y darse cuenta de toda esa negrura, dándole brevemente la impresión de estar en otro lugar por como no veía más allá de su nariz. Sus oídos retumbaron con zumbidos poco lucidos, parecidos a lejanos gritos de espíritus. Y justo cuando izó su cabeza y vio, en la distancia, un brillante punto escarlata aproximársele a una velocidad vertiginosa, los barboteos irreconocibles que zumbaban en sus oídos se dilucidaron, y escuchó claramente el espantoso grito de Omecíhuatl:

—... ¡¡¡MALDITO SORDO, ALEJATEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEE!!!

El verdugo azteca pronto supo lo que se le veía encima. El fugaz centelleo rojo que se aproximaba a él tomó la forma de Uitstli, transformado ahora en el Jaguar Negro que por mucho tiempo añoraba pelear, empuñando la lanza Tepoztolli con ambas manos e imbuyendo a esta última en un torbellino de fuego tan calorífico que se transformó en plasma disparando múltiples ráfagas hacia todos lados como si fuera a implosionar. Huitzilopochtli levantó como pudo su Macuahuitl y la envolvió en vientos que empujaron todos los escombros a su alrededor. Trató de apartarse dando un salto... pero fue demasiado tarde para él.

La punta de la lanza Tepoztolli impactó y atravesó su abdomen, y la explosión de luz y fuego destructor cegó a todos los espectadores del Ragnarök.

La gigantesca meseta tras Huitzilopochtli fue arrasada bestialmente por la colisión del imparable Uitstli. Aquel montículo fue resquebrajado por grietas hasta su último tramo de superficie, y al siguiente segundo empezó a desmoronarse de forma abismal y colosal en una lluvia de escombros que se esparció como olas espumosas por todo el fogoso erial, sepultando bajo océanos de cascajos a los geiseres y los diminutos volcanes. La revuelta en las gradas acompasó con el incesante estruendos de avalanchas; los humanos vitoreando, los dioses gritando en alaridos de impotencia y de espanto indescriptible. Todos los espectadores siguieron al centella carmesí; atravesando la incontenible avalancha y demoliendo todo escombro que se le cruzaba en el camino, Uitstli siguió dejándose llevar por su imparable impulso a lo largo y ancho del devastado terreno, llevándose consigo a un malherido Huitzilopochtli que, empalado por Tepoztolli, no podía hacer nada más que vociferar de dolor y recibir todos y cada uno de los impactos de los escombros que caían sobre él.

Humano y deidad cayeron de forma precipitada tras atravesar una inmensa pared de piedra que cayó junto con el resto de escombros. El primero desenterró la lanza del vientre del segundo, se alejó de un impulso y dio varias volteretas en el aire, controlando su propio equilibrio hasta poder aterrizar los pies en el suelo, derrapándolos por este hasta detenerse. La deidad siguió el curso de su impulso hasta llegar a un desfiladero; chocó y reboto numerosas veces contra las murallas pedregosas, dejando tras de sí agujeros enormes y lluvias de escombro y polvo que inundaron el sendero montañoso. El verdugo azteca colisionó y desmoronó pilares de piedra hasta que culminó su descontrolada caída impactando de lleno contra una oronda protuberancia de roca.

Huitzilopochtli se movió rápido para recomponerse, pero en un abrir y cerrar de ojos apareció Uitstli teletransportado frente a él. El Jaguar Negro le propinó una feroz patada en la cabeza, noqueándolo de regreso a la inclinada protuberancia. Huitzilopochtli se extendió un brazo rodeado de corrientes eléctricas y empuñó su Macuahuitl. Uitstli esgrimió primero a Tepoztolli, clavándola en el bíceps de Huitzilopochtli y logrando inmovilizarlo con una parálisis de su fuego carmesí. El verdugo azteca chilló, se retorció como nunca e intentó azotarlo con un soplido de vientos invocados de la palma de su otra mano. Uitstli dio un pisotón a la superficie de la protuberancia, y de dentro de esta salieron cadenas de piedra que se enroscaron sobre el brazo de Huitzilopochtli, lo maniataron hacia la superficie y lo frenaron. Otras cadenas emergieron de la superficie y se retorcieron sobre sus tobillos, su cintura y su cuello, paralizándolo de cuerpo completo y a merced de Uitstli.

—¡¡¡NO PUEDE SER!!! —bufó Heimdall— El verdugo azteca, el dios azteca más poderoso del Panteón... ¡¡¡HA CAÍDO A LOS PIES DEL JAGUAR NEGRO!!!

La sedición de los espectadores del Ragnarök estalló con un disturbio inaudito de tumultos de vitoreos por parte de los humanos, una algarabía incontrolable de revueltas y blasfemias por parte de los dioses, estos últimos no pudiendo creer el escenario en el que la batalla se había desarrollado hasta este punto. Un punto de inflexión en el que, en una inundación de bullicios, estaban expectantes por el resultado que devendría este encontronazo.

—¡ESO ES! —gritó un humano de las gradas— ¡AHORA ACABA CON ÉL, UITSTLI!

—¡NO DEJES QUE SE TE ADELANTE! —gritaría otro.

Mientras que los espectadores aztecas eran embutidos en una rara mezcla de convalecencia y de furor; no sabían si ponerse felices porque un humano acabase de derrotar al todopoderoso Dios de la Guerra, o si temer por la inminente furia que sentían que iba a llegar inexpugnablemente.

—¡Por el amor de todo lo sagrado, Huitzilopochtli, PONTE DE PIE! —vociferó un dios.

—¡¿DE VERDAD TE VAS A DEJAR VENCER POR UN MISERO HUMANO?! —rugió otro.

Mientras que los espectadores divinos de las gradas del Panteón Azteca, estaban encadenados en sensaciones paralíticas de miedo y congojo; tenían la impresión de ser ahora la vergüenza del resto de panteones, al mismo tiempo que no tenían ninguna certeza de lo que sucedería ahora, y de cómo sería la reacción de Omecíhuatl... quien, en su palco, sentada en su trono, tenía el rostro oscurecido y, aunque no se le podía ver, se sentía la maraña de rabia que emergía bajo esa cortina de humo.

—¡¡¡TERMINA ESTO, UITSTLI!!! —farfulló Xolopitli, agitando los brazos eufóricamente— ¡TERMINALO Y VUELVE CON NOSOTROS!

—¡HAZLO, UITSTLI! —bramó Zinac, los brazos alzados y tensados de la apasionada emoción de batalla— ¡NO DUDES Y ACABALO!

—¡POR FAVOR HAZLO, HERMANO! —chilló Tepatiliztli, abrazándose a Zaniyah, esta última permaneciendo en silencio pero fijando sus intensos ojos nerviosos sobre su inerte padre, quien tenía un pie sobre el pecho de Huitzilopochtli y los ojos fijos en los de él.

<<Hazlo, Uitstli...>> Pensó Quetzalcóatl, frunciendo el ceño y apretando los labios,los dedos presionando intensamente sobre sus brazos cruzados. <<¡No te puto tardes, carajo! ¡MATALO!>>

El Jaguar Negro se tomó un breve respiro para intentar calmar su violento espíritu. Giró su cabeza y observó los lejanos filamentos dimensionales y llegando a oír las rogativas de su familia y del resto de la humanidad en ponerle punto final a la pelea. Su respiración se hizo más agitada; oír las plegarias de sus gentes pidiendo que acabara con la sangrienta batalla para que volviera con ellos lo llenó con una vehemencia impulsiva. Su mente retornó a la memoria de Zaniyah, de lo que Omecíhuatl le hizo y de lo que los dioses aztecas pueden hacerle a su pueblo luego de esta pelea. Ganara o perdiera, los dioses aztecas comandados por Omecíhuatl tomarían represarías contra los mexicas de las Regiones Autónomas; los esclavizarían, les harían cosas peores que lo que le hicieron a Zaniyah. No se podía permitir que ni su familia ni su gente fueran sojuzgados por los mismos dioses que seguían a la megalómana de la Suprema Azteca.

Presionó más profundo su incandescente pie sobre los pectorales de Huitzilopochtli, hundiendo sus zarpas en él. El verdugo azteca despidió un breve chirrido y escupió sangre al aire. Invocó una espada de fuego en su mano izquierda, la esgrimió por encima de su cabeza, y fijó la punta de la hoja sobre el cuello de Huitzilopochtli. No hubo miedo en este último, ni atisbos de pánico o de suplicar por su vida. La mesura y la determinación estaban labradas en sus inmaculados ojos blancos, y la expresión de su semblante se endureció con una mueca determinada que desafió el rostro ennegrecido y severo de Uitstli, como una manta negra que ocultara su inestable y su ceguera de odio masivo.

—Te voy a matar —maldijo Uitstli, sus ojos rojos brillando bajo el manto oscuro de su rostro—. Y no voy a permitir que... ninguno de ustedes... les haga daño a mi familia... —levantó más el brazo donde empuñaba la espada de fuego, alzándolo por encima de su cabeza.

Huitzilopochtli sonrió sardónicamente y chirrió los dientes.

—¿Hacerle daño... a tu familia? —masculló entre jadeos. Ladeó la cabeza y apretó los puños; el fuego, el viento y las electricidad se envolvieron sobre sus nudillos— ¡¿Y qué hay de la mía, ah?! ¡¿PIENSAS QUE SOLO SOY UNA MÁQUINA DE MATAR, COMO TODOS LOS DEMÁS?!

—No... —Uitstli negó con la cabeza, su voz sonando más a la de un inhumano que al de un guerrero noble— Eres un perro. El perro de Omecíhuatl al que ponerle fin a su aquelarre.

<<Entonces tú me sigues viendo así, ¿ah...?>> Pensó Huitzilopochtli, cerrando los ojos y reposando la cabeza sobre la superficie de la protuberancia. Sus músculos se relajaron, y por la forma en que reveló su cuello, Uitstli, Randgriz, la humanidad y las deidades pensaron al unísono que el Dios de la Guerra estaba aceptando su derrota. <<"La venganza y la cólera divina... son la fatalidad del Dios de la Guerra>>

El Jaguar Negro ensanchó los ojos y solidificó su semblante con decisión. Su brazo se volvió un borrón fugaz, y la espada de fuego surcó el aire hasta alcanzar el cuello del verdugo negro, atravesándolo limpiamente como si hubiese cortado agua. La sangre se salpicó sobre la protuberancia, el silencio retumbó en toda la dimensión y escarbó con perplejidad insensata a los humanos y a los dioses, haciendo que todos guardaran sepulcral silencio.

La cabeza de Huitzilopochtli voló por los aires dando incontables vueltas. A cámara lenta, cayendo de forma perpendicular a la protuberancia donde estaba el cuerpo decapitado. Uitstli permaneció inmóvil en su pose de espadachín que acabase de dar una poderosísima esgrima. Mortales y divinidades  quedaron boquiabiertos, el silencio enmarcando poderosamente el drama de lo inconcebible, de lo que por mucho tiempo se consideró una hazaña virtualmente imposible para la humanidad. No se produjo ningún otro sonido más que el del gélido viento empujando la cabeza del Dios de la Guerra por los aires. 


<<Todos desconocen... lo que hay dentro de mí...>>


La electricidad, vientos y fuego desaparecieron de las manos de Huitzilopochtli. La tensión de sus músculos se desvaneció, y sus brazos cayeron flácidamente sobre la piedra.


<<Todos desconocen... lo que en verdad soy...>>


Uitstli expulsó un muy profundo suspiro. Su furia no se desapareció de su arrugado semblante. El Jaguar Negro hizo desvanecer la espada en brumas, para después blandir y retraer la lanza Tepoztolli del brazo del cadáver decapitado. Se volvió sobre sus pasos y comenzó a marcharse de la zona a paso lento, mientras que la cabeza del verdugo azteca seguía rodando por el aire.


<<El mundo me trató... como un monstruo que no soy...>>


A pesar de la bravata del griterío de los humanos, el mundo siguió sonando en silencio. En el palco de la Reina Valquiria, Brunhilde apretaba los puños y los agitaba en un gesto de victoria. Geir daba saltos triunfales. Sirius se encogió de hombros y suspiraba del alivio. En las gradas aztecas, Tepatiliztli y Zaniyah se abrazaban con todas sus fuerzas, Zinac caía de rodillas y gritaba victorioso al cielo, Xolopitli daba saltitos mientras carcajeaba de los nervios y Quetzalcóatl, inseguro de lo que estaba observando, analizaba el cuerpo de Huitzilopochtli. En el palco de los Ilustrata, Nikola Tesla se masajeaba la barbilla, el gesto analítico h satisfecho mientras que Cornelio y Eurineftos escudriñaban fervientemente el cadáver decapitado de Huitzilopochtli, como si no estuvieran del todo convencidos de esta derrota. 

La humanidad entera en todos los niveles de gradería del coliseo barbotaban la victoria como unos salvajes, a ojos de las deidades quienes estaban quebrantándose en furia divina. Los dioses aztecas encogían sus posturas y esbozaban muecas de pavor inmenso. Muchos voltearon sus cabezas hacia el podio divino, atemorizados por ver la expresión que tendría la Suprema Azteca.

Las deidades ensancharon los ojos de la confusión extrema. Omecíhuatl tenía una mano sobre su rostro, pero no había decepción, aflicción o luto. La mueca que estaba esbozando... era de una sonrisa desquiciada acompañada por una mirada ladina. 

¿Sonríes? —musitó Mechacoyotl al tiempo que Heimdall descendía de los cielos a lomos de su dragón-serpiente hasta arraigar a la zona. Para este punto, Uitstli ya estaba varios metros lejos de la protuberancia donde estaba el cadáver decapitada—  Acaban de decapitar a tu jodido luchador y van a anunciar la victoria de la primera ronda a los humanos. ¡¿Y tú SONRÍES?!

—Ah, zorrito metálico... —con los ojos cerrados, Omecíhuatl mandó a callar a Mechacoyotl poniendo su dedo sobre sus labios— Cállate, ¿sí? —Mechacoyotl se cruzó de brazos y guardó silencio— Dime, teniendo en cuenta lo que Odín nos dijo de que quienes mueran aquí sus cuerpos serán convertidos en cenizas, ¿ves acaso el cuerpo de Huitzilopochtli desmaterializarse?

Mechacoyotl lanzó una rápida mirada hacia el filamento dimensional e hizo zoom al cuerpo decapitado. No halló ni un solo rastro de grietas que indicaran que su cuerpo esté desintegrándose. Bajó los brazos, y su expresión se transformó en una de incertidumbre.

¿Qué...? ¿Por qué no...?

—Oh, zorrito metálico... —Omecíhuatl se cruzó de brazos bajo los pechos y agrandó la sonrisa. Se relamió los labios y entrecerró los ojos. 

Y justo en ese momento, a la vista solamente de ellos dos... la mano del cuerpo de Huitzilopochtli comenzó a moverse con espasmos frenéticos, para después enterrar sus dedos en la piedra y resquebrajarlo con brutalidad. Los dedos comenzaron a deformarse, alargándose y obteniendo poco a poco una coloración pálida.

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https://youtu.be/BnDAFUNZYUU

ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯

|◁ II ▷|

Reino de Aztlán

Seiscientos años antes de la Guerra Civil

Al igual que en las mitologías de los griegos y de los nórdicos, los dioses aztecas, según la leyenda, crearon las tierras que habitaría el pueblo mexica usando la piel, la carne y los huesos de la criatura más voraz y temible jamás conocida en todo el Panteón Azteca. Un insaciable monstruo de apetito ilimitado, tan descontrolado hasta el punto de que se le abrían fauces en su durísima piel con tal de que su cuerpo, actuando como ser autónomo a su propio cerebro, pudiera alimentarse.

Una hercúlea bestia comparada en destrucción con los Titanes Griegos o los Jotüns Nórdicos. De aspecto de lagarto, y midiendo varias millas de alto y kilómetros de hombro a hombro, su cuerpo teniendo la capacidad de transformarse a voluntad propia, mutar e incrementar su poder cada vez que era herido de gravedad, fue rememorada malditamente por la historia del Panteón Azteca como... 

Aquella inmunda bestia, tan asquerosa que ni el propio Mictlantecuhtli era capaz de soportar su fealdad y su capacidad de transmutarse infinitamente,  era igual sino es que más antigua que los propios Dioses Duales, Ometeotl y Omecíhuatl. El destructor monstruo no era uno solo; estaba compuesto por cientos de miles de criaturas que conformaban un único cuerpo, los cuales también tenían la potencia de multiplicarse cada vez que se le mataba a una de estas, lo que explicaba y garantizaba su facultad para aumentar de manera indefinida su poder.

No se le conocía debilidad alguna, pero eso no significó nada para los Dioses Duales; estos lograron someter a la criatura con sus omnipotentes poderes, y destriparon una a una sus pequeños monstruos para moldear sus carnes y sus huesos, cambiando sus materias para convertirla en tierra fértil y abono con el cual atiborrar de naturaleza verdosa las tierras áridas no solo de Aztlán, sino también del país de México. Fue de conocimiento público, para todo el Panteón Azteca, que la inmortal bestia Cipactli fue aniquilada en su totalidad y su cuerpo usado para crear el mundo tal como lo conocían... 

O eso es lo que los Dioses Duales les hicieron hacer creer para ocultar el hecho de que Cipactli... no podía ser asesinado, ni siquiera por ellos. 

Durante siglos, los Dioses Duales no recibieron ningún signo de vida venir de los restos de  cadáveres remanentes de Cipactli, por lo que lo daban por muerto. Estos cuerpos ellos los acumularon en las estériles y tormentosas yermas de Chicomóztoc, las tierras donde se originaron las siete tribus nahuatlacas y de las cuales exhortaron a emigrar a las regiones del México continental una vez que Cipactli fue derrotado. Pero debido a la dejadez en la vigilancia de Chicomóztoc, en cambio Cihuacóatl y su hija Coatlicue quienes identificaron señales de signos vitales de los cuerpos inertes de Cipactli, amontonados todos ellos unos sobre otros hasta formar cordilleras de montañas de kilómetros de alto. 

Lo primero que examinaron fueron los enigmáticos movimientos de varios grupos de cadáveres, yendo desde deslizamientos hasta cambios de lugares que atribuyeron a los fuertes vientos de la atmósfera o temblores orográficos del erial. Sin embargo cuando dieron con el hallazgo de un gigantesco vacío de cadáveres en una de las altas montañas, y a estos mismos cuerpos reptilianos reanimados y marchando por el páramo, Cihuacóatl y Coatlicue supieron que el peligro era inminente, y trataron de alertarlo a todos los dioses de Aztlán. Pero fueron silenciados y censurados no por nadie que los propios Dioses Duales, quienes no querían que la paz y armonía que finalmente habían logrado instaurar en todo el reino se vieran trastocado por el pánico y la histeria colectiva que crearía esta noticia. 

Los Dioses Duales tomaron cartas en el asunto y optaron por emprender acciones a espaldas de la comunidad de dioses de Aztlán. No hubo comunicado, ni fugaz de información. Se aseguraron de mantener sus operaciones en marcha con el mayor secreto posible. Por lo tanto no organizaron ejércitos, sino en cambio usaron a los cuatro Tezcatlipocas para llevar a cabo sus cometidos. Mientras que Xipe Tócih y Ometeotl fungía de sacerdotes para desviar la atención de la comunidad divina...


Los tres Tezcatlipocas más fuertes, comandados por Omecíhuatl, se encaminaron hacia la inhóspita Chicomóztoc cual trío de intrépidos aventureros que se lanzan hacia una peligrosa mazmorra. Pero la interconexión entre los tres no era tan profunda como para poder llamarlos como camaradas. Cada uno fue impulsado por un deseo, una obsesión y un objetivo claro: Quetzalcóalt deseaba acabar de una vez por todas con el monstruo Cipactli para que haya paz en el reino, Tezcatlipoca estaba obsesionado con vencerlo para ganarse más reconocimiento y estatus con esta hazaña, y Huitzilopochtli... él solo tenía el objetivo de eliminar la amenaza, tal como Omecíhuatl se lo dijo.

Desde su nacimiento, él no tuvo personalidad propia. No se dirigió por deseos u obsesiones como sus medio hermanos. El único rasgo de autonomía psicológica que lo diferenciase con un autómata era su profundo amor hacia su única familiar, su madre Coatlicue, esta última siempre asegurándole a su progenitora Cihuacóatl que su hijo tiene un gran corazón, por más que no lo aparentase con su eterno rostro estoico. Por esos mismos motivos es que Coatlicue nunca le gustaba que su hijo estuviera experimentando la atmosfera maquiavélica de Omecíhuatl; temía que fuera a corromperlo y a volverlo en contra suya. 

Pero esos pánicos esquizofrénicos no pasaban más allá de ataques efímeros. Cihuacóatl siempre le aseguró, hasta el día de su muerte en la Guerra Civil, que el corazón de Huitzilopochtli no solo era el más grande y auténtico que hubiera visto... sino también incorruptible.

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4
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Quetzalcóatl oteó el plomizo horizonte con una mano sobre su frente para bloquear los lejanos destellos relampagueantes del cielo tempestuoso. Los tres dioses aztecas se hallaban en lo alto de uno de los picos montañosos, y desde allí se podía obtener vistas panorámicas de todo el terreno baldío. La torrencial lluvia de gotas negras abatía todo el erial seco de suelo resquebrajado, y nada más hacer contacto con aquella superficie drenada, se evaporaban en un instante. 

El Dios Emplumado giró lentamente la cabeza de izquierda a derecha, su aguda vista alcanzando a observar las derruidas ciudades de estilo olmeca ocultas debajo de marquesinas montañosas o siendo lentamente evaporadas por el insoportable clima acalorado e intoxicado de esta lejana y olvidada provincia del reino. Sus ojos se dilataron un poco al llegar a ver los altos montículos de cadáveres amontonados más allá de una cadena de picos negros que los separaban. Brevemente vio una avalancha de cuerpos de aquellos reptilianos cayendo de forma apelotonada por las laderas.

Bajó la mano y acumuló gran cantidad de aire en sus pulmones con una aspiración. Lo despidió todo con un largo suspiro.

—Si las coordenadas que nos dieron Cihuacóatl y Coatlicue son correctas —dijo, agitando un brazo y desplegando en frente suyo una ala de plumas verdes y celestes. Varias de las plumas se desprendieron y se conformaron en un detallado mapa de la región de Chicomoztóc—, las anomalías se están presentando al norte de nuestra posición, latitud setenta y ocho grados —su ala se estiró todavía más, y su punta aguzada señaló el mismo montículo que hacía unos momentos estaba observando—. Justo allí.

—¡Oye, pero respóndeme la pregunta! —exclamó Tezcatlipoca, sentado en una protuberancia de roca y agitando los brazos en protesta.

El ala desplegada de Quetzal se retrajo y se ocultó dentro de su espalda. Se encogió de hombros, se volvió y miró a Quetzal con el ceño fruncido.

—Estamos en una importante misión en la que apostamos la vida de todos los dioses de Aztlán —masculló—. El destino del reino depende de nosotros ahora, ¿y tú me preguntas si este lugar me parece aterra...? —Quetzal cerró los ojos y ladeó la cabeza— ¡¿Que te crees, que estamos en una casa del horror?!

—Ya, ya, no te pongas así —bufó Tezcatlipoca, juntando las manos y poniéndolas sobre la protuberancia—. Triunfaremos en esta misión, como lo hemos hecho tantas otras veces en otras revueltas. 

—Esto no es una revuelta, mucho menos una misión cualquiera. ¡Nos vamos a enfrentar a una bestia que ni nuestros padres todopoderosos pudieron asesinar! —Quetzal se señaló la frente arrugada con un dedo— Metete eso en la cabeza.

—¡Hey! —Tezcatlipoca se reincorporó de un salto y se puso frente a frente con Quetzal, siendo él unos palmos más altos que el Dios Emplumado. Lo señaló con un dedo acusador y lo miró despiadadamente a los ojos— ¿Cuántas veces se te va a olvidar que soy tu hermano mayor? No me puedes hablar de esa forma, no importa tus hazañas o cuanto te quiera mimar Ometeotl.

—Esto no es ninguna competencia, Tezcatlipoca —murmuró Quetzal sin romper su autocontrol a pesar de la presión en que lo puso el dios jaguar—. Relájate, ¿quieres? Tenemos problemas más importantes que unas peleas menores... —le puso una mano en el hombro a Tezca, y este último frunció el ceño y le apartó la mano de un movimiento brusco.

—¡No pongas tus sucias manos de bastardos sobre mí! 

—Tezcatlipoca, por el amor sagrado de Ometeotl... —una vena hinchada apareció en al sien de Quetzal y apretando un puño. La tensión entre ambas deidades se incrementó con el subsiguiente silencio, Tezcatlipoca sonriendo de forma vanidosa al ver a Quetzal bajar la cabeza, este último encadenando todos los sentimientos insidiosos que intentaron colmarlo. 

Pero antes de que Tezcatlipoca pudiera escalar el pequeño conflicto a algo más grande, fueron interrumpidos por el repentino temblor del piso que fue acompañado por un terrible estruendo pedregoso. Ambas deidades se tambalearon levemente, y tornaron sus miradas hacia el origen de la sacudida. El regio Huitzilopochtli, sentado en otra protuberancia de roca y con la punta de su espadón enterrada en el suelo, se pasó una mano por el mentón y gruñó profusamente, la frente ceñida. Los silenció poniendo un dedo sobre sus labios.

—Puedo sentirlo... —refunfuñó. Su mirada se desvió y miró su derredor como si siguiera una mosca invisible— ¿No lo sienten ustedes también?

Quetzalcóatl y Tezcatlipoca  intercambiaron miradas confusas, este último poniendo una mueca de confusión respingada y alzando las manos. Huitzilopochtli cerró los ojos e inhaló, respirando con satisfacción el aire intoxicado del ambiente. Con movimientos taimados pero aún así vigorosos, el Dios de la Guerra se reincorporó de su puesto, desenterró su espadón y lo colocó sobre su hombro. Caminó hasta ponerse en mitad de sus dos hermanos y fulminó con la mirada los altos cerros de cadáveres reptilianos más allá de los picos montañosos.

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https://youtu.be/qHwNX0NEtOE

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|◁ II ▷|

Los tres Tezcatlipocas arraigaron al montículo de cadáveres donde se presentaban las anomalías; Huitzilopochtli cayó con gran brutalidad sobre el suelo quebrado, provocando que las grietas se iluminaran de color celeste durante unos milisegundos; Tezcatlipoca apareció a su lado convertido en una serpentina bruma negra que luego adoptó su forma humana; Quetzalcóatl descendió en la forma de un halo de luz que concibió su forma de dragón-serpiente y, por último, su forma humana. 

Frente a ellos, la montaña de cadáveres reptilianos se alzaba con más de cien metros de alto. Los reptiles tenían muchísimas formas, desde cocodrilos hasta dragones de Komodo. Todos tenían sus ojos cerrados... hasta que, de repente, uno de los lagartos inertes abrió los ojos y estos resplandecieron con un naranja fogoso. Seguido de él, el resto de cadáveres apelotonados unos sobre otros abrieron los ojos, y todos al unísono despidieron un letal rugido coordinado que generó un temblor en la tierra que obligó a los tres Tezcatlipocas a esgrimir sus armas; Huitzilopochtli su Macuahuitl, Tezcatlipoca su alabarda negra, y Quetzalcóatl desplegó sus exóticas alas al tiempo que desenfundaba sus pistolas de su cintura. 

Los cientos de miles de cuerpos reptilianos comenzaron a retorcerse entre ellos, mutilándose brutamente con sus garras y abriéndose las panzas para meterse adentro de sus compañeros y fusionarse en una horrenda amalgama mórbida de látigos y colas de osteodermos que pronto perdió forma y contorno. Los tres Tezcatlipocas alzaron lentamente sus cabezas, siguiendo el acelerado crecimiento y transformación del ejército de criaturas, tan bestial y veloz que parecía no tener fin su aumento de tamaño. En segundos la horrible mutación de los bestiales lagartos comenzó a tomar forma humanoide de alargadas piernas irregulares, zarpas agudas algunas sobresaliendo de sus perones y muslos, torso tonificado, brazos extremadamente largos y una gigantesca cabeza de Sarcosuschus de longevo hocico. 

Los ojos de Cipactli rodaron varias veces sobre su propio eje hasta clavarse en los tres Tezcatlipocas. Sus irises resplandecieron con el mismo color anaranjado de fuego que buscaba venganza contra sus vencedores. Inclinó su espalda hacia atrás, extendió los brazos y de sus fauces lanzó un alarido estridente tan nervudo que provocó aparatosos derrumbes en el resto de montículos de cuerpos reptilianos. 


La batalla comenzó con alaridos de guerras venir de los tres Tezcatlipocas. El primero en impulsarse fue Huitzilopochtli, seguido de sus dos medio hermanos. Cipactli rugió al cielo de nuevo y comenzó a correr, imitando espantosamente los movimientos de un humano trotar de forma torpe pero acelerada. Los contrincantes acortaron poco a poco las distancias, y justo cuando se tuvieron en frente, el primero en conectar su demoledor golpe... ¡Fue Huitzilopochtli, propinándole un espadazo directo en el cráneo a Cipactli!

A pesar de ser un tres contra uno, la bestia lagarto supo mantenerse vigorosamente fornido y feroz contra los brutales combos del trío de dioses aztecas. La batalla se tornó rápidamente destructiva con los continentales ataques de Quetzalcóatl, Tezcatlipoca y Huitzilopochtli; el primero cortaba montañas enteras con el solo agitar de sus emplumadas alas; el segundo controlaba la atmósfera a su voluntad, deformando la tierra y controlando el clima con total libertad y creando así terremotos y tornados de magnitudes inigualables; el tercero, a pesar de tener las habilidades básicas de su hermana, supo usar sus poderes de forma creativa para asaltar incontables veces a Cipactli con sus Batallones de Estrellas Meridionales, lo que garantizó ataques directos a su cuerpo por parte de sus medio-hermanos.

Sin embargo, ninguno de estos ataques pudo herirlo de gravedad. La resistencia de Cipactli era demencial, consiguiendo regenerar partes amputadas y hasta cercenamientos. La multiplicación de sus pequeñas criaturas era igual de abismal; no importaba cuántos los cortaran o aplastaran, los lagartos se dividían como parásitos que se alimentaran de su huésped. En cuestión de minutos, toda la arena del combate estaba atiborrada de bichos reptilianos de todos los tamaños, y los cadáveres que seguían apelotonados unos sobre otros despertaron de sus letargos y se unieron a la batalla. 

Miles de millones de monstruosos y deformes lagartos se abalanzaron sobre los Tezcatlipocas. Quetzalcóatl se vio obligado a emplear su forma de dragón-serpiente, y nada más adquirir el increíble tamaño de más de una serpiente emplumada de cinco kilómetros de largo, arrasó con el indefinido ejército reptiliano de Cipactli a base de disparos de plumas punzadas y de abismales mordiscos que los trituraban hasta imposibilitar sus reproducciones. Pero esto no fue suficiente: otros cientos de miles de estos lagartos consiguieron eludir sus ataques y treparse a su ancho y orondo cuerpo, comenzando a arañarlo con sus zarpas  y a bañarse con la sangre divina de Quetzalcóatl, provocando en este espasmos y descontrol de su vuelo, llevándolo hasta las cordilleras montañas y pulverizándolos con sus embestidas como castillos de naipes.

De repente, de debajo de las faldas de un círculo de montañas inclinadas hacia delante emergió al figura de un segundo Cipactli, tan alto como el primero e igual de monstruosamente musculoso. La bestia lagarto despidió un alarido bestial, entrelazó sus manos en un único puño, y fulminó al Dios Emplumado propinándole su severo puñetazo directo en la cabeza. El golpe fue tan vigoroso que su onda expansiva rompió por diez veces la barrera del sonido, y el dragón-serpiente, en un chillido azotador, se desmoronó dentro de una montaña, destruyéndola y generando una avalancha de escombros que lo sepultó.

—¡Hermano Quetzalcóatl! —gritó Huitzilopochtli antes de ser asaltado por una manada de lagartos con forma de dragones de Komodo. El Dios de la Guerra los retuvo usando la hoja de su Macuahuitl como escudo; a pesar de su fuerza hercúlea, la fuerza conjunta del pelotón de reptiles fue capaz de hacerlo retroceder varios metros.

Tezcatipoca esgrimió su alabarda negra y estampó la punta en la superficie resquebrajada. Con su choque generó una cúpula de raíces negras a su alrededor que lo protegieron de los lagartos, y estos fueron pulverizados en cenizas nada más entrar en contacto con ellos. Las raíces se esparcieron por todo el largo y ancho del erial, atravesando los cuerpos de los cocodrilos, las salamandras y los dragones, y provocando que sus cuerpos se extinguieran en motas negras que revolotearon en el aire. Una vez todo el panorama estuvo despejado, donde solo estaba el gigantesco Cipactli frente a ellos, Tezcatlipoca esgrimió su alabarda y clavó la punta plana en el piso. El dios jaguar chirrió los dientes y clavó su mirada airada sobre el despiadado monstruo lagarto.

—Conque tu capacidad de multiplicarte no tiene limites, ¿ah? —maldijo Tezcatlipoca, su cara deformada en un semblante alocado, la sonrisa desquiciada similar a la de Omecíhuatl— Jamás pensé que ninguna bestia inmunda de Aztlán o de ningún otro lugar me obligara a utilizar esto...

Y Tezcatlipoca levantó su pie izquierdo y lo bajó rápidamente. Antes de que su talón chocara con el suelo, se generó una explosión de humo negro y electricidad azabache que retumbó la tierra. Huitzilopochtli se quedó viendo a su medio hermano mayor con el ceño fruncido, seguido por una expresión de sorpresa inimaginable al sentir el aumento de poder acelerado venir del pie oculto de Tezcatlipoca, hasta el punto de ponerle la piel de gallina y obligarlo a retroceder con un potente impulso.

El denso humo negro se disipó, revelando no ya su pie izquierdo... sino en cambio un redondo espejo hecho de obsidiana con relieves aztecas y del cual emanó una bulbosa aura negra que se estiró por el aire como los tentáculos de un pulpo. Cipactli tensó las garras de sus múltiples zarpas informes, despidió un chirrido, y la manada de lagartos que estaban a sus pies se abalanzaron descontroladamente hacia el dios jaguar. Tezcalipoca sonrió con malicia y estiró un brazo a la altura de su rostro. 


Tezcatlipoca se inclinó hacia delante y estiró el brazo donde empuñaba su alabarda negra. El ejército de lagartos de Cipactli estuvo a punto de arrasar con el príncipe de la oscuridad, pero justo cuando una de las bestias se abalanzó hacia él y lo arremetió de un zarpazo, Tezcatlipoca lo esquivó dando un enorme salto que lo elevó por los cielos describiendo una amplia pendiente. El salto desplegó un efímero estallido de tentáculos oscuros que azotaron y pulverizaron a los monstruos de la vanguardia. El dios azteca agrandó la sonrisa en mitad del aire. Alzó la pierna con su pie de espejo de obsidiana, los monstruos lagartos lo persiguieron en su vuelo, y justo cuando estampó el Espejo Humeante en el suelo...

Este se destruyó en un millar de cristales de obsidianas que se regaron por todos lados, liberando a su vez un estruendo de oscuridad masivo. La oleada de vientos negros y cortantes atravesaron los cuerpos de los lagartos humanoides, y todo el ejército de Cipactli quedó paralizado, incluyendo el propio Cipactli. Huitzilopochtli se alejó con fuertes impulsos, evitando ser impactado por la onda expansiva negra. La oleada no paró su recorrido, y el Dios de la Guerra no tuvo más opción que dar un impulso hacia arriba, elevarse hasta lo alto de una montaña, y evitar así los demoledores vientos negros y huracanados.

El aturdido Dios de la Guerra se sostuvo del pico de la montaña con una mano y quedó viendo con gran asombro como los cientos de miles de pequeños Cipactlis se desmoronaban al suelo y sus cuerpos se quedaban inertes. No hubo división ni multiplicación; sencillamente cayeron al piso como si hubiesen sufrido ataques al corazón. Tezcatlipoca levantó su pierna izquierda, y su pie había regresado. Dio un elegante giro y se quedó viendo al paralizado Cipactli, su cuerpo tembloroso de pies a cabeza.

—Mi Espejo Humeante tiene la capacidad de erradicar las almas de todo aquel que esté en su rango de ataque, incluido las de los dioses —murmuró con vanidad. Torció levemente la cabeza y agrandó la sonrisa—. Imposible que hayas sobrevivido a eso, animal inmundo. Por más "bestia cósmica" que seas, incluso tus clones deben compartir tu misma alma —bajó su pie, se giró sobre sus talones y comenzó a caminar en dirección contraria—. Venga, cáete ya. ¡Huitzilopochtli, ven aquí abajo y extírpale una pata o algo para dárselo a mi madre!

—¡¡¡IDIOTA, DATE LA VUELTA!!! —chilló Huitzilopochtli en lo alto del monte

—¿Huh...?

Tezcatlipoca se dio la vuelta y fue recibido de lleno con un devastador zarpazo de Cipactli que le cortó la cara, le cercenó los brazos y le abrió de cuajo el vientre y el pecho. Tan veloz fue su arañazo que liberó vientos huracanados que arrasaron con el suelo y las laderas de las montañas más cercanas.

Hubo un muy breve instante de silencio en el que Huitzilopochtli se quedó viendo, con gran horror, como el vigoroso Cipactli alzaba el brazo y miraba fijamente el cuerpo de Tezcatlipoca desplomarse en distintos pedazos. Pero antes de que las partes de su cuerpo cercenadas tocaran suelo, se detuvieron en el aire, y fugazmente se volvieron a ensamblar gracias a unos tendones negros que emergieron de dentro de su cuerpo. Tezcatlipoca blandió su alabarda y se alejó con un impulso. 

—¡Vale, esto tiene que ser una perra broma! —maldijo el príncipe azteca— ¡¿Cómo es que mi Espejo Humeante no te puto MATÓ?!

Repentinamente Cipactli se deshizo en un millar de monstruos que se esparcieron por todo el terreno cual enjambre. Tezcatlipoca dio un pisotón a la tierra, generando otro temblor y convirtiendo su pie en su Espejo Humeante. Desvió los ojos hacia ambas direcciones, observando a la desbocada manada de lagartos y dragones esparcirse alrededor suyo. 

—¡Sal de ahí, Tezcatlipoca! —maldijo Huitzilopochtli, agitando un brazo.

Tezcatlipoca se impulsó hacia arriba, pero antes de poder elevarse más alto, su tobillo derecho fue atrapado por una larguísima cola de cocodrilo que se enroscó con tanta fuerza que le aplastó los músculos. Tezcatlipoca chirrió los dientes y trató de arremeter con una estocada de su alabarda, pero fue velozmente estampado contra el suelo de un latigazo de la cola, después otra vez, y otra, y otra; la cola agitó al dios jaguar cual trapo sucio, hasta que lo estrelló contra la inmensa pared de una montaña de un kilómetro de alto, destruyendo a esta última en el proceso, generando un terremoto de proporciones bíblicas y enterrando a Tezcatlipoca bajó un gigantesco océano de millones de escombros. 

De debajo de la tierra surgieron dos larguiruchos brazos de escamas verdes. Se apoyaron sobre el suelo resquebrajado, y de debajo emergió el Cipactli original. La manada de bestias reptilianas se abalanzó hacia él y se fusionó con su cuerpo, triturando su carne para meterse ajo su piel y así aumentar su tamaño. Una vez todos se mezclaron con él, Cipactli se volvió sobre sus pasos y se encaminó hacia el océano de escombros donde estaba sepultado Tezcatlipoca. Pero antes de dar otro paso, Huitzilopochtli cayó del cielo a una velocidad vertiginosa y aterrizó brutalmente en frente suyo. Hundió los pies en la tierra y después blandió su espada al suelo, delimitando una línea limítrofe entre Cipactli y él.

—No me importa si es fútil enfrentarte yo solo —masculló, el semblante ennegrecido bajo su yelmo. Sus ojos blancos restallaron, justo cuando Tezcatlipoca logró salir de debajo de los escombros y lo vio defender su posición del paralizado y atento Cipactli—. Como proclamado Dios de la Guerra, es también mi deber... ¡Apagar las llamas una guerra de extinción masiva!

Cipactli chirrió los colmillos y despidió un estridente alarido, al tiempo que su cuerpo volvía a mutar y le hacía crecer más brazos y fauces por sus piernas, torsos y hombros, y su cola se dividía para volverse tres de ellas. El monstruo lagarto comenzó a correr desenfrenadamente hacia Huitzilopochtli. El Dios de la Guerra permaneció estático en su posición; esgrimió su Macuahuitl con un brazo, y la gruesa hoja del arma refulgió con resplandores celestes que iluminaron también sus zigzagueantes tatuajes. 

El feroz combate entre ambos titanes de la fuerza fue tan brutal que sus intercambios de golpes liberaron incontables ondas expansivas que destruyeron montañas enteras. A pesar de no poseer habilidades igual de elaboradas y destructoras que sus hermanos, Huitzilopochtli supo mantenerse en pie y en combate no solo contra Cipactli, sino también contra su incontable ejército de saurios que no paraban de asaltarlo e inmovilizarlo cada que veían la oportunidad. Y aunque sea él quien más allá recibido daños por culpa de esto, desde arañazos que le destruyeron la armadura y lo hacían desangrarse alocadamente por múltiples heridas, hasta veneno que algunos lagartos de Cipactli le metían en el cuerpo a través de esos arañazos, Huitzilopochtli no cedió ante la debilidad de estos dolores, y rugía para anunciar su nuevo asalto hacia su enemigo, tanto así que dejaba genuinamente sorprendido a Cipactli. ¿Cómo es posible que una deidad común y corriente como él podía aguantar tanto contra él?

Quedando asombrados por como su hermano menor seguía luchando contra el monstruo lagarto a pesar de sus heridas, Quetzalcóatl y Tezcatlipoca se recobraron de sus caídas y ayudaron al Dios de la Guerra a combatir a Cipactli. El primero adoptó su forma de dragón serpiente y despejó toda la zona de combate de ejércitos de saurios, pulverizándolos con sus demoledores vientos y comiéndose a los grandes titanes de potentes bocados; el segundo asesinó a miles de saurios con su Espejo Humeante, para después hacerlos volver a la vida con su alabarda negra reemplazando sus almas extinguidas con almas oscuras creadas por su mano, con lo cual provocó que estos lagartos se pelearan contra los de Cipactli, dándole más oportunidad a Huitzilopochtli de combatir al monstruo en un uno contra uno.

Por más que la brutal regeneración de Cipactli seguía obrando, el incesante hostigamiento de ataques por parte de Huitzilopochtli le impedía poder concentrarse del todo. El monstruo lagarto correspondió al sucesivo intercambio de golpes contra su enemigo hasta que, de un abrupto coletazo, le quitó su Macuahuitl de las manos. Huitzilopochtli recibió de lleno el coletazo en su mejilla; escupió varios dientes al suelo, se acomodó la quijada rota, y se abalanzó hacia Cipactli al tiempo que despedía otro de sus alaridos estridentes. Su enemigo correspondió al grito, y se impulsó igualmente hacia él.  


Huitzilopochtli metió duramente sus dedos dentro del estómago de Cipactli y, de un lento pero vigoroso tirón, comenzó a abrirle la panza. La carne era dura de corroer, tan pesada como estar removiendo una cordillera de montañas y abrir un desfiladero. La bestia chilló hasta ensordecer a Huitzilopochtli, pero eso no lo detuvo. Cipactli agarró al Dios de la Guerra y metió sus zarpas dentro de los costados de su torso, pero eso tampoco lo detuvo. Intentó levantarlo al aire, pero debido al dolor de su panza siendo abierta y los grandes chorros de sangre que caían como cascada roja sobre Huitzilopochtli, no pudo hacerlo. Le propinó coletazos en su espalda, le mordió el hombro hasta sacarle un enorme pedazo de carne, pero no importaba cuántos ataques le conectase...

Huitzilopochtli no se detuvo hasta abrirle por completo la panza. 

Quetzalcóatl y Tezcatlipoca se quedaron viendo atónitos la hazaña que acababa de hacer su hermano menor. A sus pies descansaban los cadáveres de miles de saurios, pero nada de lo que habían hecho se comparaba con lo que Huitzilopochtli estaba haciendo ahora: metió de lleno su brazo dentro del pecho de Cipactli, las garras de este aún metidas dentro de su torso y revolviéndole horriblemente los intestinos. El Dios de la Guerra se bañó con la torrencial sangre de Cipactli, y una vez sintió sus dedos rodear el corazón de la bestia, Huitzilopochtli liberó un último alarido de guerra... y aplastó el órgano con todas sus fuerzas.

El cuerpo de Cipactli dejó de reaccionar. Su grito se acalló, y sus brazos cayeron en el aire de forma flácida, extrayendo las garras del torso de Huitzilopochtli. El Dios de la Guerra arrancó su brazo del interior rojizo y pegajoso de la bestia, enseñando a sus dos hermanos los restos del corazón aplastado de Cipactli. El cadáver del monstruoso saurio se tambaleó de un lado a otro, hasta caer de bruces al suelo chocando con su hombro izquierdo. Tezcatlipoca y Quetzalcóatl quedaron boquiabiertos, observando de arriba abajo la espalda latigada y ensangrentada de su inmóvil hermano, quien alzó la cabeza, miró al cielo plomizo, y despidió un breve bufido de cansancio.

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https://youtu.be/s_X05eDRupg

ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯

|◁ II ▷|

Coliseo Idavóllir. Presente.

Palco de la Suprema Azteca.

Mechacoyotl observó a lo lejos a Heimdall bajar de su dragón-serpiente y escalar los escombros hasta alcanzar la superficie de la protuberancia donde se encontraba el cuerpo decapitado de Huitzilopochtli. A pesar de los gritos insaciables de victoria en las gradas humanas y de los masculleos impotentes de los dioses, en especial de los aztecas, sollozando y gruñendo entre dientes bajo su palco, Mechacoyotl, en vez de sentir el peso de la derrota, sintió un extraño aire pesaroso presionar sobre sus metálicos hombros de que algo impresionante iba a suceder.

¿Sus poderes? —inquirió, mirando de soslayo a Omecíhuatl sentada en su trono— ¿Qué poderes? Hasta ahora no he visto que se haya multiplicado o que tuviera regeneración.

—El Tlacahuepatzin se descontroló cuando Huitzilopochtli retornó a Aztlán, hasta el punto en caer en coma —explicó Omecíhuatl, el mentón apoyado sobre la palma de su mano—. Los poderes absorbidos de Cipactli deformaron su cuerpo y su alma. Mi esposo incluso barajó el peligro de que Huitzilopochtli sea poseído por el "vacío infinito" que era el alma Cipactli.

¿Y qué hicieron para evitar que eso pasara?

Dentro de la dimensión de Tenochtitlan, Heimdall terminó de inspeccionar el cadáver del Dios de la Guerra. Para ese punto, Uitstli ya estaba abajo del todo, y caminaba sin apuros hacia el sendero más cercano del aparatoso desfiladero. El réferi del Ragnarök alzó su cuerno dorado y se volvió hacia los filamentos dimensionales por los que se veían a los espectadores mortales y divinos gritar y bramar en un descoordinado coro. 

—¡EL GANADOR... DE LA PRIMERA RONDA...!

Heimdall se sumergió en la vehemencia de su anuncio, y por culpa de esta distracción no se dio cuenta de como el cadáver de Huitzilopochtli enterraba sus dedos bajo la piedra y, lentamente, empezaba a ponerse de pie. Los primeros en darse cuenta fueron los dioses, quienes quedaron en un escabroso silencio, los semblantes de horror máximo. Seguido de ello los humanos, quienes chillaron de horror y quedaron petrificados del pavor de ver el cuerpo decapitado del Dios de la Guerra moverse por su cuenta. Geir chilló y se echó para atrás; Sirius se quedó con los ojos abiertos como platos; Brunhilde se llevó una mano a los labios temblorosos; Eurineftos y los dos Ilustratas quedaron inmóviles, las expresiones de sorpresa aterrada; Quetzal, los Manahui y el resto de los aztecas sintieron un escalofrío único azotarlos a todos al unísono. 

—¡... DEL TORNEO DEL RAGNARÖK...!

El cuerpo cercenado de Huitzilopochtli se reincorporó y camino hasta quedar a espaldas de un despistado Heimdall. Omecíhuatl sonrió y su mueca se desfiguró en un semblante alocado.

—He creado al Monstruo de la Guerra.

—¡ES UIT...!

Heimdall fue interrumpido por el fuerte pisotón que propinó el cadáver sin cabeza. El réferi dio un chillido espantado y corrió apuradamente, alejándose de él, descendiendo por la montaña de escombros hasta regresar a su dragón-serpiente. Y justo cuando esta bestia alada desplegó sus alas y salió volando lo más rápido posible hacia los cielos, el cuerpo sin cabeza de Huitzilopochtli volvió a dar otro pisotón, y con él lo acompañó una brutal erupción de aura divina de color verde esmeralda que explotó con la potencia de una bomba atómica en toda la región montañosa, evaporizando como si nada las mesetas hasta volverlas un maremoto de escombros erosionados y enormes protuberancias irregulares. 

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https://youtu.be/o2MyrGx7V1o

ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯

|◁ II ▷|

Uitstli recibió de lleno el mortífero golpe de la onda expansiva que lo empujó al suelo y lo hizo rodar brutalmente hasta impactar de bruces contra una montaña de escombros. El Jaguar Negro se reincorporó de un ágil salto, solo para ser cegado por la lumínica aura esmeralda  que refulgía con la misma potencia de una bomba nuclear milisegundos después de ser detonada. Uitstli se cubrió el rostro con una mano al tiempo que invocaba su lanza Tepoztolli en su mano derecha. 

<<¡¿QUÉ CARAJOS SUCEDE?!>> Gritó Uitstli en su mente. 

<<¡No tengo idea, Uitstli!>> Contestó Randgriz, los nervios oyéndose en el timbre de su voz. La valquiria repiqueteó sus dientes y entre sollozos aterrados propinó un grito <<¡NO TENGO JODIDA IDEA!>>

El Jaguar Negro asomó la vista a través de los resquicios de sus dedos. Aún transformado, la piel se le estaba quemando lentamente debido a la radiación divina que emanaba el gigantesco fulgor verde de Huitzilopochtli. Concentró los ojos en un punto lejano que se elevaba en línea recta hacia los cielos, seguido por otra silueta ovalada que levitaba hasta alcanzar la otra figura oscura. La garganta se le cerró del susto de estar viendo la cabeza de Huitzilopochtli volar hasta su cuerpo, y a este último tomar la cabeza y colocársela como si nada en su cuello, el contacto de ambas carnes sellando la herida y cicatrizándola hasta no dejar ni un solo rastro de herida. 

—¡H-HILDE-ONEE-SAMA! —chilló Geir, cubriéndose los frágiles ojos con una mano— ¡¿POR QUÉ?! ¡SI YA HABÍAMOS GANADO! ¡MI HERMANA RANDGRIZ GANÓ...! ¡¿POR QUÉ?!

Sirius reparó en la impotencia brutal que aplastaba el espíritu endeble de su valquiria. Rápidamente la rodeó con sus brazos y la aseguró con un fraternal abrazo mientras miraba primero a la atónita Brunhilde, y después al filamento dimensional que se concentraba a detalle en la silueta de Huitzilopochtli levitando en el aire a más de ochenta metros de altura, y por último en la lejanísima figura de Uitstli adoptando su pose de lancero.

<<Uitstli...>> Pensó Sirius, apretando los labios y tragando saliva. Su corazón se embutió con miedos primordiales, su piel se le erizó, y una vez más... el héroe griego temió por la vida de un ser querido. 

La tierra bajo los pies de Uitstli se erosionó y perdió contextura, volviéndose un marchito suelo blanco. Las protuberancias de roca a su alrededor, otrora montañas, fueron pulverizadas hasta no quedar más que torbellinos de viento y polvo blanco. Las aniquiladoras ondas atómicas alcanzaron el Lago Texcoco; las costas fueron horadadas hasta no quedar más que zanjas, varios metros cúbicos de agua se evaporizaron en un abrir y cerrar de ojos.  A pesar de su piel quemándose, del corazón rasgándole de miedos, y del pánico asaltándolo sin césar, el alma de Uitstli se aferró con todas sus fuerzas a la de Randgriz, abrazándose a esta última con la fuerza suficiente para recobrar la confianza necesaria de agarrar firmemente el mango de su lanza y endurecer su semblante. 

<<Si vamos a morir, Randgriz...>> Pensó Uitstli, tragando saliva. 

<<Cállate>> Maldijo la Valquiria Real, materializándose por encima de sus hombros y apoyando sus etéreos brazos sobre los de Uitstli. <<El miedo no debe caber entre nosotros, padre. Ni miedos...>>

—Ni traumas —masculló Uitstli, apretando los dientes y acumulando fuego de Mictlán en la punta de su lanza. Sus miedos se disiparon con su breve intercambio de palabras, desapareciendo de su mirada para ser reemplazada con determinación. 

En los cielos, Huitzilopochtli abrió de par en par los ojos y estos refulgieron con un verde cegador que obliteró los ojos de dioses y mortales por igual. El Dios de la Guerra estiró los brazos hacia ambos lados, las venas de sus músculos hinchándose hasta que sus bíceps y tríceps aumentaron el doble de su tamaño. El firmamento retembló, los nubarrones moviéndose a gran velocidad hasta formar un gigantesco torbellino tempestuoso por encima del Dios de la Guerra, las nubes cambiando su tonalidad negra a una verde oscura. El cielo restalló con latigazos relampagueantes, y de repente, en unos pocos milisegundos, dos rayos verdes cayeron de la bóveda celeste hasta impactar sobre las palmas de sus manos. Los rayos verdes cambiaron sus irregulares formas hasta adoptar la apariencia de dos gigantescas Macuahuitl. 

El suelo volvió a temblar con un terremoto sin precedentes. El cielo trepidó igualmente, los estallidos relampagueantes sulfurando sin parar y partiendo el firmamento en miles de pedazos. Dioses y humanos espectadores quedaron atónitos, cegados y sin poder formular sonido alguno por la intensidad de poderes que creaba un caos masivo y sin precedentes dentro de la dimensión de Tenochtitlan. Uitstli cerró los ojos y dejó escapar un controlado suspiro, sellando así todos los miedos y concentrándose una vez más en la batalla.

En el palco de la Suprema Azteca, Omecíhuatl sonrió con vanidad y no pudo evitar echarse a reír con ganas. <<Destrózalo... no dejes nada de él...>>


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https://youtu.be/boJTHa_8ApM

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