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Tur Arv Valkyriene

LA CABALGATA DE LAS VALQUIRIAS

┏━°⌜ 赤い糸 ⌟°━┓

🄾🄿🄴🄽🄸🄽🄶

https://youtu.be/oc65Wo5w6sU

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Pozo de Urd, finca del Allfather

Civitas Magna. Reino de Asgard

Reinaba un silencio absoluto en la sala de conferencia; el único ruido que acompañaban a los sombríos dioses, sentados en sus gradas, era el de las aguas celestes, cristalinas y sagradas del Pozo de Urd.

Etéreas y de oleajes tranquilos, producidos por el nado de los espíritus de ninfas y de haminjgas, el Pozo de Urd alimentaba a las gruesas raíces negras y mohosas del Yggdrasil. Aquellos bulbos de madera eran tan enormes y gruesos como un edificio pequeño, y a través de ellos pululaban sin rumbo alguno partículas azules y celestes; hadas del Avalón danzaban a través de las flores negra, polinizando el aire y dando un aroma cautivador a los dioses.

Fosas de más de cien metros de hendidura separaban las gradas y los podios de los dioses de la plataforma donde estaba el Pozo de Urd. Blindado con una cubierta de oro, marfil y oricalco que serpenteaba de aquí para allá, adoptando la apariencia de una triqueta, la plataforma relucía con rayos de luz fosforescente que iban desde el amarillo, el blanco y el azul, confiriendo aires de grandeza palaciega a todo el lugar, contrastando con la desolación apocalíptica que era el exterior, con las eternas lluvias de ceniza y con el espantoso Estigma de Lucífugo.

Pilares dorados con formas de pétalos de loto ascendían como serpientes por los bordes de la plataforma. Labrados con espejos de plasma y no midiendo más de cinco metros de alto, aquellas pilastras servían como condecoración a los nueve tronos de oricalco, cada uno con formas de raíces apiladas e inclinadas de tal forma que parecen garras de la madre Gaia.

A medida que pasaban los alargados minutos, más deidades de todos los panteones del mundo llegaban para sentarse y arrinconarse en sus puestos. Todo estaba en penumbras, iluminado solamente por las tranquilas centellas de los hados. El aplomo se sentía como un filo grueso en el Pozo de Udr, pero esa ecuanimidad escondía la tenacidad feroz y déspota de los nueve Dioses Supremos que caminaban por los nueve puentes de la gigantesca estancia, en dirección hacia sus tronos.

El resto de las deidades menores enmudecieron al ver a sus Supremos caminar por los puentes y sentarse en sus macizos tronos, transmitiendo no solo el ruido de sus calzas y el del resonar del oro y el marfil de los tronos, sino también la imponencia de sus solas presencias. Ningún dios o diosa ponía en duda el manifiesto de que esta conferencia iba a ser la más importante en muchísimo tiempo.

Una luz cayó de la claraboya del Pozo de Urd, y de repente toda la galería fue iluminada por distintos pilares que radiaban luces fluorescentes de sus superficies plásmicas. Todos los dioses escucharon nuevos pasos venir de uno de los puentes dorados. Todos tornaron sus miradas, y quedaron helados al ver la pequeña, frágil, anciana, pero para nada acogedora silueta del Supremo de Supremos, anadeando por el puente mientras se apoyaba de su bastón.

Entre toses y calambres de esfuerzo, la deidad nórdica avanzó por la plataforma y ascendió los compactos escalones de su trono de oro endurecido. Paseó sus dedos por los soportes, transmitiendo su magia rúnica por ellos, hasta que llegó al último escalón, se dio la vuelta y se sentó.

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2
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A Odín le gustaba mucho hacer pausas y silencios, y esta no era la excepción.

Durante casi diez segundos permaneció callado, sin producir siquiera movimiento alguno. Fue con su mirada, con su maldita y penetrante mirada de único ojo, lo que hizo que todos los dioses fungieran su atención en su persona. Los más lejanos, los que parecían estar a salvo de su mirada, fueron al instante acosados por los cacareos de Hugin y Mugin; como si fueran Furias que vinieran a atormentarlos, las hurracas, con sus graznidos, hicieron que absolutamente todas las deidades, de todos los Nueve Reinos... prestarán atención a Odín Borson.

El coro de hadas hizo silencio, y fue de inmediato reemplazado por el rezongar de un violonchelo melancólico. Muchos dioses giraron sus cabezas y descubrieron, subido en una plataforma cuadrangular que levitaba en mitad de la galería, a una deidad de aspecto de mayordomo. Vestido con un esmoquin negro de corbatín rojo, cabello azabache, tatuajes en su mejilla y frente y con un violonchelo a la altura de su hombro, la deidad armonizaba para los dioses una cantata de hipocondría hacia el negro destino que le depara a la humanidad.

Hugin y Mugin aparecieron por arte de magia, cacareando en gesto de regaño hacia los dioses y obligándolos a prestar atención hacia Odín de nuevo. Algunos se inclinaron en su dirección, otros lo miraron fijamente. El silencio más absoluto se hizo en todo el edificio divino, y la música de Mercurio, tan sacramental como vehemente, siguió reverberando a través de las ramas del Yggdrasil.

—Hace ya cien años desde la última vez que nos hemos reunido todos —se expresó Odín, elocuente como un panelista—. Desde que nos reunimos aquí para determinar la contraofensiva contra el dichoso Pandemónium en la Segunda Tribulación. Pero no estamos aquí para discutir sobre guerra entre reinos, dioses... —Odín alzó sus manos— Estamos aquí para discutir acerca de algo nuevo. El destino de la humanidad.

Hubo un breve murmullo entre las deidades más acaloradas acerca del tema. Hugin y Mugin volaron sobre ellos, y ni hubo necesidad de graznar para hacerlos callar.

—Lo sé, lo sé —dijo Odín—. No crean que olvide acerca del Tratado de Maat, que dicta que ninguna deidad debería osar su poder divino para erradicar a la humanidad incluso si esta va a extinguirse. Pero el tratado solo aplicaba a las civilizaciones de sus respectivos panteones... —Odín puso sus dedos sobre su cabeza calva— Ahora se trata de la humanidad entera.

Hubo otro breve y ligero alboroto de murmullos en ciertos sectores de los podios divinos. Esta vez, Odín permitió que hablasen hasta que ellos mismos acallaran.

—Estoy seguro de que ninguno se perdió de las últimas calamidades que acontecieron la destrucción de Midgar. El cómo Mothvers, Thrudgelmir y K'rorness, los Neo-Reyes del Apocalipsis, arrasaron con toda la civilización humana hasta el punto de dejarlos en una guerra por los recursos —a medida que recitaba sus descripciones, Odín, con gráciles movimientos de manos, mostraba pantallas holográficas a través de los pilares de plasmas en donde los dioses, algunos con horror y otros con divertimento, veían ciudades derruidas por la hierba y a seres humanos tiroteándose entre sí con tal de conseguir las provisiones—. Barbaros, sin duda. Están retrocediendo lentamente hacia la Edad de Piedra, algo que hasta yo consideraba imposible viendo el potencial de los humanos.

El violín de Mercurio se acentuó ante la demostración de la intemperie humana. De nuevo, algunos dioses bisbisearon entre sí al ver aquellas imágenes.

—Es por ello que voy a romper una lanza contra el Tratado de Maat, y hacerles la siguiente pregunta:

Las pantallas táctiles que cada una de las deidades tenían frente a sus sillas se encendieron con brillos azules. En ellas, los dioses vieron una leyenda que rezaba "¿Deberíamos ayudar o extinguir a la humanidad?", y debajo de él descubrieron dos opciones: la positiva era simbolizada por un trisquel de cuernos, y la negativa con un Óttastafur.

El sistema de votos se mostró ante todos los dioses en una enorme pantalla que flotó por encima de la cabeza de Odín. En ella se enseñaron dos tipos de votantes: los nueve comisionados más importantes que serían los Nueve Supremos, seguido por el resto del areópago de votantes que serían los restantes dioses menores y semidioses incluso. Hubo un largo instante de silencio incómodo en donde la pantalla no registró ningún voto venir de ninguna deidad.

Hasta que la pantalla indicó un voto de uno de los nueve comisionados.

—¡Ahí tienes mi voluntad, viejo alcahuete!

Los nueve supremos tornaron sus cabezas hasta posarse sobre la Suprema Azteca. Omecíhuatl, portando su vestido rojo y sentándose como una chica rockstar en su trono, se limpiaba la mugre de los dientes con sus largas uñas postizas y sonreía con despecho.

—Llevémoslo a su extinción —exigió Omecíhuatl—. Ellos ya no nos son de ningún uso. ¡En lo absoluto! Además de que aquí en la Civitas Magna mis propios aztecas han armado sus revuelos exigiendo sus derechos inexistentes. ¡Yo misma los extinguiré, si me lo preguntan!

—Estoy de acuerdo con la doña para-nada-encandilada —prosiguió Tianzun, presionando el Óttastafur de la pantalla—. La tierra hoy está más horrible que la que estuvo en extinciones masivas. El pecado del hombre los ha llevado a su consecuencia más terrible, y ahora nos vienen con cara de "yo no fui". Además, esto me permite arreglar algunos asuntos con ciertos Emperadores Chinos de mi reino... —Tianzun entrecerró los ojos y lanzó su mirada escarlata hacia las gradas divinas, emitiendo con ellos sutiles vientos que soplaron en dirección hacia las graderías de los dioses chinos.

—Yo igualmente muestro mi acuerdo —exclamó Atón como recitando un poema. Presionó el Óttastafur de su pantalla y entrelazó sus manos—. La filosofía humana ha decaído y ha degenerado en una abadía a la monstruosidad. Por más que abogasen por la racionalidad, eso no evito bombardeos nucleares y la Tercera Guerra Mundial protagonizada por esos "superhumanos" —Atón entrecerró los ojos— El tal "Maddiux" es el mejor exponente de ello. Llamándolo "Tesoro Nacional" a una aberración antinatural...

—Esos superhumanos son la mayor muestra de a donde iba a parar la humanidad con esta ingeniería genética —corroboró Tepeu, pasándose una mano por su fabulosa melena morada—. Este arte tan destructivo debió quedarse encasquillado con el Pandemónium. Ahora, la madre tierra busca venganza por lo que le hicieron —y finiquitó apretando el Óttastafur.

—Los humanos se han vuelto un peligro evolutivo, incluso para sí mismos —espetó Rómulo, presionando sin ningún titubeo el Óttastafur—. Hay que erradicarlos antes de que decidan volverse contra nosotros.

—No hace falta que diga mucho —dijo Lilith, sonriente y presionando al instante el Óttastafur—. Respondo tanto por Lucífugo como por mí misma.

—Pues yo seré el único en diferir aquí...

Y para sorpresa de muchos dioses menores de las gradas, en la pantalla holográfica de los votos comisionados se registró un voto dedicado a la supervivencia de la humanidad. Los Supremos giraron sus cabezas en dirección al dios votante. Los cuervos Hugin y Mugin se posaron encima del trono dorado de la deidad quien, con las piernas cruzadas, paseó su mano por su sedosa melena blanca hasta alcanzar un mechón tintado de rojo.

—Siempre llevando la contraria al Mandato del Cielo, ¿ah, Izanagi? —le espetó Tianzun con una sonrisa dentada.

—Si fuera a llevarle la contraria, habría armado una rebelión desde hace mucho —argumentó Izanagi, clavando sus ojos rojos sobre Tianzun—. Y no soy un ejército mongol como para caer en tifones japoneses más de tres veces.

—Pero tienes que reconocer tu afecto hacia los humanos, mi pequeño Hiruko —Tianzun sonrió, e Izanagi cerró los ojos para no verse afectado por su comentario.

El silencio divino reinó en la galería de la Conferencia. El compás del violín de Mercurio enfatizó en la intensidad de las miradas que Izanagi y Tianzun intercambiaron en poco menos de tres segundos. Segundos que bastaron para hacer sentir una gran inseguridad en la mayoría de los dioses de las gradas más cercanas a ellos.

—Me hablaste de llevarle la contraria al Mandato —bramó Izanagi, bajando el brazo y alzando los hombros protegidos por hombreras—, cuando tú derrocaste y asesinaste a tu propio hijo con tal de adueñarte del poder del Zhongguo y ser Jade Puro nuevamente.

—Y eso lo llevó como una insignia aquí —Yuanshi se indicó el cuello de su abrigo azul, como señalando un emblema invisible—. Mientras, tú tratas de negar tu verdadero ser una y otra vez. Dios hipócrita.

Izanagi respiró hondo y exhaló. El resto de los supremos observaba con gran interés el entercado.

Aunque la osadía de Izanagi fue admirada por la pequeña pero numerosa minoría de dioses que abalaba por la supervivencia humana, pronto ese rayo de felicidad fue disipado cuando el último de los Supremos votó. El marcador quedó en un 8-1. Izanagi cerró los ojos y, a pesar de que lo intentó, no pudo evitar sentir una presión de decepción en su pecho al ver el resultado.

La última deidad suprema en votar suprimió un quejido de satisfacción al visionar el resultado victorioso y aplastante. Atón, a su lado, entrecerró los ojos y el bindi de su frente resplandeció.

—¿Te parece tan entretenido que lo ves como un juego, Anu? —le reprochó el Supremo Egipcio.

—Mph, es solo que... —dijo la deidad babilónica, de piel trigueña, melena blanca, ojos dorados y tres ojos verticales en su frente— Es increíble la cantidad de problemas que nos habríamos ahorrado si hubiéramos hecho esto desde antes. En vez de predicar moral divina con el Tratado de Maat.

—Eres un tonto si crees que todo se resuelve con destrucción sin meditar —masculló Atón.

—Una declaración muy pacifista y no extraña de ti, Atón —contestó Anu con cierto aire de sarcasmo—. Los Supremos abogamos por lo que queremos.

—¿Crees que tu título de Supremo es lo que te da poder? —Atón cruzó las manos.

—No —Anu ladeó la cabeza—. Son los ejércitos y las habilidades lo que te dan "poder". ¿Sabes quién tenía ambos? Mi hijo, Marduk, y aún así fue vilipendiado en esa extraña campaña suya para derrotar a los Dioses Primordiales —Al darse cuenta de la sonrisa ácida de Atón, Anu ladeó la cabeza con el mismo placer—. Ya, lo sé... Marduk tiene todo el crédito de que Babilonia sea lo que es hoy. Marduk será muchas cosas, pero, ¿una deidad sensata? Para nada. Si su desgraciada esposa no hubiese muerto, seguramente él estaría sentado aquí en vez de yo.

—Cosa que tu aprovechaste para acaparar todo el poder, justo como Yuanshi —Atón enarcó las cejas—. ¿O desapruebas la abdicación forzada?

—Pero yo pienso quedarme en este mundo para seguir gobernando Babilonia,y ahora... —Anu indicó el Óttastafur iluminado de color rojo, mismo que eligió hace unos minutos— podré hacer Babilonia más grande de lo que jamás pudo ser en manos de Marduk.

Odín Borson sonrió plácidamente ante la interacción de todos los Supremos. Al acabar los votos, el sistema mágico de Yggdrasil activó las casillas de los demás dioses menores, con los cuales ahora todos comenzarían a votar por la supervivencia o extinción de la humanidad. Y en aquel torbellino de ringtones y sonidos electrónicos de selección, el Supremo de Supremos apoyó sus manos sobre los brazos de su trono y alzó su cabeza hacia la cegadora claraboya en el techo del edificio subterráneo.

<<Ahora llegará la función>> Pensó, sonriente.

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3
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Las conferencias de los dioses siempre se habían hecho a puertas cerradas, por lo que no era extraño ver el exterior del edificio totalmente vacío.

Ningún alma recorría las solitarias calles pedregosas o las plazas adoquinadas donde se alzaban estatuas de los dioses nórdicos caídos en batalla durante la Segunda Tribulación. En las garitas y los torreones de estilo militar circundando los edificios públicos se encontraban Guardianas Valquirianas que, protegidas por sus armaduras cromadas y con espadas, lanzas y rifles-espada en mano vigilaban las calles y custodiaban todas las entradas hacia el edificio gubernamental. En las avenidas también había Guardianas que, tras murallas de sacos terreros, defendían las entradas más amplias y directas al parlamento divino.

Pero a pesar del gran número de Guardianas en los torreones, de los drones con formas de ninfas ululando por los callejones y de las francotiradoras bien escondidas en los hangares abandonados que vigilaban cada palmo de bulevar, ninguna de ellas pudo percatarse de los camiones militares que rumiaban y conducían a través de atajos y se acercaba peligrosamente al edificio del tribunal divino.

Eran cinco de ellos en total, cada uno condecorado con insignias nórdicas propias de las valquirias bajo el mandato de la Reina. Viajaban en fila una tras la otra, siempre ocultándose bajo los techos y los ángulos de las viviendas para no ser detectados por los drones y los ángeles, quienes hacían brillar lugares del barrio con sus espadas de luces cada vez que veían algo sospechoso. Y gracias a la negrura de los nubarrones y a la lluvia de ceniza, el camuflado que recubría las camionetas blindadas era más eficiente para pasar desapercibido.

El grupo de camionetas giró por una rotonda abandonada (donde incluso había carcasas de vehículos datados de la Segunda Tribulación). Los animales salvajes de aspectos demoniacos bramaron del miedo al ver las luces de los camiones, y salieron corriendo, espantados. Cuando las camionetas se estacionaron cerca de una vereda desnivelada, los motores acallaron y las luces se apagaron, ocultando los vehículos en la oscuridad de aquella penosa barriada.

Dentro de los camiones, las valquirias desenfundaban sus armas de fuego, espadones, sables, katanas y espadas-pistola, transmitiendo en el pequeño interior del bus militar silbidos metálicos y gruñidos de cañones siendo recargados. Las ventanas, que estaban selladas por barrotes, se abrieron bruscamente, revelándoles las ignominiosas sombras de los edificios y, a lo lejos, las fachadas laterales e iluminadas del anfiteatro que era el Pozo de Urd.

En uno de esos camiones, su chófer se removió del sillón y se reincorporó. Su melena escarlata se agitó oblicuamente y cayó hasta alcanzar sus piernas, apretadas en pantalones de cuero negro. Su gabardina oscura le llegaba hasta las pantorrillas, y su camisa gris abotonada le apretaba los abdominales marcados y los acentuados pechos.

De inmediato las tres valquirias que estaban sentadas en la primera fila se pusieron de pie. La valquiria de pelo rojo las miró a cada una.

—Yo entraré primero —dijo, y dirigió su mirada hacia la valquiria de pelo anaranjado y vestido blanco con encajes y corbatín azul—. Randgriz, tú neutraliza a las Guardianas del patio del congreso —bajó la mirada hacia la valquiria de ushanka, capa y jubón abotonado, todoa se color blanco—. Reginleif, tú encárgate de las francotiradoras rusas —giró la mirada hacia la valquiria de cabello morado, corsé púrpura y ojos anaranjados que destilaban cólera mesurada—. Hrist... tú vienes conmigo. ¿Entendieron¿

—¡Sí, hermana mayor! —exclamaron Hrist, Reginleif y Randgriz al mismo tiempo.

—Bien... —la valquiria de gabardina negra se llevó un cigarro a la boca. Lo agarró con los dientes y, de un soplido de fuego, lo encendió. Hrist, Reginleif y Randgriz se hicieron a un lado para dejarla pasar, y la valquiria de pelo rojo se posó como una generala ante el resto de sus soldados. Todas las mujeres prestaron atención—. ¡Señoritas...! —y la valquiria extendió su brazo hacia abajo de un tirón, y un denso y gelatinoso éter recorrió su brazo hasta llegar a su mano. Allí, aquella energía oscura se arremolinó, se alargó y se afiló hasta formar una espada de carne con un ojo cerca del pomo y púas sobresalientes— ¡ES EN NOMBRE DE LA REINA!

Hrist alzó un brazo donde empuñaba una nodachi al tiempo que Kára decía en voz baja:

Las puertas de todos los autobuses se abrieron al unísono. De ellas bajaron las Valquirias Reales de Vingólf, sus veloces pasos sincronizados al descender y caminar por la acera. Más de ochenta de estas valquirias formaron filas napoleónicas frente a la hermana mayor Kára. La valquiria salvaje, junto con Hrist, Reginleif y Rangdriz a cada lado, alzó su espada de carne y el resto de sus soldados la imitaron izando sus armas.

Se dividieron en tres pelotones; el primero, al mando de Randgriz y esta con lanza romana en mano, vadeó las murallas de terrero de las avenidas y se escabulleron por dentro de los edificios para no ser detectadas por los ángeles y los drones; la segunda, al mando de Reginleif, rodeó el edificio del congreso metiéndose por los callejones hasta infiltrarse en los balcones y los peristilos superiores; la tercera y última, liderada por Kára y Hrist, se encaminó hacia la entrada colateral de la plaza.

Los drones fueron silenciosamente neutralizados por los disparos de jabalina de la ágil Randgriz. Los ángeles fueron tirados al piso al ser amarrados de los tobillos por las sogas de luz de las valquirias; ellos fueron noqueados nada más caer al suelo. Las francotiradoras rusas consiguieron divisar las breves sombras de mujeres pasando a través de los callejones, pero antes de que alguna pudiera bajar el brazo para agarrar sus radios de comunicación, fueron noqueadas por los fugaces puñetazos de las nudilleras de Reginleif.

Las Guardianas Valquirias que custodiaban la entrada lateral al edificio del congreso vieron, a la distancia, las cabezas de un pelotón de mujeres encaminarse hasta ellas. Confusas al principio, otearon el horizonte para ver mejor, y nada más vieron el espadón de carne de la Valquiria Real Kára, se envalentonaron en volver a la garita para advertir de la presencia enemiga.

Pero justo cuando se dieron la vuelta fueron empujadas brutalmente por los brazos de Hrist. Las Guardianas cayeron con estrepito, y sus cuellos fueron agarrados por las fuertes y venosas manos de la Valquiria Real.

—S-señorita... Hrist... —farfullaron las Guardianas.

—Ustedes tranquilas —espetó Hrist, sus ojos anaranjados brillantes. Apretó con más fuerza sus manos, robándole las consciencias a las dos valquirias—. Grandes cosas se vienen para todas nosotras.

Para cuando Kára y su pelotón arraigaron a la entrada, las dos Guardianas ya habían perdido la consciencia y Hrist, de una potentísima patada con tacón incluido, derribo las verjas que la separaban a ellas del gran hito que iban a hacer. Kára,

Hrist y las Valquirias Reales se adentraron por los callejones del edificio del congreso de dioses. Las Guardianas Valquirias aparecieron corriendo por los senderos y saliendo de las garitas tras oír la caída de la verja. Al ver al pelotón de Valquirias Reales, quedaron petrificadas de la sorpresa y la incertidumbre. Tanto así que, cuando llegaron ante ellas, las Valquirias Reales las apartaron con empujones hasta chocarlas con las paredes mientras gritaban "¡estense quietas!".

—¡Apártate, niña! —gruñó Hrist a una Guardiana que se abalanzó a ellas. La agarró por la cara con una mano y la arrojó al suelo. Una Valquiria Real la apuntó con su espada-pistola. Kára pasó ante ella con indiferencia.

—¿Qué sucede aquí? —exclamó la jefa de las Guardianas, descendiendo de los cielos aleteando sus alas doradas e interponiéndose frente a las invasoras... solo para ser apuntada por el espadón de carne de Kára.

—Por orden de Su Majestad Brunhilde Freyadóttir —dijo Kára mientras liaba su cigarrillo— y del Presidente Sindical William Germain, vamos a ocupar las cortes. Usted tranquila.

—¡Esta usted cometiendo un craso error! —vociferó la jefa, pero Kára se encogió de hombros.

Kára le hizo un además a Hrist y esta actuó empujando a la jefa Guardiana contra la pared.

—¡Por su bien, mujer! —espetó Hrist para al instante unirse a la marcha valquiriana.

—La Reina y los Einhenjers ya vienen en camino —anunció Kára a las Guardianas que ya han sido neutralizadas contra la pared o el suelo.

—¡Por la Reina! —exclamó una Valquiria al tiempo que, de un golpe del mango de su espada, tiraba al suelo a una Guardiana que se abalanzó hacia ellas para pararlas.

—¡Por la humanidad, CARAJO! —chilló Hrisr y, de una patada cual máquina de asedio, derribó ferozmente las compuertas que daban al interior del edificio. Kára les hizo un además a sus soldados, y todas en conjunto empezaron a entrar al edificio siguiendo las largas zancadas de su lideresa.

Una Guardiana Valquiria se escabulló por las aceras más recónditas hasta alcanzar una de las garitas. Ascendió las escaleras con apuro y, al alcanzar el puesto de comando, agarró una radio y acercó los labios hacia este.

—¡Gadea al habla, Gadea al habla! —farfulló la Guardiana— Un grupo de Valquirias de Vingólf armados están asaltando el...

—Guárdese eso, hermana.

La Guardiana se vio cara a cara con la punta de la lanza romana, empuñada por una Randgriz de rostro ensombrecido. Gadea soltó la radio y se reincorporó lentamente.

—¿Usted de qué parte está? —le reprochó Randgriz.

—Más bien de qué parte estás tú, Randgriz —dijo Gadea, viendo con el ceño fruncido como hasta la última de las Valquirias Reales se adentran en el edificio gubernamental—. ¿De qué se trata todo esto?

—Esto es la revolución de los cielos —respondió Randgriz—. El comienzo de la emancipación de la humanidad de sus creadores. Nosotras incluidas.

—Tienes todas las de perder, hermana Randgriz —Gadea tragó saliva y ladeó la cabeza—. No pueden ganarles a los dioses, ni siquiera si nos unimos todas.

Randgriz entrecerró los ojos. Sus brazos se transformaron en dos borrones blancos, y el mango de su lanza golpeó y tiró al suelo a Gadea, noqueándola al instante.

—Pues entierra la cabeza en el fango y espera la extinción —dijo Randgriz, e hizo desaparecer su lanza en escarcha color cobre.

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4
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La enmudecida Reina Valquiria caminaba por el atrio del gigantesco patio que servía como antesala al Pozo de Urd.

Mientras que ella caminaba solitaria y sin ningún tipo de guardias para protegerla, ella podía imaginarse a sus Valquirias Reales asaltando el palacio. Mientras que la galería de pilares ennegrecidos por la oscuridad no reverberaba más sonido que el de sus tacones, ella podía oír los congojados gritos de histeria y los disparos de la invasión palatina. Mientras que la estancia no producía más sensación que un vacío en el corazón de los hombres, en el de esta semidiosa, en el de esta Reina Valquiria... lo que había era una gran intrepidez y resolución por cumplir con el legado de su linaje.

Brunhilde Freyadóttir caminó por el pasillo que daba el acceso más directo hacia la sala de la Conferencia de Urd. Justo en ese instante la pared se convierte en ventanal con pilares embebidos a sus zócalos, y la Reina fue bañada con el elixir maldito de las luces bermejas que producían los rayos del Estigma de Lucífugo. Brunhilde se detuvo unos instantes y giró la cabeza, apreciando el eclipse eterno de aquel sol matutino mientras que, por las paredes y los techos, escuchaba con más intensidad el ajetreo del asalto.

La Reina Valquiria se llevó una mano al bolsillo de su vestido, arrugando en el proceso los encajes azules. Sacó de allí un amuleto dorado con forma de espejo personal y con el emblema de las Valquirias: un bastón con alas en su extremo superior. Abrió el amuleto, y vio dos cosas: la primera, una atesorada foto instantánea de su madre, y la segunda el pedazo de oricalco de lo que antes fue el broche de su madre que inspiró el suyo propio.

<<Madre...>>Pensó Brunhilde con melancolía. Al oír el rugido de una explosión, se sacó a símisma de sus pensamientos. Guardó el amuleto en su bolsillo y reavivó la marcha.

Brunhilde Freyadóttir caminó hasta plantar con fuerza magnética sus pies frente al umbral que la llevaría a la sala de los dioses. Un paso; solo estaba a un paso de cambiar la historia de los Nueve Reinos. Los murmullos de conmoción de las deidades se podían escuchar desde acá, y eso no hacía más que envalentonar su espíritu monárquico. La luz cegadora del umbral lo hacía ver como si fuera un portal al que Brunhilde, de pie y posicionada de lado, encaraba con inquebrantable coraje.

Los vientos que se produjeron al otro lado del umbral atravesaron el portal, provocando que las densas faldas del vestido de Brunhilde se zarandearan hacia atrás. La reina ni se inmutó; dejó que el viento hiciera lo suyo para darle el empujón que necesitaba para dar el paso definitivo.

Y con el corazón henchido de guerra, con los ojos entrecerrados, con los dedos de sus manos temblorosos a punto de cerrarse en puños, Brunhilde Freyadóttir dio el paso que emitió el taconazo que se escuchó en todo el universo.

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5
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Kára, Hrist, Rangdriz, Reginleif y los pelotones de Valquirias anadearon por los rimbombantes y dorados pasillos y zaguanes del palacio prorrumpiendo sus conquistadoras pisadas a los oídos de todas las Guardianas Valquirias y de los dioses menores que se encontraban por su camino. A través de los techos abovedados, las Valquirias Realistas podían escuchar las vibrantes voces de los dioses quienes, ignorantes de lo que los asechaban, seguían discutiendo silogismos sobre el destino de la humanidad.

Los grupos de Valquirias Realistas noqueaban, desarmaban y ponían contra la pared a las Guardianas, dejando paso libre a las cuatro Valquirias Reales. Los funcionarios humanos y no-humanos intentaban escabullirse, pero eran atrapados por las lanzas de Rangdriz y los campos de fuerza níveos de Reginleif. Kára, con su espadón de carne en mano, escudriñaba cada palmo de las salas de estar por las que pasaba.

—¡¿Qué sucede aquí?! —exclamó un elfo de luz vestido con esmoquin blanco y cabello peinado hacia atrás— ¡¿Qué quiere?!

—¡Al suelo! —le exigió Kára, apuntándolo con su espadón. El elfo alzó sus manos y dio un paso atrás.

—Soy el Comisario Jefe de Alfheim, señorita —dijo el elfo en un intento por ganar autoría.

—Un gusto, comisario, soy la señorita "me-importa-un-culo" —Kára agitó su espadón hacia abajo— ¡LE DIGO QUE AL SUELO!

Hrist se puso detrás del elfo de luz y, colocando su mano sobre su hombro y de un empujón hacia abajo, lo tiró al piso. El elfo besó el suelo con la mejilla, y una Valquiria Realista le apuntó con su espada.

Randgriz y su pelotón de Valquirias tiraron una puerta donde se escondían un grupo de dioses coreanos menores, quienes andaban jugando a un juego de mesa. Se pusieron de pie y trataron de activar sus poderes divinos, pero Randgriz fue más veloz; enzarzó su jabalina en el piso y, al apretar su puño, esta estalló en un millar de cuerdas de luz que amarraron a las deidades coreanas, haciendo que caigan al suelo.

—¡Desármenlos! —exclamó Randgriz, y sus soldados empezaron a hurgar en las togas de las deidades, sacando todos sus brebajes, bastones y amuletos mágicos.

Kára, Hrist y Reginleif atravesaron el umbral que las llevó a un vestíbulo mucho más abierto con un techo a casi veinte metros de alto. Las Valquirias Realistas se desperdigaron con excelente precisión por toda la galería, escabulléndose por detrás de los pasadizos y las puertas, confundiendo a los funcionarios, comisarios y deidades menores que estaban allí reunidas.

Las deidades menores, aparentemente acuáticas por sus uniformes de color azul y las agallas en sus cuellos, se pusieron de pie e invocaron con remolinos de agua sus lanzas. Sin embargo, justo cuando intentaron arremeter contra las Valquirias, una pequeña pero rapaz sombra se les apareció frente a ellos. Los dioses acuáticos no pudieron reaccionar a tiempo, y recibieron de lleno los puñetazos de la pequeña y peligrosa Reginleif; uno cayó encima de un tocador y lo derribó en pedazos; el otro impactó contra un pilar y el último pudo aguantar bien su ataque. Con un grito belicoso se abalanzó contra Reginleif. La Valquiria Real lo esperó de pie e inmóvil, y cuando la deidad la atacó con una estocada de su lanza, ella saltó encima de esta y fulminó a la deidad con un brutal puñetazo que hizo que sus nudilleras le rompieran la mejilla y la nariz.

La deidad cayó inerte al piso, y Reginleif aterrizó los pies sobre su vientre. La Valquiria arrugó la nariz.

—Igualitos a Tritón —gruñó, y de un salto se bajó de él—. No usan agua.

—Reginleif —exclamó Kára tras ella. Reginleif la observó. La Valquiria salvaje le hizo un ademán con la cabeza, indicando el segundo piso de aquel vestíbulo—. Al pasillo.

Un selecto grupo de Valquirias Realistas se agolpó alrededor de la Valquiria Real. Reginleif las miró a todas, y después se acuclilló. Alrededor de sus pies se generaron campos de fuerza que crearon vientos blancos.

—¡Hermanas, conmigo, a la carrera! —ordenó, para después de un acrobático salto ascender hasta el segundo piso del zaguán, esquivando en el proceso la lámpara colgante, los pilares y el parapeto. Las Valquirias Realistas también se acuclillaron e imitaron su impresionante salto.

Kára, Hrist y el último escuadrón de Realistas caminaron la última antesala que las llevaría al Pozo de Urd. Allí, las últimas deidades menores que ya estaban alertados por los altercados y los alborotos lejanos se pusieron de pie e intentaron encarar a las Valquirias. No obstante, la abrumadora presión que emitieron tanto Kára como Hrist, así como el ver como una de ellas neutralizó con gran facilidad a tres deidades menores, dio lugar a que las más de diez deidades menores allí conglomeradas no tuviera el valor de protestar contra ellas.

La espada de carne de Kára se deformó, creando un apéndice que sirvió como extensión de la empuñadura de su usuaria. La valquiria agitó su espadón como si se tratara de una cadena, y el filo del arma describió parábolas más veloces que una bala, impactando y abriendo el mármol del suelo, generando explosiones de escombros que hicieron que las deidades menores empezaran a rendirse.

—¡AL SUELO! —chilló Kára, las Valquirias Realistas separándose del grupo para poner sus pies sobre las deidades y así mantenerlos a raya. Kára movió su brazo velozmente, chocando su espadón de carne contra mármol— ¡AL SUELO!

Una deidad con apariencia de sátiro se envalentonó demasiad. Se abalanzó contra las Valquirias esgrimiendo sus hachas celtiberas contra Kára. La valquiria salvaje ni se perturbó contra el ataque; el filo de las hachas nunca llegó, pues el dios menor celta fue golpeado en su quijada por el golpe de la empuñadora de la nodachi de Hrist.

—¡Malditas! —gruñó el dios— ¡¿Quiénes son sus mandos?!

—¡Póngase en el suelo, ejecutado! —le ordenó Hrist, apuntándolo con su sable.

—¡Le ordeno que se calle, Valquiria Real! —la deidad celta agitó la cabeza y escupió sangre al suelo— ¡Entréguenme sus armas o serán castigadas por los dioses!

Hrist se arrojó bestialmente contra la deidad celta. Esta última alzó sus brazos y atacó con una amplia arremetida contra la Valquiria. Hrist, mientras sonreía con descaro, esquivó con facilidad los hachazos de su contrincante y devolvió el ataque propinándole un codazo en su rostro, seguido de una patada en sus manos con el cual le quitó sus hachas y, por último, y fulminante choque del pomo de su nodachi en su cuello. La deidad perdió al instante el aire, y cayó aturdido y asfixiado al suelo.

—Quienes no siguen las ordenes acaban temblando con mi furia —espetó Hrist entre dientes, agitando con la maestría de un samurái su nodachi.

Luego de derogar a las deidades desarmándolas y amarrarlas con sus lasos de luz incandescente, las Valquirias Realistas siguieron a Hrist y Kára hasta las compuertas dobles que las separaban del Pozo de Urd. Pegaron sus hombros a las puertas y, con tanta cercanía, ellas comenzaron a escuchar los barbulles de los dioses allá adentro. Kára sacó de su bolsillo una radio de telecomunicación y esta gruñó al ser presionado su botón.

—Kára y Hrist al habla —indicó—. ¿Randgriz y Reginleif están posicionadas?

—Posicionada en los balcones superiores —respondió la voz de Reginleif.

—Posicionada en las gradas centrales —contestó la voz de Randgriz.

—Bien... —Kára y Hrist intercambiaron miradas y asintieron con la cabeza al mismo tiempo— Damos paso a la irrupción de la Reina al parlamento.

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5
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Por primera vez en cien años, las deidades del congreso se sentían abolidas por la incertidumbre de no saber lo que estaba pasando.

No paraban de oír los alaridos de mujeres, las explosiones de concreto siendo destruidos, las pisadas de invasores y los gruñidos de peleas. Los dioses intercambiaban miradas, murmuraban preguntas retóricas y alimentaban más el ambiente in crescendo que construía algo apoteósico. Todo esto era combinado en una panacea de confusión que, desde los tiempos de la guerra contra Lucífugo, los dioses no sentían con tanta vivencia. De nuevo, sus rectitudes como dioses eran traicionados por sus instintos. ¿Así es como se sentían los humanos de un congreso político cuando sus espacios eran asaltados y violentados?

Los Dioses Supremos también parecían estar igual de confusos que sus subordinados. No obstante, sus apariencias delataban el acto; Omecíhuatl fruncía el ceño y sonreía, Tianzun jugueteaba con su bastón y miraba al suelo indiferente, Tepeu tenía los ojos cerrados y hacía la vista gorda, Atón observaba las aguas algo turbulentas del pozo y Lilith, con las piernas cruzadas bajo su acicalado vestido negro, lucía esperar lo que tuviera que llegar. Los únicos que se mostraban genuinamente confusos eran Izanagi y el Supremo de los Incas, Viracocha.

A estos dos últimos Odín Borson no los pasó desapercibido. Dibujó una pequeña sonrisa en su rostro, y no pudo evitar sentir gracia en ver como dos Supremos, ignorantes del asalto que él ya había preconcebido minutos antes de que sucediera, eran acosados por la confusión de no saber lo que estaba pasando. Le hacía tanta gracia el desconcierto y el atraso del conocimiento previo en aquellos que no lo habían adquirido que Odín, internamente, se reía de la desgracia de ellos.

<<Y ahora... a ver sus reacciones>> Pensó Odín, desviando la mirada hacia la izquierda. El Supremo de Supremos es el primero en oír el resonante taconazo viniendo del puente dorado que tenía a su lado. Una pisada tan efusiva que, de forma sublime, silenció todos los siseos divinos.

Todos los dioses se voltearon para divisar el umbral donde se originó el taconazo. Los dioses no pudieron haber quedado más asombrados de descubrir allí de pie, gloriosa y militante, la silueta de la Reina Valquiria. La confusión se transformó en conmoción, y una lluvia de preguntas revolotearon por toda la estancia:

—¿Una valquiria?

—¡Es la reina valquiria! ¿Qué hace aquí?

—¿Es ella la que está causando esos ruidos?

—¡Que se explique! ¡¿Qué estás tramando, Reina Valquiria?!

Las luces que condecoraban el umbral se esfumaron, y la loada apariencia de Brunhilde Freyadóttir se reveló ante todos los dioses.

Brunhilde comenzó a caminar por el puente. Taciturna, su silencio no hacía más que hacer que los dioses se alterasen y empezaran a abuchearla, a exigirle que se vaya del congreso (algunos incluso se atrevieron a lanzarle ataques, pero sus compañeros los detuvieron con tal de no reprender el sagrado pozo). Pero la Reina, haciendo oídos sordos a todas las reniegas, siguió caminando con gran parsimonia por el puente de cristal blanco, el sonido ensordecedor de sus tacones repiqueteando en los oídos de los dioses.

Para sorpresa de todos, Brunhilde puso pie sobre la plataforma del trono de los Supremos. Las blasfemias volaron con mucha más agresividad; los insultos hacia la persona de Brunhilde se acentuaron mientras que la Reina, ante la atenta, desconfiada y odiable mirada de Omecíhuatl, Tepeu, Atón, Anu, Viracocha, Lilith, Izanagi y Tianzun, caminaba alrededor de la superficie con forma de triqueta. Odín Borson, con el rostro ensombrecido, estiró sus brazos e hizo que Hugin y Mugin fueron absorbidos por las runas de sus muñecas. Al bajarlos de nuevo, Brunhilde Freyadóttir ya había rodeado su trono dorado y se puso detrás de él con la osadía de mil valientes héroes griegos.

—Haz lo que viniste a hacer, Brunhilde —murmuró Odín con un carraspeo—. Sé que quieres hacerlo.

La Reina Valquiria apretó la mandíbula y bufó, exasperada por sus ambiguas palabras. Cerró los ojos, alzó uno de sus brazos y produjo un relampagueante chasquido de dedos que se pudo oír en toda la estancia.

De repente, como si hubiesen aparecido por teletransportación, las Valquirias Reales y Realistas irrumpieron en la estancia desde ángulos distintos: las deidades de los podios superiores fueron sorprendidos por las Valquirias dirigidas por Reginleif, está última agarrando la cabeza de una deidad china y estampándola contra el parapeto; los dioses de las gradas centrales se vieron rodeados por las espadas-pistolas, las lanzas y los lasos dorados de las Realistas dirigidas por Randgriz, esta última rodeando el cuello de una deidad azteca para demostrar su supremacía; por último, Kára y Hrist entraron al trote por uno de los puentes dorados, y sus militantes al instante dieron un salto, aterrizaron sobre las gradas restantes y apuntaron sus armas de fuego contra las sorprendidas deidades.

Kára y Hrist se unieron al asalto. La primera dio un versátil salto y aterrizó encima de un balcón de deidades grecorromanas, asustándolas a todas con su espada de carne exceptuando a una diosa de cabello castaño que se mantuvo impasible a su ataque. La segunda dio giros acrobáticos en el aire y cayó sobre el parapeto de otro balcón, asustando a todas las deidades celtas que tenía más cerca.

Brunhilde Freyadóttir infló sus pulmones hasta llenarlos de aire. Extendió sus brazos hacia arriba y después hacia los lados, tronando con gran satisfacción sus huesos. Los bajó hasta su cintura y, entonces, de un grito desafiante que le heló la sangre a todas y cada una de las deidades allí presente, exclamó:

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https://youtu.be/boJTHa_8ApM

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