Tlatzompan Tlatocayotl
EN EL FIN DE UN REINO DIVINO
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https://youtu.be/Te5_nBsAqok
ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯
|◁ II ▷|
Coliseo Idávollir.
Los aires de desesperanza atestaban todos los niveles de graderías del coliseo. Los tempestuosos vientos que provenían de las fisuras dimensionales se fueron calmando a medida que estos filamentos fueron sellándose. Las luces fluorescentes de los portales se desvanecieron junto con los colores apagados del apocalipsis de aquella tierra alternativa, y el intenso brillo que hasta ese momento había gobernado el anfiteatro se redujo a la mitad, quedando únicamente el brillo del Árbol Áureo.
Los dioses se iban retirando lentamente de sus puestos y se desvanecían al entrar por los umbrales que daban a los hipogeos. Los humanos, por otro lado, se resistieron a irse. Varios grupos ya se habían levantado de sus puestos, pero otros, en especial los mesoamericanos, se quedaron sentados, extendiendo su luto por la muerte del guerrero mesoamericano más grandioso que haya existido nunca.
Los Dioses Supremos ya se habían retirado de sus podios divinos. Las fisuras se desvanecieron, dejando únicamente una arena circular y vacía en el centro del coliseo. La soledad ya se podía palpar en el ambiente; los únicos que quedaban rezagados en las gradas eran más de quinientos mesoamericanos. Todos ellos, al unísono, se reincorporaron de sus puestos y, con lágrimas dibujando líneas por sus mejillas, se postraron en el suelo y reverenciaron profundamente hacia el norte del coliseo.
—Ante ti, no somos más que unos meros mortales —aclamaron los mexicas al unísono, entre gimoteos desconsoladores. La escarcha dorada y las nubes que se elevaban por encima del techo del coliseo y que se dirigían hacia el Árbol Áureo formaron, muy brevemente, la figura de cuerpo completo de Uitstli caminando hacia el cielo.
En el palco de la Reina Valquiria, Geir Freyadóttir sollozaba descontroladamente. Trataba de limpiarse las lágrimas pasándose un brazo por los ojos, pero más lágrimas y más sollozos surgían de lo más fondo de su corazón roto.
—Hermana Randgriz... —masculló. Palmeó el alféizar y rasgó sus uñas sobre su superficie. A su mente llegaron los últimos momentos felices que tuvo con ella: la última conversación antes de que se fuera a las Regiones Autónomas, su regreso junto con los Manahui... La imagen de su calidad sonrisa se iba desvaneciendo inevitablemente de su cabeza— Hermana... Randgriz...
Brunhilde permaneció imposible e indiferente, los brazos cruzados. Respiró hondo, suspiró, y se volvió sobre sus pasos para marcharse de la estancia. Geir se limpió de nuevo las lágrimas y fue en pos de ella, el rostro con una mueca de recelo.
—¿E-en serio, Hilde-Onee-Sama? —farfulló, caminando hasta ponerse a su lado— ¿Ni una sola lágrima?
Brunhilde no respondió, ni la miró. Siguió su recorrido como si nada. Geir no pudo evitar rechinar los dientes y dejar que la rabia la consumiera. Agarró a su hermana por la muñeca y la obligó a detenerse en mitad del pasillo. El semblante de Brunhilde se ensombreció.
—Yo entiendo que ya no hay rencarnación después de morir por segunda vez —admitió la Princesa Valquiria—. Comprendo que hay que, como valquirias, esto es el pan nuestro de cada día. Pero, ¡no voy a permitir que la indiferencia hacia la muerte luego de la Segunda Tribulación nuble mis sentimientos, como veo que tú lo estás haciendo!
De repente, el otro brazo de Brunhilde se volvió un borrón que pasó volando al lado de la cabeza de Geir. Un segundo después se escuchó un terrible estruendo de piedra azotar la pared detrás de ella. La Princesa Valquiria ensanchó los ojos, miró ligeramente a la izquierda, y dio un gemido ahogado al ver toda la ensanchada pared del pasillo abrirse en multitud de grietas. El puño de Brunhilde se revolvió dentro del agujero donde quedó enterrado.
—Geir... —masculló la Reina Valquiria, el rostro aun ensombrecido. Apretó los dedos dentro de la hendidura, aplastando varios escombros como si fueran papel— Nunca vuelvas... a sugerir que yo no siento... ni sentiré nada... por la muerte de nuestras hermanas y nuestros Legendarium.
—Entonces, ¡¿por qué no has soltado ni una sola lágrima?! —balbuceó Geir.
Las sombras que cubrían el semblante de Brunhilde se desvanecieron, revelando su arrugada mueca iracunda e indignada, los ojos verdes restallando de la violencia interina.
—¡¿CREES QUE ME PUEDO DAR EL LUJO DE MOSTRAR DEBILIDAD ANTE LOS DIOSES SUPREMOS?! ¡¿AH?!
Un rayo de entendimiento azotó la mente de Geir, dejándola boquiabierta y con los hombros encogidos. Brunhilde apretó los labios, removió su puño de dentro de la pared y prosiguió su recorrido. Geir la siguió en pos suyo.
—Como la Reina Valquiria —exclamó, haciendo eco en todo el pasillo—, el destino de la humanidad reposa sobre nuestros hombros.
—¡¿Y-y que hay de los Manahui Tepiliztli, entonces?! ¡¿No deberíamos de ir a darles nuestras condolencias?!
—Si quieres puedes ir tú por tu cuenta. Yo necesito un momento conmigo misma.
<<Por qué no me sorprende...>> Pensó Geir, mordiéndose el labio inferior y conteniéndose en no responder con un grito grosero.
—¿Y que hay de Sirius Onii-San? ¿No deberíamos de ayudarlo a él y a los Pretorianos?
De nuevo, se hizo el silencio. Brunhilde cerró los ojos y ladeó la cabeza.
—Dejemos que ellos resuelvan eso por su cuenta.
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ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯
|◁ II ▷|
A las afueras del Coliseo Idávollir.
Tras varios minutos de silenciosos sollozos de consuelo mutuo, los quinientos mesoamericanos que se quedaron rezagados dentro del anfiteatro finalmente decidieron marcharse. Junto con ellos iban lo que quedaban del grupo de los Manahui Tepiliztli: Zaniyah, Zinac, Tepatiliztli, Xolopitli y Quetzalcóatl.
El grupo descendió por la enorme escalinata a la par que lo hacía un séquito de mexicas que daban constantemente sus condolencias. Quetzalcóatl se quedó genuinamente impresionado al ver como los aztecas se dirigían a su persona de la misma forma que lo hacían con el resto del grupo; ofreciendo sus manos, dándoles palmadas en la espalda, y refiriéndose a él por su nombre antes que por "Señor" o "Amo". El corazón del Dios Emplumado dio un tubo de felicidad al darse cuenta que, por fin, los aztecas se dirigían a él no como a una deidad, sino como a un igual entre los mortales.
Los Manahui Tepiliztli se quedaron rezagados una vez culminaron la bajada por la escalinata. Los mexicas se despidieron de ellos con ademanes de brazos, yéndose a paso lento por los caminos adoquinados y colmados de hojas de arce anaranjadas que caían constantemente de los árboles. El grupo miró su derredor, observando al resto de los mesoamericanos irse por los demás senderos emplazados, y más allá de aquellos caminos, en la autopista principal, se lograba divisar a los dioses y hasta algunos Supremos como a Rómulo o Lilith subirse en sus carromatos y largarse del lugar.
El lugar lentamente se estaba vaciando de gente. Poco a poco, los únicos que quedaban eran ellos, los árboles susurrantes y los constantes rayos dorados que caían de las colosales ramas de Yggdrasil. El ambiente calmado dominó todo el lugar, pero aún así no fue capaz de sosegar los corazones perturbados de los Manahui.
—Y ahora, ¿qué? —musitó Zinac, encogiéndose de hombros. Nadie respondió.
—Todavía tenemos asuntos que resolver —afirmó Quetzalcóatl, asintiendo con la cabeza, su rostro volviéndose severo y determinado. Dio un paso al frente y se volvió hacia el grupo—. Uitstli nos lo acaba de decir antes de irse a ese árbol dorado —alzó un brazo, revelando en su palma el talismán Panquetzaliztli—. Hay que culminar con lo que él empezó.
—Sí, pero, ¿cómo? —dijo Xolopitli de forma atropellada, pasándose un brazo por su nariz negra— ¿Vamos a Aztlán a simplemente matar a Omecíhuatl y a todo el que se nos cruce?
—Esa es la idea —contestó Quetzalcóatl.
—¿Y cómo se supone qué lo haremos? —prosiguió el nahual mapache. Lanzó una rápida mirada al grupo— ¡Míranos! Perdimos a cuatro de nuestros miembros, estamos más débiles que nunca, y no tenemos forma de ir a Aztlán. La única forma es buscando ayuda de Cornelio y Eurineftos —miró su derredor y frunció el ceño—, pero no los veo por ningún lado.
—Eso es porque... se han ido hacia Aztlán.
La gruesa y rasposa voz los tomó por sorpresa. Una alta pero también endeble sombra humana se resaltó sobre el grupo, haciéndose más alta a medida que se aproximaba hacia ellos a paso lento. Los Manahui se volvieron hacia el origen de la sombra, quedando perplejos al ver a un cojeante Huitzilopochtli anadear hacia ellos, una mano sobre el adolorido pecho donde se hallaban múltiples marcas rojas rodear la parte donde se hallaba su corazón. La sangre le manaba por todo el cuerpo, dejando un rastro por los adoquines. Tenía los puños apretados.
Huitzilopochtli no pudo terminar la oración; se tropezó y peligro en caerse de bruces. Quetzalcóatl fue rápidamente en su auxilio. Instintivamente, Zinac hizo lo mismo. Ambos tomaron a Huitzilopochtli por los brazos y lo ayudaron a reincorporarse y a mantenerse de pie. Zaniyah dio un paso hacia atrás, el semblante tornándose asqueado por estar viendo al asesino de su padre... o eso es lo que ella seguía creyendo en su confabulación.
—¿Estás diciendo que Omecíhuatl te ha dejado aquí, en Asgard? —inquirió Quetzalcóatl, los ojos ensanchados.
—Esa... desgraciada... —gruñó Huitzilopochtli entre jadeos. Escupió sangre al suelo— Abrió un portal... y me dejó desamparado... —hizo una breve pausa para coger aire y soltar un suspiro. Las palpitaciones de su corazón maltrecho eran tan fuertes que Quetzal y Zinac podían escucharlas. Miró de soslayo a Quetzal—. Hermano... se fue hacia Aztlán... Y allá... debe tener a mi hermana...
—Y hacia allá iremos, hermano —dijo Quetzalcóatl. Reafirmó el brazo del Dios de la Guerra sobre sus hombros y asintió con la cabeza—. Allá iremos... a terminar con el reinado de Omecíhuatl.
—Pero, ¿cómo pretenden que viajemos hasta allá? —preguntó Tepatiliztli, agitando los brazos en confusión—. ¡Aztlán debe estar cientos de miles de kilómetros de aquí!
<<¿Y cómo pretendes que confiemos en ti?>> Pensó Zaniyah, la mano acercándose al mango de su espada doble dorada.
—Tú... —Huitzilopochtli chirrió los dientes y tosió un par de veces. Alzó la cabeza y la miró a los ojos. Tepatiliztli sintió un escalofrío— Eres... la hermana de Uitstli, ¿cierto?
La médica azteca se quedó muda por unos instantes. No se sentía del todo acomodada alrededor de la presencia de aquel dios azteca. Mucho menos Xolopitli, quien acercaba constantemente su mano al pomo de su espada-rifle.
—Lo soy —dijo Tepatiliztli en un bufido.
—Ah... —Huitzilopochtli levantó la cabeza y miró al cielo, hacia el grueso tronco del Árbol Áureo. Sus labios retemblaron, y Tepatiliztli, Zaniyah y Xolopitli quedaron mudos al ver como sus ojos lagrimeaban— Le prometí a Uitstli... que los ayudaría... a vengar su muerte. Y eso haré, por más malherido que esté...
—¿Estás seguro, hombre? —preguntó Zinac, mirando el palpitante pecho de Huitzilopochtli— Porque esa Omecíhuatl de verdad te ha hecho un gran daño.
—¿Comparado con lo que le hizo Cipactli en su día? —Quetzal sonrió con orgullo hermanado— Él puede aguantar esto hasta el final.
—T-tú... ¿De verdad...? —farfulló Xoloptili, los ojos brillando de la perplejidad. Caminó hasta ponerse frente a frente con el Dios de la Guerra— ¿De verdad nos piensas ayudar?
Huitzilopochtli guardó silencio y se quedó viendo al nahual mapache por un largo instante. Suspiró.
—No descansaré... hasta ver a Omecíhuatl muerta...
Xolopitli comenzó a cuchichear risitas y sonrió de oreja a oreja. Se llevó la mano a la espalda, empuñó a Orkisménos y, con gran energía, la desenfundó de su espalda.
—Querrás decir "Omeciputa", Huitzilopochtli —dijo, la espada-rifle emitiendo leves crujidos sobre sus manos—, ¡porque yo tampoco descansaré hasta verla muerta! ¡A ella y a todos su chingados súbditos!
Huitzilopochtli no pudo evitar echarse a reír también; risas ligeras al principio, pero que después se volvieron en resonantes carcajadas.
—¡Esa es la actitud! —exclamó el Dios de la Guerra. Reafirmó el agarre de sus brazos sobre los hombros de Quetzalcóatl y Zinac y los arrejunto a él— En ese caso, todos pónganse cerca de mí. Los llevaré directo hacia Aztlán.
Los temores e incomodidades de Tepatiliztli se desvanecieron nada más escuchar sus palabras llenas de camaradería. Agitó una mano y en su palma invocó un destello que, al poco tiempo, se transformó en su lanza con punta de cristal rosado. Zaniyah, por otro lado, no daba crédito ante lo que escuchaba. ¿Incluso después de asesinar a Uitstli, él estaba dispuestos a ayudarlos a derrocar a Omecíhuatl? Pero, ¿por qué?
Es entonces que recordó a su hermana. Malina. <<Ella y él... eran como Uitstli y yo. Somos caras de la misma moneda>>
Y fue ese instante que supo que podía confiar en Huitzilopochtli.
Las dos mujeres y el nahual mapache se acercaron a Huitzilopochtli, formando junto con Zinac y Quetzal un círculo alrededor suyo. El Dios de la Guerra cerró los ojos, y las desordenadas palpitaciones de su corazón aminoraron su ritmo, para entonces coordinar sus pulsaciones con los parpadeos de luz azul que aparecieron alrededor del grupo en forma de anillo. Tepatiliztli se agarró a la mano de Zinac, y ambos intercambiaron una mirada de consuelo. Xolopitli tomó la mano de Zinac, y ambos también se miraron. Zaniyah extendió su brazo, y Xolopitli le tomó la mano. Inconscientemente ellos sabían que eran ahora el legado de Uitstli, Yaocihuatl y Tecualli, Randgriz y Yaotecatl, y que tenían el deber de seguir con la existencia del grupo como la nueva generación.
Las nubes doradas formaron un remolino por encima del grupo. Se oyó un azote eléctrico, y un fugaz relámpago cayó sobre el grupo, generando una explosión lumínica y una onda expansiva que barrió los árboles. Un segundo después el destello desapareció, y el grupo había desaparecido, dejando en cambio los rastros de sus huellas en el hollín.
En uno de los balcones del Coliseo Idávollir, Geir Freyadóttir, con los codos apoyados sobre el alféizar, apretó los labios y se encogió de hombros, decepcionada por no haber llegado a tiempo para despedirlos.
<<Espero que puedan vengarla, Manahui Tepiliztli>>.
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|◁ II ▷|
Fronteras del Reino de Aztlán
Cordillera de Tlahuiztlampa
Los diminutos pueblos y las pequeñas ciudades costeras a lagos y ríos circundantes a la capital real del reino recibieron la sorpresiva y vehemente llegada de colosales naves espaciales rectangulares que, desde la distancia, parecían gigantescos cañones de pistolas. Las deidades menores aztecas que poblaban la zona quedaron en un punto medio entre la maravilla y el espanto petrificante. Su impresión era la misma que tuvieron los primeros aztecas al ver la llegada de los primeros bergantines españoles a las costas de sus tierras.
Las monumentales naves espaciales se quedaron orbitando en el anaranjado cielo. Se oyeron sonidos de disparos, y los aztecas alcanzaron a divisar destellos de proyectiles dirigirse rápidamente hacia ellos. Dioses y diosas pueblerinos se cubrieron con sus brazos al recibir de lleno los poderosos vientos que despegaron las aeronaves de cuatro alas, impulsadas por combustible de plasma eléctrico. Aquellas naves, del tamaño de templos piramidales, se estacionaron sobre la tierra, desplegaron plataformas rectangulares de sus partes traseras, y de ellas empezaron a bajar, a marcha militar, extensas filas de soldados pretorianos.
El resonar de las botas metálicas y de sus loricas segmentatas conjuraba un poderío militar que dejaba sin aliento a los pueblerinos. Sus pisadas coordinadas daban la impresión de provocar diminutos temblores en la tierra, obligando a los aldeanos divinos y marginados a hacerse a un lado y dejar que pasaran por sus calles. Pero a pesar de destacarse a los ojos de las vulnerables deidades con sus armaduras oscuras, sus escudos de plazas, sus lanzas-fusiles y sus cascos con crestas hechas de luces de neón, los soldados avanzaban sin la animosidad de buscar conquista o aplastar las aldeas locales de Aztlán.
En cambio, aquellos soldados marchaban con el poderío de una autoridad imperial que avanzaba por una provincia del imperio con tal de proteger a sus pobladores de las ínfulas invasoras de un enemigo. Y aquella seguridad se transmitía a través del coro que cantaban aquellos pretorianos, tan vigoroso que se podía oír de extremo a extremo de cada poblado por el que pasaban:
—¡Legio! ¡Aeterna, Aeterna! ¡VICTRIX! ¡Legio! ¡Aeterna, Aeterna! ¡VICTRIX!
Ese era el nombre de la legión que Publio Cornelio Escipión el Africano, a lomos de su semental negro protegido con una gualdrapa dorada, lideraba al frente de la vanguardia en dirección hacia Aztlán. Otrora fuese el nombre de la antigua legión fundada por Julio César para conquistar a los pueblos Galos y a su caudillo Vercingetorix, ahora era el nombre de la más poderosa autoridad internacional que se encargaría del auto golpe de estado para imponerse Omecíhuatl como una dictadora.
Carros de combate avanzaban por los terrenos más planos y directos, mientras que la infantería y la caballería, dirigidos por Cornelio, anadeaban por senderos sinuosos y accidentados. En los cielos, aeronaves de combate teledirigidos por inteligencias artificiales implementadas por Nikola Tesla surcaban los cielos y despedían de sus propulsores escarcha celeste que ululaba por varios minutos en el aire. Aquellas aeronaves teledirigidas cargaban dentro de sí centuriones autómatas, robots del mismo tamaño que los Pretorianos y revestidos con exoesqueletos de acero cromado que los hacía difíciles de destruir.
Por los cielos también surcaba el Carruaje de Helios manejado por Sirius Asterigemenos. Los sementales alados trotaban por el aire, y las ascuas que regaban por el aire se impregnaban en el cielo por unos segundos antes de desaparecer. A la par suya volaba, con la misma velocidad, el Coronel Eurineftos.
—¿Ves mejor la ciudad desde allá arriba, Sirius? —preguntó Cornelio, presionando un botón de un audífono que tenía en su oreja derecha.
El Nacido de las Estrellas oteó de nuevo el extenso panorama continental de tupidos bosques y grandes mesetas vadeadas por autopistas que llevaban directamente hacia al capital. Entrecerró los ojos al divisar con claridad las colosales protuberancias negras que sobresalían del horizonte urbano de la ciudad de los dioses, como amebas parasitarias que se resaltan en el microscopio asaltando células rojas.
—Sí, señor —afirmó, presionando el audífono de su oreja derecha—. Se ve peor de lo que me imaginaba.
—¿Y no ves algún moro por la costa?
Sirius lanzó una rápida mirada hacia las autopistas desoladas por las que marchaba la infantería y los carros de combate. No halló nada con sus refinados ojos.
—Nada de nada, señor.
—Perfecto —Cornelio se sacó su reloj de oro de bolsillo y verificó la hora—. La infantería estaría llegando a las zonas limítrofes de Aztlán en unos quince minutos con el ritmo al que vamos. Los vehículos terrestres y aéreos en menos de dos minutos. En ese tiempo quiero que se reúnan con los pretorianos de los campamentos circundantes a Aztlán y vayan ideando el plan de ataque.
—¿Estás seguro de no haber traído a los Manahui para esta campaña, señor? —preguntó Cornelio, la voz consternada.
—Esta misión es demasiado grande para ellos, incluso para el propio Quetzal —argumentó Cornelio—. Por eso te he llamado, Sirius. No quiero que esta crisis se sobrepase de los límites de su reino, como sucedió en su Guerra Civil.
—D-debo mostrarme de acuerdo con Eurineftos, señor —dijo Sirius—. Entiendo que mi misión es mantener a raya lo que sea que esté tomando control de la ciudad. Pero... este conflicto no es nuestro del todo. Es de Quetzal, de Huitzilopochtli, y del grupo de Uitstli. ¡Ellos tienen derecho a participar!
Se hizo brevemente el silencio. Sirius y Eurineftos se preocuparon de haber ofendido de alguna manera a Cornelio. El Jefe del Pretorio, sin embargo, respondió con mesura:
—Nuestra misión ahora no es ayudar a vendettas personales. Como Pretorianos, nuestra misión... ¡Es evitar que algo como la Segunda Tribulación vuelva a ocurrir! ¡¿Están conmigo en eso?!
—¡Sí, señor! —exclamaron Sirius y Eurineftos.
—¡SEÑOR, SÍ, SEÑOR! —vociferaron todos sus centuriones y caballería pesada detrás suyo.
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|◁ II ▷|
Palacio de Omeyocán.
Cuarenta minutos luego de la invasión a Aztlán.
En uno de los tantos balcones del Palacio de Omeyocán se abrió un portal verde, y de él emergió una convulsiva Omecíhuatl. La Suprema Azteca, entre jadeos intensos, cerró el portal tras de sí con una sacudida de brazo, cerró el portal. Sus jadeos acallaron al toparse de frente con un espeluznante escenario igual de apocalíptico que el que dejó Huitzilopochtli durante el Torneo del Ragnarök.
La ciudad de Aztlán se hallaba en un estado incluso peor que el que tuvo luego de acabada la Guerra Civil. Enormes montañas de protuberancias negras de hasta cien y doscientos metros de alto emergían del subsuelo, alzándose ignominiosamente hasta los cielos como torreones hechos por Gigantes. En el cielo, las negras nubes formaban demenciales remolinos que hacían parecer que agujeros negros estaban viniendo a consumir la ciudad divina. Haciendo uso de su vista refinada, Omecíhuatl alcanzó a ver con mayor detalle los vastos destrozos que dejaron las apariciones de aquellas protuberancias; interminables océanos de escombros que recubrían grandes extensiones de barrios, rascacielos y pirámides partidas por la mitad, hileras y anillos de fuego matadioses socapar los puentes y las avenidas, e incontables ejércitos de Centzones Sacrodermos marchando por las carreteras, asesinando a los dioses que trataban de esconderse bajo los escombros o que intentaban fútilmente resistirse ante sus embates. Aquellos que se sometían y se rendían con facilidad, los Sacrodermos les perdonaba la vida.
Omecíhuatl crujió los dientes entre sí y apretó un puño. El semblante se le deformó en una mueca incrédula y furiosa. Pero no encolerizada porque esto le haya ocurrido a su reino... sino porque el perpetuador se adelantó a sus planes antes de lo previsto.
E inmediatamente se volvió sobre sus pasos y seinternó apuradamente dentro del palacio.
La Suprema Azteca anadeó por los ennegrecidos pasillos, los rayos del ahora sol negro invadiendo los interiores del palacete a través de sus ventanales y claraboyas rotas. El interior del palacio, al igual que el resto de Aztlán, estaba infectado por pegajosas y solidas masas negras que se pegaban en el suelo, techo y paredes, haciéndola ver como si fuera el interior de un monstruo oscuro. A través de los pasillos y las escaleras en caracol caminaban Centzones Sacrodermos quienes, al resonar de sus tacones, se inclinaban ante ella pagando así sus reverencias. Omecíhuatl ignoró a aquellos monstruos de exoesqueletos negros, estúpidos e incapaces de comunicarle dónde se encontraba Nahualopitli.
—¡¡¡COYOTL!!! —chillaba Omecíhuatl a medida que avanzaba por los pasadizos. Su furia era tal que lanzaba puñetazos a las paredes, destruyéndolas con gran rabia— ¡¡¡COYOTL!!! ¡¿DÓNDE PUTAS ESTAS?!
Sus potentes gritos, sumado al alboroto de rugidos y gruñidos ensalzadores de los horripilantes Sacrodermos, llamó la atención de Mechacoyotl quien rápidamente surgió del umbral de una galería. Se postró ante Omecíhuatl y la reverenció arrodillándose al instante.
—¡S-Su Majes...! —trató de hablar, pero fue acallado al instante cuando Omecíhuatl lo agarró del cuello y lo hizo levantarse.
—¿Dónde está él? —preguntó Omecíhuatl de forma atropellada. Agitó a Mechacoyotl en el aire, hasta el punto en que sus dedos aplastaron el metal de su cuello— ¡¿DÓNDE MIERDA ESTÁ NAHUALOPITLI?!
—¡E-está en su sala de trono!
Omecíhuatl lo dejó caer al piso y lo ignoró para seguir su recorrido. Mechacoyotl rápidamente reparó su cuello, se reincorporó y la siguió tras sus talones por los lúgubres pasillos infestados de Sacrodermos.
La Suprema Azteca arraigó hasta las puertas caídas de su sala real. Un par de Sacrodermos la confundieron con una intrusa e intentaron atacarla, haciendo que Mechacoyotl se lleve un susto de muerte al verlos arremeterla. El brazo de Omecíhuatl se volvió un fugaz borrón, y en un instante los dos Sacrodermos estaban en el suelo, sus cabezas aplastadas y vueltas sangre negra. Omecíhuatl siguió su camino al interior de la estancia, siempre seguido por Mechacoyotl cual perro domesticado. La sala real, antes una estancia de paredes de un marrón dorado, hermosos ventanales con cortinas y un techo abovedado, ahora estaba en un estado deplorable con aquellas solidas masas negras que consumían lentamente la arquitectura.
Al fondo de la estancia se hallaba su trono, y en él se sentaba Malinaxochitl... encadenada por eslabones negros que la tenían maniatada al espaldar del sillón. La Diosa Hechicera tenía la cabeza agachada y heridas múltiples en todo el cuerpo que señalaban que había sido torturada. Sangraba tanto que la sangre le corría por sus piernas y formaba pequeños charcos rojos bajo sus pies. A los pies de la escalinata se hallaba una lanza envuelta en aura blanca serpenteante. Al lado del trono se hallaba Nahualopitli, sentado sobre una protuberancia de masa negra con forma de butaca, y empuñando herramientas de tortura hechas de aquella masa negra.
—¡¡¡NAHUALOPITLI!!!
El grito estridente de Omecíhuatl hizo retemblar la estancia entera; algunos pilares de masa negra se resquebrajaron y cayeron al piso. Nahualopitli alzó la cabeza y se puso de pie de un salto entusiasmado. Se volvió hacia la furiosa Suprema Azteca, la sonrisa de oreja a oreja que no hizo más que encolerizarla aún peor.
—¡Ohohohooooo! ¡Mira lo que el Baktún a traído hasta el nuevo mundo! —exclamó el despreocupado Nahualopitli, la arrogancia haciendo que ignorase ingenuamente la imperante aura verde que explotó alrededor de Omecíhuatl y que hizo retemblar de nuevo toda la estancia e hizo que Mechacoyotl trastabillara.
La Suprema Azteca le dio un manotazo a las herramientas de tortura de Nahualopitli. Los objetos cayeron y se destruyeron al contacto con el suelo. El demonio azteca frunció el ceño en una mueca indignada.
—¡Ooooohh! ¿Pero qué...? —balbuceó Nahualopitli.
—¡FODONGO HIJO DE UN MILLÓN DE PUTAS! —berreó Omecíhuatl, y señaló a Nahualopitli con un dedo que tocó uno de sus pectorales— ¡¿CÓMO PUTAS TE ATREVES?!
—¡Hey, hey, tómalo con calma! —farfulló Nahualopitli, la voz indignada y confusa.
—Tú no piensas, tú solo te dejas llevar por tu perra ambición —maldijo Omecíhuatl—. ¡Te dije expresamente que esto solo lo podías hacer DESPUÉS del Torneo del Ragnarök! —se dio la vuelta y agitó los brazos hacia los lados para desahogar su cólera— ¡Ahora seremos el maldito centro de atención!
—Mira quién lo dice —murmuró Nahualopitli, torciendo los labios hacia abajo y ladeando la cabeza. Para su suerte, Omecíhuatl no lo pudo escuchar por el griterío que estaba armando
—¡¿Y qué demonios es esto, ah?! —la Suprema Azteca señaló a la atada Malina y la Lanza Matlacihua— ¡¿Por qué demonios has traído a la puta de Malina aquí?!
—Primero que todo, yo no la traje aquí —indicó Nahualopitli, manteniendo la mesura—, fue en cambio el jodido espíritu de Mictecacihuatl quien la trajo a mi dominio con tal de recobrar su lanza. Segundo, empecé inmediatamente el plan de invasión por como la jodida esta me teletransportó a Aztlán, revelándome ante el ojo del público. ¡Era obvio que tenía que atacar ahora y evitar que se preparan! Además, todos los dioses estaban distraídos en el Torneo del Ragnarök. Imposible que sepan de mí existencia.
—No los dioses, pero sí la perra población dentro y fuera de Aztlán que ahora debieron de haber advertido a la autoridad internacional de los pretorianos —explicó Omecíhuatl. Ladeó la cabeza y esbozó una sonrisa amplia—. Es por ese el motivo por el que te dije que atacarás después del Ragnarök. De esa forma solo vendría el pendejo de Huitzilopochtli, junto con Quetzal y lo que queda de los Manahui, para así eliminarlos... ¡por mi cuenta!
Nahualopitli se encogió de hombros y suspiró. Se masajeó con un dedo el piercing de su nariz.
—Bueno, que se le va a hacer, ¿huh? —dijo. Estiró un brazo hacia atrás y señaló a Malina— Te hice al menos el favor de lidiar con esto, así que al menos un gracias no haría nada mal.
—Bah, ¡cómo sea! Solo... desencadénala y tráela conmigo para hacer la respectiva ejecución pública. Ordena a todos los Sacrodermos que organicen al público para la ceremonia —Omecíhuatl se volvió hacia Mechacoyotl, este último irguiéndose con vehemencia— Tú, ve y verifica que no haya moros en la costa de Pretorianos o de Huitzilopochtli. Él debería estar llegando en cualquier instante.
—¿Y será que podrás darme una mano para destruir esta lanza, señorita Omecíhuatl? —exclamó Nahualopitli, dándole una patada a la Lanza Matlacihua y quemándose los dedos en el proceso.
—¡UNA PERRA COSA A LA VEZ, NAHUALOPITLI! —bramó Omecíhuatl, la vena hinchándosele en la sien.
—De hecho, Su Majestad... —murmuró Mechacoyotl, los sonidos digitales de su yelmo resonando en toda la sala real.
—¡¿QUÉ?!
—Acaba de llegar Huitzilopochtli.
Y justo después de decir eso, se oyó a las afueras del palacio un atronador azote de relámpago. Seguido de ello vino un temblor, y todo el palacio de Omeyocán retembló hasta los cimientos. La ciudad entera sufrió el cataclismico impacto de un gigantesco rayo azul que partió los cielos en dos y, a la vista de Omecíhuatl, Mechacoyotl y Nahualopitli por medio de los ventanales rotos, chocó directo en una de las más grandes plazas de Aztlán. La explosión que le siguió generó una cúpula de electricidad que devoró varios edificios y Sacrodermos a la redonda, dejando tras de sí un gran cráter de cinco kilómetros de largo.
Omecíhuatl se recompuso y se irguió de forma vehemente. Se quedó viendo el colosal cráter, y sintió un cosquilleo emocionante que la hizo calmarse de la rabia que tuvo hace pocos instantes.
—Qué apurado que eres, Huitzilopochtli... —murmuró. Estiró un brazo e invocó su Macuahuitl dorada en la palmada de su mano. Se volvió de nuevo hacia Mechacoyotl— ¡A por ellos!
Mechacoyotl asintió con la cabeza. Se acuclilló y salió despedido por sus propulsores, atravesando el techo de la sala y despegando hacia el tartárico cielo. Omecíhuatl, por su parte, abrió un portal verde con un agitar de mano, agarró a Nahualoptili del hombro y ambos se teletransportaron hacia la localidad del cráter. Todos los Centzones respondieron a la comandancia telequinética de Nahualopitli; despidieron gruñidos atroces, y salieron corriendo en incontrolables estampidas por las desoladas carreteras de Aztlán en dirección al masivo agujero.
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|◁ II ▷|
Zonas limítrofes a Aztlán
Minutos antes de la caída del rayo
Los efectivos pretorianos liderados por Publio Cornelio arraigaron a la zona del campamento con quince minutos de retraso con respecto a Sirius, Eurineftos, los soldados en los carros de combate y los centuriones autómatas de las aeronaves bélicas. Fusionándose con los pretorianos que ya estaban atestados en aquel campamento dispuesto en el balcón natural de una montaña, la Legión Aeterna Victrix sumaba ahora una totalidad de cinco mil soldados, junto con mil centuriones autómatas de Nikola Tesla como auxiliares.
El movimiento dentro del campamento era ajetreado. Al estar dispuestos tan cerca de la invadida Aztlán, los pretorianos sentían la vasta presión atmosférica que imponían las altas protuberancias negras de cuerpos espirales. De cuando en cuando se oían profundos mugidos reverberar en todo el firmamento, generando leves terremotos en el cielo que ponía los pelos de punta a los soldados menos experimentados. La infantería de pretorianos y centuriones autómatas se movía de aquí para allá, preparando la artillería pesada en los bordes de la montaña, el terreno por el cual se adentrarían de lleno a la degradada Aztlán, las formaciones militares, los vehículos de tierra y aire más pesados, y la moral con la cual poder llevar a cabo la misión.
El mismo hecho de que Publio Cornelio, legendario Magnum Ilustrata que luchó contra Pazuzu y tantos otros demonios durante la Segunda Tribulación, les proveía a los soldados de la motivación suficiente para movilizarse con energías.
—¿Cómo van la formación de las tropas, Sirius? —preguntó Cornelio tras bajarse de su caballo y reunirse con Sirius en el centro del campamento. Desde allí, ambos tenían impresionantes y lúgubres vistas de Aztlán y de sus monumentales protuberancias oscuras.
—Ya están en formación junto con los centuriones autómatas de Nikola Tesla —explicó Sirius. Se cruzó de brazos y frunció el ceño, la mirada escudriñando aquellas prominencias parasitarias que devoraban lentamente la ciudad de los dioses aztecas— Señor Cornelio, ¿desde hace cuánto está montado este campamento a las afueras de Aztlán?
—Luego del atentado de la bomba atómica en Cuahuahuitzin —confirmó Cornelio, y su respuesta dejó anonadado a Sirius—. A día de hoy es una incógnita el cómo pudo Tonacoyotl conseguir aquella ojiva, pero hice asunciones aquí —se señaló con un dedo enguantado la cabeza—. Conecté los puntos. Si esa tal "Muerte Blanca" pudo encadenar al grupo de Uitstli con un objeto divino, entonces la única hipótesis que tuve sobre de quién recibió Tonacoyotl la ojiva...
—Fue por medio de la Suprema Azteca.
La voz robótica de Nikola Tesla sorprendió a Sirius. A su lado se colocó un centurión autómata, la aprte lisa donde debería estar su rostro iluminada por un destello blanco. En aquella pantalla se visualizó el rostro de Nikola Tesla, operando la máquina y el resto de auxiliares desde la nave nodriza, a varios kilómetros del campamento.
—Exacto —dijo Cornelio—. Es por ese motivo que, a puertas cerradas, comandé la construcción de este campamento en el potencial caso de que tuviéramos que movilizarnos hacia el Reino de Aztlán. Y henos aquí —extendió los brazos hacia ambos lados y enarcó los hombros—, listos para asaltar la ciudad y ponerle un parón a la dictadura de Omecíhuatl.
—Momento, ¿Tesla? —inquirió Sirius, quedándose viendo el centurión autómata que transmitía en vivo el rostro de Nikola Tesla y, de fondo, la sala de control en la que se hallaba— ¿Y por qué no estás aquí con tu Super Autómata?
—Aún le sigo haciendo unas cuantas mejoras —admitió Tesla con una risita nerviosa, rascándose la nuca—. No quisiera estropear el ÚNICO modelo que tengo de él en esta batalla. Por lo que opté por la ayuda auxiliar de estos robots.
—¿Y qué hay de los mechas de tu Multinacional? —Sirius frunció el ceño y se encogió de hombros.
—De nuevo, siguen en prueba, aún no están dispuestos para programas militares.
—Y es por eso el motivo por el que te traje aquí, Sirius —Cornelio le palmeó la espalda—. En caso dado que ni yo, ni Tesla y ni Eurineftos seamos capaces de derrotar a Omecíhuatl y sus secuaces, tú vendrás a nuestro rescate.
—Ah... ¿está seguro de que no los acompañe, señor Cornelio? —farfulló Sirius, el semblante de inseguridad. Cornelio lo fulminó con una mirada sojuzgante— Quiero decir, durante la Segunda Tribulación, he contribuido tanto en el combate como en la estratagema. ¡Pero lo que usted se enfrentara es distinto! Esto involucra una autoridad de los Nueve Reinos. ¡Una Diosa Suprema en un nivel completamente distinto al de los Duques o Marqueses del Pandemonium!
—Comprendo eso, Sirius —afirmó Cornelio—. No te creas. Yo también siento ese temor en mi —se golpeteó el pecho—. Esta será la primera vez que metamos mano en un conflicto a gran escala con una Deidad Suprema, y nos enfrentemos directamente a esta. Como autoridad internacional fundada por al Reina Valquiria y con el apoyo del imperialismo de Roma Invicta, nuestro deber es socavar estos fuegos con potencial deforestador.
Sirius cerró los ojos y suspiró. Apretó los labios.
—Ya sabes que esto no lo hago porque me lo digan Brunhilde o ese Rómulo —dijo—. Esto lo hago para preservar el orden. Lo hago porque es mi deber como símbolo de la paz en el mundo.
—¿Incluso si ello significa enfrentar las consecuencias que te quieran imponer otros Dioses Supremos?
Sirius aguardó silencio. Miró hacia delante, e indicó con un ademán de cabeza a Aztlán y sus demoniacas protuberancias.
—Hay más cosas de las que preocuparse que concilios divinos.
<<En verdad estás dispuesto, ¿eh?>> Pensó Cornelio, replanteándose de forma muy breve los planes de contingencia de la crisis de Aztlán en los que tenía pensado para Sirius. A lo mejor no valía la pena mantenerlo en la reserva después de todo...
Sus pensamientos fueroninterrumpidos cuando, de repente, apareciendo del cielo como un azote estelar que iluminó el cielo con destellos azules por varios segundos, Cornelio, Sirius, Eurineftos, Tesla y todos los soldados y centuriones autómatas fueron sorprendidos por la ceguera proporcionada por el estallido relampagueante de un rayo. Todos en el campamento se cubrieron los ojos con sus brazos, lo que les evitó ver como el grandioso relámpago cortaba en dos los nubarrones, partía el cielo e impactaba con la fuerza de un asteroide la ciudad de los dioses.
Unos segundos después, llegó la azotadora onda expansiva. Los árboles fueron barridos, las montañas fueron colapsadas, el campamento sufrió una terrible sacudida que hizo que varios soldados cayeran al suelo, las naves teledirigidas perdieron brevemente el control, y todo el mundo quedó sordo por unos cuantos segundos.
El zumbido y la ceguera persistieron por casi un minuto entero. Pasado el tiempo se desvanecieron, y todos en el campamento lograron observar detenidamente el gigantesco cráter que horadaba el centro de Aztlán. El escabroso silencio reinó en todo el campamento, solo pudiendo oírse los murmullos nerviosos de los soldados.
—E... ¿ese fue...? —inquirió Tesla.
Cornelio y Sirius intercambiaron miradas rápidas. El segundo asintió con la cabeza, la mirada preocupada. El primero apretó los dientes, y el apuro comenzó a acelerar los latidos de su corazón. Dio un paso hacia delante y desenfundó su gladio de su cintura. El metal silbó en el aire, atrayendo la atención de todos los pretorianos.
—¡Reorganícense, soldados! —vociferó Cornelio— ¡Ya no hay tiempo para planes! ¡Hay que tener preparado las filas para el asaltó en los próximos diez minutos! ¡VAMOS, VAMOS! —señaló a Sirius con la hoja de la Gladio—. ¡Tú también vienes, Sirius!
—Oh, ¿cambió de opinión tan rápido? —farfulló Sirius, la sorpresa dibujada en su rostro.
—Si quiero que mis soldados y los ahora recién llegados Manahui den todo de si —dijo Cornelio mientras se aupaba a la montura de su semental negro—, entonces tú debes ser su estrella para iluminarse el camino.
El corazón de Sirius dio un tumbo de la emoción al escuchar esas fragantes palabras. Dio un jadeo de sorpresa, sonrió por todo lo bajo y agrandó la sonrisa de oreja a oreja.
<<Finalmente volveré a ser como tú, Hércules>> Pensó. Estiró un brazo, y de la nada apareció su Lanza de Helios volando hacia su mano y parándose justo en su palma, provocando una oleada de vientos en todo el campamento.
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|◁ II ▷|
Centro de Aztlán
Grupos de Centzones Sacrodermos se pararon en los bordes del cráter para identificar lo que había acontecido con la caída del relámpago. Una vez asomaron sus horribles cabezas al fondo del agujero, sus cabezas recibieron fugaces balazos provenientes de la hondonada; pequeños hoyos se abrieron en sus cráneos, y sus cabezas estallaron en una maraña de sangre negra.
Otro séquito de Sacrodermos que arraigaron a la zona fueron sorprendidos al ver las cabezas de sus compañeros explotar. Un temblor sacudió el suelo bajo ellos. De repente, raíces negras emergieron y se enroscaron sobre sus irregulares piernas, inmovilizándolos brevemente. Fugaces líneas celestes traspasaron los cuerpos de aquellos monstruos. Aquellas líneas resplandecieron, transformándose en Huitzilopochtli con su Macuahuitl eléctrica esgrimida. Los Sacrodermos detrás de él explotaron en un millar de pedazos y en una lluvia de sangre que recibió la llegada de Quetzalcóatl y de los Manahui Tepaliztli, todos ellos aterrizando épicamente de pie en el asfalto derruido.
Un pelotón entero de gigantescos Sacrodermos se interponía en el camino de Huitzilopochtli y de su grupo. Algunos de ellos que sostenían con sus tenazas y garras negras a indefensos dioses aztecas soltaron a sus rehenes. Estos velozmente huyeron y buscaron refugio detrás de las montañas de cascajos y en el interior de los devastados edificios.
—¡He-hey! ¡Ese es el Dios de la Guerra! —exclamó una diosa azteca, la sorpresa dibujándose rápidamente en su rostro.
—¡Es verdad! —afirmó su compañero a su lado. Esbozó una sonrisa iluminadora y miró al resto de deidades refugiadas y apelotonadas en la estancia pedregosa— ¡Es Huitzilopochtli!
—¿Viene a salvarnos?
—¿El Verdugo Azteca?
Aquellas preguntas afloraron en sus cabezas con la confusión maravillada de quién no se esperaría un milagro caer sobre ellos a último momento. Todos ellos se quedaron viendo a la imponente deidad erguirse con ímpetu y clavar su enérgica y furiosa mirada sobre los Sacrodermos. Los monstruos de esqueletos negros chillaron al unísono y se abalanzaron todos caóticamente hacia el Dios Azteca, creando una avalancha negra que destruía el asfalto a su paso.
Huitzilopochtli dio pisadas frenéticas que quebraron el pavimento. Su corazón, el corazón de Cipactli, pulsó su pecho con la misma intensidad que otrora aquel monstruoso reptil le dedicó en su batalla a muerte. Aumentó la velocidad y empezó a trotar hacia el temible ejército de Sacrodermos al tiempo que gritaba a todo pulmón:
—¡¡¡TRAÍGANME A OMECÍHUATL!!!
Un grito que descargó todo el odio, toda la bilis y todo el resquemor que ha acumulado contra Omecíhuatl toda su existencia. Y con ese grito Quetzalcóatl, Zaniyah, Zinac, Xolopitli y Tepatiliztli depositaron toda su confianza en el Dios de la Guerra, y comenzaron a correr con coraje y sin miedo hacia la avalancha imparable de Sacrodermos.
Un grito que descargó todo el odio, toda la bilis y todo el resquemor que ha acumulado contra Omecíhuatl toda su existencia. Y con ese grito Quetzalcóatl, Zaniyah, Zinac, Xolopitli y Tepatiliztli depositaron toda su confianza en el Dios de la Guerra, y comenzaron a correr con coraje y sin miedo hacia la avalancha imparable de Sacrodermos.
Huitzilopochtli saltó y se elevó treinta metros al aire. Los Sacrodermos se apilaron uno sobre otros, formando una torre que alcanzó la altura de vuelo del Verdugo Azteca. Este último empuñó su Macuahuitl eléctrica con ambas manos, los rayos fortificaron sus músculos y volvieron sus ojos dos estrellas humeantes. El cielo se arremolinó sobre él y, de un alarido belicoso, estampó con todas sus fuerzas un potente espadazo sobre los Sacrodermos. La electricidad se esparció por toda la torre apilonada de Centzones, y todos ellos estallaron en una tormenta de sangre y huesos negros.
Quetzalcóatl azotó a los Sacrodermos supervivientes con sendos disparos de sus pistolas divinas. Cada bala que atravesaba una parte del cuerpo de un Centzon estallaba, entorpeciendo sus movimientos o inmovilizándolo. Sus disparos daban casi siempre en sus cráneos, y mataba así a varias de las bestias con disparos en la cabeza. Más Sacrodermos aparecieron saliendo de callejones o saltando desde lo alto de edificios, y Quetzalcóatl comenzó a ser rodeado por cientos de ellos.
El Dios Emplumado estuvo a punto de optar por dar un salto enorme y salir de aquel centro caótico. Sin embargo, y para su sorpresa, vio como todos los Sacrodermos que empezaban a rodearlo fueron paralizados por raíces negras que salieron del suelo y rodearon sus cuerpos. Seguido de ello, fueron neutralizados por estalagmitas de hielo que atravesaron los cuerpos de todos los Sacrodermos hasta congelarlos en su totalidad.
Un borrón oscuro pasó a través de ellos, y las estatuas de hielo se partieron en cientos de pedazos que se regaron por el suelo. Quetzalcóatl siguió el borrón con la mirada, y vio a Zinac derrapar por el suelo al otro lado de la encrucijada, batiendo sus alas hacia ambos lados y empujando brutalmente a los Sacrodermosque intentaron saltarle encima. Del cielo cayó Tepatiliztli y Zaniyah, ambas mujeres esgrimiendo sus armas y despidiendo rayos púrpuras y arabescos de fuego por el aire. Cayeron al unísono encima de un enorme Sacrodermo y, de una esgrima coordinada, lo mataron partiendo su grueso cuerpo en dos pedazos. Rápidamente ambas se unieron a Zinac, y juntos, los tres Manahui empezaron a fulminar con ataques combinados al ejército de Sacrodermos.
Sintió algo treparse por su hombro y ponerse de pie sobre él. Quetzal miró de soslayo, y se sorprendió de ver a Xolopitli en su hombro, matando de un disparo en la cabeza con su Orkisménos. Se quedó perplejo también al ver como era capaz de empuñar la espada-rifle con una sola mano.
—¡Yo te cubro la espalda! —exclamó el nahual mapache, usando su otra mano para agarrarse de su collar. Quetzal sonrió de oreja a oreja, y apuntó sus pistolas divinas hacia ambos lados. Dios y nahual gritaron al tiempo, e hicieron caer una lluvia de plomo sobre todos los Centzones que seguían resurgiendo de los callejones y los escombros.
Huitzilopochtli se adelantó a todos ellos en el asalto. Se movía en veloces zigzagueos, fulminando a la mayor cantidad de Sacrodermos posibles y limpiando calles y calles del centro urbano de Aztlán. Sus poderes eléctricos, de fuego, de viento y tantas otras habilidades impregnadas en su cuerpo en forma de Cenizas de Guerra devastó edificios, consumió plazas y aniquiló a cientos de miles de Sacrodermos en cuestión de segundos. Incluso las raíces muertas de las masas negras que componían las protuberancias eran también devastadas, y los airados ataques de Huitzilopochtli alcanzaban estas mismas estructuras, demoliéndolas desde sus bases. Como montañas que se desmoronan por terremotos, las protuberancias espirales cayeron titánicamente sobre la ciudad, generando más devastación que aplastó barrios enteros y, también, a más ejércitos de Sacrodermos que justo arraigaban a la zona.
Su hermano Quetzal y los Manahui Tepiliztli no se quedaban atrás. El Dios Emplumado, incluso solo teniendo la mitad de su divinidad, aún era capaz de luchar, a ojos de los Manahui y de los dioses aztecas refugiados, como el viejo Quetzalcóatl que se enfrentó a Cipactli. Se movía con una velocidad estrepitosa, apareciendo aquí y allá para fulminar desde distintos puntos de disparo a los Sacrodermos que intentaban capturarlo. Sus disparos eran como centellas fugaces que traspasaban grosores de paredes y escombros con tal de alcanzar su objetivo. Los Sacrodermos caían como moscas a los pies de Quetzal, y aquellos que estaban fuera de su visión eran fulminados por los potentes disparos de la Orkisménos de Xolopitli, este último chillando enérgicamente mientras apretaba el gatillo una y otra y otra vez.
Tras él, Zinac, Zaniyah y Tepatiliztli fulminaban a los Sacrodermos con una mayor eficaz que la que tuvieron en Tamoanchan. Gracias a la experiencia de haber combatido intensamente contra ellos, ahora tenían menos problemas para batallar de forma constante ante sus fuegos matadioses. Zinac pulverizó a una hilera entera de Centzones con su transformación Camazotz, devorando a varios de ellos a base de abismales mordiscos mientras que, subidas a sus espaldas, Zaniyah y Tepatiliztli saltaban y remataban a los Sacrodermos restantes con mortales estocadas de sus lanzas y espadas. La joven azteca giró sobre sí misma y esgrimió su espadón doble a toda velocidad, despidiendo densas llamaradas que comenzaron a consumir lentamente los exoesqueletos negros de los Centzones; tras ella venía su tía, y la médica azteca aplastaba y enterraba una flor de nieve en el suelo, despidiendo varios rastros de hielo que congelaron todo el cuerpo de los Sacrodermos que se interponían en su camino. Zinac, transformado en Camazotz, se abalanzaba sobre todos ellos y los finiquitada con intensos batidos de sus alas y chillidos sónicos que liberaban poderosas ondas expansivas.
Huitzilopochtli apretaba los dientes mientras que retenía, con un solo brazo, la altísima avalancha de Centzones que se apilaban uno sobre otros, formando una enorme ola de exoesqueletos negros que intentaban aplastarlo. Sus pies estaban enterrados bajo suelo debido al peso que tenía que sostener con una sola mano, mientras que, con la otra cerrada en un puño, acumulaba todo su poder divino en la forma de aura flameante y divina. Su corazón palpitaba con más velocidad e intensidad a medida que aplicaba más vigor en su cuerpo con tal de sostener las cientas de miles de toneladas que formaban todos los Centzones superpuestos de aquella forma tan caótica.
El ardor en los pulsos de su corazón estaba siendo demasiado para él. Huitzilopochtli sintió un repentino bajón de sus energías. Su fuerza se disminuyó, y la estampida de Sacrodermos se inclinó hacia delante, a punto de caer sobre él. El fuego de su mano se encogió, casi a punto de extinguirse. La cabeza de Huitzilopochtli daba vueltas sobre sí misma, mareando al Dios de la Guerra y haciendo que peligre por ceder ante el ejército de Centzones. Huitzilopochtli cerró los ojos.
Un destello de luz se hizo presente dentro de su mente. La imagen sonriente de Malinaxochitl se manifestó ante él. El vigor y el coraje volvieron a él. El fuego de su puño se avivó. Los pulsos de su corazón volvieron a intensificarse, bombeando sangre por todo su cuerpo y haciendo que reaparezca su aura divina alrededor suyo. Huitzilopochtli abrió los ojos de par en par, despidió un alarido estridente, y descargó su poderoso puñetazo sobre el aplastante muro de Sacrodermos.
<<Estoy contigo... por siempre... Y PARA SIEMPRE, HERMANA!>>
Y en un abrir y cerrar de ojos, sus llamas divinas se esparcieron por todos y cada uno de los Centzones individuales que componían la muralla informe. Sus cuerpos comenzaron a ser pulverizados, convirtiéndose en intensos torbellinos que revolotearon por el tartárico firmamento. Toda la avenida, otrora infestada de aquellos monstruos matadioses, quedó completamente despejada, con las ascuas y las cenizas lloviendo sobre el asfalto, los escombros, Huitzilopochtli y los Manahui que justo llegaron y se pusieron de pie detrás de él.
Se hizo el escabroso silencio. Zaniyah, Quetzal, Xolopitli y Tepatiliztli miraron sus derredores. Zinac llegó de último a la zona, aterrizando mientras que cambiaba a su forma humana.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó.
—¡Seguimos hacia delante! —exclamó Huitzilopochtli, sus puños envueltos en fuego y corrientes eléctricas— ¡Hasta Omeyocán! ¡Mataremos a todos los Centzones, y después a Omecíhuatl!
—Hermano —masculló Quetzal, caminando hasta él y colocándole una mano en su hombro. Le habló al oído—. ¡Hermano! Te veo agitado. ¡¿Qué es lo que te sucede?!
—Eso no importa ahora... Quetzal... —jadeó Huitzilopochtli, llevándose una mano al pecho— ¡Sigamos...! —dio un torpe paso hacia delante, notable a ojos del Dios Emplumado.
—¿Acaso esto se debe al poder del corazón de Cipactli!
—¡Dije que eso no importa, maldición! —Huitzilopochtli le quitó la mano de su hombro y dio otro paso que retembló la tierra.
De repente se oyó un sibilante bramido aullar en los cielos. Quetzal ensanchó los ojos al ver un proyectil centellante aproximarse hacia su hermano. Se impulsó hacia él para empujarlo y sacarlo de la trayectoria, pero reaccionó tarde. El misil impactó tanto al Verdugo Azteca como al Dios Emplumado, y ambas deidades se desmoronaron estrepitosamente por el suelo, rodando hasta detenerse a los pies de los sorprendidos Manahui.
Xolopitli alzó la cabeza, y nada más vez una silueta voladora descender de los cielos con los brazos cruzados, levantó su Orkisménos. Despidió un jadeo de sorpresa al notar su armazón anaranjado-negro. Rechinó los colmillos, y grito:
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Quetzal ayudó a Huitzilopochtli a ponerse de pie. En el proceso, ellos y los Manahui fueron sorprendido por la llegada de más Centzones Sacrodermos; resurgieron de los callejones, de las protuberancias de roca negra que los expulsaban como si salieran de sus capullos, y por último de los edificios, de donde también extrajeron a los horripilados dioses aztecas. Estos forcejearon inultamente contra los Sacrodermos, y sus movimientos bruscos provocaron que las bestias los echaran contra el piso y los aplastaran con sendos pisotones, dejándolos inmóviles.
—¡Déjenlos en paz...! —masculló el Dios de la Guerra. Se quitó de encima las manos de Quetzal, y este último trató de detenerlo.
Pero antes de que Huitzilopochtli pudiera dar un paso más, él, Quetzal y los Manahui fueron sorprendidos por la repentina aparición de una circunferencia dorada con glifos aztecas resplandecientes. Aquel círculo divino cayó sobre ellos, rodeándolos con una gruesa capa de luz dorada que recubrían sus cuerpos como rocíos, y estampándolos duramente contra el suelo.
En un abrir y cerrar de ojos todos perdieron sus poderes: las Cenizas de Guerra, el fuego de Xilonen, los poderes emplumados, y los Tlamati Nahualli de las rosas y de Camazotz. Los Manahui Tepiliztli fueron brutalmente sometidos sin que ellos pudieran hacer nada en lo absoluto.
Un portal esmeralda se abrió frente a los sometidos Manahui. De él emergieron dos figuras; el resonar de los tacones fue identificado al instante por Quetzal y por Huitzilopochtli. Sin embargo, los pies descalzos de su acompañante no lo pudieron reconocer. Ambas siluetas se posaron sobre ellos, sus sombras sobreponiéndose sobre sus cuerpos aplastados contra el suelo. Con los Centzones rodeándolos también, los dioses aztecas rendidos sin energías a sus pies, les transmitieron los peores miedos a Zaniyah, Tepatiliztli, Zinac y Xolopitli, este último sin parar de sentir una sensación familiar en el aire.
La sinuosa y voluptuosa silueta de tacones se posó frente a Huitzilopochtli. El Dios de la Guerra trató de moverse, pero la presión lo aplastó de nuevo al suelo. A duras penas pudo mover los ojos, y vio de soslayo la cara sonriente de Omecíhuatl, su Macuahuitl dorada apoyada en su hombro.
—¿Alguna vez has escuchado la historia del fodongo hijo de puta llamado Huitzilopochtli? Que pensó que sabía una chingada, pero no sabía una chingada... ¡Y que por culpa de sus pendejadas hizo que se murieran todos sus malparidos seres queridos! —agrandó la sonrisa y señaló al Verdugo Azteca con un dedo—. ¡Ese eres tú!
La Suprema Azteca carcajeó y se relamió los labios, sus risas incomodando a los Manahui. Mechacoyotl y Nahualopitli se quedaron sorprendidos por su actitud ahora. Es como si toda la rabia que la había domado hacía un momento jamás se hubiese dado. Omecíhuatl se acuclilló y acercó el rostro al oído de Huitzilopochtli.
—Me forzaste... Me forzaste... ¡Y me forzaste, Huitzi! —exclamó— Siempre queriendo llevarme a mis límites, ¿verdad? ¿Es que tantas ganas tenías de ver mi salvaje yo de la Guerra Civil? Bueno... —ladeó la cabeza y rió— ¡Lo lograste, imbécil! —extendió su Macuahuitl y señaló a todos los dioses aztecas sometidos por los Sacrodermos— Tanto tú, como Uitstli, como Quetzal, como Mixcóatl... Tooooodoooos ustedes lograron sacar el salvajismo de mi interior. Ahora... ¡aténganse a las consecuencias!
Y al son de su grito comandante, uno de los Sacrodermos estiró su brazo y lo convirtió en un hacha hecha de huesos negros. Sacudió el arma por encima de su cabeza, y descargó un estruendo en el suelo. La cabeza de una deidad azteca voló por los cielos y cayó rodando hasta quedarse frente a frente ante el rostro de un espantado Quetzalcóatl.
—Ahora todos los dioses que ven aquí serán castigados con la ejecución —dijo Omecíhuatl, reincorporándose y fulminado con la mirada al resto de los Manahui. Apoyó su espadón en su hombro, y justo en ese instante otra deidad azteca fue decapitada con un estruendoso hachazo—. Y después de que toditos ellos pierdan la cabeza —dibujó varios círculos pedantes con su dedo, señalando a los Manahui—, ustedes vendrán conmigo a mi palacio, y se convertirán en esclavos eternos de Nahualopitli aquí —justo cuando dijo ese nombre, Xolopitli, Zinac, Zaniyah y Tepatiliztli sintieron un martilleo de pavores en sus corazones. La mirada de Omecíhuatl se suavizó. Posó una mano sobre su busto— Oh, ¡pero no a mi Zaniyah! A mi Zaniyah me la devuelven, porque me la devuelven.
—Nadie de aquí... ¡se volverá de tu propiedad, Omecíhuatl...! —masculló Huitzilopochtli, teniendo dificultades para articular las palabras— ¡No dejaré que nadie sea tuyo... como lo hiciste... CONMIGO!
Omecíhuatl cerró los ojos y suspiró. Otro estruendo, otra cabeza de deidad azteca rodando por los suelos. Zaniyah tuvo que cerrar los ojos para no ver las atrocidades, pero no pudo evitar escuchar los gritos de los desesperados dioses suplicando porque los salvaran.
Mientras tanto, Zinac y Xolopitli trataban de buscar a Nahualopitli con la mirada. No podían dar crédito a lo que habían escuchado. ¿De verdad estaba aquí? ¿Su archienemigo?
—Sabes, tienes mucha habladuría para alguien quien está sometido totalmente —farfulló Omecíhuatl—. En verdad que me sigue molestando esa actitud rebelde tuya.
—Coatlicue... Y Cihuacóatl... me enseñaron a odiarte... —la sola mención de aquellos nombres hizo que Omecíhuatl frunciera el ceño— Kauil... me enseñó... a alejarme de ti... —Huitzilopochtli consiguió cerrar una de sus manos en un puño— Puede que... haya aprendido tarde estas... lecciones... —apretó la mandíbula— ¡Pero ahora que los he aprendido, usaré... lo que me queda... para matarte!
—Mira, ahí está tú problema, y es lo mismo que con Quetzal. Dices que me vas a matar, ¡pero tú y yo sabemos que no eres capaz! Especialmente por... —estiró un brazo y chasqueó los dedos— esto.
E inmediatamente ante el chasqueó Nahualopitli le habló con gorjeos indescriptibles a un grupo de Sacrodermos. Estos reaccionaron moviendo de forma coordinada sus brazos y tenazas, cargando consigo un cuerpo que llegó hasta los brazos del demonio azteca. Huitzilopochtli oyó gemidos débiles, y vio manchones de sangre caer al suelo. Alzó como pudo la cabeza, y su visión se incrementó, lo que hizo que despidiera un jadeo del susto al ver a Nahualopitli darle en los brazos de Omecíhuatl... el cuerpo maltratado y desangrado de Malinaxochitl.
—Puedes ver lo que tengo entre manos, ¿verdad que sí? —dijo Omecíhuatl de forma provocadora. Sostuvo a la inconsciente Malina con una mano, agarrándola de los cabellos y haciendo que cuelgue en el aire— Nahualopitli me hizo el favor de someterla, y estábamos a punto de llevarla a ejecución pública cuando... ¡puf! Ustedes aparecieron —estiró el brazo donde sostenía a la Diosa Hechicera, y Nahualopitli la recobró en sus brazos—. Y ahora, ustedes serán parte de la ejecución pública.
Quetzalcóatl pudo sentir el masivo odio y las ganas de matar ascender por los tuétanos de Huitzilopochtli. Incluso sin tener poderes algunos, el Dios de la Guerra seguía oponiendo una opresión tal que emitía un aura de peligrosidad que lo ponía en alerta, a él y a los Manahui. Estos últimos vieron al Dios Emplumado sacar lentamente de su bolsillo el Panquezaliztli.
—Mechacoyotl —dijo Omecíhuatl de repente.
El zorro robótico apareció de la nada frente a Quetzal, propinándole un salvaje rodillazo en la espalda que le crujió todos sus huesos. El Dios Emplumado chilló del dolor, y por los movimientos bruscos el talismán de Mixcóatl salió volando de su bolsillo, siendo atrapado en el aire por Mechacoyotl. Este último se devolvió rápidamente hacia la Suprema Azteca, y le dio el amuleto. Esta última lo apreció en la palma de su mano, y cuchicheo risas de nuevo.
—¿Pensaste que no me daría cuenta de este chico malo, Quetzalcito? —dijo— ¿No después de la barbaridad que me hizo Uitstli? ¡Qué zarrapastroso eres! —encerró el amuleto en un puño y lo apretó. Quetzal temió porque Omecíhuatl destruyera el objeto, pero no lo hizo. En cambio, los tanteó con una sonrisa— Me encargaré de esto y de la lanza después. Venga. Es hora de llevarlos a Omeyocán.
Para este punto, la totalidad de las deidades aztecas que estaban sometidas ahora eran solo cuerpos sin cabezas. Las cabezas se habían acumulado en un mismo punto donde los Sacrodermos los acumulaban como trofeos. El miedo se impregnó en los rostros de los Manahui y del propio Quetzalcóatl. Sin el talismán, ¡¿cómo podrían salir de esta situación?!
El pánico persistió, hasta que, sin previo aviso, fue amartillado por el jadeo de Huitzilopochtli, quien dijo las siguientes palabras:
—Me... ¡Rehúso!
Y todos los presentes se quedaron helados de la sorpresa al ver como el Dios de la Guerra, contra todo pronóstico, se estaba reincorporando del suelo. Batallando y resquebrajando lentamente invisibles cadenas que lo presionaban y lo intentaban devolver al piso, Huitzilopochtli se ponía de pie, la mirada desafiante fija en una sorprendida Omecíhuatl quien no podía creer que aquel bastardo siquiera tuviera la fuerza para oponerse a su poder divino. Incluso los inexpresivos Sacrodermos hacían gestos de echarse para atrás, mostrando su misma ingenuidad como ella.
—Yo no... ¡seré retenido por esto de nuevo! ¡NUNCA MÁS! —balbuceó Huitzilopochtli, sus músculos retemblando alocadamente, las venas hinchándose bajo su piel. Se terminó de reincorporar, y erguía de a poco la espalda, la escarcha dorada a su alrededor desvaneciéndose.
—¡CHINGADO INSOLENTE! —chilló Omecíhuatl. Agitó un brazo hacia delante, concentrando todo su poder sellador sobre Huitzilopochtli. La escarcha dorada reapareció sobre la espalda del Verdugo Azteca, haciendo que trastabille y se incline hacia delante, por poco cayendo. El suelo bajo él se resquebrajó profundamente... pero Huitzilopochtli se negó a ser aplastado por la fuerza divina de la Suprema. Los Manahui se quedaron sin aliento. Mechacoyotl y Nahualopitli dieron más pasos hacia atrás, ambos sintiendo el extraño e inminente renacer del poder de Huitzilopochtli surgiendo de los fondos abisales de su alma mixta.
—¡Te tomará más que juegos mentales y jugarretas para detenerme! —maldijo Huitzilopochtli. Dio dos pisotones al suelo, y de a poco fue irguiendo la espalda. La escarcha dorada comenzó a evaporarse rápidamente de su cuerpo, y fue reemplazado por repentinas corrientes eléctricas, arabescos de fuego y densos soplidos de viento. La escarcha también se estaba desapareciendo de los cuerpos de Quetzal y los Manahui, para sorpresa de estos. Omecíhuatl ensanchó los ojos y se quedó boquiabierta, sus ojos fijos en los blancos restallantes del Verdugo Azteca— Puede que mi cuerpo, mi alma, mis poderes... ¡Nada de eso sea mío! ¡PERO HAY ALGO DE LO QUE NUNCA PODRÁS QUITARME!
Las cadenas primordiales se quebraron con chillante fragor. Los glifos aztecas dibujados en el piso se desvanecieron con explosiones lumínicas que cegaron a Omecíhuatl, Mechacoyotl y Nahualopitli. Las heridas y los sangrados de todo su cuerpo se curaron instantáneamente. El peso que oprimía sobre Quetzal y los Manahui se deshicieron por completo, permitiendo que se pusieran de pie para luego ser empujados por la onda expansiva que expulsó Huitzilopochtli con el siguiente alarido:
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|◁ II ▷|
El aura divina de Huitzilopochtli estalló como un asteroide impactando contra la tierra. Su halo erizado se elevó más y más, hasta alcanzar los veinte metros de altura. El supersónico grito de Huitzilopochtli se esparció por gran parte de Aztlán, sus ondas expansivas alcanzando perímetros tan grandes que se asemejaban en tamaño al cráter que dejó con su relámpago. El halo divino de Huitzilopochtli se intensificó hasta límites insospechados; tan fulgurante fue que Quetzal, Zaniyah, Zinac, Xolopitli y Tepatiliztli, incluso sin poderes todavía, sintieron el vigor correrle por sus venas.
De repente, Huitzilopochtli apareció frente a Omecíhuatl en un abrir y cerrar de ojos, sorprendiendo a la Suprema Azteca con un salvaje puñetazo de fuego directo en su mejilla.
La onda expansiva generada por el golpe fue tan masivamente poderosa que generó un anillo supersónico, hizo que los esqueletos de los Sacrodermos se resquebrajaron y los edificios de alrededor se desmoronaron y cayeron sobre muchos Centzones, matándolos en el acto. Huitzilopochtli se impulsó a toda velocidad hacia Omecíhuatl, dejando al resto del equipo rezagado en la encrucijada.
Quetzal y los Manahui actuaron rápidamente: el Dios Emplumado corrió hacia Nahualopitli, le propinó un empujón con su hombro con lo cual el talismán y Malina cayeron de sus brazos. Agarró el primero extendiendo un brazo, mientras que la segunda era atrapada por los brazos de Tepatiliztli. La médica azteca derrapó por el suelo, esquivando ágilmente los ataques de los Sacrodermos hasta ocultarse bajo la marquesina de un edificio.
Zinac agarró a Xolopitli y este se trepó hasta sus hombros. Ellos y Zaniyah, con espadón en mano, corrieron rápidamente hasta Quetzal, esquivando como pudieron la lluvia de espadazos, hachazos y zarpazos torpes de los Sacrodermos, recibiendo en el acto los disparos del Orkisménos de un voceador Xolopitli y quedando más inmóviles. El Dios Emplumado alzó su brazo por encima de su cabeza, este siendo envueltos por hélices de aura divina, y después impactó el talismán en el suelo, generando una explosión de luz que le devolvió sus poderes, incluyendo a Tepatiliztli oculta bajo la marquesina.
Zinac desplegó sus alas, Xolopitli alzó su espada-rifle, Quetzal apuntó sus pistolas y Zaniyah despidió llamaradas por las hojas dobles de su espada. Al otro lado de la calle, Nahualopitli y Mechacoyotl se reunían con los Sacrodermos restantes. Demonio azteca y zorro robótico intercambiaron miradas. Xolopitli chirrió los dientes, el odio más masivo que jamás ha sentido hirviéndole la sangre al ver a dos de sus peores enemigos hombro a hombro.
Nahualopitli se quedó viendo al nahual mapache con el ceño fruncido.
—¿Tlahuit_789? —musitó.
—¿Conoces a este malnacido? —preguntó Mechacoyotl—. No pensé que esa rata inmunda tuviera de enemigo al temerario Nahualopitli.
—Yo cree esa abominación —Nahualopitli estiró un brazo y señaló con una garra negra a Xolopitli— ¡¿Cómo una porquería como tú ha sido capaz de llegar a este mundo?!
—Ah, ¡¿conque a esas vamos?! ¡OK! Te devuelvo la pregunta —Xolopitli dio un paso hacia delante y el pulso del plasma de Orkisménos se acumuló con potencia en el cañón— ¡¿CÓMO UNA PORQUERÍA COMO TÚ ESTÁ EN ESTE MUNDO?!
Nahualopitli se quedó mudo unos instantes. Una explosión de risas salió de lo más profundo de su garganta, tan histéricas y contagiosas que Mechacoyotl comenzó a reírse también. Xolopitli chirrió los dientes de la angustia. Zinac le puso una mano encima y le ladeó la cabeza en gesto indicativo. El nahual mapache se relajó, y asintió con la cabeza, comprendiendo el mensaje de su amigo.
Mechacoyotl comenzó a levitar unos centímetros por encima del suelo. En ese instante, Nahualopitli dio un pisotón a la tierra, generando ondas expansivas de fuego negro que se esparcieron por todo el terreno. Los Sacrodermos tras ellos comenzaron a marchar a la par de sus amos. Xolopitli, Zinac, Quetzal y Zaniyah se prepararon para el asalto.
El demonio azteca invocó dos agujeros negros en sus manos. El zorro robótico desplegó cañones circulares alrededor de sus muñecas que comenzaron a rodar a gran velocidad, generando electricidad anaranjada. Los ojos del primero y el rostro digital del segundo refulgieron en poderosas tonalidades púrpura-naranja que les envió corrientazos de terror a los Manahui Tepiliztli.
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7
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Omecíhuatl voló sin control alguno por el aire. Chocó con incontables edificios, abriendo agujeros en estos y generando desmoronamientos de torreones estruendosos. La Suprema Azteca despegó un grito estridente y esgrimió su espadón. La Macuahuitl disparó una onda de choque que la detuvo bruscamente en el aire. Pero antes de poder dar algún respiro, Huitzilopochtli se le apareció detrás, el puño envuelto en fuego y electricidad listo para arremeterla.
Omecíhuatl se dio la vuelta, sintiendo la presencia de él tras ella. Arremetió con un veloz espadazo, pero los nudillos de Huitzilopochtli fueron más veloces, y conectaron salvajemente con el estómago de la Suprema. La reina del Panteón Azteca vomitó sangre al aire, su cuerpo se inclinó horridamente hacia delante por el golpe, y salió de nuevo despedida por los aires.
El Dios de la Guerra interceptó a la Suprema Azteca en el aire, propinándole un puñetazo doble en la espalda. El golpe género un estallido sónico que barrió con los nubarrones, y la Suprema Azteca salió disparada hacia abajo. El Verdugo Azteca repitió el proceso de interceptarla en el aire, y de nuevo, y de nuevo, y de nuevo, y de nuevo... Con cada golpe que le propinaba, las explosiones supersónicas removían el firmamento de las nubes grises, y los estruendos que generaban se oían por toda la ciudad de Aztlán y más allá. El cielo mismo sufrió potentísimos terremotos por los constantes embates de Huitzilopochtli que no le dejaban ni un solo respiro a Omecíhuatl.
Una malherida Omecíhuatl abarrotada de moretones salió disparada hacia la atmósfera, atravesando fugazmente los pocos nubarrones que quedaban. Huitzilopochtli fue más veloz y se elevó hasta lo más alto del cielo, hasta un punto en el que casi se podía ver el resto de reinos divinos que componían todas las tierras de los dioses. En sus manos acumuló fuego y electricidad, ambos compuestos formándose alrededor para formar un gran cascaron de plasma que empezó a girar a gran velocidad. El cuerpo de Huitzilopochtli empezó a dar giros y, entonces, se impulsó brutalmente de regreso hacia la tierra.
—Cenizas de Guerra... ¡¡¡ESTRELLA HUMEANTE DE TEZCATLIPOCA!!!
El Dios de la Guerra dejó de girar a mitad de camino de su trayectoria, y apuntó sus puños directo hacia el cuerpo voluble y sin control de Omecíhuatl. Las distancias se acortaron abismalmente. Huitzilopochtli estuvo a nada de impactar contra la Suprema Azteca... hasta que, repentinamente, esta se dio la vuelta y le dedicó una sádica y sagaz sonrisa. Huitzilopochtli sintió un corrientazo que le puso los pelos de punta, pero no se detuvo. Persistió en su veloz caída.
Las heridas se regeneraron, y el cuerpo voluptuoso de Omecíhuatl se renovó. La Suprema levantó un brazo, la mano hacia abajo. Y a pocos metros de que el meteorito que era Huitzilopochtli impactara contra ella, Omecíhuatl alzó la mano, y un glifo azteca dorado apareció su palma, disparando fugaz destello contra el Dios de la Guerra.
Repentinamente hubo una explosión que sacudió los cielos de todo el Reino de Aztlán. El fuego y la electricidad que envolvían al Verdugo Azteca como un aura se desvanecieron con un estruendoso chasquido. Huitzilopochtli quedó expuesto, sus poderes removidos de nuevo, el semblante con una expresión de sorpresa absoluta.
Omecíhuatl se abalanzó hacia él y lo fulminó con un revés que por poco le dislocó el cuello. Tras eso lo agarró por el grueso cuello, y empezó a aplastarlo. Huitzilopochtli gruñó, y comenzó a sofocarse con su sangre acumulada en su garganta, los dedos de Omecíhuatl aplastando poco a poco su cuello.
—¡¿Pero cuántas veces te tengo que recordar que JAMÁS VENCERÁS A TU SUPREMA?! —vociferó Omecíhuatl, su voz deificada para este punto, produciendo ecos en todo el espacio.
—La misma... cantidad de veces... que te recordaré que yo... —los ojos inmaculados de Huitzilopochtli restallaron, y su aura divina empezó a renacer alrededor suyo, luchando ferozmente contra la magia de neutralización divina de Omecíhuatl— ¡NO ME RENDIRÉ!
—¡CÁLLATE... —Omecíhualt anuló el aura divina de Huitzilopochtli con un puñetazo— LA PERRA... —lo fulminó con otro puñetazo— PUTA... —lo remató con un mandoble, y la Macuahuitl lo golpeó severamente en su abdomen, haciendo que vomite sangre al aire— BOOOOOOCAAAAAAAAAAAAAAA!
Omecíhuatl estampó su mano sobre el rostro del aturdido Dios de la Guerra. Su aura dorada escarchada la envolvió como un cometa, y ella, junto con Huitzilopochtli, salió despedida a toda velocidad de regreso hacia la tierra, atravesando numerosos rascacielos y protuberancias de roca negra en el proceso. La destrucción masiva se imprimió más sobre Aztlán con lluvias de escombros que mataron a cientos de dioses aztecas.
Para ellos, el fin del mundo como lo conocían ha llegado a su fin.
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|◁ II ▷|
Tepatiliztli se mantuvo a raya con el combate campal que se desenvolvía al otro lado de la encrucijada atiborrada de escombros y cadáveres de Sacrodermos. Resguardó a la inconsciente Malina tras un amasijo de cascajos, y asomó la vista por encima del parapeto, la respiración agitada de ver como Zinac y Zaniyah luchaban fieramente contra Mechacoyotl, mientras que Quetzalcóatl y Xolopitli disparaban constantemente sus armas contra Nahualopitli, y este absorbía sus proyectiles con los agujeros negros de sus manos.
La desesperanza por la supervivencia asoló a Tepatiliztli como un ariete. Sus pensamientos fueron inundados por la toxicidad de la muerte. La médica azteca agitó la cabeza y eliminó esos pensamientos de su cabeza lo mejor posible. <<No hemos llegado tan lejos solo para morir patéticamente...>> Pensó, apretando los dedos alrededor del mango de su lanza y analizando la brutal batalla entre Zinac y Zaniyah contra Mechacoyotl, a la espera de poder hallar un resquicio que le permitiera entrar en combate.
A su mente llegó la imagen de su hermano. Uitstli se dio la vuelta, y le dedicó una sonrisa motivadora. Tepatiliztli apretó los dientes y la vehemencia se dibujó en su mirada. <<Viviré por ti, hermano... ¡Viviré por ti y por Yaocihuatl!>>
—¿Q... qué es esto...?
El farfulleo la tomó por sorpresa. Se dio la vuelta, y descubrió a Malinaxochitl abrir con lentitud los ojos hinchados y mirar nerviosamente su devastado derredor. La Diosa Hechicera se inclinó hacia delante, gruñendo del dolor.
—¿Dónde estoy? —masculló ella, la sangre manando de sus labios. Giró bruscamente la cabeza al oír el fragor de la batalla al otro lado de la intersección— ¡¿Q-qué sucede?! ¡¿Quién eres tú?!
—¡Hey, hey, tranquila! —balbuceó Tepatiliztli, sosegándola con gesto de manos— ¡Estoy de tu lado! Estoy de... ¡CUIDADO!
La médica azteca se abalanzó hacia Malina y la rodeó con sus brazos, llevándosela consigo y evitando que el filo negro de un hacha la alcanzara. El Sacrodermo derribó la montaña de escombros con su gigantesco y fornido cuerpo de dos metros, y se abalanzó hacia Tepatiliztli, arremetiéndola con otro mandoble. La médica azteca bloqueó el ataque con una esgrima de su lanza; la fuerza imperiosa del ataque la empujó brutalmente, a ella y a Malina impactaron contra la fachada de un edificio.
Tepatiliztli empujó a Malina e invocó raíces que se la llevaron lejos de ella. La médica azteca velozmente giró hacia la derecha, esquivando el potente impacto del Sacrodermo a la fachada. Se desplazó por la superficie de la fachada, saltando de balcón en balcón, la hórrida bestia tras ella. Tepatiliztli cayó al suelo de forma aculillada, enterrando una flor de luz en el suelo. Rápidamente se retiró, y justo el Sacrodermo saltó hacia ella. Del subsuelo emergieron fugazmente raíces puntiagudas que empalaron al Sacrodermo, y lo dejaron colgando en el aire.
Tepatiliztli corrió alrededor de la calle con tal de interceptar las raíces que se habían llevado a Malina. Pero justo al cruzar la encrucijada, fue sorprendida por el repentino martillazo de un Sacrodermo que apareció detrás de una esquina, la estampó con un puñetazo, y la sometió poniéndole un pie sobre su estómago. Tepatiliztli trató de alcanzar su lanza extendiendo su brazo e invocando raíces, pero estas últimas fueron cortadas por otro Centzon, que después la sometió agarrándola de los brazos y estirárselos hasta casi romperle los huesos. Tepatiliztli chilló del dolor, pero no fue oída por el resto del equipo.
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Al otro lado de la avenida, Zaniyah esquivó el cañonazo eléctrico de Mechacoyotl y contraatacó velozmente con un espadazo certero en su vientre. Zinac prosiguió con el asalto, propinándole un puntapié directo en su yelmo. Zaniyah fulminó sus piernas con dos mandobles poderosos acompañados por arabescos de fuego. Mechacoyotl trastabilló, extendió un brazo y agarró a Zaniyah por el cuello. La alzó al aire, solo para que su brazo recibiera un feroz zarpazo del ala de Zinac que hizo que sus dedos la soltaron. En la caída, Zaniyah aprovechó el instante para estirar su brazo, chasquear los dedos, y hacer que las flamas acumuladas en sus piernas estallaran en estruendosas explosiones.
Zinac agarró a Zaniyah por el brazo y de un impulso de sus alas retrocedieron, marcando varios metros de distancia de su enemigo. El humo alrededor de las piernas de Mechacoyotl se deshizo... intactas. No había ni una sola muestra de magulladura en ellas.
—¡Carajo! —masculló Zaniyah, apretando un puño— ¡¿Pero qué tan puto resistente es este infeliz?!
—Tanto como para que siquiera puedas comprenderlo, niñita... —afirmó Mechacoyotl, la cabeza agachada y ladeada en gesto de decepción. Irguió la espalda, y los señaló a ambos con un brazo extendido— ¡Qué pendejo e insulso fui al pensar que ustedes habrían mejorado en sus poderes! ¡PERO NO!
Rápidamente su brazo se convirtió en un cañón de riel que disparó ondas eléctricas invisibles hacia el dúo de Manahui. Sorpresivamente, Zinac y Zaniyah fueron empujados con gran brutalidad hacia el suelo, siendo oprimidos por una inmensa fuerza gravitacional que los aplastaba hasta el punto en que el suelo bajo ellos se resquebrajó, erosionándose poco a poco en un agujero cada vez más profundo.
—¡SIGUEN SIENDO LOS MISMOS DEBILUCHOS DE SIEMPRE!
Zaniyah y Zinac apretaron los dientes y trataron con todas sus fuerzas de levantar sus cuerpos. Todo fue en vano. El opresor campo gravitacional los empujaba al suelo y los engullía con el peso de más de cien rascacielos unos sobre otros. El sudor les perló la frente, y seguido de ello la sangre recorrió sus sienes y mejillas. Zaniyah cerró los ojos, y una lágrima le cayó por el mentón.
—¡Z... ZINAC....! —chilló la joven del puro dolor.
—¡Aaaagh...! ¡Agárrate de mí, Zaniyah! —vociferó Zinac en una desesperada respuesta, estirando su brazo.
Zaniyah hizo lo mismo, pero antes de que sus dedos pudieran entrelazarse, Mechacoyotl incrementó la intensidad de la gravedad, provocando que el agujero en el suelo se ensanchara, y Zinac y Zaniyah fueran sepultados todavía más hondo, sus huesos quebrándose, sus cerebros hirviendo y sus corazones bombeando sangre ardiente que les hincó las venas en todo el cuerpo. Ambos Manahui chillaron del dolor más absoluto.
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10
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Quetzalcóatl pateó habilidosamente varios escombros del suelo, usándolos como distracción para que Nahualopitli los hiciera desaparecer con los agujeros negros de sus manos. Al instante lo fulminó con varios disparos de sus pistolas. Nahualopitli previó su ataque, y velozmente se deslizó por el aire con fugaces movimientos serpentinos, esquivando en un abrir y cerrar de ojos sus balas divinas.
—¡Tan patéticamente débil te has vuelto, Quetzalcóatl! —exclamó el demonio azteca, extendiendo su larga lengua para darse lamitas en sus labios y nariz— Directamente es que ya no eres rival para mí, y lo que soy ahora.
Quetzal no pudo evitar sentir la impotencia asaltarlo en su temple. Alzó sus pistolas, y Nahualopitli sus agujeros negros para defenderse. De repente, se oyó un disparo en las cercanías. El demonio azteca recibió el disparo justo en su espalda que le provocó una explosión de plasma gris. Nahualopitli gruñó de la sorpresa y se dio la vuelta, fijando su furiosa vista en un Xolopitli que se encontraba en lo alto del parapeto de un balcón.
—¡Lo que eres ahora es EL DOBLE DE MARICÓN DE LO QUE ANTES ERAS! —exclamó el nahual mapache, apretando el gatillo varias veces y siendo levemente empujado por el retroceso del arma.
—¡TÚ NO ME IRÁS DE AQUÍ! —maldijo Nahualopitli, juntando ambos agujeros negros y formando uno solo que incrementó brutalmente su tamaño, absorbiendo en el proceso los disparos de la Orkisménos.
Nahualopitli aumentó el tamaño de la esfera oscura hasta volverla el doble de grande que su cabeza. La empujó con ambas manos, y el proyectil salió despedido vertiginosamente hacia Xolopitli. El nahual mapache se hizo al rifle a la espalda y saltó hacia el otro porche, esquivando por poco la esfera negra que pasó atravesando la fachada, dejando tras de sí un enorme boquete. Nahualopitli no se detuvo allí; invocó más agujeros negros en las palmas de sus manos, y acribilló sin descanso alguno a Xolopitli, forzándolo a escapar únicamente por medio de los balcones, llevándolo hasta un camino sin salida.
Justo cuando Xolopitli llegó al último balcón, se detuvo abruptamente al ver como ya no había más hacia donde saltar más que un abisal acantilado. Nahualopitli sonrió de oreja a oreja, invocó otro agujero negro en la palma de sus manos, pero antes de poder arrojarla, sintió una presencia a su lado. Seguido de eso vio algo por el rabillo del ojo. Se dio la vuelta, y ensanchó los ojos al ver el cañón de una de las pistolas de Quetzalcóatl a meros centímetros de su rostro, resplandeciendo con un fulgor verde tan potente que lo cegó.
El Dios Emplumado apretó el gatillo, y el disparo divino fue tan monumental que generó un denso humo que recubrió toda la cabeza de Nahualopitli. El demonio azteca trastabilló, saliendo del humo y revelando su cabeza inclinada hacia atrás. Quetzalcóatl se lo quedó viendo con el ceño fruncido y las pistolas en alto. El demonio azteca cuchicheó nocivas risitas endemoniadas, y bajó la cabeza, revelándole a un anonadado Quetzal un pequeño agujero negro dentro de su boca con la cual absorbió su disparo.
—¡¡¡AAAAAAAAAAHHHHHHHHH!!!
El bramido adolorido salido de lo más profundo de la garganta de Quetzalcóatl heló la sangre de Xolopitli, ocultó detrás de un amasijo de escombros. Se horrorizó al ver al aguerrido Dios Emplumado inclinarse hacia atrás, caer de espalda al piso y empezar a rodar de izquierda a derecha mientras profería insoportables alaridos chillantes, la sangre dibujando rastros por toda la superficie.
—¡Aaaawwwww! ¡QUÉ TRISTE! —exclamó Nahualopitli, sonrientes, la cabeza ladeando de lado a lado— Quetzalcóatl, el dios más prodigioso de todo el Panteón... ¡Reducido a ser sometido con tal solo extirparle el pie! —estalló en carcajadas al ver a Quetzal apretar los dientes y agarrarse el tobillo sangrante con ambas manos— ¡QUE DELEITE! ¡PRIMERO LOS REYES DEL MICTLÁN, Y AHORA QUET...!
Un disparo silbó por el aire. Nahualopitli lo alcanzó a oír, y esquivó el disparo desviando la cabeza. La sonrisa ególatra se deformó en una airada. Se volvió rápidamente, moviendo sus manos para absorber los disparos con sus agujeros negros. Xolopitli, al otro lado de la calle, corría directo hacia él mientras disparaba sin césar su Orkisménos. El demonio azteca chirrió los colmillos al ver al nahual mapache abalanzarse hacia él, como si poseyera el poder suficiente para oponerle resistencia alguna.
—¡¡¡RATA INMUNDAAAAAA!!! —chilló Nahualopitli, su implacable aura carmesí estallando alrededor suyo y generando tifónicos vientos que empujaron brutalmente a Xolopitli. El nahual mapache salió despedido por los aires hasta impactar contra un pilar. La espada-rifle se le escapó de su mano, y derrapó por el suelo hasta perderse de vista. Nahualopitli desapareció y reapareció cerca de Xolopitli. Caminó hacia él, sus pisadas generando anillos de fuego púrpura a su paso— ¡TANTO QUE HE HECHO PARA ELIMINAR TU EXISTENCIA EN EL OTRO MUNDO! ¡TANTO QUE EVITE QUE TU NOMBRE INSUBORDINARA EN MIS DEMÁS EXPERIMENTOS! ¡Y AHORA TE ATREVES A MOSTRAR TU PUTREFACTA PRESENCIA ANTE MÍ! ¡¡¡DE NUEVO!!!
Nahualopitli se posó frente al endeble Xolopitli. Quetzal, tirado en el suelo bocabajo, temió porque el demonio azteca lo matase consumiéndolo con uno de sus agujeros negros. Pero en cambio hizo algo distinto que lo tomó por sorpresa. Nahualoptili agarró impulso, encogió una pierna hacia atrás y, con todas sus fuerzas, le conectó un horrendo puntapié en el pequeño estómago de Xolopitli. El crujir de costillas resonó, y el nahual mapache vomitó sangre con un grito de espanto.
El crujir de costillas se intensificó en todo el ambiente. El revoltijo de intestinos fue hórrido. El estómago de Xolopitli se deformó varias veces por las incesantes patadas de Nahualopitli, hasta el punto de vomitar tanta sangre que parecía que regurgitaría un órgano en cualquier instante. Quetzalcóatl, arrastrándose por el suelo mientras se desangraba sin parar por su pie cercenado, alzó con lentitud una de sus pistolas y la apuntó hacia la espalda del enfurecido Nahualopitli.
Pero antes de poder apretar el gatillo, su brazo fue aplastado al suelo, agarrado por las tenazas de un Sacrodermo. Otros dos aparecieron detrás suyo y lo retuvieron agarrándolo de sus piernas, su cintura y sus hombros con sus zarpas, enterrándolas dentro de su carne para inmovilizarlo. Quetzalcóatl apretó los dientes de la impotencia, sus oídos atiborrándose con los irritantes y ruidosos sonidos de huesos siendo rotos, de órganos estallando y de sangre regándose por el suelo.
—¡¿Has olvidado lo que te dije, Tlahuit_789?! —maldijo Nahualopitli, deteniendo sus patadas. El cuerpo lleno de moretones de Xolopitli recaía sobre el suelo, bocarriba, incapaz de mover algún músculo, el charco de sangre creciendo bajo él— El único motivo por el que los he creado a ustedes, los nahuales, fue para experimentar el limite del cuerpo humano bajo los efectos de la magia del Mictlán. El hecho que ese mago de mi Culto te haya transformado, y después te haya traído como prueba fidedigna de que los humanos son capaces de manejar esta magia, ¡ME REPULSA! —señaló a Xolopitli con un dedo acusador— ¡TÚ ERES UNA ABOMINACIÓN! ¡¡¡NO TIENES ORGULLO, NI SUEÑOS, NI SENTIMIENTOS!!!
El silencio reinó entre ambos. Xolopitli, con la respiración forzada y la garganta inundada de sangre, miró desafiante a Nahualopitli... y lo denigró con una sonrisa vanidosa.
El demonio azteca perdió los cabales y reavivó la incesante lluvia de patadas sobre Xolopitli, esta vez tomando más impulso y haciéndolo ver, a ojos de Quetzal, muchísimo más sanguinario. El pilar en el cual estaba Xolopitli se manchó por completo de sangre. El Dios Emplumado intentó alzarse, pero la fuerza compresora de los Sacrodermos lo presionaban de nuevo al suelo, con tanto peso que Quetzal sentía como sus huesos se rompían lentamente.
—Detente... —musitó Quetzal, la rabia trepándose por sus tuétanos.
—¡MUÉRETE! ¡MUÉRETE! —vociferaba Nahualopitli, los ojos rojos restallando de la ira incontrolable.
—¡Detente...! —Quetzal enterró sus dedos dentro del asfalto.
—¡MUÉRETE! ¡MUÉRETE! ¡MUÉRETE!
—¡DETENTEEEEEE, NAHUALOPITLIIIIIII!
El aullido estrepitoso e impotente de Quetzalcóatl reverberó en todo el perímetro. A duras penas fue capaz de alzar la cabeza, rodeada por las zarpas de un Centzon. Gritó hasta quedarse sin aliento, en un vano intento por llamar la atención de Nahualopitli para que detuviera esta brutal masacre sobre el desgraciado nahual mapache.
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https://youtu.be/51-kIn7Uufs
ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯
|◁ II ▷|
Repentinamente se oyó un ensordecedor ruido deificado en todos lados. Seguido de ello un resplandeciente fulgor dorado brilló en el lugar de batalla. Nahualopitli detuvo sus patadas, Mechacoyotl desactivó su arma gravitacional, y ambos alzaron sus cabezas, logrando divisar en el cielo la sinuosa silueta de Omecíhuatl descender lentamente de los cielos. En su mano izquierda sostenía la cabeza de un inerte Huitzilopochtli, los brazos colgando de los hombros como si estuviera muerto.
—He... hermano... —farfulló Quetzal, la mitad de su rostro enterrado bajo la piedra.
Omecíhuatl aterrizó en el suelo y tiró al endeble Huitzilopochtli al piso. Este cayó con estrepito, produciendo un breve temblor. Quetzal y los Manahui (estos últimos siendo presa de los Sacrodermos y siendo arrastrados por el suelo hasta llegar a él) quedaron totalmente horrorizados al ver como el poderoso Dios de la Guerra se hallaba sin energías tendido en el piso, incapaz de mover los brazos para erguirse. La Suprema Azteca caminó a su alrededor y, de la rabia imperiosa, le propinó una patada en las costillas. Huitzilopochtli emitió un quejido ahogado, y apretó los dientes.
—Tráiganlos todos acá —ordenó Omecíhuatl, señalando con su Macuahuitl el lugar donde se hallaba tirado Huitzilopochtli— ¡DEPRISA!
Los Sacrodermos trajeron a rastras al grupo y los tiraron irrespetuosamente al suelo junto con el desahuciado Verdugo Azteca. Los colocaron a todos en una hilera, con Huitzilopochtli en el centro. Omecíhuatl se quedó viendo fijamente a uno de los Sacrodermos volar por el aire, trayendo en sus brazos a la consciente Malinaxochitl. La Diosa Hechicera tenía la mirada confusa y estaba agitada; sus jadeos se intensificaron cuando el Sacrodermo la tiró al suelo y rodó hasta llegar al lado de Huitzilopochtli y Quetzal.
Al otro lado de la hilera, el agónico Xolopitli fue tirado al suelo por otro menos que Nahualopitli. Zaniyah no pudo reprimir el sollozo de verlo tan acabado. Zinac y Tepatiliztli se auparon inmediatamente a él, alertados por todos los moretones de su cuerpo. Los Sacrodermos los agarraron de sus hombros y los obligaron a volver a sus puestos en la hilera. Otro Centzon agarró a Xolopitli de la cabeza y lo hizo ponerse de rodillas. Como pudo, el nahual mapache se mantuvo estable, aunque se tambaleaba sin césar y no dejaba de borbotar sangre por su hocico.
—Aquí es, Huitzi —exclamó Omecíhuatl, extendiendo ambos brazos y sonriendo divertida—. Hasta aquí llegamos tú y yo —Malina se abrazó a Huitzilopochtli, y esta la estrechó a su cuerpo como si no quisiera soltarla por nada en el mundo. Omecíhuatl se masajeó el mentón y bufó—. Huitzilopochtli, suelta a la niña. Es a ti a quien quiero matar, no a los dos.
—Me niego... —se limitó a mascullar él.
Omecíhuatl arrugó la frente y miró a Mechacoyotl. Este último asintió con la cabeza, y uso su cañón gravitacional para separarlos. Malina cayó al piso, mientras que Huitzilopochtli fue aplastado por el opresivo campo gravitacional alrededor suyo, al punto en que lo hizo inclinarse. Omecíhuatl se aproximó a él y se acuclilló, su mano apoyada en el pomo de su Macuahuitl dorada.
—¿Últimas palabras, Huitzi?
La tensión se palpó en el aire con el silencio que procedió a su pregunta. Quetzal y los Manahui se quedaron viendo con temor a Huitzilopochtli. El Dios de la Guerra empleó sus últimas fuerzas para contrarrestar la gravedad, erguir la espalda y mirar a Omecíhuatl directo a los ojos. La Suprema frunció el ceño al no ver ni una pisca de terror en su semblante. No. Lo que había era coraje por montón.
—Podrás matarme... podrás... convertir a mi hermana... en tu esclava... —Huitzilopochtli se mordió el labio partido, haciendo que sangrara— Pero eso... nada de eso... cambiará el hecho de que mi familia... ¡Mi dinastía! ¡La de Cihuacóatl...! —hizo una breve pausa— Fue lo mejor... que le pudo haber pasado a Aztlán... —se inclinó levemente y le habló muy cerca al rostro de Omecíhuatl. El Dios de la Guerra sonrió con osadía— Tu reinado será efímero.
El silencio volvió a gobernar entre ambos. La pausa silenciosa fue un quebradero de espíritus. Quetzal, Malina y los Manahui presentían que estas serían sus últimas palabras. El Dios Emplumado, con los labios temblorosos, ya podía ver a Omecíhuatl ejecutar con sendos espadazos a Huitzilopochtli, igual que lo hizo con Mixcóatl.
La Suprema Azteca asintió con la cabeza y cuchicheó risas vanidosas. Se encogió de hombros y ladeó la cabeza. Se reincorporó, retrocedió dos pasos y empuñó su espadón con ambas manos.
—¡Te arrepentirás de esas palabras! —exclamó, alzando el arma por encima de su cabeza y a punto de descargar el primer golpe. Los Manahui contuvieron la respiración. Malina chilló horridamente el nombre de su hermano. Quetzal también. Ambos sintieron la necesidad de moverse y de hacer algo, pero entre que una estaba malherida, y el otro perdió su pie, nada podrían hacer para la inminente tragedia.
Pero antes de poder ejecutar el espadazo, Omecíhuatl recibió un repentino disparo directo en su cráneo, interrumpiendo sus movimientos y haciendo que trastabille de la confusión. Se llevó una mano a la frente; no sintió ni vio sangre en sus dedos. El disparo fue proseguido por un repentino azote de múltiples disparos viniendo de todos lados. Varios Sacrodermos cayeron al suelo, malheridos o muertos. La confusión se apoderó rápidamente de todo el lugar. El torbellino de disparos respingó por todo el perímetro, confundiendo a todas las tropas de Centzones. Mechacoyotl y Nahualopitli miraron sus derredores en busca de los perpetradores; el primero pudo ver por sus radares varios efectivos viniendo desde varios flancos, mientras que el segundo se obligó a retroceder y a refugiarse detrás de manadas de Sacrodermos para no ser batido por los disparos de plasma... que provenían de las lanzas-rifles de los soldados pretorianos.
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|◁ II ▷|
La conmoción de los disparos desconcertó a los Dioses Azteca y los Manahui, pero al mismo tiempo les dio el resquicio que necesitaban para escapar. Zinac se agazapó y abrazó a Zaniyah, sirviéndose como escudo para protegerla. Tepatiliztli agarró el cuerpo de Xolopitli y se abrazó a él también. Huitzilopochtli agarró a Malina y Quetzal de sus cuellos y, junto a los Manahui, se impulsaron rápidamente hacia una montaña de escombros donde obtener cobertura.
Asomaron la vista por encima de las piedras y vieron, a lo lejos, al final de la autopista, a un nutrido pelotón de soldados pretorianos haciendo una formación de escudos de plasma y permitiendo a los fusileros apuntar sus lanzas-rifles y disparar a diestra y siniestra contra los Sacrodermos. De detrás de las filas de valientes soldados romanos emergió la figura de un comandante, alto y musculoso, con una capa de piel sobre sus hombros y melena blanca grasienta.
—¡LA AUTORIDAD DE LOS PRETORIANOS HA LLEGADO A PONER FIN A ESTA CRISIS! —vociferó Publio Cornelio Escipión, alzando un brazo en el cual sostenía una pistola negra. Apretó el gatillo, y del cañón salieron disparos de plasmas que volaron los sesos de un par de Sacrodermos que intentaban huir por las intrincadas calles— ¡EL PANTEÓN AZTECA NO CAERÁ HOY! ¡NI NUNCA!
El disturbio de la llegada de los Pretorianos y su torbellino de disparos obligó a toda la manada de Centzones Sacrodermos a retroceder y buscar cobertura. Nahualopitli apretó los dientes y siguió retrocediendo, viéndose algo vapuleado por la incesante lluvia de disparos que provenían de todas partes, incluso del cielo por el cual volaban a toda velocidad aviones de combate dirigidos por inteligencias artificiales. Los Sacrodermos estaban cayendo como moscas, y eso dejó anonadado a Nahualopitli, Mechacoyotl y Omecíhuatl al mismo tiempo.
Zinac, oculto tras los escombros con el resto del grupo, viró los ojos hacia el Orkisménos de Xolopitli, tirado como basura en mitad de tumulto de cuerpos de Sacrodermos. El nahual quiróptero se abalanzó hacia él. Zaniyah y Tepatiliztli le gritaron en un intento vano por detenerlo. Zinac reptó velozmente a través de los cuerpos y consiguió llegar hasta la espada-rifle. La recogió del suelo, pero justo un Sacrodermo apareció de la nada, arremetiéndolo con un mandoble de su espada envuelta en fuego negro.
De repente, la cabeza del Centzon estalló en una intensa salpicada de sangre negra. El cuerpo cayó de bruces, y Zinac se dio la vuelta en dirección al origen del disparo. Ensanchó los ojos al ver a otro nutrido regimiento de soldados pretorianos y de centuriones autómatas abalanzarse hacia el lugar en una coordinada marcha romana... liderada nada más y nada menos que por Sirius Asterigemenos.
—¡VE, ZINAC! ¡REFUGIATE! —vociferó el Nacido de las Estrellas, su brazo hinchándose de venas y su Lanza de Helios iluminándose hasta convertirse en luz pura. Arrojó el arma cual jabalina, o mejor dicho un proyectil de luz con forma de lanza, y su disparo acertó en matar a cinco Sacrodermos al mismo tiempo.
—¡NOSOTROS LOS CUBRIMOS! —exclamó la voz de Nikola Tesla, su rostro impreso en el yelmo de uno de los androides, el cual levantó ambos brazos convertidos en enormes cañones de los cuales disparó poderosas y veloces ráfagas de plasma contra los Sacrodermos, inmovilizando y malhiriendo a varios en el proceso.
Zinac asintió con la cabeza y apretó la mandíbula para desplegar las alas y descargar una ráfaga de color negro-rojo que limpió todo su perímetro más cercano de los Sacrodermos que trataron de emboscarlo a la desesperada. El nahual quiróptero rápidamente se devolvió hacia el escondite de escombros, donde Tepatiliztli trataba como podía las heridas de Xolopitli con ágiles manos, suturando las heridas superficiales con hilos creados por su Tlamati y sedando el dolor con inyecciones, las cuales también aumentaban su capacidad regenerativa.
—¿Se recuperará, tía? —preguntó Zaniyah a la desesperada.
—Lo hará —afirmó Tepatiliztli, el sudor cayendo de su mejilla y perlando su frente, los fulgores de sus hilos brillando en su agobiado pero decidido rostro—. ¡No dejaré que muera como Tecualli! ¡Nadie más morirá!
Mientras que los Manahui se concentraban en el malherido Xoloptili, los tres dioses fijaban sus visas asomadas hacia la loma de escudos de plasma de la marcha pretoriana, avanzando con pasos coordinados. Mientras tanto, los centuriones autómatas corrían de un lado a otro de forma rezagada, quitándole poco a poco terreno a los Sacrodermos, forzándolos a escabullirse por lugares recónditos de las avenidas. Huitzilopochtli buscó cómo loco a Omecíhuatl con la mirada fruncida.
—¿Dónde está? —masculló. No la hallaba por ningún lado. Mucho menos a Nahualopitli y a Mechacoyotl. Es como si se hubiesen esfumado en humo nada más aparecieron los pretorianos— ¡No puede ser que haya huido por una manada de simples humanos!
—He-Hermano... —musitó Malina a su lado, la mano apoyada en sus hombros.
—Malina, quédate aquí... —gruñó Quetzalcóatl, adolorido, la sangre no parando de manar de su tobillo cercenado— No podemos luchar...
—Omeyocán...
La palabra dejó consternado a ambos dioses. Se la quedaron viendo fijamente, el fragor de las explosiones y los disparos de plasma resonando poderosamente de fondo. Malina tosió, respiró hondo y expiró de forma carrasposa. Alzó la mirada llena de moretones, fija en los de su hermano mayor.
—Se fue a... Omeyocán... —dijo— Lo más probable... es que sea... para destruir la Lanza Matlacihua...
—¿La lanza de Mictecacihuatl? —inquirió Quetzal, los ojos ensanchados— ¿A qué te refieres?
—¡N-no hay tiempo para explicar...! —bramó Malina entre dientes. Apretó un puño, y una débil llamarada corrió por su mano. Entre temblores se levantó, con la ayuda del Verdugo Azteca— Si... queremos ponerles fin a esos tres... ¡Hay que ir por la lanza!
—Estoy de acuerdo.
Huitzilopochtli y Quetzal giraron la cabeza. Zaniyah estaba de pie frente a ellos, la espada colgando de su mano, el cuerpo temblando levemente por culpa del dolor interno que le causó la presión gravitacional. Tras ella, Zinac y Tepatiliztli se quedaron mudos al ver la decisión con la cual la hijastra de Uitstli se dirigían hacia estos dos dioses.
—Si trabajamos junto con los pre-pretorianos... —Zaniyah profirió una maldición y levantó su espadón doble, poniéndola sobre sus hombros— ¡Podemos acabar con ellos! ¡Podemos acabar con todo esto! ¡Y VENGAR A MI PADRE!
Esas palabras llenaron de coraje a un ya vehemente Huitzilopochtli, revivieron la templanza de un decaído Quetzalcóatl y envalentonó a una debilitada Malinaxochitl a sonreír de oreja a oreja. Zaniyah se quedó viendo a Malina, y le devolvió la sonrisa. La primera le ofreció la palma de su mano, pero la segunda se abalanzó hacia ella y la estrechó en un hermanado abrazo que la tomó por sorpresa.
—Que bueno... verte de nuevo —murmuró Malina.
—Ah... —Zaniyah sonrió y correspondió al abrazo— Yo igual, Malina. Yo igual...
De repente se oyó un alarido abalanzarse hacia ellos. El grupo entero observó a lo lejos a un descontrolado Sacrodermo ser acbrilliado con disparos de plasma por los centuriones autómatas. Aquel behemoth de huesos negros se abalanzó hacia el escondite donde se hallaban, a una velocidad tan vertiginosa que no les dio tiempo de reaccionar para contraatacar.
Pero antes de que la bestia pudiera impactar contra el escondite, Sirius Asterigemenos cayó del cielo, rompiendo la barrera del sonido y matando al descontrolado monstruo enterrando la Lanza de Helios en su cabeza. El cadáver del Sacrodermo cayó y se deslizó por el suelo, deteniéndose a pocos metros del amasijo de cascajos. Sirius dio un salto acrobático, y aterrizó de pie frente al asombrado grupo. Los analizó con una rápida mirada.
—¿Cuántos no pueden pelear de aquí? —preguntó, sagaz. Huitzilopochtli indicó a Quetzal, y Tepatiliztli al semi-consciente Xolopitli. Sirius hizo un ademán con la cabeza, y un grupo de centuriones autómatas entraron en el escondite y se acercaron a los dos malheridos. El primer grupo ensambló una prótesis con forma de pie a Quetzal, mientras que el segundo le proporcionó a Xolopitli con inyecciones las cuales hicieron desvanecer su dolor corporal, y le dieron suficiente dopamina como para que despertara de súbito y emitiendo gimoteos sorpresivos—. Perfecto. Los necesito a todos ustedes al frente del combate.
—¿D-de verdad? —farfulló Zaniyah— ¿Nos darás ese honor?
—Por supuesto —Sirius blandió su lanza en ágiles círculos hasta colocarla sobre su nuca y sonrió. Aquella esplendorosa sonrisa acarreó el espíritu guerrero y latente de todo el grupo, como un viejo motor que ruge para una última carrera—. ¡Los quiero a todos pelear su batalla! ¡Es su derecho como guerreros igual de importantes en esta pelea como los mismos soldados rasos!
Y tras culminar con su corto monólogo, Sirius Asterigemenos blandió la Lanza de Helios con un brazo y se impulsó fugazmente hacia un grupo de Sacrodermos que estuvieron a punto de abalanzarse sobre un distraído grupo de soldados. Embistió a las bestias con gran brutalidad, asesinando a todas y cada una de ellas con veloces estoques de su lanza, y culminando cayendo de pie en el suelo y derrapando hasta alcanzar una intersección de caminos, donde rescató de la muerte a otros pretorianos cercenándoles las cabezas de los Centzones que asaltaban al pelotón.
Y con la semilla de la valentía y de la acción plantada en sus espíritus, el grupo se preparó para el asalto. Quetzal desenfundó sus pistolas y probó su prótesis, asegurándose que funcionara bien. Zinac le proporcionó a Xolopitli su espada-rifle, la mirada preocupada y sin sentirse seguro si su compañero reabriría la batalla campal. Para su sorpresa, el nahual mapache aceptó a Orkisménos, aupó el arma a su hombro y, de un gruñido sangrante, escupió al suelo y asintió la cabeza con seguridad.
—Muy bien... —Zaniyah fue la primera en poner un pie fuera del escondite— ¡¡¡VAMOS!!!
Y se impulsó a toda velocidad hacia el primero de los Centzones Sacrodermos, seguido detrás por los dioses aztecas y los Manahui Tepiliztli, las imágenes de los guerreros y dioses caídos imprimiéndose en el aire por encima de sus cabezas por nos instantes. La fiereza de los muertos sobreponiéndose sobre la de los vivos, uniéndose a ellos para consolidar en el legado que viviría después de esta batalla.
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La táctica militar de los pretorianos y de los centuriones autómatas cortaba todos los pasos de ataque e incluso de huida de los grupos rezagados de Centzones Sacrodermos. No importaba de que forma sorpresiva atacasen, o por cuáles caminos intentarían escabullirse; la infantería de a pie les cortaba el paso, y los carros y cazas de combate dirigidos por inteligencias artificiales aniquilaban a todos los Centzones que intentasen atacar por sorpresa a las tropas humanas y robóticas.
Y con las fuerzas combinadas de los Manahui Tepiliztli y los tres Dioses Aztecas, la reconquista de las calles desoladas de Aztlán comenzó a ser más efectiva.
El centurión autómata que manejaba Nikola Tesla le lanzó a Zinac un rifle automático. El nahual quiróptero lo atrapó en el aire, desencadenó su llave de seguridad y apretó con fuerza el gatillo, haciendo llover una ráfaga de disparos plásmicos sobre los malheridos Sacrodermos que se arrastraban por el suelo. Xolopitli y Quetzalcóatl se unieron a su barrido militar junto con los demás centuriones autómatas; la Orkisménos y las pistolas divinas remataban a todo Sacrodermo que se les cruzara en su camino hacia Omeyocán, el lugar al cual Huitzilopochtli les indicó a Cornelio y Sirius que necesitaban ir para poder dar con Omecíhuatl.
Zaniyah, Tepatiliztli y Malina auxiliaron a los pretorianos combatiendo cuerpo a cuerpo contra los Sacrodermos más grandes y resistentes. Tía y sobrina repitieron la táctica de asaltar al Sacrodermo desde la espalda, cercenándole los brazos con sendas esgrimas de sus armas, y después Malina se encargó de rematarlo con un torpe, pero vehemente puñetazo de fuego directo en su cráneo. Las tropas pretorianas recibieron ordenes de su teniente, y reavivaron la marcha, trotando veloz y coordinadamente por la avenida que daba directo hacia el palacio real. Desde la posición en la que se hallaban, Zaniyah, Tepatiliztli y Malina podían ver, en el horizonte, la inmensa estructura del Omeyocán.
—¡Tu hermano tenía razón! —exclamó Tepatiliztli, mirando hacia ambos lados para verificar que no hubiera enemigos escondidos— Ni Omecíhuatl ni los otros dos se encuentran por aquí.
—Entonces no hay... que perder el tiempo —gruñó Malina, la mano apoyada sobre su vientre ensangrentado. Zaniyah fue hasta ella para ayudarla, pero Malina la rechazó con un gesto de mano, para después erguir la espalda— ¡Sigamos!
La Diosa Hechicera extendió un brazo en dirección al Omeyocán y comenzó a trotar al mismo par que los pretorianos. Tepatiliztli y Zaniyah intercambiaron una breve mirada decidida, y la siguieron en pos de ella.
Al otro lado de la avenida por la que avanzaban esta sección del grupo, los vehículos terrestres y aéreos dirigidos por inteligencias artificiales eran diezmados lentamente por los ataques masivos de Sacrodermos que nacían sin parar de los tallos negros. Uno de los carros de combate fue detenido bruscamente por el puñetazo de un Centzon. Este último esgrimió su brazo para aplastarlo de un puñetazo, pero antes de que conectara, líneas celestes atravesaron fugazmente su cuerpo. El Sacrodermo quedó paralizado, y un segundo después su cuerpo se partió en cien pedazos al tiempo que, al otro lado, se materializaba un aguerrido Huitzilopochtli con Macuahuitl eléctrica en mano.
El Dios de la Guerra agitó con gran ímpetu su espadón y mató de un solo golpe a un Sacrodermo, partiéndolo por la mitad al tiempo que relampagueaba rayos que pulverizaban a otros Centzones lejos de él. Enterró una mano bajo el suelo, y abrió un montón de grietas en el suelo que resplandecieron con fulgores naranjas. De un estridente grito alzó el brazo con todas sus fuerzas, liberando una inmensa ola de lava que se alzó hasta los veinte metros de altura. Los Centzones fueron sorprendidos por la repentina aparición de la ola, e intentaron retroceder, pero la aterradora cresta de magma cayó sobre ellos y por toda una sección de barrio de Aztlán. Los edificios comenzaron a derretirse, y todos los Sacrodermos que estaban en el camino fueron fundidos al instante.
Los dioses aztecas ocultos bajo los escombros, sótanos y edificaciones derribadas que ofrecían estrechos espacios donde esconderse observaron con gran animosidad como el Dios de la Guerra, el verdugo al cual han temido durante siglos... ahora estaba peleando por ellos. Ver y oír al Verdugo Azteca gritar con belicosidad, arremeter cuerpo a cuerpo a manadas de Sacrodermos, reforzaron la creencia de muchos de que ahora él ya no era un muñeco manipulable de Omecíhuatl. Se alzaba en revolución contra la tiranía de la Reina de los Dioses Aztecas. ¡Les comprobaba que el cambio sí es posible, incluso si significa hacerlo por la FUERZA!
El Dios de la Guerra despidió un alarido que descargó todo el aire de sus pulmones al tiempo que se abalanzaba directo hacia una de las protuberancias negras. Su puño, envuelto en corrientes eléctricas y en fuego, se enterró con gran fiereza dentro del tallo. Todo el poder divino que acumuló en sus nudillos se esparció por todo el interior del tallo, destruyendo todos los capullos y abriendo la superficie negra con infinitas grietas resplandecientes. Los Sacrodermos que salían de dentro del capullo caían al suelo, sus huesos quemándose hasta la última fibra.
Y entonces, el inmenso tallo empezó a explotar lentamente en multitud de estallidos de cúpulas eléctricas y cataratas de lava. Un inmenso rayo emergió de la protuberancia y, como si se tratara de una corriente en una capsula, empezó a esparcirse hacia el resto de tallos, destruyéndolos uno por uno, regando lluvias de escombros oscuros por toda Aztlán y provocando explosiones lumínicas que iluminaron todo el firmamento, dándole así mayor visibilidad a la infantería pretoriana.
Sirius y Cornelio se separaron del pelotón que guiaban para despejar la avenida de los Sacrodermos que, ahora, quedaron levemente cegados por la luz de las explosiones eléctricas. Cornelio abatió a los Centzones con disparos de su pistola de plasma, y Sirius arrojando proyectiles de luz desde la punta de su lanza. Todos los Centzones fueron asesinados, pero justo cuando pensaron en relajarse, un pequeño grupo apareció de la nada atravesando las paredes de templos piramidales y abalanzándose hacia los dos oficiales.
—¡CUIDADO! —chillaron Tepatiliztli y Zaniyah a lo lejos, a punto de impulsarse para auxiliarlos... pero deteniéndose en el acto al ver como Cornelio blandía su espada, y dividía en dos a la mitad de los Sacrodermos, mientras que Sirius, moviendo su brazo tan veloz que se convirtió en un borrón de luz, cercenaba las cabezas de los Centzones remanentes con estocadas de su lanza.
—¡Vamos! —exclamó Publio Cornelio, estirando el brazo donde empuñaba la espada y reavivando la marcha por la derruida avenida— ¡Lleguemos a Omeyocán lo antes posible!
Los pretorianos avanzaron al mismo ritmo que su general, corriendo prácticamente por la carretera y sin romper la formación en ningún instante. Por el cielo sobrevolaron los cazas teledirigidos, silbando sus motores con tanta fuerza que Tepatiliztli, Zaniyah y Malina alzaron sus cabezas para verlos partir por el ahora resplandeciente cielo, rasgado por zigzagueantes relámpagos que seguían esparciéndose por toda Aztlán, destruyendo hasta el último de los tallos negros.
Al otro lado de la autopista por la que este grupo corría, el otro regimiento de centuriones autómatas eran guiados por el centurión controlado por Nikola Tesla, junto con Quetzal, Zinac y Xolopitli. El avance iba al mismo ritmo que el de Sirius y Cornelio, pero justo al llegar a una plaza cuadrangular, fueron sorprendidos por la emboscada de un nutrido grupo de Sacrodermos que, de la nada, comenzaron a emerger del subsuelo, hundiendo dentro de agujeros a numerosos centuriones.
Nikola, Xolopitli, Zinac y Quetzal rápidamente abrieron fuego contra las bestias, pero eran demasiadas como para poder contrarrestar el asalto. Los centuriones autómatas cayeron en grandes números, reduciendo abismalmente su número. Y justo cuando una serie de grietas se dirigía hacia el grupo, y un Sacrodermo surgía de la tierra para saltar sobre ellos, tenazas extendidas sobre sus cabezas, una gigantesca silueta humanoide apareció cayendo del cielo, aplastando al monstruo de un pisotón que tembló la tierra.
Zinac y Xolopitli quedaron anonadados ante los siete metros de altura del Coronel Eurineftos. El Metallion alzó su pie, acumuló energía de pulsar en su tobillo, y al propinar un pisotón a la tierra, liberó una mortal onda expansiva que aniquiló a todos y cada uno de los Sacrodermos que estaban en la superficie o bajo el suelo. Las bestias se desmoronaron como paredes, quedando así el perímetro despejado.
Eurineftos se dio la vuelta e intercambió miradas con Zinac y Xolopitli. Asintió con la cabeza, y los dos exjefes del Cartel de los Tlacuaches, otrora enemigos del Metallion, correspondieron a su gesto. Eurineftos se inclinó hacia atrás y en poco menos de cinco segundos deformó su cuerpo en un torbellino de placas y engranajes, dejando aún más estupefactos a Zinac y a Xolopitli por su transformación en Tiranosaurio Rex.
Xolopitli se trepó al hombro de Xolopitli. El nahual quiróptero dio un salto, elevándose hasta caer en el lomo del dinosaurio robótico. El centurión autómata manejado por Tesla hizo lo mismo, al igual que el resto de androides supervivientes. El Tiranosaurio despidió un bramido draconiano, y comenzó su rápida y desmesurada cabalgata hacia Omeyocán.
Todos los tallos malignos de Aztlán fueron totalmente destruidos por los rayos de Huitzilopochtli, dejando solamente monumentales tocones inofensivos. Sin ningún Sacrodermo que se interpusiera en su camino, el ejército de pretorianos y robots se encaminaron a toda velocidad hacia el palacio.
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https://youtu.be/V5VMyve-tMY
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|◁ II ▷|
Dentro de Omeyocán.
En el interior del palacete infestado con las raíces de los ahora extintos tallos negros, Omecíhuatl caminaba con una ira tan acumulada que resquebrajaba el suelo de piedra con cada pisada.
—¡¡¡AAAAHHHHHH!!! —su angustiado grito reverberó en todo el palacio. Le propinó un puñetazo a un tabique, y la pared se desmoronó junto con las raíces negras. Se volvió hacia Mechacoyotl, quien caminaba a la par suya— ¡TE DIJE QUE ESTUVIERAS PENDIENTE POR LA LLEGADA DE LOS PRETORIANOS! ¡¿POR QUÉ NO LO ESTUVISTE?!
—¡Oh! No sé. ¡¿Quizás porque estuve ocupado sometiendo a los Manahui por ti igual que Nahualopitli?! —profirió Mechacoyotl.
Un barrido de la mano de Omecíhuatl pasó a través de la cabeza del robot zorro. Su cabeza se dislocó y se partió, mostrando los cables estallando en cortos circuitos. Omecíhuatl apretó los dientes y lo miró con la mayor furia que no sentía desde las estratagemas de batalla de Cihuacóatl en la Guerra Civil.
Mechacoyotl se encogió de hombros, indiferente. Se agarró la cabeza con las manos y se la volvió a colocar en su sitio, los cables y las placas reparándose por sí solas en un santiamén. Él, Nahualopitli y un nutrido grupo de Sacrodermos se quedaron quietos, las miradas fijas en la Suprema Azteca, esta última calmándose con respiraciones controladas.
—Vale, miren —dijo, masajeándose la barbilla—, el motivo por el que hice que nos devolviéramos a Omeyocán, es para que el castillo nos sirva como una fortaleza. Nahualopitli, separa a esos chingados soldados atrapándolos en tu dimensión oscuro, así los aislamos de los Manahui. Mechacoyotl, tú encárgate de separar a ese Coronel Eurineftos, y asegúrate esta vez de matarlo.
—¿Y quién quita que Huitzilopochtli no venga aquí y lo destruya todo con uno de sus ataques planetarios? —inquirió Mechacoyotl— ¡¿No viste de lo que fue capaz en el torneo?!
—Pero ya está muy debilitado, zorrito —afirmó Omecíhuatl, sonriente y lamiéndose los dientes— . Desde que empezó a usar el aumento de poder del corazón de Cipactli, su corazón no ha dejado de latir con más y más fuerza. Ha estado malgastado sus energías en matar Sacrodermos antes que en matarme. Y con el daño que le he hecho hasta ahora —apretó un puño, haciendo resonar sus huesos—, ¡soy capaz de terminar con su vida en minutos!
—Por cómo hemos huido al palacio sin oponer resistencia cuando llegaron los Pretorianos, no me das esa impresión, si te soy hone...
Mechacoyotl no pudo terminar su frase; recibió otro fugaz zarpazo de Omecíhuatl, y su cabeza volvió a dislocarse. Nahualopitli se echó una risita y se cubrió la boca con una mano. El robot zorro se encogió de hombros y volvió a colocarse la cabeza.
—Me terminará matando sin querer, lo sabe... —masculló mientras que los cables y las placas se reparaban.
—O matas a Eurineftos, o él te deja moribundo y yo me encargo de rematarte —Omecíhuatl agitó un brazo en gesto de orden militar. Todos los Sacrodermos se pusieron en poses firmes, excepto Nahualopitli y Mechacoyotl—. ¡VÁYANSE, RÁPIDO! —se volvió sobre sus tacones y reanimó la marcha por el pasillo en dirección hacia su sala del trono real— Y no te preocupes, Nahualopitli. Te voy a hacer el favor de destruir la lanza de Mictecacihuatl.
Su comentario puso una sonrisa vanidosa en el demonio azteca. El primero en moverse fue Mechacoyotl, quien salió despedido hacia el techo y lo atravesó, volando con sus propulsores. Nahualopitli se despidió con un ademán de cabeza, y después invocó agujeros negros bajo el suelo en los que él y los Sacrodermos se sumergieron por completo, y acto seguido los hoyos negros se encogieron a desaparecer.
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https://youtu.be/NFlzwJAfPoU
ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯
|◁ II ▷|
Las escalinatas que daban a las compuertas de la entrada principal al palacio estaban atiborradas de soldados pretorianos y centuriones autómatas, todos con rifles a mano y agazapados en largas hileras. Los Manahui Tepiliztli y los Dioses Aztecas estaban a la par con Sirius y Cornelio en la vanguardia. Eurineftos, cual ariete, se aproximó hacia las dos puertas selladas. Alzó su pierna y de una fugaz y potente patada las derribó, generando un estruendo tal que chilló en todo el palacio.
Las dos enormes puertas volaron por el zaguán y se estrellaron en la escalinata, partiéndose en varios pedazos. Los pretorianos y los androides invadieron rápidamente el interior y se empezaron a dividir en tres grupos que fueron por los laterales de la estancia, y uno que ascendió por las empinadas escaleras. Todos se detuvieron a la orden de Cornelio, quien gritó al micrófono de su oído e hizo que todos se postraran frente a las siguientes compuertas a ser derribadas.
—Durante mi coma, hablé con el espíritu de Mictecacihuatl —explicó Malina mientras ascendía por los peldaños a la par de Quetzal y Huitzilopochtli—. Ella me dijo que Nahualopitli fue la razón de la caída del reino del Señor Mictlán. Y que la única forma de poder asesinarlo... es con su lanza.
Los Manahui ascendían por las escaleras al mismo ritmo que ellos tres. Xoloptili, al hombro de Zinac, carraspeó y dijo:
—¿Es necesario esa lanza? ¿No podría hacernos Sirius ese favor con su propia lanza?
—No, gracias —dijo Sirius de repente, tomando por sorpresa al grupo. Ascendía por la escalinata al mismo ritmo que ellos—. Solo si la situación se torna muy difícil, tomaré acción. Pero tanto tú —señaló a Xolopitli con la mirada—, y ella —miró a Malina—, son los que tienen más derecho de matarlo, no yo.
—Prácticamente usted puede acabar con toda esta situación en minutos. ¡Segundos, incluso! —indicó Tepatiliztli, la mirada ensanchada—. ¿Por qué no lo ha hecho ya?
Sirius se quedó mudo, justo en el momento en que todos ellos alcanzaron la cima de la escalinata. Chasqueó los labios, los torció en una sonrisa carismática y los miró a todos con sagacidad.
—Sonará tonto de mi parte —admitió—, pero eso no me parecería noble de mi parte. Esta no es mi historia para cerrar. Es la de ustedes.
Un aire decoroso recorrió los rostros de todo el grupo, provocando que todos ellos le devolvieran la sonrisa de orgullo. Asterigemenos asintió con la cabeza y se volvió hacia las compuertas selladas. Los Manahui y los tres dioses hicieron lo mismo.
Eurineftos se encaminó hacia los dos portones. Incrementó en su tobillo un torbellino de plasma. Levantó la pierna, y a nada de propinarle una poderosa patada...
Hasta que repentinamente aparecieron pegajosos hoyos negros debajo de los pies de todos los soldados pretorianos y los centuriones autómatas. La viscosidad de aquellos agujeros los retuvo en el suelo, y en un abrir y cerrar de ojos, toda la infantería fue consumida por los agujeros, desapareciendo de la estancia. Publio Cornelio blandió su espada, lanzando una estocada al agujero bajo sus pies; la punta de la espada chocó con la viscosidad del hoyo, generando un estallido de luz púrpura que empujó aquella masa negra y lo alejó de sus pies.
Los Manahui Tepiliztli y las tres deidades empezaron a ser hundidos dentro de los hoyos negros, no dándole respiro o reacción alguna a ninguno de ellos para esquivarlo. Sirius Asterigemenos, luego de destruir su agujero con su lanza, incrementó su velocidad de reacción y el mundo a su alrededor se movió con gran lentitud hasta congelarse. Se movió con fugacidad, volviéndose un borrón que empujó a los Manahui ya los dioses de sus agujeros al tiempo que aniquilaba a estos últimos con rapaces estocadas.
El grupo fue empujado al suelo. Justo al mismo tiempo que derrapaban por el piso, Eurineftos fue repentinamente embestido por una especie de proyectil que salió de forma abrupta de las compuertas, destruyendo estas últimas y llevándose al Metallion fuera del palacio atravesando las claraboyas y perdiéndose en el cielo.
—¡EURINEFTOS! —exclamó Sirius.
—¡SIRIUS!
El Nacido de las Estrellas se dio la vuelta, y vio con la mirada ensanchada a Publio Cornelio agarrando los bordes de uno de los portales oscuros, manteniéndolo abierto como si fuera una compuerta que daba a un acueducto.
—¡Eurineftos se encargará! —afirmó Cornelio— ¡Nosotros encarguémonos de salvar a nuestros hombres!
—¿Y los Manahui? —farfulló Sirius, desviando la vista y viendo al grupo ayudándose los unos a los otros a ponerse de pie.
—Tú mismo dijiste que se pueden cuidar solos. ¡Nosotros debemos salvar a los NUESTROS! —y tras despedir aquel aguerrido grito, Publio Cornelio, atiborrado de valentía y sin miedo, se impulsó y se metió dentro del hoyo negro.
Sirius cruzó rápidas miradas con los Manahui. Zinac le asintió con la cabeza, y Huitzilopochtli le hizo un ademán con la cabeza para que vaya. Asterigemenos cambió su mirada a una de confianza. Afirmó también con la cabeza, para luego correr hacia el agujero y, de un impulso, zambullirse dentro de él antes de que se cerrara.
Los Manahui y los tres dioses aztecas se ayudaron entre sí a reincorporarse. Una vez de pie, todos juntos encararon el umbral que daba a la estancia contigua. La sala del trono se ensanchaba ante ellos, infestado por raíces y musgo negro que manchaba grandes secciones de paredes. Al fondo de la escalinata se hallaba el alto trono de oro desaliñado, y en él se sentaba Omecíhuatl, las piernas cruzadas, la sonrisa seductora... y la Lanza Matlacihua a sus pies.
A los pies de los peldaños del trono se encontraba Nahualopitli, los agujeros negros en cada palma de su mano, la mirada férrea fija en el grupo. Los Manahui y el trío de deidades marcharon al interior de la estancia; Zinac y Xolopitli se adelantaron, avanzando de forma agazapada y apuntando sus rifles hacia los lados para verificar que no hubiera Sacrodermos ocultos. Huitzilopochtli caminó de largo, abriendo sus palmas e invocando dos Macuahuitl eléctricas. Malina y Zaniyah caminaron a la par de él, sus ojos ensanchados al ver la Lanza de Mictecacihuatl reposada en el piso.
Nahualopitli se volvió hacia ellos y alzó los brazos, los agujeros negros aumentando sus tamaños. Omecíhuatl intercambió de piernas en su trono y los fulminó con una sonrisa pícara.
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ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯
|◁ II ▷|
Los dioses aztecas de la ciudad por fin estaban empezando a salir de sus escondites de escombros al no divisar ya presencia alguna de Sacrodermos. Otearon el horizonte, sintiendo un gran alivio colmar sus corazones traumados al ver como los malignos tallos negros ahora eran tocones inocuos. El cielo se estaba despejando de los nubarrones lentamente, y eso los colmo con una gran paz...
Que fue perturbada por el estallido supersónico de dos enormes androides que sobrevolaron los cielos, partiendo los nubarrones con su intrépido vuelo y dejando tras de sí anillos de ondas sónicas que se esparcieron por todo el firmamento.
—¡Solo tú y yo, Eurineftos! —vociferó Mechacoyotl, agarrando por el pescuezo al Metallion y propinándole un sinfín de puñetazos en su rostro. Las chispas saltaron por los aires, el metal resonó con estruendo.
Mechacoyotl convirtió su mano en un inmenso cañón del cual refulgió un resplandor anaranjado. Justo antes de disparar, Eurineftos desvió el cañonazo con un manotazo, y después agarró la cabeza de su enemigo con su enorme mano. Empezó a aplastarle la cabeza, al tiempo que inclinaba el cuerpo de ambos hacia atrás, provocando que el supersónico vuelo se desviara y ambos comenzaran un rápido descenso hacia la superficie de Aztlán.
—¡Después de esto, solo quedaré YO! —maldijo el coronel, con una pasión y furia que colmaba su Spíthaftón como no lo hacía desde las épocas de la Thirinomaquia. Alcanzó a oír el alarido de sorpresa de Mechacoyotl mientras le aplastaba la cabeza.
Ambos impactaron ferozmente en el interior de una pirámide casi intacta. La estructura estalló en millones de grietas de las cuales borbotaron lluvias de escombros. La pirámide se vino abajo muy rápidamente, creando un océano de escombros y de denso polvo que inundó cientos de calles y autopistas de la ciudad. Los dioses aztecas que recién salían de sus escondites pegaron gritos de espantos y empezaron a correr; algunos fueron tragados por la marea de polvo, y otros se ocultaron de nuevo.
De debajo de los amasijos de escombros, Eurineftos salió despedido a toda velocidad por una avenida. Chocó brutalmente contra carromatos y montañas de escombros, derrapó por el suelo, demoliendo en el proceso el pavimento, hasta que el Metallion detuvo su imparable ruedo enterrando su espada dentro de la piedra y creando un largo surco hasta pararse.
Eurineftos alzó su cabeza, la franja de su yelmo irradiando con un rojo intenso. A lo lejos, en la cima del montículo de escombros, vio a su enemigo poner un pie en la roca más alta y extender los brazos hacia ambos lados, su cabeza reparándose por sí sola de las abolladuras. Los antebrazos de Mechacoyotl se retorcieron con plasma anaranjado, del cual se acumuló en las palmas de sus manos hasta adoptar la forma de dos sables.
—Esta vez la pelea será distinta... —maldijo Mechacoyotl. Blandió ambos sables con una maestría demencial, liberando varias ráfagas naranjas que cortaron en dos varios edificios a su alrededor. Se acuclilló, listo para impulsarse— ¡Esta vez, yo saldré victorioso! ¡Como el único y más poderoso Metallion!
—Morirás en el intento —Eurineftos invocó en su otra mano su escudo de plasma naranja, pero en vez de adoptar una posición de batalla como su enemigo... comenzó a avanzar por la calle a paso lento, los brazos colgando en una posición que lo dejaba totalmente vulnerable.
Eso hizo enojar muchísimo a Mechacoyotl. El aura anaranjada y erizada del robot zorro, nacido de su poder demoniaco, estalló alrededor suyo. Y de un estallido de impulso que hizo explotar toda la montaña de escombros, salió volando a gran velocidad hacia Eurineftos.
Las distancias fueron acortadas brutalmente, y los semblantes de Mechacoyotl y Eurineftos estuvieron a pocos centímetros de distancia; el primero con una mueca airada, y el segundo con una expresión mesurada.
Los destructores sablazos de Mechacoyotl liberaron tempestuosas ráfagas naranjas. Muchas edificaciones fueron cortadas en pedazos, e interminables lluvias de escombros hicieron temblar la tierra donde peleaban. El robot zorro atacó con una andanada de espadazos. Eurineftos los esquivaba moviendo su cabeza, con tal reacción que se convertía en borrones indescriptibles en el aire en una ilusión óptica a los ojos de los dioses aztecas que alcanzaban a ver la batalla desde sus escondites.
El Metallion bloqueó uno de los ataques del robot zorro, le agarró la muñeca, y lo atrajo hacia sí para darle un brutal cabezazo. Mechacoyotl retrocedió con un impulso y cambió uno de sus sables por su cañón de riel gravitatorio. Pero antes de poder apretar el gatillo, Eurineftos desapareció y reapareció en frente suyo en un parpadeo, interrumpiéndolo con un espadazo que le cercenó el brazo, y seguido de ello un duro golpe con la punta de su escudo directo en su rostro.
El brazo de Mechacoyotl no quedó impune: disparó las ondas gravitacionales, atrapando a Eurineftos en un campo que lo inmovilizó. El suelo bajo él se quebró de forma abismal, haciendo que un cráter fuera erosionando la piedra lentamente. Mechacoyotl retrajo su brazo, lo atrapó en el aire, se lo colocó de regreso y se impulsó hacia Eurineftos con el propósito de cortarle la cabeza de un doble espadazo.
Su ataque cortó el aire. Mechacoyotl pasó de largo. Enterró los pies en el concreto y se detuvo de forma abrupta. Alzó la cabeza, y se quedó mudo al ver como Eurineftos... había cambiado su tamaño justo antes de que sus hojas de plasma lo alcanzaran.
El Metallion se liberó del campo gravitacional con una facilidad tal que dejó petrificado a Mechacoyotl. Haciendo uso de sus propios rifles de riel gravitacionales, disparó su propio campo gravitacional, cancelando el de Mechacoyotl y, de esa forma, liberándose de su prisión.
De repente, Eurineftos desapareció y reapareció frente de Mechacoyotl, y lo apuñaló en su pecho con su espada naranja. El robot zorro se inclinó hacia atrás por el repentino ataque, solo para después impulsarse hacia delante y propinarle un fuerte cabezazo a Eurineftos. El Metallion retrocedió varios pasos, y Mechacoyotl lo remató con una fugaz patada directo en su vientre, mandándolo varios metros lejos de él. Eurineftos solo salió impulsado; sus pies jamás se despegaron del suelo, a pesar de lo terriblemente poderoso que fue su ataque. Mechacoyotl bufó. <<Esa patada habría hecho desmoronar montañas de una cordillera>>.
La herida en su pecho se reparó instantáneamente. El robot zorro estiró ambos brazos y los chocó. Las placas se extendieron unas sobre otras, superponiéndose entre ellas y formando, con estruendos metálicos, una multitud de cañones de todos los tamaños, formando un muro de obuses que ocultaron su rostro.
—¡VÚELVETE ÓXIDO!
Y la muralla de cañones dispararon, todos al unísono, una serie de ráfagas de plasma que se fusionaron en un solo rayo de más de veinte metros de alto. La silueta de Eurineftos se esfumó a la vista de los dioses aztecas que presenciaban la pelea. Su figura fue consumida en un santiamén por aquella gigantesca ola naranja, la cual traspasó todos los torreones, pirámides, tocones negros y escombros, convirtiéndose en una inmensa onda expansiva que arrasó con un tercio de la ciudad de Aztlán. Su rango no se limitó solo a la ciudad; las murallas fueron derretidas al ser alcanzadas por aquel enorme láser, y después las montañas fueron alcanzadas por esta misma. La ladera fue impactada, y de una explosión de carácter atómico, la montaña y sus compañeras fueron desintegradas bajo el manto fulgoroso de un resplandor cegador.
El silencio imperó en toda la periferia, para después ser perturbado pro la llegada de la onda supersónica que resonó en los oídos de todos los dioses aztecas. Los brazos de Mechacoyotl se desligaron, y los cañones se metieron dentro de su cuerpo. El robot zorro extendió los brazos como si estuviera haciendo un estiramiento. Se torció la cabeza, y se volvió sobre sus pasos en dirección al Omeyocán.
—Chatarra arqueológica.
Dio un paso hacia delante, y al hacerlo sintió un escalofrío recorrerle por todas las placas metálicas. Mechacoyotl se quedó paralizado unos instantes. Trató de dar otro paso, pero cojeo al instante con la otra pierna. Bajó la cabeza, horrorizándose al ver como su pierna izquierda ha sido cercenada al igual que su brazo izquierdo.
—¡¿C-cómo?! —farfulló, batallando por mantenerse en pie.
Oyó un pisotón a pocos metros delante de él. Alzó la cabeza, y vio a Eurineftos frente a él, con su pierna y su brazo flotando sobre su mano. Le estaba dando la espalda. De repente, el aura que rodeaba su cuerpo se hizo más grande, ofuscándolo con una opresión tal que hacía la ilusión de que su espalda era mucho más grande e impenetrable de lo que era.
—Nunca le des la espalda... a quien fue en la tierra un rey bárbaro —musitó Eurineftos. Dio una suave sacudida con sus dedos, y de repente la pierna y el brazo cercenado empezaron a ser aplastados por su fuerza de gravedad hasta convertirse en pequeñas bolas de residuos metálicos. Mechacoyotl volvió a sentir otro escalofrío al sentir la pérdida absoluta del control de aquellas extremidades.
—¡¿Crees que eso me asusta?! ¡Tan solo voy a regenerar mis extremidades y...!
Sus palabras fueron interrumpidas por la repentina aparición del campo gravitacional de Eurineftos, este último con el brazo extendido y convertido en un cañón de riel. Mechacoyotl despidió un alarido en un intento por regenerar su brazo y pierna cercenada, pero debido a la opresiva fuerza gravitacional que lo presionaba contra la tierra, sus funciones vitales eran entorpecidas hasta el punto en que su visión se volvía una amalgama errores digitales.
—Fue un error de mi parte creer que podría derrotarte sin esfuerzo alguno usando mi nuevo cuerpo —afirmó Eurineftos, al tiempo que caminaba a paso lento hacia el restringido Mechacoyotl, quien hacía todo el esfuerzo inhumano por moverse en contra del campo invisible—. Me contuve, igual que lo hizo Sirius, para evitar el mayor daño colateral. Pero eso al final fue contraproducente para mí —a los cinco metros de distancia, la fuerza gravitacional se incrementó a una bestialidad tal que Mechacoyotl cayó sobre su única rodilla. Su armazón se abollaba en múltiples agujeros que se abrían por todo su cuerpo, deformándolo lentamente—. Incluso usando todo mi poder contra Xochiquétzal, tuve dificultades para enfrentarla. No obstante...
A los dos metros, la presión y el calor sufría Mechacoyotl eran el equivalente al estar siendo oprimido por la fuerza gravitacional del interior de Saturno. El robot zorro sufrió deformaciones tal que ya parecían irreparables; sus brazos se adelgazaron, sus hombreras se aplastaron sobre sí mismas, y la mitad de su cabeza estaba achatada. La compresión de la gravedad de Eurineftos siguió en aumento, hasta el punto en que Mechacoyotl sintió, por primera vez desde su transformación, dolor físico.
Pero antes de poder culminar su oración, Eurineftos lo silenció enterrando su espada de plasma en su vientre. Un torrente de sangre negra emanó del peto de Mechacoyotl, junto con densos gases que dejaron escapar todo el poder demoniaco que él absorbió por medio del Sefarvaim Lluvia de gotas negras regó el suelo con manchones oscuros, mientras que Mechacoyotl gruñía del dolor. Sus gruñidos se convirtieron en estridentes alaridos que resonaron en toda Aztlán, un espantoso aullido de impotencia al ver todas las almas demoniacas del Sefarvaim abandonar su cuerpo.
—¡¡¡NOOOOOOOOOO!!!
Eurineftos danzó a su alrededor hasta quedar a su espalda. Le propinó una patada, tirándolo al suelo con un estrepitoso fragor. Su brazo pasó por encima de su cabeza, agarrando la empuñadura de la espada, sacándola de su pecho y después clavarla en su cráneo. Eurineftos despidió un rugido bárbaro, jalando el brazo hacia atrás y arrancando brutalmente la cabeza de Mechacoyotl, al tiempo que este último gastaba su último aliento de vida para exclamar:
—¡YO... SOY... TU ENEMIGO... DEFINITIVOOOOOOOOOOO!
Solo para después ser callado en un santiamén por otro jalón de Eurineftos que terminó por separar su cabeza del resto de su cuerpo. El coronel de los pretorianos empleó su cañón de riel para aplastar los remanentes del armazón de su enemigo hasta convertirlo en una esfera de chatarra insignificante que rodó por los escombros. Con su otra mano esgrimió su espada y estampó la cabeza de Mechacoyotl en el suelo. Las luces naranjas de su yelmo se apagaron, y con ello, poniendo fin a la vida del que otra fuese el narcotraficante más temido de las Regiones Autónomas.
—A duras penas le llegas a los pies a Arnuada —maldijo Eurineftos, desenterrando la espada de la cabeza cercenada, para después aplastarla de un pisotón, desparramando toda clase de placas y engranajes por el suelo.
El Metallion alzó la cabeza y viró a lo lejos a Omeyocán. Resplandores carmesíes, azules y verdes provenían del interior de la misma, filtrándose por sus ventanales y hoyos. Rápidamente desplegó sus propulsores y se impulsó hacia los cielos a velocidad supersónica en dirección al palacio, dejando tras de sí una marañan de destrucción de la cual los atemorizados dioses aztecas empezaron a mostrarse.
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ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯
|◁ II ▷|
La cara de Nahualopitli se deformó al pegar un ensordecedor alarido. Abrio su boca hasta dislocar su mandíbula, y empezó a comerse sus manos, introduciendo lentamente sus brazos dentro de su garganta. Su cuerpo fue jalado hacia dentro por el agujero negro que invocó dentro de su boca, hasta ser consumido totalmente por este, dejando únicamente un portal oscuro de circunferencia púrpura que se abalanzó brutalmente hacia la indefensa Malina.
Zaniyah apareció de detrás de un pilar, tomó a la Diosa Hechicera de su mano y tiró de ella, haciendo que se pusiera de pie y se alejara justo antes de que el agujero negro la consumiera. Aquella esfera oscura traspasó todo objeto material a su paso, desintegrándolo de forma instantánea. Zaniyah y Malina corrieron lo más rápido que pudieron por pasillos estrechos infestados de escombros, mientras eran perseguidas por el agujero negro, el cual no paraba de cruzar de forma zigzagueante por el pasadizo, dejando enormes boquetes en las paredes y en los pilares que hicieron retemblar los muros. Algunos directamente se desmoronaron y generaron temblores.
Ambas chicas saltaron por encima de un pilar caído, justo cuando el agujero negro emergió del suelo y traspasó el techo, rasgando el vestido de ambas. Zaniyah y Malina cayeron de más de cinco metros de altura. Rodaron por el suelo, y reavivaron la huida por la galería en dirección a la compuerta abierta de par en par al fondo. Malina corrió lo más rápido que le permitió sus temblorosas piernas, jalada de la mano por Zaniyah, quien observaba su derredor para estar precavida de la aparición de Nahualopitli.
De repente, ambas oyeron un estruendo de escombros venir del techo. Zaniyah apretó los dientes al ver, por el rabillo del ojo, como la esfera negra aparecía cayendo del techo e interponiéndose en su camino hacia la salida.
El agujero oscuro fugazmente se abalanzó hacia ellas. Zaniyah jaló a Malina, y ambas cayeron con estrepito al suelo, esquivando por poco la embestida. La esfera negra siguió su recorrido por el largo y ancho pasillo, consumiendo en el camino pilares y tabiques. Abruptamente detuvo su avance, para después describir un ángulo imposible en el aire y abalanzarse de nuevo hacia las chicas, quienes apenas se estaban poniendo de pie.
Y justo antes de que fueran devoradas por el agujero negro, un fugaz borrón apareció de la nada y se llevó a las muchachas justo antes de que Nahualopitli pasara, atravesando con su velocidad vertiginosa una pared y desapareciendo tras ella.
El borrón negro que emanaba humo oscuro por el aire recorrió con gran habilidad los estrechos pasillos de los pisos superiores, esquivando los obstáculos mientras era victima de los constantes temblores que sacudían el palacio. Aquella nube de oscuridad arraigó a una sala honoraria hexagonal, con altos altares aztecas decorando la pared y peristilos a cada lado de la estancia. Aterrizó en el suelo, dejando libres a Zaniyah y Malina, y después desintegrar sus polvaredas para revelarse como Zinac.
—¿Tía? —farfulló Zaniyah, viendo a Tepatiliztli y a Xolopitli frente a ella.
—Buen trabajo, Zinac —dijo la médica azteca, blandiendo su lanza y mirado hacia el frente, hacia el fondo del pasillo sellado por una cúpula de escombros—. Malina, ve a ayudar a tu hermano a recuperar la lanza —indicó con el brazo una salida alternativa en el lateral del cuarto—. Nosotros lo mantendremos a raya aquí.
Y nada más comprender el plan en palabras de Tepatiliztli, Zaniyah endureció el semblante, puso un pie delante de su tía y blandió igualmente su espadón.
—¡Es suicida lo que harán! —exclamó Malina, viendo a Zinac y a Xolopitli alinearse junto con las chicas— ¡¿No lo entienden?! ¡Él devoró a Mictlán y a su esposa! ¡Los va a matar!
—Él ya me mató una vez —afirmó Xolopitli, empuñando horizontalmente a Orkisménos—. No permitiré que me maté otra vez.
—¡Pero...!
—¡VE YA, MALINA! —bramó Zaniyah, mirándola de reojo con el semblante enfurecido— ¡Nosotros lo retendremos, aunque nos cueste la vida! —y justo después de decir eso, el agujero negro apareció saliendo de debajo del suelo al otro lado de la estancia. Zinac levantó los puños y desplegó sus alas. Tepatiliztli y Zaniyah dieron un pisotón coordinado y esgrimieron sus armas al unísono— ¡VETE!
Malina apretó un puño de la impotencia y se obligó a tragarse sus protestas. Fugazmente se volvió sobre sus pasos, corrió a través del umbral y desapareció de la estancia.
El agujero negro se expandió más allá de sus horizontes púrpuras. Una masa de carne púrpura y melena blanca salió regurgitada del agujero, emitiendo hórridos sonidos de carne siendo amoldada por aplanadoras. Sangre negra se regó por el suelo, y Nahualopitli salió por completo del agujero, aterrizando los pies sobre el charco negro.
—Henos aquí... una vez más... —entonó el demonio azteca, como una obertura a una ópera maligna. Agitó suavemente los brazos hacia ambos lados, invocando anillos de luz en el aire que estallaron en fulgores, convirtiéndose en pequeños agujeros negros— Los Manahui Tepiliztli... contra el líder del Culto de Mictlán...
Cerró los ojos, los agujeros negros flotando a su alrededor. Nadie hizo ningún movimiento. El silencio reinó en la estancia por varios segundos. El sudor perlaba las frentes de Zinac y Tepatiliztli. Las manos de Zaniyah se apretaron con fuerza a su mango. Xolopitli, con la rabia hirviendo dentro suyo, se contuvo en apretar el gatillo...
Hasta que Nahualopitli abrió de par en par los ojos, sonrió y extendió un dedo de su mano derecha, arrojando los agujeros negros contra el grupo. Xolopitli gritó, se impulsó y disparó a mansalva contra el demonio azteca.
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Malinaxochitl descendió por las escaleras en caracol y atravesó agujeros en las paredes de los que se sirvió como atajo, hasta arraigar a la sala del trono donde Huitzilopochtli y Quetzalcóatl luchaban en conjunto contra Omecíhuatl. O mejor dicho... eran dominados por esta.
El Dios de la Guerra arremetía con amplios y giratorios espadazos, mientras que Quetzalcóatl hacía llover ráfagas de balas divinas. Entre las balas y las corrientes eléctricas, la destrucción en toda la sala del trono fue espantosa: los pilares eran partidos por la mitad, las raíces negras eran pulverizadas, las paredes se desmoronaban y mares de escombros. Pero ninguno de sus ataques lograba alcanzar a Omecíhuatl.
La Suprema Azteca esquivaba todos y cado de sus espadazos y disparos con danzarines movimientos, zigzagueando de aquí para allá y neutralizando las balas de Quetzal o los mandobles de Huitzilopochtli con su Macuahuitl dorada. Esto mientras que, al mismo tiempo, pateaba de un lado a otro de la estancia la Lanza Matlacihuat, evitando que ninguno de los dos dioses la atrapase.
Omecíhuatl interpuso su espadón dorado, bloqueando el espadazo de Huitzilopochtli al tiempo que pateaba la lanza y, en el proceso, le propinaba un puntapié a Quetzalcóatl directo en su quijada. El Dios Emplumado cayó al suelo con estrépito. La lanza voló por la estancia. Huitzilopochtli estiró un brazo y disparó una cadena eléctrica que se extendió hacia la lanza. Omecíhuatl le conectó un puñetazo en su rostro, provocando que la cadena relampagueante se desviara de su trayectoria. La lanza se estrelló contra un pilar y cayó.
La Suprema Azteca empujó al Dios de la Guerra, esgrimió su brazo como un cuchillo, y apuñaló con él el pecho de Huitzilopochtli. El brazo sobresalió del otro lado de su espalda, con el mutante corazón palpitando en la palma de su mano. Huitzilopochtli vomitó un torrente de sangre, manchando el vestido blanco de una sonriente Omecíhuatl.
—¡HERMANO! —chilló Quetzal, reincorporándose del suelo solo para ser aplastado de nuevo a él por un glifo dorado que cayó sobre él, quitándole los poderes en el proceso. Con dificultad, Quetzal acercó una mano al talismán de Mixcóatl.
Malina viró los ojos hacia la Lanza Matlacihua, tendida en el suelo, a disposición de quien la empuñara primero. Intentó impulsarse hacia ella, pero se detuvo al oír los adoloridos bufidos sangrantes de Huitzilopochtli. La Diosa Hechicera se halló entonces en un dilema. Miró la lanza, y después a su hermano agonizando, el brazo de Omecíhuatl atravesando su pecho. ¿Por cuál debería...?
—No más últimas palabras —maldijo Omecíhuatl, el ceño fruncido, apretando los dedos alrededor del corazón del Dios de la Guerra, a punto de hacerlo explotar con la presión.
<<¡¡¡NO!!!>>>
Los instintos hermanados de Malina se sobrepusieron a su necesidad por ir a recobrar la lanza. La Diosa Hechicera se impulsó con todas sus fuerzas, liberando un estallido de fuego con sus pies. Atravesó en un santiamén todo el rellano, y debido a que Omecíhuatl tenía puesta toda su concentración en su hermano, aprovechó ese brevísimo instante para extender el brazo y conectarle su más poderoso puñetazo en la mejilla.
El golpe descargó todo el odio y la bilis de Malina hacia la Suprema Azteca. Una onda expansiva recorrió todo el cuerpo de Omecíhuatl, y después otra onda de choque se expandió por toda la estancia. La Suprema Azteca trastabilló. Huitzilopochtli cayó bocabajo al suelo, el agujero en su pecho emanando grandes cantidades de sangre y con el corazón colgando allí dentro.
Malinaxochitl reptó por el suelo en dirección hacia su moribundo hermano. Su tobillo fue agarrado pro la mano de Omecíhuatl; el solo tacto le quitó los poderes. La Suprema Azteca jaló furiosamente de ella como un trapo, y la estampó contra el suelo, después contra un pilar, después contra una pared, y por último una vez más contra el piso. Pisoteó su vientre con su tacón, apuñalándoselo. Malina chilló horrorosamente.
—¡¿En vez de ir por la lanza vienes a por él?! —bramó Omecíhuatl, la sonrisa de oreja a oreja, alzando su espadón por encima de su cabeza.
Pero antes de poder descargar el mandoble sobre ella, su busto y vientre recibieron la ráfaga de balas divinas provenientes de las pistolas de Quetzal. Omecíhuatl trastabilló, lo que le permitió a Malina arrastrarse lo más rápido posible. A pesar del dolor, logró reincorporarse, alzó la cabeza, y vio al Dios Emplumado agarrar la Lanza Matlacihua.
—¡TÓMALA! —y arrojársela a lo largo de la sala.
Malina alzó los brazos. La lanza estuvo a nada de caer en sus manos. El mundo se ralentizó a su alrededor.
Y de repente, de su vientre sobresalió el vigoroso brazo de Omecíhuatl.
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|◁ II ▷|
El espanto se dibujó en los rostros de Quetzal y de Huitzilopochtli. El Dios de la Guerra recogió su corazón del suelo, se lo colocó en el agujero de su pecho y se reincorporó con dificultad. La Lanza Matlacihua cayó al suelo y se deslizó hasta alcanzar el pie de Omecíhuatl, donde esta lo atrapó. Quetzalcóatl levantó ambos brazos y apuntó sus pistolas hacia la Suprema Azteca, las lágrimas cayendo de sus mejillas.
—¡¡¡OMECÍHUAAAAAAATL!!!
Acercó los dedos a los gatillos, pero se contuvo en disparar al ver como su enemiga interponía el cuerpo de Malina para usarla como escudo. Huitzilopochtli cayó al suelo en trompicones, y volvió a repetir el proceso de reincorporarse. La Diosa Hechicera, aún consciente, vomitó sangre entre tosidos, y acercó sus temblorosas manos a la muñeca del brazo manchado de sangre de Omecíhuatl.
—¡¡¡SUFICIENTE CON ESTA MAMADA YA!!! —vociferó la Suprema Azteca a todo pulmón— ¡YA ESTUVO BUENO! ¡¿ME OYERON?! ¡YA ESTUVO BUENO TANTA RESISTENCIA DE USTEDES DOS!
—Suéltala... —masculló Huitzilopochtli, apoyando las manos sobre un pilar inclinado y de esa forma ponerse de pie, la sangre cayendo del agujero de su pecho como una catarata.
Se hizo el silencio en toda la estancia. El sonido de las gotas de sangre cayendo al suelo restallaba como latigazos. Al fondo, se oía el tañido de la batalla entre los Manahui contra Nahualopitli. La tensión se incrementó en el ambiente cuando Omecíhuatl retorció su brazo dentro del cuerpo de Malina, provocando que esta rechine los dientes y solloce del dolor. Huitzilopochtli apretó los dientes. Quetzal no paraba de llorar de la impotencia.
—Ustedes dos... ¡Y los demás que se opusieron contra mí! —bramó Omecíhuatl, la voz tan animalesca que se oía irreconocible a oídos de Huitzilopochtli y Quetzalcóatl— He luchado contra incontables enemigos que se quisieron oponer a mi mandato. Todos ellos siendo prácticamente mi familia —ladeó la cabeza, el ceño fruncido—. Pero en este mundo, el de los dioses, no existen tal cosa como la "fraternidad". Nos matamos por el poder, peor que los humanos. ¡Ustedes mejor que nadie deberían comprender eso!
De nuevo, el silencio se hizo a la mar en la estancia. Solo se oyó los jadeos intensos de todos los presentes. La vida de Malina se escapaba de sus ojos, y eso alertó a Huitzilopochtli y Quetzal.
—Pero ya es demasiado para eso —afirmó Omecíhuatl, cambiando el tono de voz. Empezó a aplastar, con su pie, la Lanza Matlacihua—. Incluso si quisiera lavarles la cabeza, eso no importaría. Los voy a matar. Después a los Manahui. Después a ese robot y a todos los Pretorianos. Instauraré mi reinado, no importa qué.
Omecíhuatl encorvó su brazo e hizo retorcer los órganos de Malina. Quetzal intentó apretar el gatillo, pero no tuvo el valor al ver como Omecíhuatl seguía usando a la aún consciente Malina como escudo. La Suprema Azteca empezó a aplastar la lanza también; el mango se torció lentamente, y estuvo a nada de partirse en dos por su imperante fuerza...
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|◁ II ▷|
Hasta que, de repente, oyó un estruendo de pared desmoronándose detrás de ella. Omecíhuatl miró por encima de su hombro, y ensanchó sus ojos al ver a Eurineftos volar fugazmente hacia ella, la espada de plasma apuntando a su espalda.
La Suprema Azteca sonrió de oreja a oreja. Se dio la vuelta y de nuevo uso a Malinaxochitl como escudo. Pero en vez de detenerse o desviarse, Eurineftos se disparó a toda velocidad hacia ella, dejando con caras espantadas al Dios de la Guerra y al Dios Emplumado. En los últimos centímetros antes de que atravesara con su espada a Malina, Eurineftos cambió fugazmente su estrategia: retrajo la espada y extendió su mano hacia el hombro de Malina, agarrándola para acto seguido arrancarla del brazo de Omecíhuatl. Convirtió su otro brazo en un cañón de riel, con el cual atrajo la Lanza Matlacihua a su mano al tiempo que, con su imponente fuerza gravitacional, le torcía horriblemente el brazo.
Omecíhuatl se quedó estupefacta. En un abrir y cerrar de ojos, Eurineftos estaba al otro lado de la estancia, derrapando en cuclillas por el suelo hasta detenerse al lado de un sorprendido Quetzalcóatl. La Suprema Azteca alzó su desangrado brazo dislocado, el hueso asomando más allá de la carne.
De la fisura roja de Eurineftos se disparó un rayo rojo que cauterizó y cicatrizó en cuestión de segundos la herida de Malina. No obstante, nada más cerrarla, esta se volvió de abrir con una explosión que manchó toda la coraza del Metallion.
—¡No...! —farfulló Quetzal.
—¿Acabaste con Mechacoyotl? —exclamó Omecíhuatl, empezando a caminar hacia ellos con el brazo dislocado al aire. Su hueso se retrajo por sí solo, y el brazo retornó a su posición original en un santiamén, reparándose en su totalidad— ¡Bien! Pues en ese caso yo acabaré con esa niña. Cicatrízalo cuántas veces quieras, robotito. ¡Una vez que alguien sea herido de esa manera, es imposible curarlo!
Se oyeron trompicones anadear por la estancia. Omecíhuatl miró de soslayo a Huitzilopochtli avanzar con paso lento hacia donde se hallaba Malina.
—¿A dónde crees que vas? —maldijo ella, esgrimiendo su Macuahuitl dorada y estando a punto de impulsarse...
Hasta que fue detenida por el repentino levantamiento de Eurineftos, quien dio a Malina a los brazos de Quetzal y, desenfundando su espada de plasma debajo del brazo, lo apuntó hacia ella. La Lanza Matlacihua cayó con un repiqueteo al suelo. En ese breve instante de silencio, Huitzilopochtli, observando fijamente la lanza, le masculló al oído a Quetzal.
—¡Llévate la lanza a los Manahui!
—¡¿Y qué hay de ti y Malina?! —protestó el Dios Emplumado.
—¡SOLO VE! —Huitzilopochtli se abrazó al cuerpo de Malina, y la reposó gentilmente sobre su regazo, pasando la yema de sus dedos por el agujero de su vientre— Ve, por favor... Yo... yo la voy a salvar.
Quetzal apretó los dientes y cerró los ojos, suprimiendo un sollozo de impotencia. Tomó la empuñadura de la Lanza Matlacihua, se reincorporó y, de un enorme salto, se elevó hasta un balcón y se escabulló por él.
Omecíhuatl lo vio partir. Frunció el ceño y trató de seguirlo, pero antes de dar un paso, su camino fue interrumpido por una ráfaga de balas que surcó el suelo frente a sus pies. La Suprema se volvió hacia Eurineftos, los cañones de ametralladoras apuntándola directamente. Sonrió y carcajeó de la historia, volviendo a blandir su pesado espadón y apuntándolo hacia él.
—¡¿De verdad crees que tú me vas a detener, robotito?!
—¡No!
Una atronadora y masculina voz se escuchó provenir de la nada. La Suprema Azteca frunció el ceño, su corazón dando un tumbo de la sorpresa y el pavor al sentir una gigantesca marea de poder abalanzarse hacia la sala del trono. De repente, se oyó un chirrido ensordecedor provenir de la nada misma también, para acto seguido aparecer la punta aguzada de una lanza cortar el espacio mismo, justo en el centro de la estancia, marcando una frontera entre ella y el resto del grupo. Para este punto, Huitzilopochtli ya se había desmoronado sobre sus rodillas frente a la inconsciente Malina, recostada en los brazos de un hincado Quetzalcóatl.
La lanza silbó por el aire, cortando el espacio y abriendo una enorme fisura negra de la cual arrojó una ingente cantidad de sangre y órganos negros, todos ellos provenientes de los Centzones Sacrodermos a los cuales Nahualopitli encerró en su dimensión oscura a morir. El suelo fue infestado por aquel festín de cadáveres de Sacrodermos, al tiempo que, de saltos acrobáticos, cayeron del interior de la fisura varios soldados pretorianos; a pesar de sus armaduras dañadas y de las heridas mortales en sus cuerpos, no mostraron señales de debilidad al alzar sus escudos de plasma y apuntar sus lanzas rifles hacia ella.
El último en caer de la dimensión oscura fue el subjefe del pretorio. Aterrizó de cuclillas, se reincorporó, caminó hacia la vanguardia de la hilera de pretorianos supervivientes, estos haciéndose a un lado para dejarlo pasar. Levantó el brazo donde empuñaba la Lanza de Helios, y Omecíhuatl dio un paso hacia atrás, entre la rabia y la consternación de sentir poder divino emanar de la alabarda... y del propio Sirius Asterigemenos.
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18
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|◁ II ▷|
Nuevos agujeros negros nacieron de las palmas de un sonriente Nahualopitli. Este último agitó su mano, extendiendo su dedo índice, y todos los agujeros salieron volando hacia los preparados Manahui. Todos ellos gritaron al unísono, y se abalanzaron contra los agujeros negros con gran coraje y sin miedo a perder, sin miedo a morir. Sabiendo que sus últimos actos de valía lo hacían por UItstli, por Yaocihuatl, por Tecualli y por Yaotecatl, ¡no tenían miedo en lo absoluto!
Zaniyah y Tepatioliztli esquivaron los agujeros negros con volteretas acrobáticas, danzando por los aires hasta caer al suelo e impuslarse en zigzags para escapar de los proyectiles. Zinac eludió su agujero negro dando un salto ágil hasta alcanzar el techo; impactó fuertemente contra él, generando una cortina de humo que usó para ocultarse, partir el techo con una zarpa de su ala, extraer un pedazo circular del techo y arrojárselo a Nahualopitli.
El demonio azteca, sin moverse de su sitió, consumió el proyectil de piedra invocando un agujero negro en la palma de su mano. Zinac aprovechó ese breve instante; se impulsó hacia él y, al grito de "¡Camazotz", se abalanzó hacia Nahualopitli. Xolopitli se asomó detrás de un pilar luego de evadir su agujero negro, y acribilló al demonio azteca con varios disparos de su Orkisménos. Nahualopitli se cubrió con una mano y trastabilló, Zinac lo alcanzó, propinándole un feroz zarpazo que cortó diagonalmente su torso.
Nahualopitli apretó los dientes y gruñó de la rabia; a duras penas se marcó un moretón en su abdomen, producto del ataque de Zinac. Contraatacó al nahual quiróptero con un puñetazo, invocando en sus nudillos un agujero negro. Zinac lo esquivó agachándose, para después apoyar un brazo en el suelo y devolverle el ataque, propinándole dos patadas en su abdomen y después en su nuca. Nahualopitli volvió a trastabillar, y Xolopitli aprovechó la oportunidad para fulminarlo con varios disparos de Orkisménos en su cráneo.
El demonio azteca retrocedió e intentó volver a arremeterlos, moviendo sus brazos tan rápidos que se volvieron borrones, con sus agujeros negros en las palmas de sus manos. Atacó a Zinac; este no tuvo tiempo de esquivarlo, y vio el agujero negro a nada de tragarse su cabeza... Pero justo a último momento llegó Tepatiliztli, desviando el brazo de Nahualopitli con una patada y, seguido de ello, con una estocada de su lanza directo en su vientre. El demonio azteca a duras penas emitió un gruñido de molestia; de un manotazo rompió la lanza en dos y, con dos nuevos agujeros negros en las palmas de sus manos, arremetió contra los vulnerables Zinac y Tepatiliztli, estos últimos impulsándose hacia atrás para alejarse, pero los agujeros siendo más rápidos y estando a punto de devorarles los rostros.
De pronto, la sonrisa vanidosa de Nahualopitli se transformó en una mueca de sorpresa y molestia. Sus manos se alejaron de los rostros de ambos aztecas, y sus agujeros negros salieron disparados en direcciones contrarias. Debajo suyo, Zaniyah gritaba con bravura al tiempo que se impulsaba con todas sus fuerzas, embistiendo a Nahualopitli y apuñalándolo en su vientre con la hoja de su espadón doble. El demonio azteca a duras penas retrocedió varios metros por el suelo con el impulso. Zaniyah desenterró su espadón doble de su abdomen, alejándose de él rápidamente para, acto seguido, chasquear los dedos y provocar una combustión que estalló en una gran llamarada alrededor de Nahualopitli.
Las llamas dieron la impresión de consumir el cuerpo de Nahualopitli. Sin embargo, en un abrir y cerrar de ojos, las llamas cambiaron su tonalidad naranja a una carmesí, para después expandirse por toda la estancia y abrirse de par en par como si fueran unas puertas. Nahualopitli dio un paso adelante, salió de las flamas rojas y fulminó a los Manahui Tepiliztli con una mirada entrecerrada. Las heridas de su cuerpo se cerraron sin dejar cicatriz.
—Las mismas técnicas, los mismos poderes —musitó Nahualopitli, ladeando la cabeza en gesto de decepción—. Mientras que yo... —se golpeó el pecho con varios puñetazos— ¡Yo derroque a Tlazoteotl! ¡Yo conquiste el Mictlán! ¡Y yo mate al Señor Mictlán! ¡No son más que cucarachas para mí! —invocó dos agujeros negros, los fusionó con una poderosa palmada, y la esfera comenzó a incrementar de forma masiva su tamaño, quitándole terreno a los Manahui y obligándolos a retroceder apuradamente mientras que los pilares, el techo, el suelo y las paredes eran devoradas por el agujero— ¡¡¡FUERA DE MI VISTA!!!
La fuerza gravitatoria del inmenso agujero negro, tan grande que ya atravesaba el techo del rellano, obligó a los Manahui a agarrarse entre ellos para poder sostenerse al suelo como pudiesen. Zinac, transformado en su forma de Camazotz, aleteó lo más rápido y fuerte posible sus alas, pero siendo incapaz de moverse por el aire. A sus patas se agarraban Tepatiliztli y Zaniyah, aferrándose a ellas con todas sus fuerzas. Xolopitli, en los escalones del rellano, enterró la espada-rifle en el suelo y se sostuvo de su mango, su pequeño cuerpo siendo jalado brutalmente hacia el agujero negro.
La expansión del agujero estuvo a nada de alcanzar a los Manahui... hasta que, de repente, se oyó el silbido de una espada cortar de un tajo el aire. Un destello se alcanzó a ver apareciendo en lo alto del cielo, para después descender a toda velocidad hacia el suelo de la plataforma, traspasando en el proceso el agujero negro de Nahualopitli.
De repente, la expansión del agujero negro se detuvo. La esfera se agrietó en millares de hendiduras que resplandecieron de color blanco y emitieron estruendos. La fuerza gravitacional desapareció repentinamente; los Manahui cayeron de bruces al suelo, y se alejaron rápidamente para ocultarse detrás de pilares caídos.
Acto seguido, la esfera negra solida estalló en una fulgurante explosión de luz que sacudió todo Omeyocán.
Nahualopitli rechinó los colmillos al ser cegado por el estallido resplandeciente. Retrocedió, cubriéndose el rostro con ambas manos. Entreabrió los ojos y vio con gran sorpresa, a través de los resquicios de sus dedos, como un ser humano aparecía en la escena abriendo el espacio mismo, como si se trataran de filos de las páginas de un libro.
Su melena blanca erizada se zarandeó producto de los vientos que produjo la explosión. Dio un pisotón al suelo, y su armadura resonó metálicamente. La gladio que empuñaba en su mano estaba envuelta con un aura flameante. Su mirada de ojos negros profundos se clavó en la anonadada de Nahualopitli.
—¿Cómo...? —farfulló Nahualopitli.
Publio Cornelio Escipión el Africano dio otro paso, saliendo del portal y provocando una estampida de cadáveres de Sacrodermos que se regaron por el suelo entero. Los Manahui se reunieron en un mismo punto, observando con gran asombro la poderosa aura púrpura clara que envolvía el vigoroso cuerpo del romano.
—Gladio Triumphalis —exclamó Cornelio, alzando el brazo donde empuñaba la gladio—: Nula Ipso Jure.
Una centella refulgió en la distancia. Un fugaz silbido rezongó en todo el perímetro. Un proyectil pasó volando por encima de las cabezas de los Manahui y de Publio Cornelio. Aquel brillo blanco fue identificado por Zaniyah, por unos milisegundos, como la Lanza Matlacihua, la cual alcanzó a Nahualopitli y lo ensartó duramente contra la pared. El demonio azteca fue tomado por sorpresa; ahora se hallaba empalado contra la pared, la ardiente lanza retorciéndose dentro de su vientre justo debajo de su pecho. Los fulgores blancos que rodeaban la lanza se expandieron sobre el cuerpo de Nahualopitli, metiéndose debajo de su piel e hinchando sus venas mórbidamente.
Los Manahui ensancharon los ojos y se dieron la vuelta. Quetzalcóatl, con su respiración agitada y de pie en el umbral de la salida lateral, estiró un brazo y señaló con su dedo al empalado Nahualopitli.
—¡Háganlo! —masculló— ¡Es su oportunidad de oro!
El grupo intercambió fugaces miradas, y todos asintieron con la cabeza. Tras eso cruzaron miradas con Publio Cornelio, y este les afirmó con la cabeza igualmente.
Los Manahui Tepiliztli cargaron con toda hacia el vulnerable Nahualopitli.
El demonio azteca bramó de la impotencia y la frustración. Agarró la lanza con ambas manos y, mientras le quemaba, se la desenterró de su vientre. Zinac, volando por los aires tras dar un salto, pegó un grito aguerrido y le propinó un puñetazo en su quijada. Seguido de ello, Tepatiliztli empujó a Nahualopitli contra la pared, enterrando de nuevo la lanza. El demonio azteca chilló aterradoramente; le propinó un fuerte manotazo a Tepatiliztli, y la médica azteca se desmoronó inconsciente al piso. Nahualopitli volvió a extraerse la lanza, solo para después recibir en el rostro una patada de Zaniyah que lo devolvió contra la pared. La muchacha azteca empujó la lanza de regreso a su pecho, provocando que las venas de su cuerpo se expandieran de forma alocada. Nahualopitli chilló de nuevo, le propinó un puñetazo en el rostro a Zaniyah que la tiró al suelo, y se extrajo una vez más la lanza.
Pero no pudo sacársela del todo. El demonio azteca abrió de par en par los ojos al mirar abajo y descubrir a Xolopitli sostener la Lanza Matlacihua con sus pequeñas manos, reteniéndola de su agarre.
—¡No vas a salir vivo ESTA VEZ! —exclamó Xoloptili, empujando la lanza hacia dentro con todas sus fuerzas— ¡MUÉRETE, MALDITO!
—Tú... ¡Tú...! —las venas se esparcieron por su cuello y alcanzaron su rostro. Las venas se abrieron en grietas fulgurantes. Los ojos y la garganta de Nahualopitli estallaron en resplandores que dispararon sus luces hacia el cielo cuales faros— ¡¡¡RAAAAAATAAAAAA INMUUUUNDAAAAAAAAAAAAAAAAA!!!
La voz de Nahualopitli se distorsionó hasta el punto de que sus palabras se hicieron ilegibles. Su rostro se deformó en enormes glóbulos que lo convirtieron en una masa informe e irreconocible. Su cuerpo se derritió, su cabello se deshizo en motas de polvo, sus ropas se convirtieron en ascuas, y su alma se resquebrajó con sonidos igual de satisfactorios que las grietas de su cuerpo. Xolopitli chilló, retrajo su mano, y le propinó una palmada a la punta de la lanza, enterrando hasta el último gramo de punta en el pecho de Nahualopitli.
Hubo un nuevo estallido de luz, y Xolopitli salió volando por los aires hasta alcanzar los cielos.
El resplandor se apagó tan rápido como apareció. Zinac voló y lo atrapó en el aire antes de que comenzara su descenso. El nahual quiróptero retornó hacia la plataforma donde se hallaban Cornelio, Quetzal y el resto de su grupo. Zinac aterrizó al suelo hincando una rodilla y plantando al inconsciente Xolopitli en el suelo. El nahual mapache entreabrió los ojos, recobrando la consciencia. Miró su alrededor, descubriendo a Zaniyah y a Tepatiliztli igual de conscientes que él.
—¿A-acabó...? —farfulló, sosteniéndose de la rodilla de Zinac— ¿Está muerto?
—Míralo por ti mismo —Cornelio indicó con la cabeza.
Todos los Manahui tornaron la cabeza hacia el fondo del rellano. Allí se hallaba una enorme plasta gris de órganos quemados y viseras entremezcladas de sangre roja y negra. La lanza estaba tendida en el suelo, aún resplandeciente por su aura blanca. Quetzalcóatl fue hasta ella, se agachó, y la empuñó. Se volvió hacia los Manahui, la mirada decisiva. Estos asintieron con la cabeza.
—Ahora solo queda Omecíhuatl.
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19
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No importaba qué método usara Omecíhuatl para acercarse a los moribundos Huitzilopochtli y Malinaxochitl: Sirius Asterigemenos la detenía en el acto.
Era igual veloz que ella, igual de fuerte que ella, igual de perspicaz que ella, hasta el punto en que conseguía evadir sus habilidades más complicadas donde otrora Huitzilopochtli y Quetzalcóatl fallaron miserablemente. Lograba escapar de sus glifos dorados, de sus prisiones telequinéticas, de sus atronadores espadazos y sus fintas de puñetazos y patadas. Evitaba a toda costa que ella lo tocara como si supiera de antemano que, con un solo toque de su dedo, podría quitarle todos los poderes. En cambio, atacaba desde lejos, usando disparos de proyectiles de su Lanza de Helios con las cuales mantenerla a raya.
Eurineftos lo apoyaba en el combate cuerpo a cuerpo contra ella, y Omecíhuatl no podía creer que los efectos de sus habilidades quita-poderes no surtieran en él. El Metallion recibía de lleno todos sus ataques físicos, incluyendo sus mortales espadazos que le rompían los brazos y le dislocaba el interior de su cuerpo. Pero no importaba cuánto daño recibiera, el Metallion los absorbía todos, y seguía a la carga contra ella.
Omecíhuatl, de la pura rabia de recibir todas las embestidas del Metallion mientras era acribillada por las estocadas de Sirius, dejó salir un rabioso grito. Esgrimió su espadón con ambas manos y arremetió contra Eurineftos, cortándole ambas piernas para, después, tirarlo brutalmente al suelo con una patada. Dio un salto, y cayó encima de él, aplastando su gruesa coraza con sus tacones y regando un montón de placas destruidas por el suelo.
A pesar del aparente gran daño que recibió, Eurineftos no se inmutó para nada ante la perdida de sus extremidades. Estiró los brazos y atrapó por los hombros a Omecíhuatl, encerrándola dentro de su cúpula gravitacional, reteniéndola por unos segundos. Tiempo que Sirius Asterigemenos aprovechó para abalanzarse hacia la Suprema Azteca, lanza empuñada en ambas manos, y embestirla con total brutalidad de una estocada tan poderosa que estalló en un resplandor luminiscente.
El palacio enteró retembló. Estructuras alrededor de la misma se vinieron abajo. El resplandor se apagó tan rápido como se encendió, y Huitzilopochtli, aún sentado en el suelo con la cabeza de Malina reposando en su regazo, vio como Omecíhuatl era disparada por los aires, haciendo que atravesara varios pilares hasta alcanzar su trono, demoliéndolo con su impresionante caída.
El trono de Omecíhuatl se vino abajo, desmoronándose en una impresionante caída que pasó de ser un imponente trono a ser ahora una maraña de cascajos. Los escombros fueron barridos de un espadazo de la Macuahuitl dorada, y Omecíhuatl emergió del subsuelo con un alarido animalesco, la herida de su hombro tan profunda que parecía que su brazo se le iba a caer del hombro.
—¡¿QUÉ COÑO, MIERDA, PUTA, MALPARIDA SEAS ERES TÚ, AH?! —maldijo la Suprema. Al otro lado de la estancia, Sirius, de pie, la veía con una mirada indiferente y mesurada. Omecíhuatl caminó con furia, agrietando el suelo en el proceso— ¡¿QUÉ... CARAJOS TE IMPORTA A TI LO QUE YO HAGA, EH?! ¡¿QUÉ COÑO TIENES QUE VER TÚ CON ESTA HISTORIA?! ¡¿CON MI HISTORIA?! —se señaló a sí misma con un dedo.
Sirius se mantuvo inexpresivo, la mirada de ojos verdes fulminándola con prejuicio. No respondió. Omecíhuatl chirrió los dientes y alzó su Macuahuitl con una mano, la herida de su hombro regenerándose en un parpadeo.
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|◁ II ▷|
—¡OMECÍHUATL!
La Suprema Azteca se tragó sus palabras al escuchar el grito de Quetzalcóatl detrás de ella. Su corazón se le subió hasta la garganta, y sintió las terribles ganas de arquear de la pura desesperación que la estaba revolviendo sin parar. Se dio la vuelta, y ensanchó los ojos al descubrir no solo a Quetzalcóatl, sino también a los Manahui Tepiliztli y a Publio Cornelio al otro lado de la estancia. Ensanchó los ojos al ver la Lanza Matlacihua empuñada por el Dios Emplumado.
<<No...>> Pensó Omecíhuatl, boquiabierta, los labios temblorosos. <<¿Nahualopitli ha...?>>
Volteó la mirada hacia la izquierda, y después hacia la derecha. Estaba rodeada.
—Parece ser que ya se te acabaron las opciones, Omecíhuatl —afirmó Sirius, blandiendo su lanza y colocándola sobre sus hombros—. Ya no tienes a dónde huir. Ni aliados secretos a los que recurrir.
Omecíhuatl temblaba de pies a cabezas y jadeaba de los nervios. ¡Algo inaudito ante los ojos de Quetzal! Quien, sin embargo, sonreía de la satisfacción de estar finalmente viendo a esa maldita perra recibir una probada de su propia medicina. Sirius tenía razón: ya no tenía escapatoria, ni subordinados a los cuales darle soporte. Estaba rodeada por pretorianos y por los Manahui. Era solo ella, contra todos a los que ella le ha hecho profundo daño.
—La inteligencia de la que tanto te has vanagloriado... —dijo Quetzalcóatl, dando un paso adelante, el ceño fruncido en una mueca aguerrida— Los poderes de los que tanto te has regodeado... —estiró un brazo y señaló a la temblorosa diosa suprema con un dedo— ¡Nada de eso se compara a la unificación de todas las victimas a las que has pisoteado durante siglos! —Las piernas cercenadas de Eurineftos se fusionaron de regreso a su cuerpo; el Metallion se reincorporó. Sirius blandió su lanza, Cornelio su espada, Zaniyah y Tepatiliztli su alabarda y espadón doble, Xolopitli su Orkisménos y Zinac desplegó sus alas— ¡Definitivamente este es el aquí, y el ahora, que tanto he esperado! ¡Esta es la justicia divina! que tanto he velado! ¡Este es el momento en el que TÚ PIERDES!
La presión atmosférica, que antes era participe de Omecíhuatl, ahora le jugaba en contra. Todos sus enemigos la rodeaban, algunos tan poderosos que no comprendía le por qué lo eran. La mirada de la Suprema Azteca, de ojos dilatados, se quedó viendo fijamente el suelo. El silencioso desglosamiento mental la estaba matando por dentro. Quería gritar. Quería seguir luchando. ¡Era la Suprema Azteca! ¡¿Cómo podía esto suceder?!
—Esto no es real... —masculló, la mano temblorosa donde sostenía su arma— Esto... es un sueño. Debe ser una pesadilla...
—¡La pesadilla que yo he tenido que vivir durante siglos ahora está arrastrándote! —exclamó Quetzal, desenfundando su pistola y apuntándola hacia ella— ¡Tu tiempo, tu suerte, tus opciones! ¡Todo se ha agotado! ¡Acepta la jodida DERROTA!
—¡¡¡MEEEEE NIEEEEEEEEEEGOOOOOOOOOOO!!!
Omecíhuatl balanceó su espadón por encima de su cabeza y la empuñó con ambas manos, su alarido tomando por sorpresa a todos los presentes. Una poderosa explosión de aura dorada se manifestó alrededor de ella, abriendo un inmenso cráter en el suelo. Corrientes eléctricas doradas recorrieron el voluptuoso cuerpo de Omecíhuatl, acumulándose todos sobre la sierra de su Macuahuitl.
De repente, otros dos brazos nacieron de su espalda, y empuñaron el espadón con la misma fuerza que los otros dos brazos. Los rayos dorados se acumularon en la superficie del arma, formando un cráneo en el centro de este. Vientos tifónicos empujaron a todos los presentes, obligándolos a cubrirse con los brazos y a ver bajo estos como un tornado de brisas doradas se arremolinaba sobre Omecíhuatl.
—¡Cuánto poder acumulado! —exclamó Eurineftos, los sonidos digitales de su yelmo— ¡Está superando a los de Huitzilopochtli durante el torneo!
—¡Así es, MAMÓN METÁLICO! —vociferó Omecíhuatl, dentro del tornado. Los vientos se hicieron transparentes, y mostraron a la Suprema Azteca de cuatro brazos, la cabeza agachada, todas sus manos empuñando el espadón.
—¡¿Cuál es tu plan ahora, Omecíhuatl?! —gritó Quetzalcóatl— ¡Ríndete ya! ¡NO PUEDES CONTRA TODOS NOSOTROS!
—Oh, pero sí puedo, Quetzalcito —murmuró Omecíhuatl por todo lo bajo. Una cúpula dorada apareció alrededor suyo—. Al final, ¿para qué necesito aliados cuando yo sola puedo hacer... complementariedad?
La mención de la última palabra dejó sin aires a Quetzal y a Huitzilopochtli, este último aún tendido en el suelo en una desesperada búsqueda por salvar a su moribunda hermana.
—No pensarás... —farfulló el Dios Emplumado, apretando los dientes y negando con la cabeza.
—¡Lo pienso y lo voy a hacer! —maldijo Omecíhuatl, sonriendo de oreja a oreja— Si no soy capaz de gobernar nada, ¡entonces tú tampoco! ¡Ni los dioses aztecas supervivientes! —presionó la punta del espadón contra el centro del cráter, generando más vientos tifónicos que erosionaron la piedra, aumentando el tamaño del hueco.
—¡¿Qué es lo que piensa hacer Omeciputa ahora?! —farfulló Xolopitli, cubriéndose el rostro con ambas manos.
—Piensa llevarnos a todos con ella —advirtió Quetzal, el semblante preocupado—. ¡Usará su habilidad más poderosa, la cual implica tomar su propia vida para destruir todo a su paso! ¡Usará la complementariedad de su alma divina!
—¡¿Va a explotar?! —exclamaron Zaniyah y Tepatiliztli, escandalizadas.
—De eso nada —dijo Sirius al otro lado de la sala. Inclinó las piernas hacia delante, y blandió la Lanza de Helios colocándose a su vez en su pose de lancero—. Nada de eso pasará bajo mi guardia.
—¡Ah, ah, ah! ¡Cualquier ataque de igual forma activará la explosión!
Sirius se paralizó nada más escuchar la afrenta de Omecíhuatl. Publio Cornelio se interpuso en su camino, haciéndolo retroceder con su gladio resplandeciente.
—En ese caso yo lo haré —afirmó, confiado. Esgrimió ágilmente su espada con una mano—. ¡Negaré y deflectare su habilidad como lo hice con Nahualopitli!
—¡¿QUÉ PUTA PERRA PARTE DE "CUALQUIER ATAQUE" NO ENTENDISTE, MIQUINI?! —la mueca de Omecíhuatl se entremezcló con la frustración y la diversión— ¡No importa cual sea! Una estocada, un puño, un campo de gravedad, una patada en mis ovarios... —negó con la cabeza— ¡incluso si me elevan a los cielos usando el suelo como plataforma, eso también activará mi explosión! ¡Una explosión lo suficientemente poderosa como para llevarme todo el Reino de Aztlán y convertir los "Nueve Reinos" en "Ocho Reinos"!
Esta vez, la impotencia se remarcó en las muecas de todos los presentes. Sirius y Cornelio apretaron los dientes. Los Manahui esbozaron muecas escandalizadas. Quetzal se desbordó de tristeza agobiante. Omecíhuatl se desternilló en risotadas, los vientos dorados esparciéndose por todo Omeyocán, el cráter haciéndose más profundo y obligando a todos a retroceder para no ser consumidos por la cúpula dorada.
—¡ESPERO QUE HAYAN DISFRUTADO DE MI GOBIERNO! ¡ADIÓS, A TODOS! ¡¡¡Y QUE SE JOOOOODAAAAAAAAN!!! ¡JA, JA, JA, JA, JA, JA!
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ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯
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Tepatiliztli tomó de la mano a Quetzal, sorprendiendo a este con las lágrimas cayendo por sus mejillas.
—¡Hay que irnos, Quetzal!
—¡NO! —maldijo el Dios Emplumado, dándose la vuelta y mirando con odio a la Suprema— ¡No puede volver a salirse con la suya! ¡NO PUEDE!
—¡¿Qué otra opción tenemos, ah?! —profirió Zinac, agarrándolo firmemente del hombro— Ya no tenemos opciones más que el de huir. ¡Vamos!
Y mientras que los Manahui se debatían con Quetzal y Cornelio comandaba a sus tropas a retirarse (incluyendo a Sirius, quien seguía protestando por querer hacer algo al respecto), Huitzilopochtli, con la mirada fija en el rostro ceniciento de Malina, cerró los ojos y de un sollozo expulsó un suspiro. Analizó por última vez el boquete que abría el abdomen de su hermana, sangrando sin parar y con sus órganos hinchándose y estallando lentamente. El miedo le puso la piel de gallina, pero lo suprimió con el coraje que lo caracterizó, durante siglos, como un Dios de la Guerra.
—¡Huitzilopochtli! —dijo Quetzal, yendo hasta él y descubriéndolo tendido en el suelo con el cuerpo de su hermana sobre su regazo. El Dios Emplumado frunció el ceño— ¿Hermano...?
—Quetzal... —musitó el Verdugo Azteca, el semblante ennegrecido— Creo que llegó la hora de liberar todo el mal que tengo en mí.
—¿Qué...?
Huitzilopochtli introdujo bruscamente su brazo dentro del agujero de su pecho. Entre gruñidos adoloridos y chirriada de dientes, se extrajo el corazón de Cipactli y lo colocó mansamente sobre el pecho de Malina. De repente, la piel de Huitzilopochtli comenzó a perder coloración, y sus tatuajes se fueron desvaneciendo lentamente. El Dios de la Guerra se quitó el yelmo, revelando su calva cabeza, y lo colocó al lado de la cabeza reposada de Malina. Quetzal y los Manahui observaron en escabroso silencio, las risotadas de Omecíhuatl de fondo.
—¿Huitzi... lopochtli? —farfulló Zaniyah.
—Tú... hermana de Uitstli... —el Dios de la Guerra reposó gentilmente la cabeza de Malina en el suelo. Se reincorporó entre tambaleos, la piel descolorándose aún más, la sangre manando sin parar de su pecho— Tú... ¿Puedes trasplantar mi corazón... al de mi hermana...?
Tepatiliztli fue incapaz de responder, si quiera de conjurar la posibilidad de ello. Espabiló, y asintió con la cabeza, más por reconforte que por si era capaz de tal hazaña. Huitzilopochtli apretó los labios, tragó sangre y afirmó con la cabeza. Se volvió hacia Quetzal, y le hizo un ademán de cabeza.
—Cuídala por mí —dijo, palmeándole el hombro. Quetzal lo tomó de la mano y lo retuvo.
—No lo hagas... —suplicó el Dios Emplumado, los labios temblorosos, los ojos lagrimeando todavía más— Hermano... por favor... ¡No...!
Huitzilopochtli cerró los ojos y lloró igualmente. Se aferró a Quetzal con un fuerte abrazo, manchando su abdomen con su sangre. Quetzal le devolvió el abrazo con igual querella.
—Hasta este día... he hecho todo mal... Quetzal... —masculló— Por favor... déjame partir de este mundo... haciendo algo bueno... Algo con lo que Malina... me recuerde positivamente...
—Hermano... —Quetzalcóatl estalló en sollozos y se aferró a él con todas sus fuerzas. Los Manahui se compadecieron del Dios Emplumado, y de nuevo sentían la misma desolación que cuando perdieron a Uitstli. Publio Cornelio, por su parte, se quedó en silencio solemne, la mirada hacia abajo.
Tras unos largos segundos, ambos hermanos se separaron. Quetzal y Huitzilopochtli asintieron con la cabeza. Cada uno se desvió de su trayectoria y comenzó a tomar su propio camino; el primero yéndose con el Jefe del Pretorio y el grupo azteca fuera de la sala del trono, mientras que el segundo anadeó, entre trompicones, hacia la cúpula dorada de Omecíhuatl. Para este punto, Sirius y el resto de soldados pretorianos también habían partido de la estancia. El cuerpo de Malina y su corazón fueron cargados por Quetzalcóatl.
Ahora, los únicos que se hallaban en la estancia eran Huitzilopochtli y Omecíhuatl. El primero dio una pisada al suelo dentro de la cúpula, alertando a la segunda y haciendo que lo viera de reojo.
—¡Ohhhh! ¡¿Para dónde van todos?! —aulló ella entre risas— ¡¿No van a estar aquí para ver como EXPLOTO TODO ESTE LUGAR?!
—Yo sí... lo estaré.
Omecíhuatl frunció el ceño y chasqueó los dientes. Vio a Huitzilopochtli trastabillar, tambalearse y cojear con esfuerzo inhumano hacia ella. Omecíhuatl volvió a reírse.
—Pero no destruirás... este lugar —reprochó el Dios de la Guerra entre jadeos, la baba y la sangre entremezclándose en sus labios. Alzó la cabeza y clavó sus ojos inmaculados sobre ella. Omecíhuatl rió más fuerte.
—¡¿Y qué harás, ah?! —contestó ella— ¡Acabas de quitarte el corazón de Cipactli! Honestamente ni sé cómo sigues de pie, ¡pero incluso así! ¡¿Qué harás, AHHH?!
De repente, Huitzilopochtli desapareció de su vista. Omecíhuatl sintió un peso afirmarse detrás de ella, y agarrarla debajo de los cuatro brazos en una llave que la separaron de su Macuahuitl. La cúpula dorada comenzó a fulgurar con gran intensidad, como una estrella titilante indicando su inminente explosión. La Suprema Azteca frunció el ceño y entreabrió la boca, la mueca sorprendida. El palaico de Omeyocán retembló y empezó a desmoronarse hasta sus mismos cimientos del subsuelo, donde el otrora escondite de Nahualopitli, la caverna de lava y estalagmitas de obsidiana, empezaba a ser sepultado por una montaña impenetrable de los escombros del palacete.
—¿Pero qué...? —farfulló Omecíhuatl.
—¡Venga! —refunfuñó Huitzilopochtli detrás de ella, vomitando sangre y apretando con fuerza la mandíbula— ¡Descubrámoslo, OMECÍHUATL!
Y empleando las últimas fuerzas que le quedaron remanentes antes de extraerse el corazón, Huitzilopochtli se acuclilló y saltó, saliendo impulsado junto con Omecíhuatl por los cielos, rompiendo las barreras de la cúpula dorada y dejando tras de sí rastros de luz que los hicieron ver, a ojos de los pretorianos y de los Manahui, como un cohete que se dirigía hacia el espacio.
El palacio de Omeyocán quedó atrás, la ciudad de Aztlán quedó atrás. El palacete y la ciudad, ambas malditas por tantas desidias divinas de una dictadura, se convirtieron en lejanos puntos negros e iridiscentes. Huitzilopochtli y Omecíhuatl volaron hasta lo más alto, atravesando en segundos la estratosfera y llegando hasta el espacio exterior, donde lograron ver las curvaturas limítrofes que delimitaban a Aztlán con el resto de reinos. La piel desdeñada de Huitzilopochtli se quemó rápidamente por el contacto con el cuerpo de Omecíhuatl, esta última brillando como un reactor nuclear a punto de estallar desde adentro y hacia afuera.
—¡DESGRACIADO, SÚELTAME! —berreó Omecíhuatl, forcejeando en vano, golpeando el rostro de Huitzilopochtli con sus cuatro codos— ¡¡¡QUE ME SÚELTES!!! ¡¿ES QUE TANTO QUIERES MORIR?!
—¡YA ESTOY PREPARADO PARA ESO! —rugió Huitzilopochtli, afirmando más su agarre sobre sus cuatro brazos, al punto de quebrárselos.
La Suprema Azteca inclinó la cabeza hacia arriba y su rostro empezó a desfigurarse y derretirse producto del intenso calor. Su cuerpo comenzó a desintegrarse a partir de sus pies, convirtiéndose en motas de polvo cósmico que fueron jaladas por el espacio exterior y dirigidas hacia el vacío negro del cosmos. Huitzilopochtli cerró los ojos, llorando del coraje, y alzó la cabeza para otear con orgullo las estrellas.
<<Este es un hasta nunca... Quetzal... Malina...>> Su cuerpo empezó a desintegrarse también a partir de sus pies, haciéndose polvo cósmico a la misma rapidez que Omecíhuatl. <<¡Nos veremos pronto, Uitstli!>>
En la superficie de la ciudad desolada, los pretorianos, los Manahui y todos los dioses aztecas sobrevivientes vieron como el cielo era irradiado por una intensa luz amarillenta que se extendió por todo el firmamento del Reino de Aztlán. Quetzalcóatl se cubrió con una mano, para después gritar a todo pulmón:
—¡¡¡HERMANOOOOOOOOOOOOOOOOOO!!!
Y entonces, la explosión fulgurante cegó a todos los habitantes del Reino de Aztlán. Unos minutos después, llegó la onda expansiva, y todo el continente fue sacudido por un temblor breve pero intenso.
Omecíhuatl chilló del espanto y del escandalo de ver su voluptuoso cuerpo descomponerse en billones de partículas. Su expresión de espanto se dibujó con total claridad en su rostro; ojos abiertos como platos, boca abierta y gritando del horror al ver como ya no sentía su cuerpo en lo absoluto. La desintegración llegó hasta su garganta, y en cuestión de segundos, la Suprema Azteca había desaparecido de la existencia.
Huitzilopochtli quedó remanente, volando por el espacio y rugiendo con los últimos dotes de bravura que le quedaban. La desintegración de su cuerpo fue más paulatina, lo que hizo que su dolor físico y espiritual fuera más evidente cuando su grito se desentonó, pasando del coraje al chillido de tristeza deificada. La descomposición de su cuerpo alcanzó sus brazos, su pecho, su cuello, y por último su cabeza. Hasta el último de los segundos, Huitzilopochtli no dejó de gritar, como un testamento no-verbal de que estaba liberando, sin duda alguna, hasta el último de sus males.
La colosal cúpula de luz se esparció por cientos de millones de kilómetros por el espacio, recubriendo el firmamento de Aztlán y alcanzando los cielos de los demás reinos, lo que alertó de sobremanera a los habitantes de esos reinos. El monumental resplandor dorado se expandió por el espacio, iluminando el vacío del cosmos y declarando a todo el globo terráqueo de los Nueve Reinos... Que Aztlán acababa de extinguirse.
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EPÍLOGO
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https://youtu.be/YjuRvvuBCqk
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|◁ II ▷|
Regiones Autónomas.
Varias semanas después.
El lozano graznido de los pájaros dio bienvenida a la resplandeciente mañana. La oscuridad de los ojos cerrados fue gentilmente invadida por la luz del alba mañanero. Una respiración profunda, seguido de un suspiro y una sensación de inquietud tras haber presenciado un potente resplandor que pretendió extinguirla.
Malinaxochtli abrió de par en par los ojos traumados y lo primero que vio fue un abanico en el techo dando vueltas.
Se reincorporó lentamente, el pecho semi agitado, subiendo de arriba abajo. Miró su derredor con el ceño fruncido. Se hallaba en una habitación amueblada y totalmente hecha de madera.
—Malina...
La Diosa Hechicera volteó la cabeza, y se topó frente a frente con los elegantes ojos marrones de una Zaniyah vestida con un jubón de cuero tachonado y cuello acolchado. Cerró el inmenso libro que tenía entre manos. Tenía por título "Mil Einhenjers, Mil Historias". Tenía como nombre de autor a Tecualli.
—¿Omeci...? —barbulló Malina, faltándole el aire a mitad de palabra. Ladeó la cabeza, se quitó las sabanas de encima y se sentó al borde de la cama. Tenía vendas por todo su cuerpo y una falda blanca larga que l en la zona central de su busto se extendían pequeñas cicatrices— Mi hermano...
—Hey, hey —Zaniyah se paró, dejó el libro en una mesita y se dirigió hasta ella. La tomó de los hombros—, deja te ayudo.
—¿Dónde estoy...?
Zaniyah le sonrió, una sonrisa entre nostálgica y triunfante. Malina se la quedó viendo, extrañada.
—Ven. Te mostraré nuestro nuevo hogar.
Ambas chicas salieron de la habitación, bajaron por las escaleras en caracol hasta llegar a la sala de estar donde, otrora, Brunhilde, William y Randgriz intentaron reclutar al Jaguar Negro. Anadearon por la afable estancia, sus pisadas resonando sobre el suelo de madera, y por último atravesaron el pasillo hasta llegar al umbral con su puerta abierta. Un fuerte zumbido invadió los oídos de Malina. La diosa se cubrió una mano del resplandor que le dio la bienvenida al nuevo mundo.
Salieron al exterior, y Malinaxochitl se quedó maravillada al ver el impresionante horizonte urbano de la ciudad de Tláhuac festejando una gran fiesta conmemorativa al estilo mexica... solo que esta vez, los dioses y los aztecas participaban en ella.
Largas y coloridas caravanas avanzaban por las atiborradas autopistas, llenas de personas y deidades que celebraban la inauguración de un nuevo reino compartido entre mortales y dioses que, barridas las distinciones entre sí, bailaban unos con otros al son de la música azteca entremezclada con la contemporánea. Malina entrecerró los ojos, alcanzando a observar un nombre rezando encima de una caravana hecha de puras flores y rosas.
—¿"Nueva... Aztlán...?" —musitó Malina, sintiendo un golpe de excitación en el corazón.
—Así es —dijo Zaniyah, tomando su mano y entrelazando sus dedos—. Esta es la utopía que Quetzalcóatl tanto añoraba en construir. Ahora es realidad.
—¿Y dónde está mi hermano? ¿Sobrevivió? ¿Está aquí?
Zaniyah se la quedó viendo fijamente. Se encogió de hombros. Se volvió hacia atrás y silbó. Unos segundos después, el mismo caballo que otrora Uitstli usó para llevarla luego de su batalla contra Chiachuitlanti arraigó hasta ellas. Zaniyah se subió al caballo de un salto, y le ofreció su mano a Malina.
—Te enseñaré lo que le pasó.
Al principio se sintió insegura. Seguía pensando que esto era solo un sueño, alguna jugarreta de Omecíhuatl para perturbarla luego de haber ejecutado a Huitzilopochtli. Pero una corazonada le dijo que confiara. Su expresión cambió a una confiada, y entonces... aceptó la mano de Zaniyah, se subió al semental, y Zaniyah lo azuzó. La bestia relinchó y empezó a trotar por la meseta cuesta abajo, hacia la inconmensurable fiesta que hacía iluminar con luces neón y fuegos artificiales a Tlahuac.
Las chicas se adentraron de lleno en la colorida ciudad, siendo recibidas con el clamor de la música y de las rosas y otras plantas que caían de aquí para allá, regando y abarrotando las calles y aceras. El caballo anadeó por las casi inaccesibles calles, irrumpidas por caravanas, carros de carnaval donde los dioses aztecas llevaban a cabo sus trucos de magia o simplemente saludaban a la población de mexicas que, por siglos, se les prohibió entrar en contacto. Malina le sorprendió, sobre todo, ver a varios dioses y mortales compartir bailes, juegos, bebidas y hasta algunos se besaban como si fueran parejas desde hacía mucho tiempo.
En el obtuso pero satisfactorio recorrido por la autopista principal por la que avanzaba la larguísima caravana, Malina sintió que el corazón se le iba a salir de la emoción de ver a los dioses y los mortales aztecas unificarse de forma armoniosa. A los minutos alcanzaron una plaza, y en ella Malina vio algo que le sacó varias lágrimas y un sollozo intenso.
Quetzalcóatl estaba de pie en un pedestal vacío, con micrófono en mano, cantando una canción en nahuatl hacia un público entremezclado de mortales y dioses. Tepatiliztli invocaba cantidades ingentes de flores y las arrojaba hacia los estrados, dando un ambiente triunfal y cultural al espectáculo. Xolopitli, junto con Zinac, danzaban exóticamente, con emoción y pasión, junto con cientos de nahuales y los jóvenes y niños aztecas a los pies de los estrados.
Quetzal alcanzó a verlas. Les sonrió y las saludó con un ademán de mano. Zaniyah y Malina correspondieron al saludo, la segunda alcanzando a ver una corona dorada en la cabeza del Dios Emplumado. ¿Así que fue coronado como el Rey de Nueva Aztlán...?
—¿Es esto... real? —farfulló Malina, las lágrimas cayéndole por las mejillas sin parar— ¿De verdad todo esto es...?
—Lo es —dijo Zaniyah, azuzando al caballo para aumentar el trote y avanzar por una calle vacía—. Ahora te mostraré lo mejor.
El semental ascendió por un pequeño montículo que se hallaba lejos del epicentro del ruidoso y alegre carnaval azteca. En la distancia, Malina alcanzó a ver dos delgados objetos enterrados en la cima del monte. Una vez arraigaron a la zona, se bajaron del caballo y se aproximaron hacia aquellas siluetas. La cercanía les hizo ver con claridad de lo que se trataban aquellos objetos.
Malinaxochitl soltó un gemido de la sorpresa, y todo su aire se le fue por la garganta en un sollozo ahogado. Eran armas con sus filos enterrados bajo el suelo, los vientos haciendo otear la bandera del reino de Nueva Aztlán: un fondo verde con un sol azteca en el centro y dos pirámides a cada lado. Una era una lanza, y la otra era una Macuahuitl. Ambas armas de los difuntos Uitstli y Huitzilopochtli.
—Tu hermano murió... sacrificándose por toda la gente de Aztlán —dijo Zaniyah, solemne. Malina caminó hasta la espada de su hermano. Acercó una mano, y palpó el tacto oxidado y áspero de la hoja— Él dijo que quería morir haciendo algo bueno en su vida. Y lo hizo... —se volvió hacia el horizonte urbano y fiestero, la música siendo un murmullo que se extendía por todos los lugares de Tláhuac— Él te dio su corazón. Literalmente. ¿Esa cicatriz, en tu pecho? Tepatiliztli trasplantó su corazón a tu cuerpo. De esa forma pudimos curar la maldición de Omecíhuatl.
Malina cerró los ojos y se llevó la mano al pecho, palpándose las cicatrices con las yemas. Escuchar el nombre de la Suprema Azteca se le hizo distante, muy distante... igual que el rostro de su hermano, y su fea pero carismática sonrisa. Sollozó con más fuerza. Zaniyah se acercó a ella y la tomó de los hombros.
—Mi padre y tu hermano lucharon para vencer el mal. Y gracias a sus esfuerzos... —con lágrimas en sus ojos, se volvió nuevamente hacia Tláhuac. Justo en ese instante, una lluvia de fuegos artificiales atiborró el cielo, pintándolo con alegres estallidos multicoloridos y escarcha que surcaba el firmamento como cometas— Podemos empezar una nueva vida. Seguir su legado... como la nueva generación.
Malinaxochitl palpó las manos de Zaniyah, correspondiendo a su confort. Alzó la cabeza hacia el cielo, y se imaginó el alma de Huitzilopochtli como uno de esos fuegos artificiales, tintando el cielo con su colorido celeste y expandiendo sus esplendorosas motas escarchadas por toda la ciudad.
—Zaniyah...
—¿Sí?
Malina se mordió el albio inferior y la miró a los ojos.
—En otra vida, tu padre y mi hermano habrían sido... aliados —carcajeó tímidamente y sonrió, su pecho agitándose de los nervios—. Tú... ¿te gustaría ser mi aliada?
Zaniyah sonrió con fraternidad al ver a la diosa ofrecerle la palma de su mano. En cambio la abrazó, agarrándola por sorpresa y haciendo que se ruborice alocadamente. Sus dos siluetas se recortaron bellamente con el panorama urbano de Tláhuac, y las multiples explosiones de fuegos artificiales en el firmamento.
—Seré tu hermana, Malina —murmuró Zaniyah, dándole un beso en la mejilla y aferrándose a ella.
Malina sollozó y correspondió a su abrazo, imaginándose que abrazaba a Huitzilopochtli por última vez.
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