Olinki Yaoyotl
Máquina de Guerra
┏━°⌜ 赤い糸 ⌟°━┓
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|◁ II ▷|
Base Paramilitar de los Coyotl
Frontera entre Quintana y Cuahuahuitzin
El Cartel de los Coyotl, a diferencia de los Tlacuaches, rendían el poder adquisitivo de su contrabando y de su comercio delictivo a través de la compra y venta de chatarra que ellos reparaban y revendían en el mercado negro. Esto los dotaba de un poder militar superior al de los Tlacuaches, al punto en que tenían su propia base de estilo militar cerca de las cordilleras que servían como frontera natural a Quintana y Cuahuahuitzin.
No era la única, pero si la más grande y una de las más importantes al tener la función de hacer posible los transportes de la chatarrería ya arreglada y convertida en dispositivos tecno domésticos carísimos o en armas de guerra a través de sus aviones de carga. Siendo así que esta era la única base militar con este privilegio. El destino de estas mercancías variaba, pero los tentáculos de los Coyotl eran tales que no solo se limitaban a la Civitas Magna y la Capital Real, sino a casi todos los Reinos Divinos. Este era el orgullo de los Coyotl, todos ellos especialidades en la ingeniero mecánica; mientras que el narcótico de los Tlacuaches era la Flor de Íncubo, el estupefaciente de los Coyotl era convertir los cachivaches en piezas de arte de la industria tecnológica codiciadas en el Bajo Mundo.
La Base Paramilitar constaba de más de quince hectáreas de terreno baldío; sus hangares, sus autopistas, sus helipuertos, astilleros, sus guarniciones y sus torreones se distribuían a lo largo y ancho de terreno plano y de algunas pendientes de las colinas cercanas, y las barricadas se extendían de tal forma que, visto desde arriba, creaban una forma romboidal que se adueñaba de una novena parte de las faldas de los altiplanos y de las llanuras desérticas.
Bajo el inclemente calor del Estigma de Lucífugo, los nahuales se ejercitaban enérgicamente. Todos ellos tenían facciones y apariencias antropomórficas de caninos: la gran mayoría eran hienas y perros, mientras que los oficiales de rango menor eran lobos, y los oficiales de rango mayor eran zorros. Era tan exigente el ejercicio militar que hacían (desde alzar pesas, alzamiento de grandes trozos de tanques en grupos de diez, trotar toda la base por horas y sin un solo descanso y simulaciones virtuales de tiroteos) que el sudor perlaban sus pieles y sus pelajes. La música alebrestaba el ritmo intensivo del ejercicio, así como el fuerte sabor agrío de las botellas de cervezas y, como no, la cocaína que se esnifaban de tabletas de cristal sin parar.
De los altos mandos de esta base militar, solo uno de los que constituían los miembros de los altos oficiales zorros había uno de antropomorfia de lobezno. De pelaje blanco, orejas puntiagudas y un collar con forma de rombo y con pequeñitos engranajes que lo hacían ver tecnológico, el subalterno de Tonacoyotl más parecía pasársela de parranda que tomarse en serio su puesto y las tareas militares de entrenamiento intensivo.
—¡CASI QUE NO HALLAMOS MOTIVOS PARA BEBER! —exclamó el subalterno lobo, para después estallar en unas contagiosas carcajadas que hicieron reír al resto de los oficiales reunidos en l sala de comandos de uno de los torreones. Él se llevó la botella de tequila al hocico y bebió como si no hubiera un mañana; el resto de nahuales lo imitaron.
—Debo admitirlo —dijo uno de los oficiales zorro tras beber su vasito y hacer caras de estreñimiento—, nos está yendo mejor de lo que esperábamos con usted, don Cuetlachtli.
—¿Verdad que sí? —concordó otro oficial zorro— Con este señor al mando, la ingeniería alquímica de convertir chatarra en maravillas ha ido viento en popa. El porcentaje de los activos se disparó, ¡y casi que superamos al negocio de narcóticos de los Tlacuaches!
—Pues como no va a ser —chilló Cuetlachtli, dando algunos eructos—. Primero, lo que tengo aquí arriba —señaló su cabeza con una garra—, tiene la misma capacidad intelectual que Tonacoyotl. Ambos somos unos metros de la ingeniería mecánica —Cuetlachtli sonrió y extendió ambos brazos—. Es más, ustedes fusionan mi cerebro con el del jefecito, y da como resultado una cabeza que rivalizaría con la de Nikola Tesla —el subalterno lobo desenfundó la pistola que tenía cargando en su cadera, estiró el brazo por la ventana y disparó dos veces—. ¡QUE NIKOLA TESLA LO OÍGA CLARRRRRO Y FUERRRRTEEEEEE! ¡NOSOTROS SEREMOS SU NUEVO THOMAS EDISON!
Los oficiales zorros gritaron de forma coordinada y con estrépito desenfrenado la aclamación de Cuetlachtli. Este último se volvió a llevar la botella de tequila a la boca y bebió; lo mismo hicieron el resto de nahuales caninos.
—Aunque para poder lograr eso, tendríamos que volvernos el Cartel dominante de las Regiones Autónomas, ¿no lo cree? —comentó un tercer oficial.
Cuetlachtli se mordió el labio inferior y caviló. Respiró hondo, se encogió de hombros y les esbozó una sonrisa a todos los oficiales.
—Bueno, para que les voy echar mentiras —dijo—. La alianza con los Tlacuaches se está quebrando. He sabido de parte del jefe que ellos se han robado un hangar de la Multinacional que NOSOTROS originalmente pensábamos robar, según dizque para mejorar la sinterización de la Flor de Íncubo. ¡PATRAÑAS! Si querían piezas para mejorar la cocina de esa mierda, nos pedían permiso primero, no van y nos lo roban a nuestras espaldas.
—"Ladrón que roba a ladrón tiene cien años de perdón", dirían algunos...—comentó un nahual zorro, observando su vaso con ojos ensoñadores.
—Aquí entre Carteles es más bien "Malparido que roba a otro Malparido recibe mil años de castigo" —Cuetlachtli estalló en carcajadas, y muchos de los oficiales rieron con él— ¡Porque así es, la puta que los parió! Los Tlacuaches violaron el tratado de paz y alianza que firmamos hace un par de años al hacer esta barbarie. Ahora... —el subalterno lobo se acercó a la mesa del centro. Dejó la botella sobre una silla y plantó sus manos sobre la mesa, inclinándose hacia los nahuales zorro— Tonacoyotl está planeando la forma de darle en su merecido a la rata esa de Xolopitli.
—Entonces... ¿nos iremos de nuevo a la guerra contra los Tlacuaches? —preguntó el mismo nahual zorro, levantando la mirada y viendo a Cuetlachtli con ojos expectantes.
—¡Pero por supuesto que SÍ! —vociferó Cuetlachtli, sonriendo de oreja a oreja y estampando sus manos contra la mesa— Y esta vez sí la ganaremos.
—Vea, ¿y será con esa misma arma secreta que usted y el jefe nos dijo que están fabricando?
—Así es, mijito. Una vez logremos robarnos los dispositivos de la Cápsula Supersónica de la Multinacional Tesla, serán testigos del mayor avance militar de los Coyotl. Acuérdense de mí en eso.
Cuetlachtli agarró la botella de tequila de la silla. Le quedaba poco ya para terminarla. Se lo llevó a los labios y estuvo a punto de beber... hasta que es interrumpido por el rezongar vibrante del teléfono de la caja de mando. El subalterno lobo y el resto de oficiales zorros giraron sus cabezas hacia el teléfono, y después intercambiaron miradas bromistas; uno incluso hizo un chiste pensando si lo estaba llamando alguna de sus amantes. Los zorros hicieron un torbellino de risas, mientras que Cuetlachtli se dirigía hacia la caja de mando y les ordenaba a los nahuales zorros a callarse. El subalterno lobo sacó el teléfono de sus ganchos y se lo llevó al oído.
—Cuetlachtli al habla.
—Mi comandante —habló la voz masculina de un tecnólogo de radar—, identificamos en el radar a un helicóptero Apalache invasor, a diez millas de nuestra posición.
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|◁ II ▷|
Las sonrisas y la diversión se acabaron, esfumándose de un soplido cuando Cuetlachtli y los oficiales coyotl intercambiaron de nuevo miradas, esta vez de confusión y alerta. El subalterno lobo agitó un brazo, señalando a los oficiales y dándoles ordenes de forma no verbal; incluso estando medio borrachos, los nahuales zorros corrieron hacia sus puestos de la caja de comando, se pusieron diademas a los oídos y encendieron las computadoras. Al verlos ya dispuestos, Cuetlachtli se llevó el teléfono al oído.
—¿Ya intentaron conectarse con la cabina radial del helicóptero?
—Negativo, señor —respondió el técnico de radar—. No es posible hacer conexión.
Cuetlachtli frunció el ceño. Esto se estaba volviendo más raro de lo que parecía.
—¿Es solo un helicóptero?
—Sí, señor. Solo uno.
—Bien. Utilicemos entonces la radiocomunicación general.
Cuetlachtli colgó el teléfono e inmediatamente se sentó en el sillón negro que tenía al lado. Se colocó las diademas sobre sus orejas, encendió su computadora y la pantalla del radar vio un punto verde aproximándose poco a poco hacia su base. La velocidad a la que viajaba tampoco concordaba con la de un helicóptero común; siendo un apalache, no podía estar viajando a más de quinientos kilómetros por hora.
—Listo señor —habló el mismo técnico de radar a través de las diademas—, ya hemos conectado la radiocomuniación.
—Buen trabajo —dijo Cuetlachtli. Oprimió un botón de la caja de comando—. Aeronave no identificada, te vamos a guiar hacia la base. Será mejor que no hagas nada raro, o usaremos la fuerza bruta y te derribaremos.
Un minuto de espera pasó, y Cuetlachtli vio un cambio en el radar de su pantalla: vio otros dos puntos verdes acercarse hacia el objetivo, para después cambiar su rumbo y colocarse lado a lado con la aeronave desconocida. El subalterno lobo oyó unos pasos detrás suyo; giró la silla, y vio a un oficial zorro acercársele con un documento de identificación vehicular.
—Los pilotos de nuestras aeronaves identificaron la matricula —dijo el oficial.
—¿FE8547? —Cuetlachtli frunció el ceño y miró confuso al nahual zorro— Este es el mismo helicóptero que los Pretorianos nos derribaron hace tres meses. ¿Estás seguro de esto?
—Sí, señor —confirmó el nahual zorro, y después se devolvió hacia su puesto.
Toda la base militar fue alertada de la inminente llegada de la aeronave invasora. Interrumpidas sus sesiones de entrenamientos, todos los soldados rasos se prepararon lo más rápido posible: se vistieron con sus uniformes de corte militar y empuñaron sus rifles de asalto. De los hangares emergieron filas y filas de paramilitares y de carros de combate con altas torretas; todos ellos formaron un semicírculo fortificado alrededor del helipuerto donde se determinó que iba a aterrizar el helicóptero desconocido.
Media hora después del primer contacto, la base militar fue testigo del helicóptero apalache descendiendo a una velocidad vertiginosa hacia el helipuerto. Todos los soldados rasos alzaron sus rifles de asalto, generando un quejido de armas que resonó en todo el perímetro. Cuetlachtli y todo el alto mando de nahuales zorros se levantaron de sus puestos para ver, a través del ventanal, la aeronave. Muchos se quedaron boquiabiertos, diciendo que luce exactamente el mismo helicóptero que fue derribado en una de las escaramuzas contra los Pretorianos en una base tecnológica de la Multinacional tesla. Cuetlahctli sintió un escalofrío que le puso los pelos de punta; la corazonada de que algo malo iba a pasar bombeó en su pecho.
—¡Piloto, apague sus motores y haz que su pelotón salga de allí! —ordenó, gritándole cerca al micrófono.
Las hélices del helicóptero siguieron con su veloz giro. Los soldados de a pie no quitaban sus ojos de encima de la aeronave, sus dedos listos para apretar el gatillo.
—¡QUE APAGUE SUS HIJUEPUTAS MOTORES Y SALGAN, DIJE! —chilló Cuetlachtli.
Los eternos segundos de espera pasaron. Cuetlachtli agarró unos binoculares que tenía al lado, y decidió mirar hacia las ventanas de la cabina para ver qué estaba pasando con los soldados allí den...
No había nadie dentro de la cabina.
Cuetlachtli bajó los binoculares, los ojos ensanchados, el miedo retumbando en todo su ser. repente, las hélices se detuvieron bruscamente y se superpusieron, realizando un movimiento transversal que para un helicóptero apalache de esta tecnología era imposible hacer. Después de eso no hubo más movimiento, y los soldados de a pie quedaron petrificados del susto inicial. El teniente de todos ellos les exclamó que no abrieran fuego. El siguiente silencio postergó la tensión al máximo, hasta el punto en que todos los paramilitares estaban sudando profusamente.
Se oyeron rugidos digitales venir del helicóptero, como una inteligencia artificial siendo activada, y entonces... comenzó la transformación.
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El armazón del helicóptero se desfiguró por completo, desacoplando todos sus engranajes y motores internos y empezando a cambiar rápidamente de forma mientras era acribillado por una incesante avalancha de balas por parte de los soldados de a pie y los carros de combate. Rápidamente el helicóptero fue cambiando a una forma humana: su cabina se convirtió en su pecho, sus alas se convirtieron en brazos... Y de debajo del fuselaje emergió la cabeza. La modificación del helicóptero fue tan compleja que, a los ojos de Cuetlachtli y de los demás oficiales zorros, lo que veían era una montaña de hierro irguiéndose y adoptando la forma de un gigantesco robot de diez metros de alto.
Los colores marrones apagados de la máquina cambiaron: la cabina se tintó de color naranja al igual que sus brazos y pies, con luces rojas circulares que resplandecían de forma fosforescente. El tamaño y proporción de la armadura metálica también mutó: sus hombros se volvieron orondos, sus muñecas se agigantaron, sus pantorrillas se ampliaron y tomaron forma de escudos. Todo rastro de apariencia de helicóptero se desvaneció, dejando en cambio a un autómata humanoide de diez metros completamente rediseñado.
Cuetlachtli se quedó boquiabierto, sin aliento, dando varios pasos hacia atrás mientras veía como, sin importar cuanta ráfaga de plomo estuviera recibiendo sobre su cuerpo, ninguna bala le estaba haciendo el menor rasguño a su impenetrable armazón. Aquel titánico autómata de hierro puro extendió ambos brazos; de su mano izquierda surgió una espada de plasma anaranjada que esgrimió desde su empuñadora metálica, y en su derecha un escudo irregular de plasma también anaranjado.
El mayor enemigo de los Carteles de las Regiones Autónomas acabó de hacer acto de presencia en territorio enemigo, y ahora nadie podría sacarlo de allí.
Eurineftos esgrimió fugazmente su espada de plasma, partiendo en dos los carros de combate y haciendo saltar a sus conductores con las explosiones que estos vehículos generaron. Se cubrió con su escudo, y el plasma de su diseño hizo que las balas rebotaran y devolvieran el acribillamiento a los soldados de a pie, matando a una buena parte del pelotón. Los paramilitares comenzaron a huir en desbandada, dejando atrás incluso a sus compañeros que estaban tirados en el suelo con sus piernas cercenadas. Eurineftos los aplastó de potentes pisotones, muchas veces ni dándose cuenta de que estaban allí.
En una de esas potentes pisadas, los generadores que tenía ensamblados a la altura de las rodillas intensificaron el brillo escarlata. Cuando Eurineftos bajó la pierna y dio un pisotón contra la tierra, liberó una destructiva onda de plasma que empujó todo objeto a la redonda, y los carros de combate, las camioneta e incluso algunos helicópteros aledaños a Eurineftos salieron volando por los aires; algunos de estos vehículos cayeron y aplastaron a varios grupos de paramilitares nahuales, haciendo que gran parte de la base militar se tinte de charcos rojos. Los torreones más cercanos retemblaron hasta el punto de resquebrajarse; algunos se desmoronaron en mil escombros.
Cuetlachtli y los oficiales zorros trastabillaron y cayeron al piso cuando el torreón recibió el choque de la onda de plasma. El subalterno lobo ayudó a los nahuales zorros a ponerse de pie y los empujó para que se apuraran en salir del torreón antes de que este cayera. En el proceso, cada uno saco del casillero de armas un rifle de asalto con lanzagranadas en su parte inferior.
—¡¡LLAMEN A LOS PILOTOS DE LOS AVIONES DE CARGA!! —vociferó Cuetlachtli en completo estado de pánico mientras abría de una patada una puerta.
Bajaron las escaleras con gran apuro, mientras que del techo no paraban de caer escombros y polvaredas. Cuetlachtli fue el primero en salir del torreón, seguido por cinco de los ocho oficiales; los últimos tres estaban a punto de salir, cuando justo la torre se cayó en pedazo sobre ellos, sepultándolos en una montaña de cascajos. Cuetlachtli y los demás oficiales se cubrieron del polvo alzando sus brazos.
El subalterno lobo se dio la vuelta al oír el rugido de unos disparos. Él y los oficiales zorros vieron a un grupo de soldados nahuales corriendo despavoridamente, solo para detenerse unos instantes y disparar una ráfaga contra Eurineftos, quien se encontraba a más de treinta metros de distancia de su posición, esto con el objetivo de intentar vanamente retenerlo y darle tiempo a los los demás paramilitares de huir de su vista.
—¡NO PIERDAN SU JODIDO TIEMPO, MUCHACHOS! —chilló Cuetlacthli, llamando la atención de los soldados, quienes se voltearon a verlo— ¡CORRAN! ¡CORRAN HACIA LOS AVIONES DE CARGA! —y tras pegar aquel estruendoso grito, Cuetlachtli comenzó a correr, y en pos de él lo siguieron los oficiales zorros y el resto de los soldados que recibieron fuerte y claro su orden.
Desde una vista panorámica, el titán de hierro avanzaba sin parón ni obstáculo que pudiera detenerlo, aplastando carros de combate de fuertes pisotones, partiendo tanques en dos con espadazos de plasma y barriendo con las filas de vehículos de Guerra con pisotones de ondas plasmicas. A pesar de la lluvia de plomo que caía sobre su armazón, nada abollaba sus placas. Algunos dispararon lanzagranadas, granadas propulsadas por cohetes e incluso potentes disparos de los tanques de guerra, pero el mortal autómata los soportaba como una máquina imparable de indestructibilidad; al salir de las murallas de humo negro, los soldados quedaban horrorizados al ver como Eurineftos seguía avanzando, zancada a zancada, sin ningún atisbo de daño en su cuerpo.
Los pisotones que proporcionaba a la tierra generaban leves temblores que sacudían con brevedad toda la base paramilitar. Eurineftos alzó su escudo y repelió los cohetes disparados por los lanzacohetes, haciendo que estos reboten de regreso y estallen cerca del suelo donde estaban los soldados que lo dispararon. Tras eso el mortal autómata extendió ese mismo brazo, y la maquinaria de sus placas se retrajo, ocultando su mano mecánica y sacando un cañón de riel.
El arma eléctrica chirrió con la potencia del electromagnetismo, y en un abrir y cerrar de ojos, Eurineftos disparó un rayo de plasma que se esparció de forma horizontal por una larguísima fila de carros de combate. Torretas y carros blindados fueron demolidos y convertidos en pasas de carbón que volaron alto por los aires y, a causa del electromagnetismo, se quedaron estáticos en el aire, solo para que Eurineftos agitara su mano hacia abajo y los desplomara al suelo, aplastando en el proceso a muchísimos paramilitares.
Aquella lluvia de chatarra malformada aplastó a tres de los oficiales zorros que acompañaban a Cuetlachtli. El subalterno lobo dio un grito de espanto, y rápidamente él, los oficiales supervivientes y los paramilitares que lo acompañaban se tiraron al suelo, derraparon sobre la arena y se escondieron detrás de las ruedas de un tanque. Allí escondidos, esperaron a que la lluvia de chatarra cesara, lo que les dio tiempo suficiente para que pudieran ver a Eurineftos a través de sus binoculares.
—¡¿ES ESTE EL CORONEL EURINEFTOS?! —chilló uno de los oficiales— ¡¿UN JODIDO ROBOT ASESINO?!
—¡NO CUALQUIER ROBOT ASESINO, HUEVÓN! —maldijo Cuetlachtli, agarrando al oficial del cuello de su uniforme militar mientras que por encima de sus cabezas no paraban de surcar el aire ráfagas de plomo y el chiflido de los cohetes propulsados— Según el jefe, ese es uno de los autómatas creados por Hefesto, con el objetivo de pelear contra los Ctónicos en la Thirionomaquia. ¡Y es más letal de todos los que hubo!
—¡¿Y cómo putas ese fósil está vivo, mi comandante?! —preguntó uno de los soldados rasos, agachando más la cabeza cuando oyó el silbido de un cohete pasarle por encima.
—Ah, no, pues ahí sí yo no sé. ¡Vaya y pregúntele a Nikola Tesla como revivió a este perro METALLION!
Eurineftos justo alzó otra de sus piernas, y esta resplandeció con un color escarlata cegador. Los soldados se asustaron y al instante dejaron de disparar para correr lo más rápido posible. Aquel ciborg destructor dio un pisotón hacia la tierra, y la onda expansiva de plasma hizo volar por los aires a todos los paramilitares. Coches de guerra y tanques dieron vueltas por los aires, y cadenas de explosiones formaron enormes bolas de fuego que demolieron enormes partes de la base militar. Cuetlachtli y los oficiales zorros huyeron a tiempo y lograron escapar del rango de peligro de aquella onda, pero de igual forma la fuerza de impacto los empujó al cielo y los hizo caer cerca de un hangar. Rápidamente se reincorporaron ayudándose entre sí y reanimaron la rápida marcha.
El coronel de la Guardia Pretoriana avanzó de forma perpendicular a los soldados nahuales que huían despavoridamente de él. El subalterno lobo reparó en ello, y cuando se detuvo a mitad de camino hacia los aviones de carga que ya estaban siendo encendidos por los pilotos, se dio cuenta hacia donde se dirigía Eurineftos con sus pesadas zancadas: hacia el centro de administración de información confidencial.
<<¿Conque piensas ratearnos nuestra data?>> Pensó Cuetlachtli, esbozando una sonrisa maquiavélica. Se llevó una mano hacia el collar con forma de rombo y presionó un botón que había en la parte de atrás. El dije comenzó a brillar de color anaranjado, y Cuetlachtli se lo arrancó del cuello para después tirarlo al piso. Tras eso retomó agrandó su sonrisa, y por último retomó huida hacia los aviones de carga, algunos de ellos ya empezando movilizarse con lentitud.
Eurineftos arrancó de un espadazo de plasma el techo del edificio administrativo, y pegó la mirada de su radar rojo sobre los superordenadores de forma rectangular apiñados en uno de los despachos del complejo. El Metallion extendió un brazo hacia él; cables emergieron de debajo de sus placas, enroscaron las computadoras, y estuvieron punto de aplastarlas para así entrar en contacto con sus sistemas y así robar la información...
Hasta que Eurineftos reparó en las finas, casi invisibles líneas anaranjadas que comenzaron a surcar todo el edificio, atravesando las paredes y formando por todo el sitio un complejo entramado de luces que, en cuestión de segundos, se intensificaron hasta volverse deslumbrantes. Las láminas colocadas encima de la franja roja de Eurineftos se ensanchó como una ceja, haciendo que esbozara una expresión de sorpresa al darse cuenta en la trampa.
El coronel pretoriano retrajo inmediatamente sus cables, retrocedió de un pesado impulso que creó hendiduras en el suelo, y alrededor suyo apareció una cúpula de luz que se cristalizó y endureció al tiempo que el entramado de luces naranjas convertía su luz en una potentísima explosión de carácter ligeramente atómico.
El edificio entero fue pulverizado y borrado de la existencia. Una gigantesca bola de fuego y humo se irguió hacia el cielo, adoptando la forma de un hongo que alcanzó los ochenta metros de altura que pudo ser visto por los ranchos más aledaños a la base militar. La onda expansiva viajó por toda la base y más allá, consiguiendo resquebrajar la cúpula de fuerza de Eurineftos; no fue poderosa como para destruirlo, pero sí para empujarlo a él de forma brutal por el aire, elevándolo varios metros de altura. El Metallion gruñó con gran salvajismo mientras giraba sin control por el aire, hasta que impacto contra la tierra; el campo de fuerza se hizo trizas con un atronador sonido de cristal, y el robot rodó por todo el perímetro de la ahora en llamas base militar, hasta que se detuvo y se reincorporó de un acrobático salto. Eurineftos observó con una expresión de sorpresa el enorme hongo explosivo, y vio atravesar por el borde de este las sombras de seis aviones de carga volando a más de setecientos ochenta kilómetros por hora. Al divisarlos y hacer zoom con la visión de su radar, su semblante pasó a uno histérico.
Dentro de uno de esos aviones, Cuetlachtli y los demás soldados y oficiales estaban estallándose de las risas mientras miraban con ojos burlescos a Eurineftos a través de una venta.
—¡JAJAJAJAJAJAJA! ¡QUEDASTE MAMANDO, ROBOT DE PACOTILLA! —vociferó Cuetlachtli. Alzó y agitó dedo en medio— ¡¡¡PERRRRRRRRO!!! ¡JAJAJAJAJAJA!
Pero lo que ni el subalterno y ni el resto de la mandada Coyotl veía era que Eurineftos tenía alzado su brazo izquierdo, convertido en un cañón de rail que estaba ya cargado al máximo. E incluso si eso no los alcanzaba, tenía la opción de poder transformarse en el helicóptero apalache y perseguirlos hasta el fin del mundo... Pero Eurineftos no disparó el cañón. En su mente resonaron las siguientes palabras de Publio Cornelio:
<<Eres más valioso que solo una máquina de matar, Eurineftos. No te sobre esfuerces>>.
El Metallion reconvirtió el cañón de riel en su brazo. Se encogió de hombros, ladeó la cabeza y los silenciadores de escape de su espalda liberaron un exhaustivo suspiro. Las ranuras entre placas que formaban sus finos labios metálicos formularon sus primeras palabras atestadas de rabia:
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Finca del Mercado Nahual
Montañas de Mecapatli
Con las pocas ocasiones que tuvo Randgriz de poder salir de la esfera de influencia de los Tlacuahces, pudo determinar que Uitstli se encontraba en Mecapatli. Y no hizo falta salir de la propia finca para averiguarlo.
Había escuchado noticias de la Región Autónoma de Tláloc a través de los periódicos y de las radios: se reportaba, con gran consternación, la desaparición del Sacerdote Supremo y del allanamiento de su hogar y de sus tierras. A pesar de que el anuncio de Lucífugo y su entrada en la Cámara de representantes Divinos era el que más acaparaba los medios de comunicación en todos los Nueve Reinos, en las Regiones Autónomas se le daba igual prioridad a un suceso tan repentino y calamitoso como el atentado a la vida de Uitstli.
Con investigaciones apropiadas, la guardia nacional de la Región determinó que el hogar de Uitstli no fue el único asaltado por fuerzas desconocidas; el hogar de la Curandera Azteca corrió el mismo destino, y eso los guió hacia ella misma, quien se presentó públicamente ante las cámaras y los conglomerados de aztecas reunidos frente a la Casa de Enfermos para explicar de forma muy vaga y cortante lo que pasó.
—Lo que sucedió fue un atentado contra nuestras vidas por parte de mercenarios del Bajo Mundo —dijo ante la televisión nacional. Randgriz, sentada en el sofá y con su mentón apoyado en su mano, analizó el subtexto detrás de sus secas palabras—. Ustedes sabrán que hemos tenido altercados con ellos en el pasado, pero nada de qué preocuparse. Esto es algo que mi hermano Uitstli y yo, Tepatiliztli, directora de la Casa de Enfermos, solucionaremos con la ayuda de las autoridades regionales. Que tengan buenas tardes todos ustedes.
Se bajó del alto palco y se encaminó hacia el interior del edificio mientras era perseguida por los paparazis que la ofuscaron con una lluvia de preguntas. Tepatiliztli no miró a las cámaras y se esfumó a través del umbral.
Randgriz se quedó sentada, el rostro pensativo, esforzándose en hallar un significado detrás de las palabras de Tepatiliztli que claramente eran falsas. Aunque interactuó solo un par de veces con ella durante la Segunda Tribulación, esas charlas cortas fueron suficientes para canjearle una imagen de rectitud, de facultad, de generosidad oculta tras mandato y de un altruismo idealista que ella en su día admiró. Seguía admirando, de hecho, al ver cómo era ahora directora de la línea de hospitales más importante de las Regiones Autónomas.
Recordó las palabras que William Germain le dijo a Uitstli momentos antes de salir de su casa, hace ya tres semanas: "Es probable que Omecíhuatl venga a tu casa. Sea lo que sea que escuches de ella, desconfía. Sólo querrá extorsionarte". Esas palabras se le quedaron grabadas en su mente por como determinaron a la enemiga que tendría en la mira en los siguientes días: la Suprema Omecíhuatl, y sus secuaces, muy probablemente dioses y semidioses. Era algo que de forma genuina le aterraba: había tenido, a lo largo de su vida, a múltiples enemigos personales. Desde Einhenjers traidores hasta demonios, pero... ¿Una deidad?
Randgriz Fulladóttir comenzó a morderse las uñas; el concebir aquel pensamiento le trajo recuerdos del remoto pasado de la Segunda Tribulación. El sudor comenzó a correrle por el cuerpo, bajo su traje blanco de bordados y encajes rojos, y su corazón bombeó con el sentimiento convaleciente de un trauma que aún la persigue hasta el día de hoy. El Saqueo de la Civitas Magna, la forma tan salvaje en que los caballeros demoniacos mataban a humanos por las calles, el alborotado y caótico método para evacuar a las Familias Reales, gritos, ríos y charcos sangre, cadáveres de humanos y demonios, chasquidos de metal contra metal, el sonido de miembros siendo cercenados y de espadas atravesando estómagos... Pero el compás de sonido que más le trajo nerviosismo mental fue el de escuchar dos voces, una masculina y otra femenina:
<<Ay, niña... Tan estúpida e insulsa. ¡No debiste de haber vuelto!>> Exclamó la voz masculina con una rabia indómita. Randgriz cerró los ojos, y vio la sombra masculina de un hombre musculoso y de aspecto vikingo abalanzarse hacia ella y arremeterla con dos espadones.
<<Hija, perdónalo... Porque no sabe... lo que hace...>> Murmuró la voz femenina, débil y regurgitante. La sombra cambió, y vio a una mujer totalmente ensangrentada y reposando en su regazo.
La mente de Randgriz se cerró sobre sí misma y aplastó esos pensamientos, asegurando así la sanidad mental de la Valquiria real, quien ya estaba al borde del sollozo con tan solo rememorar ese traumático evento a través de sombras. Randgriz se pasó ambas manos por su rostro, y los engranajes de su cerebro trabajaron para hacerle recordar las enervantes palabras que le dijo Brunhilde antes de partir a las Regiones Autónomas: "sal de ese invernadero que es tu casa, actúa como una mujer adulta, y haz lo que tu Reina te ordena. ¿Entendido?"
—Haz lo que tu reina te ordena, haz lo que tu reina te ordena, haz lo que tu reina te ordena... —tatareó Randgriz hasta unas diez veces con tal de poder apaciguar la avalancha de nervios y pesimismos que traquetearon su ímpetu y su templanza. Respiró hondo y suspiró, eso hizo que se tranquilizara mucho. Comenzó a agitar sus manos mientras hablaba— Ok, ya sé que Uitstli y su hermana están aquí. Eso quiere decir que Zaniyah también. Ahora tengo que hallar la forma de que Xolopitli y ellos se acerquen. Pero cómo lo haré... —Randgriz se llevó los dedos de una mano al puente de su nariz— Cómo...
—¡QUÉ MÁS, HOMBRE, TONACOYOTL!
El repentino grito estridente de Xolopitli interrumpió sus pensamientos. Randgriz recluyó la espalda sobre el sofá y miró a través de un pasillo, consiguiendo ver al Mapache Pistolero caminando por el pasadizo, cargando consigo el equipo de un teléfono en una mano, y con la otra sostenía el teléfono sobre su oreja.
—¡Un placer de escucharlo también, señor! —exclamó Xolopitli, aparentando confianza y alegría mientras se adentraba en la sala de estar— Espéreme un momento, por favor. Espéreme un momento —el Mapache Pistolero se dirigió hacia el sofá donde estaba sentada Randgriz; de un salto cayó sobre el mueble, sentándose al lado de ella, y colocó el teléfono en altavoz y sobre la mesa de en frente—. Pon atención a lo va a decir este loco ahora. No digas nada. ¿lista?
Randgriz asintió con la cabeza, aseverada. Xolopitli asintió con la cabeza también, sonriente, y volvió a hablarle al teléfono:
—Vea es que yo necesito pedirle a usted un favor, muy, muy importante. Yo necesito que el tema este de la reunión que vamos a hacer para hablar sobre la propuesta que le hizo a Zinac se lleve a cabo en la tarde del día de hoy. Cualquier trabajo que usted tenga para estas cuatro de la tarde pospóngala, para que así le dé tiempo necesario de discutir los detalles.
Se escuchó un exasperado gruñido venir del teléfono, seguido de un soplido fuerte.
—Con tal de poder reunirme contigo frente a frente y hablar, lo haré, no se preocupe —contestó la voz carraspeante y de acento fuerte de Tonacoyotl—. ¿Dónde propone que nos reunamos?
Xolopitli sacó del bolsillo de su chaqueta negra una libretita oscura. La abrió y pasó las páginas hasta detenerse en una.
—Aquí nos vamos a reunir, vea —dijo—. Nos reuniremos en el restaurante La Botana, en la zona de Manizales al noreste de Mecapatli.
—¿Manizales? —preguntó Tonacoyotl, notándose la indignación en su tono de voz— No señor, no vamos a operar en terreno suyo. Además, que me queda lejos. Hagámoslo en el Mirador del Cerro, en la frontera de Quintana.
—No pues, ¿ahora soy yo el que me toca viajar a la otra punta de las Regiones? —gruñó Xolopitli— Ya le dije que lo haremos en La Botana, ya voy a mandar a mis nahuales para allá.
—¡Yo me niego ir a Manizales! A no ser que tenga otra opción, mejor prefiero quedarme en mi cantón.
—¡Me cago en todo lo cagable ya, Tona...!
Randgriz le palmeó el hombro y le hizo un gesto para que se detuviera. El Mapache Pistolero frunció el ceño e hizo un ademán de molestia con las manos. La Valquiria Real apretó los labios y se acercó a su oído.
—No vas a conseguir nada si te impones —le susurró—. ¿Por qué no tratas de sugerir un lugar más favorable para ambos?
—¡¿Pero cómo cuál?! —masculló Xolopitli.
—Tiene que haber uno, ¿no?
El semblante de Xolopitli cambió a uno de esclarecimiento. Alzó un dedo en gesto de entendimiento y le sonrió a Randgriz, haciendo que esta última se lleve una sorpresa de ver al mapache nahual hacer un semblante tan expresivo a pesar de tener el cuerpo de un animal.
—Vea, le tengo una propuesta que sí o sí le va a gustar —exclamó Xolopitli al teléfono—. ¿Qué le parece si hacemos la reunión en las ruinas de la antigua capital, Xocoyotzin? Ahí sí no me puede poner salir con un puto chorro de baba, pues está en la frontera compartida entre Mecapatli, Quintana, Tláhuac y Cuahuahuitzin. Además de ser de difícil acceso para la policía regional y para los Pretorianos.
Se hizo un silencio que se prolongó por varios segundos, lapso en el que se oyó chasquidos de labios venir del teléfono. Randgriz y Xolopitli supusieron que Tonacoyotl estaba pensando, algo difícil de creer para el nahual mapache sabiendo en lo alocado que se ha vuelto el jefe de los Coyotl en estos últimos meses.
—Está bien, lo acepto —respondió por fin—. ¿A qué hora fue que me dijo que nos viéramos?
—Cuatro en punto —contestó Xolopitli.
—Cuatro... en punto... —repitió Tonacoyotl al tiempo que se oía un sonido de escritura en papel venir del teléfono— Listo, Xolopitli. Gracias por la información. Nos veremos a esa hora.
—Excelente, hombre. ¡Hasta luego!
El Mapache Pistolero agarró el teléfono y cortó la llamada oprimiendo un botón. Lo volvió a dejar en la mesa y recluyó su espalda sobre un cojín. Suspiró, sintiéndose satisfecho consigo mismo, y miró de reojo a la Valquiria Real.
—¿Cómo la vio? —dijo, su sonrisa de oreja a oreja.
Randgriz se pasó una mano por el mentón, el gesto pensativo.
—¿Por qué no quiso reunirse contigo en Manizales?
—¿Cómo que "por qué"? —farfulló Xolopitli, cruzándose de brazos, aún sonriente— ¿Se te olvidó que tu solita has aniquilado el ejército paramilitar del Cabeza de Vaca, en la región de Manizales? Ese lugar debe de seguir apestado a cadáver a pesar de haber pasado casi dos semanas.
—Cierto... —Randgriz se encogió de hombros. Cerró los ojos, agitó la cabeza y volvió a abrirlos para ver a Xolopitli, quien la miraba con ojos de curiosidad— Dos semanas han pasado desde que me uní, y no he hecho más que servirle de guardaespaldas. No me ha vuelto a dar otra misión desde ese entonces.
—Pero es porque teníamos que comprobar si usted era de confianza o no —argumentó Xolopitli, la voz rotunda—. En esta área laboral, hay que tener el mismo nivel de paciencia que en la política a la hora de hacer una cláusula. Pero no te preocupes, que ya esta tarde tendrás esa misión que tanto esperas para que vuelvas a demostrar tu fiabilidad —el mapache Pistolero cuchicheó unas cuantas risitas—. Y tremendísima misión. No usarás tu lanza, pero si tu mirada mortal. Cuando Tonacoyotl y sus zorros te vean van a decir mil y una chingaderas. Aunque todo como una tapadera para ocultar lo poderosa que eres en realidad.
—Tal como le dije —Randgriz posó sus manos sobre su regazo y asintió aristocráticamente la cabeza—. La mejor estrategia es aparentar lo que no es al enemigo, y sorprenderlo.
—¡Cosas grandes les espera al Cartel de los Tlacuaches contigo!
Xolopitli carcajeó por todo lo alto, sus risas logrando oírse por los solitarios pasadizos de la mansión. Randgriz no rió, y por un instante pensó que el no hacerlo ofendería de alguna forma al patrón. Sin embargo, al ver como el nahual mapache paraba de reírse, no le dedicó una mirada juiciosa y le dirigió la palabra de forma agresiva. Tan solo dejó de reírse, miró el televisor, y al ver como las noticias estaban hablando de Tepatiliztli, Randgriz pudo observar un atisbo de nostalgia presenciarse en los ojos marrones de Xolopitli.
—Ummm... ¿dónde están Zinac y Yaotecatl, por cierto? —preguntó.
—Los envié a hacer dos misiones —indicó Xolopitli con dos dedos alzados—. Una, enviarle todos los dispositivos Tesla al ingeniero Axcyoatl que trabaja para ambos carteles, y dos, a matar a unos íncubos que me robaron merca importante de dos camiones —se hizo un breve silencio entre ambos. Xolopitli señaló con un brazo el televisor— No sabía que te gustaba mucho ver las noticias cuando estás desocupada —comentó, las cejas fruncidas.
—Oh, no, tan solo... —Randgriz paseó cuidadosamente sus palabras para determinar lo que iba a decir a continuación— Me gusta estar al tanto de las cosas del mundo.
—En ese caso, debes tener conocimiento de lo mal que lo están pasando las Regiones Autónomas.
—No mucho, la verdad. Pero... —Randgriz miró de soslayo hacia un ventanal que daba vista hacia el horizonte urbano de Mecapatli— sí lo suficiente.
—Sequías, hambrunas, malas cosechas, malos comercios —Xolopitli agitó sus manos hacia ambos lados por cada enumeración que dio— Si es que hasta incluso deje a un lado la extorsión hacia los pequeños negocios y a las rutas comerciales con tal de no hacer más duro este cagadero de lo que ya está. Imagínate que hasta ha venido gente a pedirme lana.
—¿En serio? —Randgriz sonrió de lo surreal que sonó ese último comentario.
—¡Sí! —Xolopitli alzó los brazos en gesto de no creérselo— Haz una pequeña donación pública a la Casa de los Enfermos con tal de limpiar un poco tu imagen, y todo el mundo te verá como la línea de bancos de The Wealth of the Nations de Adam Smith.
—¿A la Casa de los Enfermos? ¿De verdad?
—Nah, pues solo por caridad. Para blanquear un poco imagen de Mapache Pistolero y para joder a la guardia nacional —Xolopitli agitó una mano como queriendo negar connotaciones—. No es que me preocupen un par de muertos de hambre que me toquen la puerta pidiendo una gaza de pan.
<<¿Habrá hecho esa donación luego de que Tepatiliztli haya regresado como directora de ese hospital?>> Pensó Randgriz, mirando de reojo el televisor, el cual seguía transmitiendo la noticia acerca de cómo la Casa de los Enfermos está apaleando los daños colaterales en los pacientes de inanición y el cómo empezaran a enviar equipos médicos que instalen poblados apartados para aquellos enfermos de malaria o de lepra.
—¿Y tú qué piensas de la directora de la Casa de los Enfermos? —preguntó la Valquiria Real.
Xolopitli giró la cabeza y se la quedó observando con el ceño aún más fruncido.
—¿Cómo así? —gruñó el mapache.
—Nada, pues que se dice muchas cosas buenas de ella —Randgriz sintió los nervios colmarla de a poco; estaba columpiándose por un tema tan delicado que, en un paso en falso, podría estropear todo lo que ha hecho hasta ahora—: muy altruista, bondadosa con la gente, una experta en la botánica azteca... Y una heroína nacional por su ruda pele contra el marqués Aamón.
—No, pues que padre de ella —contestó Xolopitli, alzando los hombros como quien no quiere la cosa—. Chido lo que hace ella por los enfermos y para preservar el orden de las Regiones. Yo personalmente la admiro por eso.
Randgriz entrecerró los ojos; era bastante obvio, desde su perspectiva, que hablaba con indiferencia para ocultar el hecho de que ambos fueron conocidos durante la Segunda Tribulación y negando que él también fue un héroe nacional. Tragó saliva y se mordió el labio, pensando en las siguientes palabras estratégicas.
—¿Y usted nunca cruzó palabras con ella durante la...?
—Listo, aquí yo termino mi tiempito con usted, que ahora me toca resolver otro asuntito —Xolopitli se golpeteó las rodillas y se bajó del sofá con un saltito—. Se va preparando para eso de las tres de la tarde para tomar un helicóptero directo hacia las ruinas de la capital. Va a ser un viaje algo largo.
El Mapache Pistolero se alejó de la sala de estar a paso parsimonioso hasta desvanecerse a través de los pasillos de la finca. Randgriz lo siguió con la mirada hasta perderlo de vista. Apretó los labios, suspiró y se quedó allí, sentad en el sofá, pensando en la siguiente manera de poder acercarse a Xolopitli acerca de Uitstli y Tepatiliztli... y hallar la forma de que se reúnan y vuelvan a luchar como lo hicieron contra Aamón. Solo que esta vez contra Omecíhuatl.
<<Treinta y seis días>> Pensó la valquiria, tocando con un dedo el anillo de arce en su mano derecha. <<Me quedan treinta y seis días>>
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3
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https://youtu.be/ak9qsO37fJo
ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯
|◁ II ▷|
Zona suroeste de la ciudad de Mecapatli
La presencia de demonios era un mal efecto del contrabando de la Flor de Íncubo que tanto a Yaotecatl y a Zinac no les gustaba en lo más mínimo.
No venían en manadas como lo hicieron en la Civitas Magna; llegaban en pequeños grupos de camionetas, a veces tantas que eran caravanas conduciendo por los senderos desérticos de los llanos. Debido a la ciudadanía que se habían ganado, y de la imponencia para nada benevolente que imponían ahora gracias a la coronación de Lucífugo como Primer Ministro del Pandemonium en la Cámara de Representantes Divinos, no tuvieron muchos problemas ala hora de pasar por los puestos fronterizos y llegar a las Regiones Autónomas. Y según parecía, estos pequeños oleajes de íncubos, súcubos y cuanto aquelarre demoniaco se concentraban en Mecapatli.
Yaotecatl y Zinac trajeron los dispositivos robados de la Multinacional Tesla hacia un parque central de tecnología. Estaban escondidos dentro de largos tráiler los cuales, nada más estacionarlos cerca de la acera de la plaza, abrieron y comenzaron a descargar el contenido que había dentro: dos grandes arcones negros de tres metros de alto por cinco de largo, tan pesados y difíciles de manejar que Zinac necesitó la ayuda del resto de aztecas bandidos para poderlos sacar del tráiler. Una vez fuera las dos arcas, Zinac, Yaotecatl y los más de veinte Tlacuaches anadearon por la concurrida plaza adoquinada, llevándose las miradas de todos los curiosos que los seguían con la mirada, y que después las desviaban cuando Yaotecatl o Zinac se las devolvía.
—Parece que hasta los demonios nos tienen miedo —comentó Yaotecatl, señalando con un gesto de cabeza a un grupito de íncubos que se pararon de los peldaños donde estaban sentados para escabullirse, como si la presencia de ellos fue suficiente para espantarlos.
—¿Y debería de extrañarte? —dijo Zinac, el yelmo mecánico con forma de murciélago cubriendo su rostro— Si estos culicagados no son más que unos jovencitos adictos a la mala droga. No son ni la sombra de los caballeros demonios de Aamón.
—Eso es cierto —Yaotecatl le dirigió una mirada de admiración a Zinac—. Aunque debo decir, tú eres el que más tierra pone a este campo. Eres uno de los héroes condecorados de la Segunda Tribulación, ni más ni menos.
—Era. Ya no más —Zinac ladeó la cabeza. Yaotecatl pudo escuchar, en su tono de voz, atisbos de melancolía.
El grupo de bandidos avanzaron por el parque central hasta internarse en los callejones entre dos edificios de ventanales por paredes con marquesinas que dictaban el nombre de la empresa a la que pertenecían: "Centro Tecnológico de Mecapatli". Dentro de la encrucijada de callejones, Zinac, Yaotecatl y su grupo fueron recibidos por un grupo de aztecas de armaduras de cuero color azul oscuro y armados con rifles-lanzas. Bastó con una mirada de Yaotecatl, y un gesto de Zinac señalando las arcas negras, para que los guardianes de la entrada trasera del edificio les dejaran pasar.
El dúo de bandidos se internaron en las extensas galerías de suelo y techo blanco, pilares corintios, lámparas embebidas al techado y que iluminaban de color rojo los largos y anchos pasillos, y múltiples plataformas altas donde colgaban mechas de dos y tres metros. Los Tlacuaches quedaron embobados por la complejidad mecánica y arquitectónica de los robots; con impecables diseños de guerreros aztecas, empuñaban espadas Macuahuitl de entramados intrincados de donde refulgían luces fluorescentes. Yaotecatl frunció el ceño por cada robot azteca desactivado por el que pasaban.
—Desde que supo lo de la Multinacional Tesla reactivando a Eurineftos, este plagiador científico loco ha intentado crear a su propio robot asesino —dijo. Sonrió y miró de reojo a Zinac—. ¿Crees que ande preparándose para declararnos la guerra con un ejército de robots aztecas gigantes?
Zinac respondió negando la cabeza y gruñendo al pasar cerca de un mecha-azteca con una apariencia vagamente similar a la de Tzilacatzin.
—Probablemente se autodestruyan al recibir el primer impacto —dijo—, más o menos como pasó cuando Uitstli y yo enfrentamos a los Mikktecuani.
—¡Ahora eso sí es un mamarracho diseño de ingeniería! —Yaotecatl exclamó risotadas que se esparcieron por toda la amplia galería en forma de ecos— Ay, de verdad que es que yo no entiendo de donde saca tanto presupuesto para hacer todo esto. ¡Y al aire libre, para que todos lo vean! —indicó con la mirada los ventanales por los que multitudes de personas que se congregaban al otro lado de la vereda para observar y tomar fotos de los robots azteca.
—Puede que quiera llamar la atención de Nikola Tesla para que lo contrate —Zinac carcajeó un poco debajo de la máscara.
—Ni con todas las patentes del mundo ese austriaco se le cruzaría por la mente contratar a Acxoyatl.
El grupo de Tlacuaches siguió su avanzada hasta alcanzar una plaza extensa y despejada de cualquier obstáculo, a excepción de un amplio y rectangular altar donde estaba recostado un robot azteca de tres metros de largo. Zinac y Yaotecatl les ordenaron a los demás que estuvieran quietos, mientras que ellos se dirigían hacia el hombre que estaba operando el panel de control de la computadora.
El dúo se detuvo a unos cinco metros del susodicho, y el silencio reinó en la estancia por un par de segundos con l excepción del traqueteo que hacia el científico al cuadro de mando. El hombre se detuvo, alzó ligeramente la cabeza y miró por encima de su hombro a los recién llegados, revelando un poco las arrugas de su maduro rostro y sus tatuajes de puntos negros.
—Qué inesperado...—murmuró el ingeniero azteca con un gentil acento mientras se daba lentamente la vuelta con danzarines movimientos. Vistiendo como un noble, con brazaletes de bronce reluciente y otros abalorios que hacían relucir su piel morena, un maxtla de color negro, un tilmatli de color morado y una diadema de caoba con incrustaciones de piedras preciosas y plumas negras extensas, aquel científico esgrimió un bastón de hierro y extendió sus brazos en señal de dar la bienvenida— Y yo que pensaba que solo recibía visitas de los Coyotl. De todas formas... —el ingeniero sonrió y ensanchó los ojos en una mueca exagerada. De repente, sus ropajes comenzaron a brillar en colores púrpura neones, revelando las partes cibernéticas de su cuerpo.
La presencia de demonios era un mal efecto del contrabando de la Flor de Íncubo que tanto a Yaotecatl y a Zinac no les gustaba en lo más mínimo.
No venían en manadas como lo hicieron en la Civitas Magna; llegaban en pequeños grupos de camionetas, a veces tantas que eran caravanas conduciendo por los senderos desérticos de los llanos. Debido a la ciudadanía que se habían ganado, y de la imponencia para nada benevolente que imponían ahora gracias a la coronación de Lucífugo como Primer Ministro del Pandemonium en la Cámara de Representantes Divinos, no tuvieron muchos problemas a la hora de pasar por los puestos fronterizos y llegar a las Regiones Autónomas. Y según parecía, estos pequeños oleajes de íncubos, súcubos y cuanto aquelarre demoniaco se concentraban en Mecapatli.
Yaotecatl y Zinac trajeron los dispositivos robados de la Multinacional Tesla hacia un parque central de tecnología. Estaban escondidos dentro de largos tráiler los cuales, nada más estacionarlos cerca de la acera de la plaza, abrieron y comenzaron a descargar el contenido que había dentro: dos grandes arcones negros de tres metros de alto por cinco de largo, tan pesados y difíciles de manejar que Zinac necesitó la ayuda del resto de aztecas bandidos para poderlos sacar del tráiler. Una vez fuera las dos arcas, Zinac, Yaotecatl y los más de veinte Tlacuaches anadearon por la concurrida plaza adoquinada, llevándose las miradas de todos los curiosos que los seguían con la mirada, y que después las desviaban cuando Yaotecatl o Zinac se las devolvía.
—Parece que hasta los demonios nos tienen miedo —comentó Yaotecatl, señalando con un gesto de cabeza a un grupito de íncubos que se pararon de los peldaños donde estaban sentados para escabullirse, como si la presencia de ellos fue suficiente para espantarlos.
—¿Y debería de extrañarte? —dijo Zinac, el yelmo mecánico con forma de murciélago cubriendo su rostro— Si estos culicagados no son más que unos jovencitos adictos a la mala droga. No son ni la sombra de los caballeros demonios de Aamón.
—Eso es cierto —Yaotecatl le dirigió una mirada de admiración a Zinac—. Aunque debo decir, tú eres el que más tierra pone a este campo. Eres uno de los héroes condecorados de la Segunda Tribulación, ni más ni menos.
—Era. Ya no más —Zinac ladeó la cabeza. Yaotecatl pudo escuchar, en su tono de voz, atisbos de melancolía.
El grupo de bandidos avanzaron por el parque central hasta internarse en los callejones entre dos edificios de ventanales por paredes con marquesinas que dictaban el nombre de la empresa a la que pertenecían: "Centro Tecnológico de Mecapatli". Dentro de la encrucijada de callejones, Zinac, Yaotecatl y su grupo fueron recibidos por un grupo de aztecas de armaduras de cuero color azul oscuro y armados con rifles-lanzas. Bastó con una mirada de Yaotecatl, y un gesto de Zinac señalando las arcas negras, para que los guardianes de la entrada trasera del edificio les dejaran pasar.
El dúo de bandidos se internó en las extensas galerías de suelo y techo blanco, pilares corintios, lámparas embebidas al techado y que iluminaban de color rojo los largos y anchos pasillos, y múltiples plataformas altas donde colgaban mechas de dos y tres metros. Los Tlacuaches quedaron embobados por la complejidad mecánica y arquitectónica de los robots; con impecables diseños de guerreros aztecas, empuñaban espadas Macuahuitl de entramados intrincados de donde refulgían luces fluorescentes. Yaotecatl frunció el ceño por cada robot azteca desactivado por el que pasaban.
—Desde que supo lo de la Multinacional Tesla reactivando a Eurineftos, este plagiador científico loco ha intentado crear a su propio robot asesino —dijo. Sonrió y miró de reojo a Zinac—. ¿Crees que ande preparándose para declararnos la guerra con un ejército de robots aztecas gigantes?
Zinac respondió negando la cabeza y gruñendo al pasar cerca de un mecha-azteca con una apariencia vagamente similar a la de Tzilacatzin.
—Probablemente se autodestruyan al recibir el primer impacto —dijo—, más o menos como pasó cuando Uitstli y yo enfrentamos a los Mikktecuani.
—¡Ahora eso sí es un mamarracho diseño de ingeniería! —Yaotecatl exclamó risotadas que se esparcieron por toda la amplia galería en forma de ecos— Ay, de verdad que es que yo no entiendo de donde saca tanto presupuesto para hacer todo esto. ¡Y al aire libre, para que todos lo vean! —indicó con la mirada los ventanales por los que multitudes de personas que se congregaban al otro lado de la vereda para observar y tomar fotos de los robots azteca.
—Puede que quiera llamar la atención de Nikola Tesla para que lo contrate —Zinac carcajeó un poco debajo de la máscara.
—Ni con todas las patentes del mundo ese austriaco se le cruzaría por la mente contratar a Acxoyatl.
El grupo de Tlacuaches siguió su avanzada hasta alcanzar una plaza extensa y despejada de cualquier obstáculo, a excepción de un amplio y rectangular altar donde estaba recostado un robot azteca de tres metros de largo. Zinac y Yaotecatl les ordenaron a los demás que estuvieran quietos, mientras que ellos se dirigían hacia el hombre que estaba operando el panel de control de la computadora.
El dúo se detuvo a unos cinco metros del susodicho, y el silencio reinó en la estancia por un par de segundos con l excepción del traqueteo que hacia el científico al cuadro de mando. El hombre se detuvo, alzó ligeramente la cabeza y miró por encima de su hombro a los recién llegados, revelando un poco las arrugas de su maduro rostro y sus tatuajes de puntos negros.
—Qué inesperado...—murmuró el ingeniero azteca con un gentil acento mientras se daba lentamente la vuelta con danzarines movimientos. Vistiendo como un noble, con brazaletes de bronce reluciente y otros abalorios que hacían relucir su piel morena, un maxtla de color negro, un tilmatli de color morado y una diadema de caoba con incrustaciones de piedras preciosas y plumas negras extensas, aquel científico esgrimió un bastón de hierro y extendió sus brazos en señal de dar la bienvenida— Y yo que pensaba que solo recibía visitas de los Coyotl. De todas formas... —el ingeniero sonrió y ensanchó los ojos en una mueca exagerada. De repente, sus ropajes comenzaron a brillar en colores púrpura neones, revelando las partes cibernéticas de su cuerpo.
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ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯
|◁ II ▷|
Los Tlacuaches de alrededor se quedaron viendo el objeto con suma extrañeza. Axcoyatl se colocó de pie con mucho cuidado, poniendo una mano debajo del objeto y sin quitarle el ojo de encima, como si temiera que el objeto pudiera hacer algún tipo de reacción inesperada.
—Oh, bandidos descerebrados —dijo Axcoyatl, caminando paso a paso hasta el panel de control del altar. Oprimió un botón de la pantalla táctil, y del techo Yaotecatl y Zinac vieron enormes brazos de grúas que se envolvieron en el cuerpo del robot azteca, lo cargaron y se lo llevaron, dejando desocupada la plataforma— lo que está ante ustedes... es uno de los objetos más peligrosos del Pandemonium. Un Sefarvaim de Adrammelech.
La forma en que dijo aquellos nombres hizo que Yaotecatl frunciera el ceño.
—¿La mujer de quién? —masculló, poniéndose medianamente irritado al ver el entusiasmo enmarcarse en el semblante del ingeniero azteca.
—Siglos antes de la Segunda Tribulación, cuando el Pandemonium aún ostentaba el prestigio de ser igual y/o más poderoso que los Nueve Reinos, existió un reino que hizo del Totius Infernum de temer por todos los Supremos: el Archiducado de Qlifot, extinto desde hace mil quinientos años.
Todos los tlacuaches se miraron entre sí, extrañados por lo que estaba relatando el ingeniero azteca. Incluso Yaotecatl no comprendía del todo el increíble peso que cargaba la mención de aquel aniquilado reino demoniaco. Sin embargo, una campana tintineó en la cabeza de Zinac, y le hizo rememorar el pasado. Le hizo rememorar la Segunda Tribulación.
Axcoyatl posó lenta y cuidadosamente la estela negra sobre la plataforma. Los sensores gravitacionales detectaron el objeto, y cuando el ingeniero alejó su mano prostética, este quedó flotando en el aire. Mientras hacía todo este proceso, Acoyatl seguía relatando:
—El Archiducado tenía como presidente supremo al actual sub-regente del Pandemonium: Adrammelech, quien estaba por debajo del "Califa Escarlata", el rey. Era gracias a Adrammelech que el Archiducado tenía una forma bastante particular de adueñarse de cuerpo de humanos y convertirlos en poderosos demonios —los ojos negros de Acoyatl se iluminaron con el refulgente rojo neón con el que los símbolos en cuneiforme empezaron a resplandecer—: usaban estas estelas con las cuales podían mutar tanto el cuerpo como el alma de un ser humano en un ser tan poderoso como un Semidiós.
>>Este fue probablemente el medio de mutación demoniaca más poderoso en todo el Pandemonium. No obstante, luego de la caída del Archiducado, quedó en desuso, perdiendo toda su capacidad de transmutación. No fueron usados de nuevo sino hasta hace menos de cien años, en la Segunda Tribulación, para convertir a muchos Einhenjers traidores en demonios con poderes capaces de rivalizar a semidioses.
—¿Cómo una especie de Völundr? —preguntó uno de los Tlacuaches.
—Parecido —contestó Axcoyatl, escueto, mirando de reojo al Tlacuache y después a la estela negra ahora refulgiendo de color rojo. Un campo de fuerza rojo apareció alrededor del objeto ovalado—. No sé cómo o por qué Nikola Tesla tendría en su posesión una de estas, o pero aún, a cuál demonio se lo quitó, pero es mejor haber caído en nuestras manos que en las de ellos.
<<Yo no estaría tan seguro de eso>> Pensó Zinac, el ceño fruncido bajo su casco. Todos los pelos de su cuerpo estaban levantados; los nervios punzaban sobre él, como no pudiendo soportar recibir los rayos rojos de aquella estela.
—¿Y qué piensas hacer con esta vaina, ah? —inquirió Yaotecatl, y señaló los modelos de mechas que había alrededor— ¿Vas a darle vida a estos robots cuales monstruos de Frankensteins para derrocar a la Multinacional Tesla?
—Mis ambiciones no llegan hasta esos límites —Axcoyatl se irguió y se dio la vuelta, encarando al dúo de bandidos—. Lo que haga con este objeto no es de sus incumbencias. Por favor —Axcoyatl hizo un elegante y copioso ademán con el brazo de exhortarlos a que se vayan—, retírense. Pronto tendrán noticias de mí sobre la producción de la Flor de Íncubo ahora que me han dado la inspiración necesaria gracias a este objeto.
Yaotecatl pudo notar desde un inicio el aura de inseguridad y temor envolverse alrededor de Zinac. El mapache tuerto respiró hondo, se encogió de hombros, alzó un brazo y dio un chasquido.
—Vámonos —ordenó, y se dio la media vuelta para marcharse. A medio camino se dio la vuelta y señaló a Axcoyatl con un dedo—. ¡Y será mejor que ese gallo empiece a cacarear rápido! ¡¿oíste?!
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|◁ II ▷|
Región Autónoma de Quintana
Rancho de Los Hipólitos
—Entonces, se perdió toda esa lana —gruñó Tonacoyotl al tiempo que caminaba por el sendero ajardinado que llevaba al patio trasero de su finca. A su lado caminaba Cuetlachtli, portando una gorra militar vuelta hacia atrás y cabizbajo, con aires de decepción y vergüenza
—Básicamente, mi jefe —dijo Cuetlachtli, siendo incapaz de ver al nahual zorro a los ojos.
Ambos anadearon por el sendero ajardinado hasta atravesar unas verjas abiertas de lado a lado. El patio trasero de la finca consistía en una enorme piscina rectangular que abarcaba todo el centro, secciones de arbustos podados que adoptaban las formas de ninfas, suelo adoquinado con mosaicos que daban formas de deidades aztecas y una balaustre de impecable mármol que servía como límite al vacío. Las vistas hacia las cordilleras eran impresionantes, increíblemente lúgubres a la vista del Estigma de Lucífugo cerniéndose sobre los picos de algunos de los montes.
Tonacoyotl seguía vistiendo con su amplia gabardina anaranjada y su gambesón negro debajo; Cuetlachtli, en cambio, vestía ahora con una camisa verde caqui y unos pantalones camuflados. Guió a su subalterno hasta unas largas sillas de verano. El patrón fue el primero en tomar asiento; le hizo un ademán con la mirada a Cuetlachtli para que se sentara también, y el nahual lobo tomó asiento en la silla contigua. Tonacoyotl se recostó sobre el espaldar de la silla y entrelazó sus dedos sobre su vientre.
—Que volteada de torta más malparida, Dios mío... —masculló Tonacoyotl, la expresión de histeria dibujada en su rostro.
—Lo bueno es que no se robó nuestra valiosa información de las computadoras —señaló Cuetlachtli, haciendo un gesto de llevarse una mano al cuello, donde antes estaba su collar—. Eurineftos se llevó tremendo pepazo en la cara antes de poder meter troyanos dentro de una compu.
—¡¿Pero qué no me estás escuchando, lobo?! —exclamó Tonacoyotl, alzando ambas manos, el ademán de rabia pura— ¡Esa mierda no sirvió de nada! ¡PERDIMOS NUESTRA BASE MÁS IMPORTANTE! ¡La puta base con la cual hacíamos las exportaciones de materiales de peso pesado a los mercenarios del Bajo Mundo y de forma directa!
—Vamos, jefecito, no se ponga así —Cuetlachtli apretó los labios y soportó el peso de la furia del nahual zorro—, usted sabe muy bien que todo en esta vida tiene solución —al ver como Tonacoyotl ladeaba la cabeza, suspiraba con gran exasperación y se ponía a mirar a otro lado, el subalterno lobo se armó de valor para seguir hablando—. Vea, esta embarrada no fue por negligencia nuestra. Es la primera vez que se coronel se nos infiltra, y nos mostró poderes que antes desconocíamos: se puede convertir en el vehículo que se le dé la gana.
—O sea que si quiere se puede convertir en un coche-dildo para que nos sigan violando analmente, ¿y sin parar? —Tonacoyotl giró la cabeza y clavó una mirada feroz en Cuetlachtli— No, señor. Hay que buscar la forma de contraatacar. No me puedo permitir el lujo de que otra de mis bases caiga en poder de los Pretorianos.
—Y... ¿ya habló con Xolopitli sobre eso? ¿De que él se encargue de Eurineftos?
Tonacoyotl desvió la mirada, se masajeó el rostro con una mano y no dijo nada por un tiempo. Se pellizcó las orejas hasta ponerselas rojas; era algo que usualmente hacía cuando se sentía ansioso.
—Me dijo que nos reuniéramos con él en las ruinas de Xocoyotzin para hablar sobre eso —dijo—. Hoy, a las cuatro en punto de la tarde.
—No pues mire la hora que es, jefe —Cuetlachtli se miró el reloj de muñeca—. Ya son las doce y media. Ya es para que esté alistando a las tropas.
—Ajá, lo sé. Pero con lo que me acabas de decir es que me desparramaste los ánimos por los suelos —Tonacoyotl miró hacia atrás, fijándose en la fachada trasera del rancho—. Agh, ahorita mismo voy y me chuzo la mota roja esa para volver a sentirme extasiado y así ir bien presentado a la reunión.
—No, pero jefecito —Cuetlachtli se inclinó hacia delante, el rostro con un semblante de preocupación—, yo no creo que deba seguir andando grifo con esa flor. Lo está poniendo mal, enrabietado, irracional. Si es que hasta lo más irónico es que mucha de esa merca se lo roba de los Tlacua...
El subalterno lobo fue interrumpido por el crujido de una pistola siendo accionada. Cuetlachtli cerró el hocico nada más ver el arma empuñada en la mano de Tonacoyotl, su cañón apuntando directo a su vientre. El nahual zorro tenía una expresión de migraña, una gran molestia enmarcada en sus ojos, con los parpados moteados de rojo de tanto haber fumado la Flor de Íncubo.
—Óyeme bien, blanquito —gruñó Tonacoyotl, sus ojos bien puestos sobre el atemorizado Cuetlachtli—, a usted no le debe de importar lo que me meto o no me meto en la nariz, ¿entiende? —el subalterno lobo asintió con la cabeza. Se hizo el silencio por cinco segundos, hasta Tonacoyotl esbozó una sonrisa de oreja a oreja y empezó a carcajear con gran exageración. Cuando bajo la pistola, Cuetlachtli también empezó a reírse, aunque con nervios— ¡TE CAGUÉ, BLANQUITO! —Tonacoyotl se enfundó la pistola a la cintura— Ah, ¿cómo crees que le voy a hacer daño al mejor de mis hombres?
—No pues se lo reconozco, jefe, me pilló bien feo —farfulló Cuetlachtli, parando de reír cuando Tonacoyotl también detuvo las risas—. Aunque si no le es mucha molestia mi pregunta... ¿Usted sí cree que Xolopitli sea capaz de hacerle frente a Eurineftos? Usted ya vio lo que le hizo a nuestra base más grande y poderosa, y los Tlacuaches no tienen ni la mitad de poder militar que nosotros tenemos.
Tonacoyotl se masajeó la parte baja de su hocico y se rascó los pelitos negros de su nariz. Miró a su subalterno a los ojos, y este último vio un brillo de determinación desquiciada bajo los entornos rojos que tintaban sus parpados.
—Sean o no sean capaces, ellos serán nuestro medio para conseguir ese artefacto valioso que tiene la Cápsula Supersónica del Nikola Tesla. Una vez robado, lo implementamos a nuestro proyecto secreto. Y ahí... —el nahual zorro sonrió, mostrando sus colmillos moteados de saliva roja por la Flor de Íncubo— será cuando le declaremos la guerra a los Tlacuaches. Y ahí sí la ganaremos, mijo.
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ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯
|◁ II ▷|
Casa de los Enfermos
Mecapatli
Uitstli se encontraba de rodillas, apoyándose sobre una alfombra de color verde con entramados de símbolos alfabéticos, rezando en silencio a una estatua de Xilonen.
Era de bronce, y estaba labrada con la forma de una mujer arrodillada, de vestido holgado, disco solar de Tonatiuh en su pecho, tocado semejando plumas, un cuchillo en su mano izquierda y muchos otros ornamentos orfebres colgando de sus manos y su cuello. Igual que la del templo de Otuanaka en Tláhuac. Aunque la habitación era más reducida, tanto que parecía un pasillo estrecho con gradas vacías, eso no quitaba la esencia fervorosa en el ambiente, que hacía a Uitstli sentir una conexión profunda con la estatua de la diosa.
Mientras oraba en silencio por la salud de su niña, y por la integridad de los aztecas en Tláhuac que tanto se preocupaban por su persona, por la mente de Uitstli pasaron las memorias de palabras que Zaniyah le dijo antes del ataque de Chiachuitlanti. Una tormentos lluvia de preguntas que le hizo arrugar la frente:
<<Ella quería algo de ti, ¿no? ¿Qué quería?>>
<<Ella te ofreció unirte a los Legendarium Einhenjar, ¿cierto?>>
<<¿Por qué rechazaste la oferta de Brunhilde, ah?>>
<<¿Lo mantuviste en secreto? ¡¿POR QUÉ?!>>
Esa jauría de cuestiones le trajo de regreso el portentoso dilema que se había vuelto una aguja en su cerebro. Sus oraciones mentales se dañificaron, y adjunto con este asalto de preguntas, su propia voz vino en respuesta rotunda a todas ellas:
<<No quiero que Tláhuac sufra de la belicosidad de Brunhilde>>
<<Los reyes que pelean por sí mismos, arriesgan todo para ganar, incluidos a sus más cercanos aliados>>
<<Yo no pienso poner nuestras vidas en la palma de su mano>>
Las tensiones aminoraron la fuerza de su cuerpo, haciendo que tiemble un poco en la posición de arrodillado en el que esta. Uitstli se pasó la mano por el rostro, y se golpeteó la mejilla un par de veces, como obligando a su mente a poner orden sus pensamientos y que dejaran de interrumpir su sesión de oración. El bloque mental pudo con él, y el guerrero azteca no pudo proseguir donde había dejado su rezo. Uitstli permaneció con la mente en blanco, en total silencio, solo oyéndose el murmullo ajetreado de los médicos y las ruedas de las camillas fuera de la habitación.
Uitstli respiró y exhaló varias veces, buscando tranquilidad con ese ejercicio mientras se levantaba. Seguía portando la bata blanca de paciente, pero ya se había despojado de todas las vendas y parches, mostrando las heridas cicatrizadas. Nuevas cicatrices, hechas por un pasado tormentoso que había vuelto para ponerlo a prueba tras un siglo de paz. Pero no era solamente obstáculos que requerían estrategia, fuerza y poder. Se llevó una mano a la cabeza y se rascó el caballo; su mente estaba aplastada de todas las dudas y dilemas a los que le ha estado dando vueltas estos días que estuvo hospitalizado.
—Xilonen... —murmuró Uitstli, tragando saliva y colocándose frente a la estatua subida a un pedestal de dos metros de alto— ¿Acaso he errado allí donde mi hija me señaló? ¿Debí aceptar la propuesta de Brunhilde? ¿Debí unirme a los Legendarium Einhenjar? —estiró un brazo y posó su mano sobre el disco solar de Tonatiuh que la estatua portaba como collar— Yo tenía... la certeza, de que lo que hacía no ponía en peligro a mi gente. Ahora... —Uitstli reprimió un sollozo y se mordió los labios— no sé qué es lo correcto y lo que no. No sé si estoy haciendo las cosas bien. Por favor... —Uitstli agachó la cabeza y cerró con fuerza los ojos— ilumina este sendero oscuro por el que me dirijo. Indícame el camino a tomar.
Se oyeron ligeras pisadas venir de atrás. Uitstli se dio la vuelta, y vio a su hermana asomarse por el umbral de la entrada. Tepatiliztli tenía el rostro radiante, brillando con una sonrisa dentada y carismática. Uitstli arrugó el ceño.
—Hermano, ¡Zaniyah ha despertado!
Uitstli ensanchó los ojos y su corazón se encogió del vahído de emociones. Rápidamente se dirigió hacia su hermana y juntos salieron de la sala de oraciones, yendo a trote por los pasillos del hospital hasta alcanzar la habitación de Zaniyah.
El guerrero azteca entro en el rellano, atestado por otros médicos, enfermeras y gente común que, como sorpresa por su admiración hacia la muchacha, estaban presentes para reconfortarla. Uitstli se abrió paso entre ellos hasta alcanzar la camilla de Zaniyah. Vio a la niña despierta, con los ojos ensanchados en un semblante de felicidad sorpresiva de ver a tanta gente congregada para verla vivita y coleando. Uitstli se tiró al suelo de rodillas, sintiendo el calambre en sus piernas al sentir el impacto. Ignoró esas sensaciones, y prestó toda su emoción en la alegría de ver a su niña despierta por fin.
—Za... Zaniyah... —farfulló Uitstli, los ojos volviéndose llorosos, su mano acariciándole la cabeza con un enorme cariño paternal— ¿Cómo te sientes?
Zaniyah lo vio a los ojos y le dedicó su más infantil sonrisa. Una sonrisa que aprendió de su madre.
—¡Me siento como una mujer nueva, papá! —exclamó Zaniyah. Cuchicheó risitas, pero con tal de taponar los sollozos de gozo por oír y ver de nuevo a Uitstli.
Esas palabras bastaron para que Uitstli rompiera en un llanto de extasis máximo. El hombretón pelirrojo se aferró a la muchacha con un fuerte abrazo de oso, enterrando su rostro en su hombro para limpiar las lágrimas que justo se le escaparon. Zaniyah correspondió al abrazo e hizo lo mismo con sus lágrimas. Aquel abrazo de padre e hija se sintió tan gratificante que incluso los espectadores de alrededor no evitaron sentirse agraciados y jocosos de verlos compartir su amor fraternal sin miedo alguno.
Tepatilizlti fue la que más se sintió alumbrada por el resultado de su esfuerzo. Nuevamente, sus habilidades como médica azteca salvaron la vida de esta niña.
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𝓔 𝓝 𝓓 𝓘 𝓝 𝓖
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