Tlachinolli teuatl
DIOS DE LA GUERRA
┏━°⌜ 赤い糸 ⌟°━┓
🄾🄿🄴🄽🄸🄽🄶
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ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯
|◁ II ▷
Casa de la Curandera
Los relámpagos destellaban el firmamento y hacían parpadear las nubes con destellos azules. El huracán que rotaba una y otra vez cerca de la meseta parecía acercarse más y más, amenazando con comerse la colina entera y llevarse consigo la casa de Tepatiliztli. Todos estos elementos parecían confabularse y preparar la inminente batalla que se iba a desencadenar. Uitstli no podía estar más aterrado: sin más poderes que su magia chamánica, sin más armas que una Macuahuitl que se encontró en la casa de su hermana... Ante la imponente figura de la deidad azteca que se erguía a diez metros frente suyo, Uitstli volvió a sentir una sensación que hacía siglos que no sentía:
La de sentirse pequeño, débil e inofensivo frente a un peligro que lo superaba con creces.
Pero incluso con todas las de perder, aún sentía la osadía de luchar, incluso si es contra una deidad a la cual había rezado toda su vida. Si ella amenazaba la vida de Zaniyah, entonces no importaba que cometiera un pecado capital de levantar su arma contra un dios.
—¡¿QUIÉN ERES?! —vociferó Uitstli, aunque en el fondo de su destartalado corazón, ya sabía la respuesta.
De repente, y sin que él se diera cuenta, la adrenalina del escenario comenzó a mermar y a tranquilizarse: los vientos del huracán se fueron ralentizando, y el propio tornado se fue desvaneciendo; los relámpagos fueron cesando sus explosiones térmicas, y pronto no hubo ningún rayo que azotara los cielos. Los temblores acabaron, y el suelo bajo los pies de Uitstli dejó de tambalearse. Cuando el guerrero azteca quiso reparar en ello, todo el escenario había vuelto a la normalidad, y ahora reinaba una calma absoluta... pero lúgubre.
La silueta de la deidad azteca se llevó una mano a la cintura. De allí se desató un colgante, y rodeó sus dedos alrededor del cuello de un jarrón marrón con ideogramas negros. Levantó la jarra a la altura de su cabeza y se la enseñó a Uitstli.
—¿Puedo entrar? —exclamó la deidad, su voz tan profunda y retumbante que era como si huracán le estuviera articulando palabras— Te traigo Ixtac Octli, como ofrenda de paz.
—¡¿Crees que me vas a comprar con alcohol?! —vociferó Uitstli, la Macuahuitl siempre en alto.
—Oh, vamos, y eso que Ometochtli la hizo con mucho cariño —la deidad azteca acarició la vidriera de la jarra de forma apetecible—. Pero no, no pienso comprarte porque tú no eres un esclavo. Hablemos tú y yo —se llevó un dedo a su pecho, y después, con ese mismo dedo, señaló a Uitstli—, de hombre a hombre.
Uitstli tragó saliva y se mordió el tembloroso labio inferior. De nuevo, la duda lo asolaba, y titubeaba cada vez que trataba de responder pues siempre surgía una posibilidad en su mente. Toda esta situación le parecía tan irreal que le era incapaz de formular una contestación acertada para su locutor. ¿Cómo era posible que, hasta hace menos de dos días, estaba labrando la tierra con Zaniyah, y ahora se paraba frente a frente contra una de las deidades más poderosas del Panteón Azteca? ¡Todo esto era tan surreal...!
Sin decir palabra alguna, Uitstli lo invitó entrar al agitar su Macuahuitl en un ademán. La deidad azteca agarró su enorme Macuahuitl y, de una fluida esgrima, la enfundó a su espalda. Se aproximó a paso lento hacia la entrada, sus pisadas tan fuertes que eran como un retumbar cada una de ellas. Al estar frente a frente con él, Uitstli se dio cuenta de lo alto que era: tan alto que su cabeza apenas le llegaba al hombro a aquella deidad. Debía medir al menos unos dos con cinco metros. De cerca pudo ver mejor su piel azul esmeralda, los tatuajes que, ahora que no resplandecían, veía su color original, el blanco; pudo ver su faja roja adherida a un taparrabos marrón que le llegaba a los tobillos y con huesos humanos decorativos, sus hombreras marrones con incrustaciones de perlas, y su casco con forma de colibrí con plumas verdes y azules que cubrían su nuca.
La deidad se cruzó de brazos y le dedicó una sonrisa al ver como el mortal no mostraba signos de terror o sumisión mientras pasaba al lado suyo. Pero a pesar de que Uitstli tenía su rostro taciturno, en el fondo no paraba de quemar coraje y miedo al unísono, cosa que supo ocultar bien incluso ante la atenta mirada de el Dios de la Guerra.
El Dios de la Guerra, Huitzilopochtli, se adentró en el zaguán de la casa. Apreció a detalle el inmobiliario, la mirada paseándose con lentitud exquisita por cada palmo de pared y escombro caído en el suelo. Uitslti cerró la puerta tras de sí, sin quitarle un ojo de encima a la deidad. Huitzilopochtli miró el techo, sonrió al ver los agujeros, y se giró para observar a Uitstli. La tensión que se generó en el ambiente fue tal que Uitstli tenía en todo momento un nudo en la garganta.
—Bonita casa —dijo Huitzilopochtli, el tono de voz afable y de confianza—. Perdóname por la infraestructura. Tengo mi... forma, de "tocar la puerta".
—Al menos me pediste que entraras —gruñó Uitstli, su voz sonando tensa y desconfiada en cambio—. Qué cordial.
—Cosa que no se la doy a cualquiera —Huitzilopochtli siguió anadeando hasta llegar a los pasillos. Los recorrió con parsimonia, sin apuros, y girando la cabeza para ver hasta la última textura de pared o de recuadro. Al llegar a una de las salas principales, el rostro de la deidad se iluminó de alegría al observar la mesa—. Por fin, un lugar donde sentarme. Ven, Uitstli, toma asiento conmigo.
Por más que sonara benevolente, y sus gestos lo invitaban a querer crear confianza con él, Uitstli no podía permitirse bajar la guardia. Había conocido a los dioses azteca en el pasado: gracias a su puesto como sacerdote de Tláhuac, le permitió tener una cercanía y un vínculo más fuerte con ellos, en especial durante la Segunda Tribulación. Ya conocía a Huitzilopochtli desde ese entonces (por eso es que sabía su nombre), pero las pocas veces que había intercambiado palabras y miradas con Huitzilopochtli, todas ellas siempre fueron incómodas.
Ahora, lo era todavía más. Uitstli había reparado que esta actitud que mostraba la deidad distaba mucho de lo airado, aguerrido y buscapleitos que era cuando habló por última vez con él en la Segunda Tribulación.
Silenciosamente, Huitzilopochtli apartó todos los floreros que había en la mesa, los puso en el suelo, se sentó en la silla y, de una gentil esgrima, desenfundó su enorme espada y la puso sobre la mesa. El golpe fue muy suave, pero aún así generó un estruendo que sacudió el mueble. Huitzilopochtli le hizo un gesto con la mirada para que se sentara frente a él. Uitstli respiró hondo y, con un desdén que supo ocultar en su semblante severo, se dirigió a la mesa y tomó asiento. El guerrero azteca alzó su Macuahuitl y la puso encima de la mesa. En comparación, su espada era el doble de pequeña que la Macuahuitl de Huitzilopochtli.
Huitzilopochtli, sin dejar de mirar a Uitstli, silbó. De repente la culata de su Macuahuitl se deformó y se alargó hasta adoptar la forma de una serpiente verde con manchas oscuras. La serpiente se estiró hasta llegar a la cocina: allí, agarró un vaso entre sus dientes, se regresó y lo dejó sobre la mesa. Volvió a extenderse y trajo otro vaso. Tras eso se transformó de nuevo en una empuñadura.
El Dios de la Guerra agarró la jarra de pulque, la destapó y sirvió ambos vasos. Le tendió uno hacia Uitstli, pero el guerrero azteca, muy solemnemente, negó la bebida con un agite de cabeza. La faz severa y sombría de Huitzilopochtli cambio por una leve pero radiante sonrisa divina; Uitstli no pudo evitar sentir una melancolía extraña venir detrás de esa faceta "amigable".
—Da gracias al Sol y a la Luna porque tengo paciencia ilimitada —dijo la deidad, cogiendo su propio vaso y llevándoselo a los labios... Pero sin beber ni un sorbo—. Ya me has despreciado la bebida dos veces.
—Te lo dije hace un momento —profirió Uitstli, la mano apoyada sobre su rodilla—: no me vas a comprar con alcohol.
—Pero entiendes mi punto, ¿no? —Huitzilopochtli olisqueó el fuerte olor perfumado del pulque. Lo aspiró hasta suspirar de la satisfacción— Vengo aquí en son de paz, por más que eso contradriza mi título como Dios de la Guerra.
Uitstli apretó los labios y los chasqueó. Le extrañó el ver como olfateó el pulque, más no lo bebió. Es más, lo vio poner el vaso de nuevo en la mesa.
—¿Qué es lo que quieres, Huitzilopochtli?
Huitzilopochtli mojó las yemas de sus dedos con el espeso alcohol. Observó detenidamente como goteaba a lo largo de sus dedos.
—Me han dicho que tú... te has vuelto un sabio eminente que busca la resolución antes que las batallas... Como yo —el dios azteca corrió las yemas a lo largo de la superficie plana de su espada. El hedor perfumado que dejaba impregnada en el aire hacía que a Uitstli se le arrugara la nariz— ¿Lo eres? —Huitzilopochtli alzó la cabeza y se lo quedó observando con semblante sombrío— ¿Eres un sabio eminente que no busca batallas?
—Solo si la situación lo amerita —gruñó Uitstli, inclinándose hacia delante y haciendo rechinar la silla.
—¿Y la situación lo está ameritando ahora, mmmm? —Huitzilopochtli le hizo un provocador ademán de cabeza.
Uitstli tragó saliva y se mordió el labio inferior. No pudo evitar arrojar una mirada de soslayo hacia arriba, hacia el segundo piso donde se encuentra dormitada su hija. Los engranajes de su cabeza no paraban de concebir cientos de ideas de cómo esto podría ir de mal en peor. A pesar de las presiones, Uitstli siguió mantenido la calma, y volvió la mirada hacia Huitzilopochtli.
—Supongo que sí —respondió al final, con algo de desdén—. Ahora dime que quieres.
Huitzilopochtli torció los labios en una aparente sonrisa hosca. Asintió con la cabeza y se inclinó hacia delante, rechinando la madera de la silla igualmente, y le respondió con gruesos murmullos:
—No soy yo para quién explicarte los planes maestros de mi Suprema.
Repentinamente se escuchó un cascabeleo de serpiente, seguido por unos incesantes siseos que recorrieron toda la casa. Uitstli alzó la cabeza, y siguió con la mirada el chirriante sonido de las escamas recorriendo el techo de la casa de su hermana. Unos segundos después se desvanece, y se produjo un silencio de varios segundos que hicieron que Uitslti mantuviera la respiración por todo ese tiempo.
De repente se oyó la puerta principal de la casa resonar con tres potentes golpes que sacudieron toda la infraestructura. Huitzilopochtli sonrió y le guiñó el dedo a Uitstli al tiempo que le indicaba la puerta con la mirada.
—Ve a abrirle —dijo.
Uitstli no tuvo oportunidad de protestar: eso solo tornaría las tablas para mal en su devenir. Aplastó toda revuelta interna en su corazón y se obligó a ponerse de pie. Fue directo hacia la puerta y, sintiendo la punzada en su corazón seguido por los constantes sudores que perlaban su morena piel y sus cabellos negros, Uitstli se tragó todos sus miedos, giró el picaporte y abrió la puerta. Rápidamente dio varios pasos atrás al ser presionado por la indefinida y poderosa aura divina viniendo del otro lado del umbral.
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ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯
|◁ II ▷
Una altísima y voluptuosa mujer caminó hasta poner sus resplandecientes pies sobre el suelo del pasillo. Rodeada por un halo verde de destellos dorados y vistiendo grebas, musleras, falda, brazaletes, descote, collar y yelmo (toda su armadura siendo de escamas de oro que brillaban en la penumbra de la esencia), aquella misteriosa pero imponente mujer hizo retroceder a Uitstli de regreso hacia la cocina. No solo le produjo escalofríos su apariencia inmortal, su poder inconmensurable y las cientos de plumas blancas que se adherían a su yelmo y caían hasta sus pantorrillas... sino su pétrea e indiferente mirada que lo observaba como si fuera menos que un gusano ante su presencia.
—¿Conque retrocedes? —exclamó la Diosa Suprema, los brazos extendidos hacia ambos lados— Bien. Deberías, porque no sabes en el meollo en el que te vas a meter ahora mismo.
Uitstli siguió retrocediendo hasta llegar a la silla donde había estado sentado. Se tropezó, cayó sobre la silla, y la mujer de vestimentas doradas y escamosas. Su aura divina distorsionó lo que Uitstli veía a su alrededor, haciendo que el guerrero azteca viera como las paredes y el inmueble de la casa eran despedazadas, dando paso a un fondo estelar con el brillante disco de la luna resaltando detrás de ella.
—Te concedo el honor de presentarme —indicó la Diosa Suprema, su voz siempre altanera y a la vez... apaciguada y taimada.
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El silencio que se advino después de las mortales palabras de Omecíhuatl fue asfixiante para Uitstli: solo se pudo oír el murmullo de los grillos y de las aguas afuera, solo se pudo oler el perfume divino de la Suprema sumado al sudor afrodisiaco que segregaba la dura piel azul de Huitzilopochtli, solo pudo sentir la mirada penetrante y juzgadora de la Suprema, sumada a la sonrisa guasónica del Dios de la Guerra... Era como si todo el peso de sus consecuencias estuvieran recayendo en las espaldas de Uitstli, y de la peor forma más inimaginable para su pequeña mente, rodeada por intelectos de deidades.
El sudor de Uitstli perló todavía más sus tonificados músculos, y sus labios comenzaron a retemblar. Omecíhuatl se mordió el labio y se pasó la lengua por ellos mientras caminaba alrededor del guerrero azteca.
—Verás, hay muchas de tus mierdas que no puto aprecio —monologó Omecíhuatl, los faldones escamosos de sus taparrabos emitiendo cascabeleos con cada contoneo que daba—. Una de ellas, siendo que tú y tu pueblo perdieron fidelidad hacia mí. Primero, que si adorar a mis hijos Quetzal y Xipe en los últimos cien años antes que a mí. Segundo, que sí ignorar mis mensajes para unirte a mí en el Omeyocán junto con los demás Einhenjers. Tercero, recibir una visita en secreto de la Reina Valquiria para participar en el Ragnarök, antes que venir a mí.
Uitstli dio un rápido giro de cabeza y dedicó una mirada fruncida hacia Omecíhuatl. La Suprema Azteca sonrió, mostrando sus dientes y colmillos.
—Oh, sí, eso lo supe —dijo, asintiendo con la cabeza—. Verás, al igual que el viejo alcahuete de Odín, que si me esta escuchando y viendo le mando esta —extendió un brazo al aire y sacó el dedo de en medio—, yo también tengo oídos en todas partes —la deidad dibujó varios círculos en el aire con el mismo dedo medio—. Nada salvable. Para nada salvable, Miquini —Omecíhuatl señaló a Uitstli con un dedo—. No sabes la chingada perra cantidad de mierda apestosa que has acumulado en todo este tiempo. Sí... —la deidad sonrió de forma siniestra— vas a arrepentir el haberme irrespetado de esta forma.
Uitstli apretó los labios, tragó saliva y respiró hondo. Huitzilopochtli olisqueaba el pulque con el que volvía a mancharse los dedos, disfrutando no solo del olor, sino del deleite con el que Omecíhuatl apalizaba psicológicamente al Jaguar Negro.
—Verás, Miquini —prosiguió Omecíhuatl, sus dedos caminando sedosamente por encima de la barra de la cocina y los tabiques—, hagas lo que hagas, no importa qué, tú no jodes con el pinche nuevo orden mundial. El nuevo orden mundial es este, el de los dioses, ahora que todos ustedes Miquinis se mudaron a los Nueve Reinos. Por lo que no importa que tan pendejo eres, y mira que eres ASÍ de pendejo —Omecíhuatl indicó con sus dos manos un gesto de una medida enorme—, tú puedes entender esto. ¿Verdad?
Uitstli permaneció con los ojos en blancos, inexpresivo. Pero a pesar de toda la frivolidad que mostraba en su taciturno rostro, Omecíhuatl podía sentir la amalgama de temores, miedos, resentimientos tímidos y expectativas que se formaban en lo más profundo de Uitstli, como un tornado de sentimientos negativos. La Diosa Suprema decidió seguir presionando ese declive emocional, y siguió hablando con más aplomo:
—Haré que lo entiendas entonces —y la diosa suprema retomó la caminata alrededor de la mesa—. Verás, he invertido mucho para que veas de lo que soy capaz. Primero, las sequías —hizo mella con sus dedos, e invocó arena y ascuas que cayeron de su palma hacia la superficie de la mesa. El rostro de Uitslti cambió a uno de estupefacción—, para que tu gente vea que, incluso sin sacrificios, aún tienen que darme tributos. Segundo, las epidemias —Omecíhuatl creó burbujas iridiscentes de color verde intoxicante que emitieron un hedor putrefacto e hizo arrugar la nariz de Uitstli— para que veas que yo no soy benevolente, como muchos piensan que sí lo soy. Y tercero... Chiachuitlanti.
Los ojos de Uitstli se dilataron y sus parpados se entrecerraron en un intento de mostrar sobriedad guerrera.
—¿Tú... lo enviaste? —masculló.
—Así es, yo te lo envíe —confirmó Omecíhuatl, esbozando de nuevo su sonrisa macabra—. Pude haber sacado del Nifelheim al Hueyantlati, al Xochitonal, o incluso al Miquiztak, todo para que fueran todos juntos a tu casita en la montaña... —la diosa suprema se mordió la lengua y negó con la cabeza— No lo hice porque primero, tengo que ahorrar tiempo y gastos. Y segundo, mi objetivo no es matarte, Miquini. Yo... quiero que tú trabajes para mí —y señaló a Uitstli con el dedo para después señalarse a sí misma.
—Incluso si los hubieras enviado a todos —gruñó Uitstli, osando interrumpirla en su discurso y en combatir su titánico nerviosismo—, no habrían sido rivales para lo que soy ahora.
—¡La puta madre, ahí está a lo que quiero llegar! —exclamó Omecíhuatl, agrandando su sonrisa— Tu puedes ganarte el privilegio de ser mi soldado especial. Yo tengo trabajos sucios que hacer, tú lo harás por mí. -—Omecíhuatl se saboreó los labios y cuchicheó risitas al ver un poco más de miedo delineado en el semblante de Uitstli—. Pensaste que podrías sentirte a salvo detrás de las faldas y las tangas apretadas de Brunhilde para que lucharás contra él en el Torneo. Lo entiendo. Pero... la verdad sea dicha —la Diosa Suprema entrecerró los ojos y ladeó la cabeza—, tú no estás a salvo. Ni tú, ni tu hija allá arriba, ni toda tu jodida pinche familia.
Una pequeña pero vigorosa llama apareció en los ojos de Uitstli. Dos flamas negras, danzando en sus irises rojos. Eso, junto con las llamas rojas que comenzaron a despilfarrarse a través de los brazos de Uitstli, hicieron que Omecíhuatl estallara en descontroladas risitas. Carcajadas que provocaron aún más al Jaguar Negro, pero antes de poder moverse, sintió los pinchazos eléctricos de la espada del Dios de la Guerra mantenerlo sentado. Giró la cabeza, y vio como la deidad agarraba su Macuahuitl por el mango, lo que generaba esas corrientes eléctricas.
—Eres fácil de leer —bramó Huitzilopochtli, ladeando la cabeza—. Detente.
—¡Pero eso no quiere decir que solo sea lastimar y ser maniáticos, Miquini! —exclamó Omecíhuatl, extendiendo ambos brazos— Yo puedo darles seguridad a ti y a tu familia, en especial a esa adorable niña tuya llamada Zaniyah. Las puedo proteger de las mentiras de Brunhilde, de los fiascos de los Ilustrata, y de lo fraudulento que son los "Legendarium Einhenjar". Tan solo di que sí, y te llevó a ti y a la niña a Omeyocán para que vivan el Edén azteca —la diosa suprema chasqueó los dedos frente a la cara de Uitstli—. Espabila, que tu oportunidad de oro está aquí y ahora.
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|◁ II ▷
Era casi imposible determinar el tremendo peso que Uitstli sentía en sus hombros, aplastando sus omoplatos y haciéndole quedar ridículo en fuerza a lo que él debía ser un Atlas para estas situaciones. Jamás, a lo largo de su vida pasada y presente en los Nueve Reinos, sintió esta asfixiante corbata de amenazas ahogarlo con tanta fuerza, pero tanta que toda posibilidad de persuasión o siquiera una respuesta certera se desvanecía de su mente. Su negativismo le hizo pensar que la única opción que había era rendirse ante ella, volverse sumiso a sus deseos. Quizás esa era la respuesta, por más inmoral que sea para su frágil código moral. A la final, ¿Qué no le trajo Brunhilde, a él y a su pueblo, más que robos y desgracias?
Estuvo a punto de hablar, estuvo a punto de decir que sí, hasta que la imagen y las palabras de William Germain aparecieron y resonaron como ecos fuertes en su mente:
<<Sea lo que sea que escuches de ella, desconfía. Sólo querrá extorsionarte>>.
De repente, todo atisbo de pavor, que hasta entonces se había deleitado ante los ojos de Omecíhuatl, fue triturado por la repentina aparición leónica de la fuerza espiritual de Uitstli. De pronto, el sacerdote de Tláhuac se puso de pie y miró a los ojos a la Diosa Suprema. Omecíhuatl frunció el ceño e inclinó el cuerpo hacia atrás, perpleja de ver el repentino renacimiento de la fortaleza de Uitstli.
<<Hazlo por ella, hazlo por ella, hazlo por ella...>> Se repetía Uitstli mentalmente, con lo que la imagen sonriente y radiante de Zaniyah aparecía ante sus ojos. Eso le dio las fuerzas para llenar de aire sus pulmones, recomponerse internamente, y prepararse para responder a la Diosa Suprema con cinco palabras.
—No. Váyanse de esta casa.
Omecíhuatl ladeó la cabeza y se quedó boquiabierta, asqueada por toda esta demostración de valentía vana que el mortal le enseñaba sin pena ni gloria. Se encogió de hombros y suspiró. Alzó las manos como en gesto de rendirse, al tiempo que volvía a dar un rodeo alrededor de la mesa, caminando hasta pasar al lado del hombro de Huitzilopochtli. El Dios de la Guerra y la Diosa Suprema intercambiaron miradas, y Uitslti alcanzó a oír un susurro que la segunda le dijo al primero al oído.
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|◁ II ▷
Huitzilopochtli hizo un ademán con la mano al tiempo que observaba a su Suprema atravesar y desaparecer tras la penumbra. Él también se puso de pie, e hizo como que iba a irse. Uitstli no bajó la guardia, y se lo quedó escudriñando a la espera de un movimiento.
—Ya era hora —dijo. De repente sus tatuajes se iluminaron de color rojo, y su mano se convirtió en veloz borrón que empuñó la Machuauitl y, de un feroz espadazo acompañado por corrientes eléctricas, embistió a Uitstli con la fuerza de cien avalanchas de nieve y lo sacó a volar por el techo de la casa hacia el ennegrecido firmamento.
Uitstli no tuvo tiempo de reaccionar: cuando quiso darse cuenta, se veía a sí mismo sobrevolando los cielos sin freno alguno y siendo empujado por la espada de obsidiana. Torpemente intentó agarrar la Macuahuitl divina, pero al hacerlo, sus dedos fueron quemados y paralizados por la electricidad. De repente, Huitzilopochtli apareció frente a Uitslti, volando como un ave rapiña, y apresándolo al jalarlo de los cabellos.
—¡NO SABES CUÁNTO ESPERE ESTO! —vociferó Huitzilopochtli, su alarido ensordeciendo al inestable Uitstli quien se revolvía inútilmente contra su agarre— Puede que lo hayas olvidado, Miquini, pero cada cincuenta y dos años se cumple el ciclo del Xiuhmolpilli. Quiere decir que una vez acabado este ciclo, debían rendirme tributo... o sino terminarían en desastre. Ya ha pasado la fecha, ya es tarde. ¡Ahora te toca sufrir las consecuencias!
Uitstli apretó los dientes y gruñó como un felino airado. Le propinó severos rodillazos, pero el Dios de la Guerra ni se inmutó a los golpes. Le conectó severos puñetazos y codazos directos en su rostro, pero ni con toda su fuerza en ellos, y ni siquiera con las llamas carmesíes que se llevaba a sus nudillos, pudo generarle el menor rasguño. Es más, Huitzilopochtli reía, como si todos sus golpes le produjeran cosquillas. El Jaguar Negro y el Dios de la Guerra siguieron volando por los cielos a la velocidad de un jet militar, traspasando las nubes como si nada y siendo rodeados por un halo azul esmeralda que los hizo ver como un cometa a la vista de los aztecas de los pueblos más circundantes.
Ambos contrincantes se estrellaron y atravesaron las ruinas de una pirámide; la estructura entera se vino abajo en un titánico estruendo de escombros. Uitstli le propinó otro rodillazo a Huitzilopochtli, al mismo tiempo que daba una voltereta hacia atrás, haciendo que la espalda de la deidad chocara contra la pared de una meseta. La aceleración del vuelo no se detuvo, y ambos comenzaron a descender a toda rapidez hacia el suelo, llevándose consigo una llovizna de escombros de la meseta. Uitstli y Huitzilopochtli terminaron por impactar, generando un inmenso cráter en la superficie de una plataforma circular con ideogramas aztecas de la diosa Xipe Tócih en su circunferencia.
Uitstli se impulsó y salió del agujero de un ágil salto. La cortina de polvo se removió de un espadazo, mostrando a un erguido Huitzilopochtli quien esgrimió su Macuahuitl hasta envainarla en su espalda.
—Y tu consecuencia será pagar el crimen por haber matado a Centeotl y Kauil —dijo Huitzilopochtli, al tiempo que velozmente se propulsaba hacia Uitstli y le lanzaba un puñetazo directo.
Uitstli se agachó y lo esquivó de milagro; fue tan veloz su movimiento que apenas tuvo tiempo de reaccionar. Contraatacó con un revés en sus costillas, seguido por otros dos puñetazos en su vientre y, por último, un codazo directo en su quijada. Para su sorpresa, Huitzilopochtli no volvió a mostrar reacción alguna al recibir todos estos golpes. El Dios de la Guerra agarró al guerrero azteca del cuello, lo tiró al piso como si fuera un muñeco, después lo volvió a agarrar, esta vez del brazo, y de una lanzada lo arrojó contra un pilar. Uitstli lo atravesó, y os escombros cayeron encima de él.
Huitzilopochtli silbó, y la empuñadura de su Macuahuitl se convirtió en una airada serpiente que se estiró anormalmente hasta alcanzar el montículo de escombros donde estaba Uitstli. De repente, varias de aquellas piedras se fusionaron y se estiraron, formando un puño pedregoso que golpeó la cabeza de la serpiente, aturdiéndola. Huitzilopochtli no se mostró impresionado por esto, y de un silbido hizo que la serpiente regresará a su espada y se volviera su empuñadura. Del montículo de piedras, una andanada de estalagmitas salieron disparadas contra Huitzilopochtli. El Dios de la Guerra las destruyó de un espadazo de su Macuahuitl, sin percatarse que eslabones de piedra formaron cadenas bajo sus pies, atrapando sus tobillos y sus muñecas.
El montículo de escombros explotó, y de él salió Uitstli blandiendo una espada y un escudo, ambos hechos de la misma piedra de los escombros. Aprovechando que su enemigo estaba atrapado, Uitstli aprovechó para atacarlo con sendos espadazos en su pecho y su cabeza; no obstante, al tercer choque en su nuca, la espada de piedra, imbuida en su fuego carmesí para más resistencia, se quebró. Uitstli atacó a su contrincante con un revés de su escudo, pero Huitzilopochtli se libró de las cadenas, atrapó el escudo con su mano, lo trituró apretando los dedos, y contraatacó con un puñetazo en el pecho. Uitstli escupió sangre y cayó rodando por el suelo.
—¡Ofendes nuestra batalla conteniéndote de esta forma, Miquini! —maldijo Huitzilopochtli, impulsándose de nuevo hacia Uitstli sin dejarle un respiro. Lo agarró de su hombro, y volvió a darle otro puñetazo en su vientre. Uitstli ensanchó los ojos y volvió a escupir sangre mientras rodaba por toda la plataforma— ¡¿Tan creído eres que puedes luchar sin usar todos tus poderes y tus armas?!
Uitstli destruyó de dos puñetazos un par de pilares, haciendo que los escombros se despilfarraran por toda la superficie. Cuando Huitzilopochtli caminó sobre ellos, Uitstli dio un pisotón al suelo, y los escombros se convirtieron en gigantescas púas de piedra que atraparon al Dios de la Guerra. Uitsli se impulsó hacia la deidad azteca, su cuerpo envolviéndose en llamas escarlatas; le conectó dos puñetazos en su rostro, seguido de un codazo en sus abdominales, y por último dos nudillazos en sus rodillas, lo que hizo que se inclinara hacia abajo y le permitiera agarrarlo de la cabeza y de una voltereta lanzarlo contra una columna. Huitzilopochtli cayó sobre el pilar, y los escombros cayeron sobre él, pero eso no evito que se recompusiera al instante.
—¡¿En verdad te apodaron "Dios de la Guerra" con estas habilidades tan débiles?! —gruñó Huitzilopochtli. Sus labios silbaron, y Uitstli fue sorprendido por la repentina embestida de la serpiente divina. Se movió de un lado a otro, dando zigzags y volteretas por el suelo, huyendo de las peligrosas mordidas de la serpientes— ¡Eres un puto vendehúmos, Miquini! ¡Escupes la memoria de mis dos amigos! No puedo creer que Centeotl y Kauil fueran asesinados por ti!
—¡Esas fueron ordenes de la Reina Valquiria! —exclamó Uitstli, atrapando la cabeza de la serpiente justo cuando esta estuvo a punto de morderle el cuello. Sus brazos retemblaron por la fuerza opositora que tuvo que aplicar más de su fuerza; sostener aquella serpiente era como detener a mil elefantes al unísono— ¡Si no cumplía mi deuda con ella, jamás me habría establecido a mi y a mi familia en la Civitas Magna...!
—Pero ya no importa quién dio la orden, ¿verdad? —vociferó Huitzilopochtli, ladeando la cabeza con estupor— Tú fuiste quien se manchó con sus sangres. ¡No tienes Völundr para poder si quiera hacer un rasguño! ¡Si no quieres sufrir más humillación, mejor saca al Jaguar Negro del que tanto he oído!
La serpiente se retrajo instantáneamente, y antes de que Uitstli pudiera alzar la cabeza, recibió un severo rodillazo seguido por una patada directa en su pecho. El guerrero azteca cayó de espaldas al piso y derrapó por varios metros. Antes de poder detenerse, su tobillo es atrapado por las fauces de la serpiente. La bestia la jaló con gran fuerza hacia atrás, devolviéndolo hacia Huitzilopochtli. El Dios de la Guerra le propinó un salvaje gancho en su mejilla, y Uitstli giró varias veces antes de volver a caer de bruces.
Huitzilopochtli estuvo a punto de agarrarlo de los cabellos, hasta que de repente comenzó a tambalearse por culpa de un inesperado temblor de la tierra. Uitstli cerró el puño, y múltiples grietas se abrieron en toda la plataforma. De dentro de esas fisuras, numerosas cadenas de piedra emergieron y se abalanzaron hacia el Dios de la Guerra, enroscándose por todo su cuerpo e inmovilizándolo. El guerrero azteca se reincorporó de un hábil salto, blandiendo del suelo dos cuchillas imbuidas en fuego escarlata. Uitstli, con sangre corriéndole por todo el rostro de mueca aguerrida, arremetió contra la deidad azteca con una andanada de cuchillazos, logrando hacerle magulladuras en su abdomen en sus pectorales, en sus hombros y en su cuello.
Finalmente Uitstli apretó su puño, y del suelo surgió un enorme brazo de piedra que acababa en un puño. Utilizándolo cual ariete, Uitstli embistió a Huitzilopochtli y lo llevó hasta la pared de la meseta, aplastándolo dentro de ella.
Los nubarrones dieron feroces alaridos que anunciaban la tormenta de relámpagos. Como si fuesen estimulados por la batalla entre ambos titanes, torbellinos de vientos negros danzaron por toda la plataforma, dotando al escenario un aura más apocalíptico.
—¡¿Sabes de mi pasado?! —maldijo Uitstli, apretando su ariete contra el abdomen de la deidad.
—¡Todo sobre el Jaguar Negro! —respondió Huitzilopochtli, sonriente— Solo un Miquini como tú pudo asesinar al pretencioso de Tlacoteotl.
—¡Entonces sabes de lo que soy capaz! —por todo el cuerpo de Uitstli chispearon breves llamas que, poco a poco, fueron surgiendo de a más y fusionándose unas con otras, como anunciando una inminente explosión.
—¡MUESTRAME, ENTONCES! —Huitzilopochtli destruyó el ariete de piedra de un tirón perpendicular de sus manos, y remató a Uitstli de una patada en el pecho antes de que este pudiera atacarlo.
El guerrero azteca rodó por el suelo hasta detenerse y quedar de rodillas. Las pequeñas flamas se convierten en corrientes de fuego que lo cubren por completo, agigantándose más y más, convirtiéndose en una ciclópea fogata de llamas escarlatas que parecieron alcanzar los cielos. Huitzilopochtli se abalanzó hacia él, alzando su brazo y arrojándolo en un puñetazo.
De repente, las llamas acumuladas alrededor de Uitstli estallan en un cegador torbellino carmesí. Huitzilopochtli cerró los ojos, quedando ciego por un corto periodo de tiempo. Se quitó las flamas de los ojos, y fue entonces que sintió algo punzante atravesar su vientre. La fuerza de su contrincante lo empujó, hundiendo más el filo del arma dentro de su abdomen. El Dios de la Guerra trastabilló, hasta ser empujado por completo de una blandida de la gigantesca arma de Uitstli. La deidad azteca se miró el corte en su vientre, algo profunda, y sangrante. Entrecerró los ojos y alzó la vista hacia Uitstli.
El guerrero azteca blandió con una sola mano una enorme hacha de doble filo, su mango, su cabeza y sus puntas hechas con las mismas flamas carmesíes que lo envolvían y formaban la fogata de veinte metros de alto. Uitstli hizo desaparecer el arma en ascuas, y se colocó en posición de boxeador contra Huitzilopochtli.
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|◁ II ▷
Uitstli invocó dos cuchillas rojas y las arrojó contra Huitzilopochtli. Este último las bloqueó con sencillos manotazos, distrayéndose de las cadenas de piedra que volvían a emerger del suelo para apresarlo. Viendo que estaba de vuelto inmovilizado, Uitstli se acuclilló, invocó en su hombro su hacha de guerra hecha con el fuego de Mictlán y, girando dos veces para después dar un salto, se elevó más de treinta metros en el aire. Se impulsó a toda velocidad hacia su contrincante, arremetiéndolo con su hacha con el objetivo de cortarle la cabeza.
Huitzilopochtli sonrió. Se liberó de las cadenas de piedra y fugazmente desenvainó su Macuahuitl. La hoja de la espada impactó contra el filo del hacha, y la colisión generó un tsunami de vientos huracanados y llamas rojas que se esparcieron por toda la plataforma y más allá. Terremotos sacudieron la tierra, avalanchas cayeron de las laderas de mesetas, y fisuras de kilómetros de distancia cortaron la superficie terrestre.
El hacha de Uitstli se quebró a causa del poder ulterior y divino de la Macuahuitl de Huitzilopochtli. El guerrero azteca retrocedió con varios impulsos, evitando así que su enemigo lo atrapara con su mano. El Dios de la Guerra no se resignó, y se impulsó velozmente hacia él, conectándole una severa patada que lo mandó a derrapar por toda la plataforma. Uitstli se recompuso de una voltereta, y en sus dos manos invocó dos Macuahuitl llameantes; cada vez que invocaba una de estas armas de fuego, chirridos cristalinos se emitían en todo el ambiente.
—¡Esperaba ver al Jaguar Negro! —exclamó Huitzilopochtli al tiempo que esquivaba con suma facilidad los ágiles espadazos y las repentinas patadas ascendentes que Uitstli le propiciaba. El guerrero azteca se frustró de ver como, incluso con este poder liberado, no era capaz aún de hacerle total frente a la deidad— Supongo que ese gatito aún está dormido, ¡¿VERDAD?!
Huitzilopochtli destruyó las dos espadas flameantes de Uitstli con sendos puñetazos. Tras eso lo agarró de los hombros, se inclinó hacia atrás, y le encestó un durísimo cabezazo... Sin embargo, tal fue su sorpresa de sentir la calidez de su sangre correrle por la nuca, y darse cuenta que su ataque fue contrarrestado por Uitstli, quien justo invocó un yelmo corintio con un cuerno. De no haber sido por el yelmo, la deidad se habría llevado un daño aún mayor.
Uitstli empujó a la deidad con dos puñetazos directos en su vientre, seguido por dos ganchos en su cara y, por último, envolverlo en cadenas de piedra que salieron de la superficie. Uitstli jaló a su enemigo hacia sí, invocó velozmente dos cuchillos de fuego y, de una andanada de cortes, acuchilló todo el torso de Huitzilopochtli. Tras eso le dio una patada en su pecho, haciéndolo retroceder un par de metros, y con esa misma pierna dio un pisotón, generando grietas que se abrieron debajo de los pies del dios. Las fisuras resplandecieron de color rojo, y de ellas explotaron geiseres de incandescente fuego que tomaron por sorpresa a la deidad.
Huitzilopochtli cayó sobre su rodilla, aparentemente aturdido. Uitstli aprovechó para llamar a su hacha de guerra y blandirla con ambas manos. Se abalanzó hacia él, y arremetió con una pesada esgrima. De pronto, el mango de la Macuahuitl se convirtió en una serpiente, e intervino en su ataque, haciendo filo del hacha chocara con sus fauces y retrocediera. Huitzilopochtli se puso de pie y blandió su espadón. Uitstli atacó de nuevo con otro hachazo, pero el Dios de la Guerra lo bloqueó. Uitstli retrocedió, y recibió de lleno el espadazo de la Macuahuitl.
El guerrero azteca salió despedido por los aires, ascendiendo a toda velocidad hasta atravesar el brazo de una alta estatua de bronce e impactar contra el hombro de esta. Uitstli se recompuso, las llamas carmesíes menguando a causa del golpe titánico. Ensanchó los ojos y al instante se movió hacia la derecha, esquivando la Macuahuitl de su enemigo, que terminó por atravesar el cráneo de la estatua. Huitzilopochtli apareció aterrizando en el hombro de la estatua; Uitstli se apartó de él, pero recibió el puñetazo de él en su rostro.
—¡Ese fue por Centeotl! —exclamó Huitzilopochtli. Danzó en un amplio giro, esgrimiendo su Macuahuitl contra el mortal. Uitstli se agachó, y el espadón divino le cortó el cuello a la estatua. El guerrero azteca invocó de nuevo otros dos cuchillos, y ambos los enterró en los brazos de Huitzilopochtli; extendió sus manos, y los mangos de los cuchillos se convirtieron en cadenas que jalaron del Dios de la Guerra cuando Uitstli dio un salto y cayó al vacío.
Guerrero y dios se debatieron en el aire, cada uno intentando ganar sobre el otro el control de las cadenas, lo que ocasionó una batalla campal entre las corrientes eléctricas y las llamas carmesíes que se extendió por kilómetros a la redonda. Huitzilopochti consiguió propinarle un puñetazo en el rostro a Uitstli, lo que lo aturdió. La deidad azteca agarró las cadenas de fuego y las envolvió alrededor de los hombros de su enemigo, aprisionándolo. Pisoteó su espalda con ambos pies, y justo cuando impactaron contra la superficie, Huitzilopochtli aplastó a Uitstli dentro del agujero que se generó con la caída.
La cortina de polvo se deshizo al instante, enseñando a Huitzilopochtli saliendo del agujero y a un Uitstli quien se reincorporaba con terribles temblores en sus músculos. Tenía magulladuras y sangre corriendo por todo su cuerpo, lo que lo hacía ver debilitado. Uitstli cayó sobre sus rodillas cuando se puso de pie, y entre gimoteos animalescos, clavó sus ojos sobre la espalda de Huitzilopochtli. La deidad le estaba dando la espalda, y miraba con total atención la estatua a la cual le había cortado la cabeza.
—Perdón por tu estatua, Quetzalcóatl, viejo predicador —dijo Huitzilopochtli, haciéndole un ademán de burla con la mano mientras que la estatua de bronce caía pedazo a pedazo.
El Dios de la Guerra oyó crujidos de piedra y un impulso viniendo hacia él por su espalda. Miró de reojo y vio como Uitstli se elevó en el aire con un salto y esgrimía una gigantesca columna con púas adornando su superficie. Sonrió, y no se molestó en esquivar el golpe. Uitstli descargó el golpe con toda su rabia y frustración; el pilar se hizo añicos al golpear la espalda de Huitzilopochtli. El Dios de la Guerra nada más cayó hacia delante, y sobre sus rodillas; el golpe no le produjo ni el menor magullo en su piel o en su armadura. Uitstli invocó de regreso su hacha de guerra y la posó encima de sus hombros. Huitzilopochtli blandió su Macuahuitl divina y la hizo girar varias veces en el aire.
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A las afueras de la Región Autónoma de Mecapatli
La tormenta había llegado de imprevisto, y los torbellinos y los azotes de los relámpagos obligan a Tepatiliztli a jalar las riendas del grifo para que pudiera sortearlos y seguir su camino de regreso hacia su casa. La bestia alada graznaba en protesta, pero a pesar de los miedos que sentía por estar siendo empapada por la lluvia, no perdía equilibrio en su vuelo.
Se había tardado más de la cuenta. No solo fue por culpa de la tormenta, sino también por las marchas y las broncas de conglomerados de aztecas, mayas y otros mesoamericanos que transitaban por todas las avenidas principales, denunciando la falta de raciones de comida y l apoca ayuda humanitaria que recibían de parte de la Civitas Magna. Esto provocó que el tráfico se obstruyera de forma permanente, y que hubiera actos de vandalismo y robo hacia los mercados e incluso los hospitales. La curandera azteca tuvo que apurarse para tomar todos los utensilios médicos de la Casa de los Enfermos antes de que esta fuera asaltada por un grupo vandálico. Se sintió terrible y culpable al tener que dejar a todos esos pacientes a merced de esos gamberros.
A Tepatiliztli nunca le agradó las divisiones sociopolíticas que estaba sufriendo su pueblo, quienes ahora se debatían entre si seguir recibiendo ayuda por parte de la Multinacional Tesla, o en cambio irse a pedirle ayuda a la mismísima Omecíhuatl y al Panteón Azteca. Eso le recordaba, con gran amargo, las separaciones de las tribus de zapotecas, mixtecas y tantas otras que se fueron al bando español para derrocar al imperio azteca. Puede que incluso esto acabe en un resultado peor que la colonización.
El clima y la sequía tampoco ayudaban a canalizar las tensiones de estos conflictos sociales y culturales. Cada vez los meteorólogos anunciaban la venida de más tempestades, borrascas y tifones que arrasarían no ya solo con cultivos, sino con pueblos enteros. El pánico se esparcía por todas las regiones autónomas, lo que aumentaba el rechazo de los mesoamericanos por la ayuda humanitaria de la Corona y abogaban más por la ayuda de sus dioses aztecas, a quienes pedían perdón por haberse alejado de sus costumbres por siglos. En el augurio envuelto en sus confusiones, Tepatiliztli tenía miedo de que tuvieran razón, de que la mejor ayuda que ellos podrían recibir sería de sus dioses, y no de la reminiscencia de una Reina Española...
Un repentino azote de rayo la sacó de sus pensamientos. El grifo chilló, preso del pánico, y comenzó a perder equilibrio. Las cajas que colgaban de la montura se zarandearon violentamente. Tepatiliztli chirrió los dientes y, con todas sus fuerzas, tironeó las riendas del grifo hacia arriba. La bestia alada graznó de nuevo, y sus alas batieron los indomables vientos. Hacia arriba, hacia arriba, hacia arriba. Al cabo de unos segundos de mucho esfuerzo, Tepatiliztli volvió a tener el control del vuelo.
<<Esta tormenta, en serio...>> Pensó. Miró hacia atrás, y suspiro de alivio al ver que todas las cajas seguían en su lugar. <<Ya no falta mucho>>
Se dio la vuelta al tiempo que el grifo salía del interior de una muralla de nubarrones. Con la esperanza de ver a lo lejos su hogar, alzó la cabeza y miró hacia el frente. Lo que vio a lo lejos lo dejó igual de helada que el escuchar el retumbar incesante de los relámpagos colisionado cientos de veces contra las laderas de las meseta, generando destructoras avalanchas de piedra.
Tornados de inconmensurable tamaño se desperdigaban de un lado a otro como trompones, creando surcos den la tierra de varios metros de profundidad. El ambiente apocalíptico venía acompañado de dos centellas, una azul y otra escarlata, que se revolvían por todo el suelo de una plataforma, desencadenando intercambio de golpes que provocaban estruendos ensordecedores y estremecedores. El corazón de Tepatiliztli se encogió, sobre todo al ver como aquella batalla se estaba desenvolviendo muy cerca de su hogar. Eso solo le hizo concebir un pensamiento claro: su hermano estaba combatiendo contra otro enemigo.
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|◁ II ▷
El repertorio de magias chamánicas de Uitstli se amplió con el transcurso de la batalla; viendo que solo limitándose a pelear con la magia chamánica del Mictlán y controlando el elemento tierra, no conseguiría ningún progreso... O no lo conseguiría en lo absoluto.
Ladeó la cabeza y apartó ese pensamiento de su cabeza. Se alejó de Huitzilopocthli con un impulso que lo elevó varios metros en el aire. El Dios de la Guerra lo hostigó disparando múltiples proyectiles eléctricos con esgrimas de su Macuahuitl. Uitstli dio varias volteretas en el aire, dando zarpazos al aire con su mano y atrapando las ráfagas eléctricas en las palmas de sus manos. Al aterrizar de cuclillas al piso, Uitstli enterró sus dedos en la piedra, y dio un fuerte arañazo que abrió cinco surcos. La electricidad acumulada en sus dedos emergió del suelo, disparada en ráfagas con forma del zarpazo de un lobo que tomaron por sorpresa a Huitzilopochtli.
El Dios de la Guerra se cubrió con sus brazos, y la fuerza de impacto hizo que retrocediera. Uitstli corrió diez metros y al instante dio un salto; cayó dando un fuerte pisotón, lo que abrió grietas que se esparcieron a los pies de Huitzilopochtli. Aquellos resquebrajos explotaron en geiseres de fuego escarlata que consumieron a la deidad azteca, aturdiéndola aún más. Uitstli, allí acuclillado, dio un salto y alzó su brazo. Los vientos huracanados que soplaron hacia él se acumularon en la palma de su mano, y junto a ellos corrientes eléctricas que los relámpagos le heredaron al impactar entre sus dedos.
—Tlamati Nahualli —exclamó Uitstli, su voz tornándose un eco gracias a los soplidos de los vientos, la larga alabarda de vientos y electricidad formándose en su mano—: ¡Ehecátlpilli!
El guerrero azteca arrojó la lanza de vientos y electricidad contra Huitzilopochtli. El Dios de la Guerra fue embestido por el proyectil y arrastrado por toda la plataforma hasta impactar contra las faldas de una meseta. Una terrible y luminosa explosión de vientos cortantes y corrientazos de plasma derribó toda la meseta, generando su vez un terremoto que sacudió cientos de kilómetros a la redonda. Un montículo de escombros se formó en cuestión de segundos, sepultando a Huitzilopochtli en lo más profundo del subsuelo.
Uitstli aterrizó suavemente en la plataforma. Fatigado por haber usado aquella desgastante magia nahual, el guerrero azteca inclinó las rodillas y jadeó una y otra vez. Cerró con fuerza los ojos y tragó saliva. Los volvió a abrir y miró hacia el montículo de escombros a lejos.
—No... no fue suficiente... —se dijo Uitstli entre gimoteos. Se llevó una mano al pecho; los pulsos de su corazón estaban tan acelerados que no podía controlarlos. ¿Estará sufriendo un ataque por haber empleado esa habilidad?
Se oyó un distante estrépito de piedra caerse una gran cantidad de veces. Uitstli alzó la cabeza y se llevó una sorpresa de muerte al ver como la montaña de cascajos se venía abajo, y de ella salía disparado una sombra, a una velocidad tan vertiginosa que, antes de poder reparar en lo que era, ya tenía el rostro encolerizado de Huitzilopochtli enfrente suyo.
—¡¿CÓMO TE ATREVES, DESGRACIADO?! —maldijo Huitzilopochtli, sus ojos ardiendo de color rojo al igual que sus tatuajes. Le conectó un gancho a Uitslti directo en su mejilla; un par de dientes se le escaparon a este último, y el golpe por poco lo dejó noqueado. El Dios de la Guerra lo agarró del cuello, lo tiró al suelo, y le dio un fuerte pisotón en el pecho. Uitstli emitió un quejido ahoga y doloroso que regurgitó saliva y sangre— ¡USAR EL PODER DE MI SOBRINO EHÉCATL! —la airada deidad azteca agarró y jaló a Uitstli de sus cabellos. Lo tiró hacia delante, y Uitstli rodó pro el suelo hasta detenerse enterrando sus dedos en la tierra— ¡MALDITO BLASFEMO!
El mango de la Macuahutil se transformó en la mortífera serpiente. La culebra se abalanzó hacia Uitstli y abrió sus fauces, a punto de arrancarle el pescuezo. Uitstli alzó sus manos y justo atrapó al reptil por su cabeza. Le propinó un puñetazo, la tiró al suelo y la aplastó de un pisotón. Rápidamente el guerrero azteca se impulso hacia Huitzilopochtli, sin notar como su enemigo silbaba, llamando de regreso a la serpiente. El reptil se retrajo velozmente, golpeando y arrancando un pedazo de carne de la espalda de Uitstli. El Jaguar Negro cayó de rodillas, gritando de dolor al sentir el ardor en su espalda.
—¡IMBÉCIL! —maldijo Huitzilopochtli, trotando hasta Uitstli y arremetiéndolo con la Macuahuit. Uitstli alzó sus manos y detuvo el espadón, pero la fuerza del arma era tan pesada, tan titánica, que Uitstli apenas podía ejercer fuerza en sus temblorosos brazos— ¿Crees que puedes rehacer tu vida? ¿Ignorar las consecuencias del pasado? ¿Ser un papi ejemplar? ¿Creerte un erudito? Así no funcionan las cosas. Tú eres un destructor, ¡COMO YO!
—¡CÁLLATE! —bramó Uitstli, aplicando todas sus fuerzas para repelerle y reincorporarse.
Huitzilopochtli rechazó el aplomo de Uitstli a darle un empujón que lo hizo trastabillar. El Dios de la Guerra le conectó un espadazo en su vientre, y después otro directo en su cabeza. Se oyó un crujido de huesos viniendo del cráneo de Uitstli. El guerrero azteca cayó de bruces al suelo; no se movió por los siguientes segundos. No se podía oír ni siquiera el latido de su corazón. ¿Acababa de... morir?
El silencio impacientó a Huitzilopochtli, quien al darse cuenta de que acababa de noquear a su contrincante, caminó hacia él y alzó su pie envuelto en un torbellino de electricidad.
—Pendejo de mierda, ¡¿QUIÉN TE DIJO QUE TERMINAMOS?! —rugió, y le conectó un puntapié tan severo que las descargas eléctricas corrieron por todo el cuerpo de Uitstli, reanimándolo. El guerrero azteca volvió a la vida retorciéndose en el suelo y dando alaridos de espasmos. Al ver que ha regresado a la luz del fragor de la batalla, se reincorporó entre tambaleos. Huitzilopochtli retrocedió seis pasos— Esto no acaba hasta que vea al Jaguar Negro. ¡VAMOS!
Los pensamientos de Uitstli se intoxicaron con los peores venenos del negativismo. ¡El Dios de la Guerra lo mató y lo devolvió a la vida así como así! Tan poderoso, tanto que escapaba a su imaginación... ¿Será que él tiene razón? ¿No hay forma humana de derrotarlo?
<<¡No!>> Pensó Uitstli, chirriando los diente. Levantó las manos a la altura de su hombro, y en sus palmas apareció el mango de fuego carmesí de su hacha de guerra. <<Les dije a Zaniyah y a mi pueblo que enfrentaría un dios por ellos. ¡Y ESO HARÉ, AUNQUE ME CUESTE MI ORGULLO!>>
Uitstli se abalanzó hacia el Dios de la Guerra y lo arremetió con un hachazo. Huitzilopochtli respondió rápidamente con un espadazo de su Macuahuitl.
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|◁ II ▷
Uitstli ya comenzaba a caerse inexorablemente en la desesperación de ver como la batalla se estaba alargando, y no parecía haber avance alguno hacia tan siquiera una surreal victoria. Todas las posibilidades se cerraban, todo el repertorio de magias se estaba gastando, toda su energía estaba a punto de drenarse por completo... Y su contrincante todavía seguía sin usar sus habilidades más poderosas, tan solo seguía usando sus poderes básicos. Maldición, ¡¿Tan siquiera valía la pena seguir con esta pelea a muerte?!
Esquivó los veloces espadazos de la Macuahuitl, y contraatacó con dos puñetazos en su etómago y en su nuca. Huitzilopochtli no se inmutó, y volvió a atacar con un empujón de su hombro que hizo que Uitstlit trastabillara y cayera bocarriba al suelo. El Dios de la Guerra alzó su espadón por encima de su cabeza y descargó el mandoble sobre él. Uitstli justo invocó un escudo de fuego que se hizo trizas nada más recibir la colisión del arma divina. Aprovechó el brevísimo instante para golpear las rodillas de Huitzilopochtli con patadas, haciendo que la deidad se inclinara y recibiera de lleno su rodillazo en el rostro.
Huitzilopochtli dio una voltereta hacia atrás y se recompuso en un abrir y cerrar de ojos. Se impulsó hacia Uitstli, y descargó un nuevo mandoble, recargando en el proceso la hoja de su arma con un torbellino de corrientes eléctricas. Uitstli ensanchó los ojos y vio una oportunidad de oro allí. Invocó un escudo de fuego y, de un alzamiento de brazo, bloqueó y desvió el espadazo del Dios de la Guerra. Estiró su otro brazo y, al agarrar la espada con una mano, le robó toda la electricidad. Uitstli retrocedió al tiempo que dio giros y movía versátilmente sus manos, haciendo que la electricidad que robó adoptara la forma de un arco de guerra de metro y medio de alto. Tensó el arco con una flecha eléctrica, y la apuntó hacia Huitzilopochtli.
—Tlamatli Nahualli —gruñó Uitstli, las venas de sus bíceps y tríceps hinchándose hasta más no poder, sus ojos iluminándose por el plasma—: ¡Tlalochuītōlli!
Huitzilopochtli atacó primero, dando un mandoble al suelo y disparando una avalancha de corrientes eléctricas que perforaron todo el suelo hasta llegar a los pies de Uitstli. El guerrero azteca dio un salto justo antes de que los corrientazos pudieran tocarlo y, en el aire, disparó a poderosísima flecha eléctrica. El Dios de la Guerra lo vio venir, y de un espadazo destruyó la saeta. Uitstli aprovechó el instante para que, una vez aterrizado al suelo, alzara una pierna y diera un potentísimo pisotón a la tierra. El pisotón provocó que una veloz estampida de enormes piedras salieran despedidas por todas partes. El Dios de la Guerra recibió la embestida de varias de ellas, quedando noqueado por unos segundos.
—Tlamatli Nahualli —maldijo Uitstli, sus brazos envolviéndose en cadenas de fuego carmesí. Comenzó a golpear una y otra, y otra, y otra vez el suelo con sus nudillos rodeados por guanteletes en llamas. Cada puñetazo alimentaba la erupción de la boca de volcán que creó de la erosión del suelo con su pisada, liberando una lluvia de lava que quemó y derritió todo a su paso, así como más escombros que cayeron por todos lados— ¡¡¡HUEHUE-XIUH-TÉOTL!!
El guerrero azteca finiquitó con la oleada de escombros volcánicos y lava con un último pisotón. La tierra entera tembló con la fuerza de un terremoto de gran magnitud; cientos de mesetas se desmoronaron en avalanchas de escombro y polvo, surcos de kilómetros de distancia se dispersaron hasta donde se pierde la vista, y los nubarrones se alocaron de tal forma que comenzaron a hacer las primera espirales de un destructor y calamitoso huracán.
Uitstli es sorprendido por la repentina presencia de Huitzilopochtli, abalanzándose hacia él como un toro inexpugnable. El guerrero azteca atacó primero con un puñetazo. El Dios de la Guerra lo esquivó, atrapó a Uitstli de sus caderas con sus brazos y, de un solo salto, se elevaron ambos hacia la atmósfera. El guerrero azteca se retorció en el abrazo de oso de Huitzilopochtli, mientras veía como la tierra se alejaba de su mirada, tanto que alcanzó a ver gran parte de las Regiones Autónomas aztecas desde la inmensa altura donde se encontraba.
Uitstli consiguió liberar a duras penas sus brazos; no tuvo piedad en comenzar una lluvia de puñetazos, uno tras otro, conectándolos todos al rostro de Huitzilopochtli. A medida que golpeaba y golpeaba, ambos iban descendiendo de regreso hacia la tierra; el halo de fuego azul centellante los enrolló y los volvió de nuevo un cometa fugaz.
A pesar de que le estaba conectado muchísimos puñetazos, por más satisfacción que sentía al conectar sus nudillos contra sus pómulos, su nariz o su frente, no le producía el menor arañazo posible. Y cuando lograba hacerle sangrar con sus armas del fuego de Mictlán, estas se regeneraban al instante. Ni siquiera Tlacoteotl tenía una resistencia y sanación tan ridícula como este enemigo. ¡¿Acaso así se sentía enfrentarse a un verdadero DIOS?!
Huitzilopochtli atrapó uno de los puños de Uitstli antes de que este golpeara su cara. Ambos contrincantes estuvieron forcejeando en los últimos segundos de vuelo. Impactaron contra el pico de una montaña, haciendo que ambos perdieran el equilibrio y descendieran con estrepito hacia un claro montañoso. Uitstli invocó y empleó un escudo de fuego carmesí para amortiguar la caída, mientras que Huitzilopochtli dio agiles volteretas y caía de pie.
—¡ESTO ES POR KAUIL! —vociferó Huitzilopochtli, agarrando su espadón con las dos manos, recargándolo al tope de corrientes eléctricas y arrojándosela a Uitstli.
El guerrero azteca golpeó las palmas de sus manos sobre la tierra. Un temblor sacudió el piso, y del subsuelo surgieron dos titánicos brazos de piedra que abrieron sus manos y atraparon la Macuahuitl dentro de una prisión de fuego carmesí. El espadón, no obstante, no se quedó quieto dentro de aquel domo: seguía vibrando y emitiendo corrientazos eléctricos que despedazaban de a poco la textura flameante de la esfera.
—Kauil ya estaba muerto antes de que yo viniera —respondió Uitstli al tiempo que caminaba de un lado a otro para poder ver a la deidad—. ¡Y TÚ LO MATASTE!
—¡¿CÓMO CHINGADOS DIJISTE, MAMÓN?! —bramó Huitzilopochtli, sus tatuajes resplandeciendo de la ira.
—La demencia de Kauil vio a través de mí; me dijo que le pusiera fin a su vida, una vida que tú la desgraciaste con tal de cumplir a rajatabla los deseos de tu señora de debilitar al Panteón Maya.
—¡Mira tú! ¡CONQUE EL CUERVO LLAMA NEGRO AL CUERVO!
La Macuahuitl del Dios de la Guerra terminó por arrancar al último pedazo de fuego de la esfera opresiva. El mango se volvió una serpiente, y esta se estiró y se enroscó en los dedos de la deidad, haciendo que el espadón vuelva a ser empuñada por su mano. Los brazos de piedra se desmoronaron nada más la esfera de fuego ser destruida, y Uitslti invocó al instante su hachad e guerra al ver como Huitzilopochtli se abalanzaba hacia él. Uitsli se impulsó hacia él también. Ambos esgrimieron sus armas, y la colisión del hachazo y el espadazo generó una explosión lumínica que cegó a Uitstli y lo mandó a volar hasta impactar contra la pared de una montaña de cascajos.
Rápidamente recobró el conocimiento, y se quitó de encima todos los escombros hasta poder ver la luz. Lo que vio lo dejó helado: el claro rodeado por picos montañosos, envuelto en un maremoto de veloces nubarrones que se movían en espiral, vomitando rayos que azotaban el firmamento y destruían los picos de las montañas más altas. A lo lejos, en el centro del claro, estaba el imponente y deificado Huitzilopochtli, con Machuatuil en mano. Mientras salía del agujero donde se metió, Uitstli reparó en el ambiente: ¡estaban en el ojo del huracán!
Huitzilopochtli chocó la punta de su espadón en el suelo y le hizo un ademán provocador a Uitstli para que viniera hacia él.
Uitstli sentía que estaba llegando a su limite, pero aún no podía rendirse. Se tenía prohibido rendirse, incluso por más perdida que viese la batalla. Su instinto de supervivencia comenzó a agarrar las riendas de su ser, impidiendo que las lanzas del miedo y de la necesidad de huir lo tiraran de su caballo. El guerrero azteca se limpió la sangre de su labio y de su ojo, volvió a invocar su hacha de guerra, ¡y fue el primero en atacar!
Se impulsó hacia el claro montañoso y enterró el filo del hacha en el suelo. Con un esgrima lo sacó del suelo, y con ello invocó un rastro de llamas carmesíes que se convirtieron en punzantes púas flameantes al controlar la tierra al mismo tiempo. Huitzilopochtli lo esquivó dando un impulsó hacia atrás, cosa que Uitslti aprovechó para aparecer detrás suyo, atraparlo de sus brazos en una llave, y aplicarle un vigoroso suplex que hizo que la cabeza de la deidad impactara horriblemente en el suelo. Tras eso, Uitstli se reincorporó, invocó un gigantesco martillo de guerra, y de un mazazo golpeó la espalda de Huitzilopochtli, mandándolo a volar cientos de metros.
No hubo tiempo para tomar un respiro; en un abrir y cerrar de ojos, Uitstli ya veía a la deidad azteca abalanzarse hacia él, abriendo los brazos, al parecer a punto de atraparlo en otro abrazo de oso. Uitslti dio una voltereta hacia la izquierda con tal de esquivarlo. Huitzilopochtli llegó al lugar, y cerró los brazos, haciendo que sus palmas chocasen y generasen una onda expansiva que embistió al guerrero azteca y lo hizo desmoronarse al piso. La palmada también ocasionó que el ojo de la tormenta empezara a desperdigar cientos de tornados por todas partes, dificultándole a Uitstli la visión y la movilidad por el escenario.
De dentro de uno de los tornados apareció Huitzilopochtli, arremetiendo a Uitstli de un espadazo que no vio venir. El guerrero azteca a duras penas se cubrió con una pared de piedra que emergió del suelo, pero el golpe aún así lo mandó a volar hacia uno de los tornados. Uitstli se vio preso de los interminables e inescapables jalones huracanados de los tornados, que los arrastro por kilómetros de suelo a una velocidad abismal, hasta devolverlos de regreso hacia Huitzilopochtli. El dios azteca terminó por rematar a su enemigo con un gancho que lo envió al suelo.
—¡¿En serio este es el hombre al que Quetzalcóalt llamó "el azteca más fuerte"?! —gritó la deidad.
Uitstli no se dejó intimidar ni humillar por el insulto. Se reincorporó, y aprovechando que pudo robar una descarga eléctrica de uno de los tornados, formó una Lanza de Ehécatl en su mano. La arrojó con todas sus fuerzas hacia el Dios de la Guerra, con la esperanza de poder darle sabiendo además lo cerca que estaban. Pero para su sorpresa, Huitzilopochtli la repelió fácilmente de un espadazo, para después la deidad abalanzarse hacia él, agarrarlo de los cabellos, tirarlo por los aires como un muñeco y lanzarlo hacia la ladera de una meseta.
El guerrero azteca chocó de espaldas, y fue hundido dentro del agujero por un repentino puñetazo del Dios de la Guerra. Uitstli respondió desesperadamente con dos ganchos en su rostro y un codazo en su abdomen; ninguno de ellos pudo hacerle siquiera retroceder. Huitzilopochtli esquivó el tercer puñetazo y contraatacó agarrándolo de la cabeza, estampándola dentro del agujero una, dos, tres y cuatro veces, y por último sacarlo de aquella hendidura de un manotazo.
Uitstli rodó por los suelos y se recompuso instantáneamente para observar las cientos de grietas que abrían toda la meseta. El guerrero azteca cerró su puño, y las grietas estallaron en cientos de ondas expansivas que destruyeron por completo el monte. La meseta se desmoronó estruendosamente, viniéndose abajo y sepultando a Uitstli en cientos de millones de cascajos y escombros. El guerrero azteca se mantuvo en alerta, nunca se relajó por más que los subsiguientes segundos de silencio lo invitaban a ello.
Y su instinto le dio la razón:
—¡ASTUTO! —vociferó Huitzilopochtli, enterrado en lo más profundo de la montaña de cascajos. Uitstli alcanzó a ver extrañas barras azules atravesando y cortando el aire cerda suyo. Por precaución se alejó de ellas de un impulso, y fue la mejor decisión que tomó, puesto que esas finas barras se convirtieron de repente en Huitzilopochtli blandiendo su espadón hacia el suelo— ¡Pero necesitarás más que astucia para vencerme!
El desespero atacó a Uitstli en ese instante. Sus brazos se envolvieron en serpientes de fuego, y el suelo se convirtió en el holograma de una boca de volcán. Huitzilopochtli sonrió, dio un paso atrás y blandió su Macuahuitl.
—Tlatami Nahualli: ¡¡¡HUEHUE-XIUH-TÉOTL!!
Uitstli martilleó la tierra con sus sendos puños, generando una erupción del subsuelo que hizo vomitar una incesante lluvia de meteoros incandescentes. Huitzilopochtli se movió en fluidos zigzags de impulsos ventosos, logrando esquivar sin problemas la lluvia de escombros volcánicos. Cortó alguna que otra roca de un espadazo, abriéndose camino hasta Uitstli. Y cuando llegó a él, justo cuando Uitstli iba a dar el último martillazo, canceló y desactivó su habilidad chamánica de un solo puñetazo.
—¡¿ES ESTE EL HOMBRE QUE MATÓ A LAS ABERRACIONES MIKKTECUANI?! —berreó Huitzilopochtli al tiempo que fulminaba a Uitstli con una serie de puñetazos que lo hicieron desmoronarse y sangrar profusamente— ¡UNA! ¡GRAN! ¡DECEPCIÓN!
Uitstli utilizó el último remanente de poder que le quedaba para hacer aparecer un escudo de fuego que lo protegiera de los subsiguientes espadazos de la Macuahuitl. Uno, dos, tres, cuatro y cinco. El escudo se quebró y se hizo añicos al sexto espadazo. Sin poder ni energías para poder seguir, Uitstli tuvo que ver como Huitzilopochtli alzaba su Macuahuitl con una mano, y con la otra lo agarraba del cuello y lo asfixiaba lentamente.
Uitstli esperó lo peor, espero que el Dios de la Guerra acabara con su vida aplastándole la cabeza o algo. No obstante, Huitzilopochtli se lo quedó viendo fijamente. El dios lo escudriñó de arriba abajo, siempre con un semblante de asco.
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Minute: 7:51-9:24
|◁ II ▷
—Ya veo por qué hasta los Caballeros Demonios de Aamón cayeron ante ti —gruñó el Dios de la Guerra—, incluso... ante esta versión más débil de ti. ¡Pero YO no soy ningún DEMONIO DEL PANDEMONIUM! Que sepas, Miquini, que Omecíhuatl los ve a todos ustedes como recursos. Incluso si tú no le sirves, tu niña lo hará.
Los ojos de Uitstli se volvieron a llenar de vida... pero encolerizada. Dos llamas de rabia pura se formaron en sus ojos rojos, clavados con gran ira en la deidad. Sus músculos comenzaron hincharse, al igual que sus venas, y su tono de piel empezó a oscurecerse y a adoptar la forma del pelaje de un puma negro.
—Oh, así es, Miquini —dijo Huitzilopochtli, tanteándolo con su impetuosa sonrisa—. ¡Omecíhuatl tiene planes para tu hija!
De repente, el vigor y las energías retornaron a Uitstli cual cometa trayendo vida un planeta muerto con gran violencia. Sus brazos se levantaron, y sus manos agarraron firmemente los hombros de Huitzilopochtli, tomando por sorpresa al Dios de la Guerra. Uitslti lo jaló hacía sí, y le conectó un duro cabezazo, tan fuerte que Huitzilopochtli le soltó el cuello y trastabilló. Los brazos enteros de Uitstli se tornaron de color negro y se cubrieron de un espeso pelaje negro. Los ojos del guerrero azteca refulgieron con gran vehemencia, y la furia del Jaguar Negro se desató sobre Huitzilopochtli en la forma de un puñetazo dirigido a su rostro.
Los nudillos negros descargaron toda la furia, todo el rencor, todo el vigor y toda la fuerza vital del Jaguar Negro sobre la mejilla del Dios de la Guerra. Y esta vez, la deidad cedió al golpe; su mejilla se deformó brevemente, y de debajo de sus labios salieron disparados un par de dientes. Uitstli, perdido en la cólera más embriagante, impulsó su brazo con todas sus fuerzas, y empujó a Huitzilopochtli hasta casi mandarlo al suelo por el golpe. El alarido que el guerrero azteca despidió fue monstruoso, escuchándose más como el rugido bestial de una pantera antes que el de un hombre.
El corazón acelerado, las pupilas convertidas en dos franjas verticales, el grito felino... Uitstli sintió un pánico inquietante al ver como estaba a punto de pasar la frontera irreversible. Rápidamente comenzó a respirar y exhalar, tranquilizando el salvajismo de la transformación. Detrás suyo escuchó risas de satisfacción. Se dio la vuelta, y vio a Huitzilopochtli señalándolo con su Macuahuitl.
—Ahí está —dijo mientras escupía dientes al suelo—. Ese es el Jaguar Negro que quería ver —se saboreó su propia sangre pasándose la lengua por los labios—. Considera tu tributo del Xiuhmolpilli pagado, Miquini. Ahora, el siguiente no será en cincuenta y dos años, sino en cincuenta y dos días... —el Dios de la Guerra le dedicó una sonrisa manchada de sangre— Te veré en el Torneo del Ragnarök.
Y con esas, Huitzilopochtli esgrimió su espadón dibujando hélices en el aire, generando corrientes eléctricas que lo hicieron levitar. Impulsó su brazo hacia arriba, y la aceleración de las ráfagas hizo que el Dios de la Guerra saliera despedido hacia el firmamento, desapareciendo al instante de la vista de Uitstli. La deidad azteca se llevó consigo la tormenta, incluso: al cabo de unos segundos de silencio intranquilo, los torbellinos del huracán se deshicieron, y los nubarrones densos desapareciendo, dejando que Uitstli viera de nuevo el cielo estrellado y también la claridad de los destrozos de carácter continental que dejó en todo el lugar.
El guerrero azteca inclinó su cuerpo hacia delante, y de su boca arqueó y escupió sangre sin césar, sintiendo como sus intestinos y órganos sufrían hemorragias internas por los golpes. Trató de mantenerse en pie, de mantenerse consciente, de mantenerse vivo... Pero terminó por caerse bocarriba, por cerrar los ojos... Y por poco de morir, de no ser porque, muy tenuemente, oyó el chillido espantado de Tepatiliztli, y el aleteó de unas enormes alas.
Antes de cerrar sus ojos por completo, vio la iridiscente sombra de su hermana corriendo hasta él. Lo último que sintió fue la calidez de sus brazos jalándolo de sus hombros y llevándolo hasta la montura del Grifo.
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6
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Mecapatli
Seis días tras llegar a la Región Autónoma.
Solo habían pasado casi una semana desde que llegó a Mecapatli, pero Randgriz ya se sentía que estaba siendo observada y seguida, en ves de ser ella la que debía hacer sentir a Xolopotli observdo y seguido.
Luego de haber figurado si identidad en aquella tienda italiana, la Valquiria Real comenzó a averiguar como era el modus operandi de su día a día a partir de allí. No obstante, no pudo conseguir más allá de unas cuantas plazas públicas a las que iba a almorzar y hablar con otros nahuales mapaches (en donde intercambiaban grandes bolsos negros), ir a jugar al juego de la pelota azteca en los pequeños estadios (donde gritaba insultos cada que podía luego de no encestar el balón en el aro) o ir a los mercados negros de magia vudú donde se la pasaba más chismoseando los trastes que se usaban para los hechizos antes que comprarlos. Tenía unas costumbres y una rutina diaria extrañísimas, quizás las más extrañas para Randgriz, sobre todo porque muchas de ellas no llevaban a nada y porque siempre se revelaba al público, en vez de esconderse en la clandestinidad, como hacían muchos mercenarios del Bajo mundo.
Con el paso de los días, esta rutina de seguir a Xolopitli trajo consigo la sensación de que ella misma estaba siendo también espiada. Producto de la paranoia por esta misión tan peculiar, quizás, pero Randgriz juraba muchas veces ver a dúos de nahuales mapaches viéndola desde lejos ya aparentando ser peatones que esperaban en un semáforo en rojo, bebiendo tazas de café en las plazas, leyendo los periódicos, o comprando utensilios de magia vudú en el mercado negro. Muy pocas veces había tenido misiones de este estilo, por lo que le era difícil para Randgriz determinar si esto era coincidencia de haber tantos nahuales mapaches... o si en verdad la banda de Xolopitli la tenían ubicada.
Un temor creciente empezaba a florecer en su pecho mientras analizaba un mapa donde tenía marcado con un lapicero rojo los puntos de encuentro donde más concurría Xolopitli. Era de noche, casi las doce de la noche, y la oscuridad era tal que tenía que tener prendido su lámpara de mano para poder ver los marcadores en el pergamino. Incluso siendo tan altas horas de la noche, Randgriz aún podía escuchar el bullicio de los caballos, el trote de los carruajes, el mugir de los tranvías y las lejanas conversaciones de los aztecas, con sus gritos, risas y silbidos Los sonidos ambientales la distraían, igual que el sudor que perlaba su piel; al no haber aire acondicionado, y no vientos que soplaron al ventana abierta, Randgriz estaba asándose en el calor de la noche.
La Valquiria Real dejó el lapicero y la libreta a un lado y se pasó una toalla por el rostro, secándose el sudor. Miró hacia el techo, suspiró, y reclinó la espalda sobre el espaldar de la silla. Había estado tan ensimismada en le trabajo que no se había dado cuenta de la hora. Tenía que descansar.
Se puso de pie y fue hacia el tocador para quitarse las botas y el resto de la ropa. Pero cuando se puso frente al mueble, vio encima de un altar el anillo de arce con incrustación de esmeralda. Lo tomó entre sus dedos, y se lo quedó viendo, hipnotizada. De repente su mente comenzó a reproducir memorias fragmentadas de diversa índole: vio imágenes de sus batallas durante la Segunda Tribulación, matando demonios empalándolos con sus lanzas, destruyendo sus escudos y noqueándolos con el mango de la alabarda. La jaqueca advino a ella por culpa del eco de los sonidos de las armas, los alaridos belicosos y los sonidos de muerte por doquier. En esa amalgama de horro, la voz de su madre apareció de repente para calmarla:
<<Toma este anillo, hija. Le perteneció a tu padre cuando fue rey, y le dio la suerte necesaria para pelear. Tú la mereces ahora>>
<<Pero, madre, ¡se suponía que padre estaría conmigo para luchar! ¡¿Por qué no está aquí?!>>
Su madre respondió con el silencio. Esa memoria fue enterrada por la avalancha de gritos de guerra que se abalanzaron como gacelas, perturbando a Randgriz. La Valquiria Real volvió a sus cabales, respirando forzadamente y mirando de un lado a otro. Alzó el anillo de arce a la altura de su cabeza y se quedó viendo con maravilla la esmeralda.
—Fuiste creada como ese anillo que me ayudó en la guerra, antes de ser destruido —murmuró—. Incluso si mi padre no te aprecio, yo sí te apreciare.
El anillo refulgió con los tenues rayos del eclipse lunar, dibujando rayos de arcoíris que iluminaron varias secciones de la habitación. Uno de esos rayos apuntó hacia la ventana, y Randgriz ensanchó sus ojos de la sorpresa horrífica al ver la sombra de dos nahuales mapaches subidos en el alfeizar.
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https://youtu.be/DKzVr0JZ0no
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|◁ II ▷
La valquiria rápidamente se da la vuelta, y las dos sombras de los nahuales dieron un salto hacia atrás y cayeron de un tercer piso. Corrió hacia la ventana y se asomó por ella, alcanzando a ver como los dos mapaches corrían en un veloz trote hacia uno de los callejones. El miedo se acentuó en el corazón de la valquiria: ¡esto confirmaba que en verdad estaba siendo seguida! Pero no podía darse el lujo de dejarles escapar: se puso el anillo de arce, invocó una Tepotzolli, la lanzó hacia el callejón y se teletransportó de un chasquido mágico hacia allá.
Randgriz corrió a toda velocidad por el intrincado y laberintico callejón, sorteando con saltos y volteretas los puestos de rutas y las largas cuerdas donde había ropa tendida. A lo lejos pudo ver las sombras de los dos nahuales mapaches, trotando a cuatro patas y pudiendo esquivar con más facilidad los obstáculos. La persecución llegó hasta un puente destruido; los mapaches saltaron justo al llegar al borde y llegaron al otro lado. Randgriz no tuvo tiempo para usar a Tepoztolli, por lo que dio un salto también...
Y sin que se diera cuenta, el reflejo del agua debajo dl puente se pudo ver la sombra de toda una fil de nahuales mapaches subidos en el techo.
La persecución siguió hasta las plazas y las calles más abiertas, poco transitadas por los aztecas al ser medianoche. Con esto, Randrgriz pudo aprovechar la cobertura para usar su habilidad: invocó y arrojó sus lanzas de una en una, teletransportándose y acortando abismalmente la distancia entre los nahuales y ella. Los brujos mapaches llegaron hasta otro callejón; derraparon sus patas y giraron hacia la derecha, metiéndose dentro de él justo cuando Randgriz se teletransportó detrás de ellos.
La Valquiria Real se abalanzó hacia ellos y los agarró del cuello. Giraron varias veces por el suelo hasta detenerse, con ellas encima de los dos mapaches e inmovilizándolos en el suelo. los dos nahuales se revolvieron como roedores asustados, chillando y dando grititos ahogados.
De repente, Randgriz fue cegada por unos inesperados focos que se prendieron en lo alto de los balcones de los edificios que la rodeaban. Silbidos coordinados chiflaron al unísono, conformando una espantosa oda musical que la paralizó. La valquiria se puso de pie, cubriendo sus ojos con una mano hasta que se adaptó a la iluminación. Los dos mapaches que persiguió se reincorporaron y corrieron hasta la acera de los edificios, donde se unieron a un pelotón entero de nahuales mapaches, todos ellos apuntando rifles de asalto hacia la valquiria.
El corazón de Randgriz se encogió del miedo. Había sido llevada a una trampa, ¡y ella estúpidamente cayó en ella! Hizo el intento de analiza el número de enemigos, tanto los del primer como del segundo piso. Habían más de cuarenta de estos nahuales mapaches, todos en posiciones coordinadas y apuntándola con esas armas de fuego robadas de la Multinacional tesla. El incesante murmullo de sus silbidos les confería el aura de un peligroso cartel mexicano.
—Bueno, bueno, cielito lindo, ¡caíste cual rata en la trampa! Y que ironía que te lo diga una, ¿no?
Randgriz, con los ojos entrecerrados, vio a uno de los nahuales mapaches desligarse del pelotón y caminar hasta ella. Cargaba en sus brazos el mismo rifle que vio cuando Xolopitli asaltó la panadería italiana. Eso le hizo sentir un vahído de nervios que la dejó aún más catatónica.
El nahual mapache, el líder de la banda, el Mapache Pistolero, se detuvo frente a ella. Sonrió de oreja a oreja, chillando risas que perforaron los oídos de Randgriz como lo hacían los silbidos. Dejó de reírse, levantó su rifle y apuntó los cañones directo a la cabeza de la valquiria.
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