Motlalihtoc Miquilistli (Ajachi 1)
MUERTE DESTINADA (PARTE 1)
https://youtu.be/oc65Wo5w6sU
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https://youtu.be/VZTxZd883qU
ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯
|◁ II ▷
Norte de la Región Autónoma de Quintana
Desierto "Baldía sin Voz"
En los desiertos de las Regiones Autónomas, allí donde existían poblados con habitantes alejados de la mano de los Dioses, se solían citar historias y anécdotas de aztecas que tuvieron contacto con la "Santísima Muerte".
Entre tanta diversidad y dogmatismo imperante basado en las ordenes religiosas que buscaban restaurar la devoción a los Dioses Aztecas, las raíces de los más esotéricos los llevaron a adoptar la figura de la Santísima Muerte. Los devotarios tachaban a todos los fanáticos religiosos de herejes, pues no consideraban ninguna característica santa a esta figura. Todo lo contrario: creían que los orígenes de esta figura idolatra se databan delos tiempos del Culto de Mictlán, desde las épocas de la Conquista Española. Pero a pesar de las persecuciones constantes, la vehemencia enfermiza de estos paganos los han llevado a resguardar su idolatría ante los ojos de las ordenes religiosas imperantes por últimos dos siglos.
Los devotos de esta entidad dictaban que ella existía desde el principio de los tiempos, que era una Diosa Azteca que fue exiliada del Panteón por ordenes de su madre, Omecíhuatl. Al igual que en el México de los años 1795, el culto de la Santa Muerte comenzó en las Regiones Autónomas con un grupo de aztecas del norte que comenzaron a adorar el esqueleto de un gigante, asegurando que era el esqueleto de la Santísima Muerte. Se decía que aún sigue viva, y que podía hacer acto de presencia a través de apariciones o en las iconografías que se hacían de ella, de tal forma que podía hacer milagros. Su identidad era desconocida para la mayoría, y repudiada por los sacerdotes de los cultos predominantes.
No obstante, quien mejor conocía a la Santísima Muerte era el mayor devoto de esta... La Muerte Blanca.
Existían solamente dos poblados en este desierto de Baldía Sin Voz: Savageland y Sangre de Cristo, cada uno alejados entre sí por quince kilómetros de terrenos baldíos. Los pobladores de cada aldea se odiaban a muerte entre sí, pero solo el culto a la Santa Muerte los mantenía unidos social, comercial y culturalmente. Existían solo tres senderos demarcados que conectaban ambos poblados, atravesando los terrenos baldíos, pero había solo un camino que los dirigía al único santuario dedicado a la Santísima Muerte, a quinientos metros al norte de ambos pueblos. No obstante, no viajaban hacia él por medio de carruajes o de caballos. Ni siquiera a pie.
Viajaban a él arrastrándose como miserables serpientes.
Hombres, mujeres, niños, ancianos, e incluso nahuales animalísticos recorrían quinientos metros de arena, peñascos, arbustos aislados y plantas espinosas. De día, era un calor tan abrasador que quienes llegaban lo hacían con sus ropas todas sudorosas. Pero de noche, como lo es ahora, arraigaban con sus vellos erizados, sus corazones henchidos del frío de los vientos y hasta resfriados. La noche de hoy era incluso más gélida que otras noches, y quienes hoy se estaban arrastrando en dirección al santuario de la Santa Muerte, se morían del frío y no paraban de toser o de estornudar.
De repente, una infernal pero taimada aura asesina se cernió sobre Sangre de Cristo. Los pobladores, muchos de ellos recluidos en los porches de sus antiquísimas casas de madera, sintieron la presencia de aquel a quien la Santa Muerte más adoraba. Las ancianas en sus mecedoras comenzaron a gimotear del miedo, las mujeres escondieron a sus hijos dentro de las casa, y los hombres se colocaron frente a sus esposas en un gesto de escudarlas del nahual que acababa de pisar la única avenida que atravesaba toda Sangre de Cristo.
Un nahual lobo de pelaje totalmente blanco, orejas negras puntiagudas, de metro sesenta de alto y esgrimiendo dos filosas hoces en cada mano, detrás de él se alzaba un portal celeste con una circunferencia con símbolos aztecas. Vestía un poncho negro y pantalones oscuros que hacían juego con ese pelaje níveo que lo hacía resaltar en la oscuridad. Una de las ancianas se puso de pie con la ayuda de su hija; estaba sufriendo un ictus al ver aparecer a la Muerte Blanca frente a sus ojos. Soltó un último gemido, con el cual anunció su llegada:
—Ha llegado... ¡La Muerte Blanca ha llegado...!
La Muerte Blanca miró hacia ambos lados y dedicó su frívola e inexpresiva mirada mortal hacia las familias que estaban apostadas en los porches de sus casas. Las personas corrieron lo más rápido que pudieron y se escondieron detrás de las ventanas y las puertas, como cucarachas que ven pasar a un depredador imbatible. Miquiztak emitió un gruñido lobezno, y giró la cabeza hacia delante, viendo a lo lejos al un pequeño grupo de personas del poblado que, sin reparar en su presencia, seguían arrastrándose hacia el santuario.
Miquiztak dejó escapar un gélido suspiro que sonó a medio camino a un silbido. Enfundó las dos hoces en su espalda, ocultándolas bajo su capa. El nahual lobo se inclinó hacia delante, se agazapó sobre sus cuatro patas, y comenzó a reptar. Lento al principio, pero después comenzó a apurar el trote para alcanzar a la turba de gente arrastrándose a lo lejos.
En cuestión de segundos alcanzó a los pobladores reptantes. Estos por fin repararon en su presencia; ensancharon los ojos en expresiones de horror máximo, pero ese miedo no los paralizó. Siguieron reptando, ensuciándose con la arena e hiriéndose de vez en cuando con los cactus, siendo su devoción a la Santa Muerte mucho más poderoso que sus miedos. Hubo otros que miraron de soslayo a Miquiztak con un respetuoso fervor; lo consideraban como el heraldo perfecto de la Santa Muerte, el elegido por ella misma con el cual llevar a cabo las misiones más importantes, siendo una de ellas el predicar la palabra de la Santísima Muerte a los aztecas de las otras Regiones, y hacer del culto tan grande como lo fue en Midgar.
Bajando por la pendiente desértica, Miquiztak consiguió divisar, a lo lejos, la silueta del templo de la Santa Muerte. Tenía la forma de una iglesia neogótica, pero derruida: su fachada estaba hecha pedazos, sus torreones estaban caídos, y no tenía techo, por lo que los rayos escarlata del Estigma de Lucífugo se filtraban en su estancia. Los aztecas que llegaron primero al santuario empezaron a andar arrastrando las rodillas hasta llegar a pequeños oratorios que, dentro, contenían estatuillas de la Santa Muerte: un esqueleto en bata blanca o negra, con adornos dorados y empuñando una hoz más grande que ella. Cráneos humanos condecoraban la entrada al santuario, y estos estaban ornamentados con abalorios y orfebrería, haciéndolo ver más esotérico de lo que ya era.
Miquiztak se reincorporó nada más ponerse frente al penumbroso umbral que llevaba al interior de la iglesia. Miró su derredor de nuevo, como un lobo precavido de su ambiente; vio a los aztecas rezar a las estatuillas de la Santa Muerte, ofreciéndole regalos (desde tequilas, flores, collares negros, frutas, velas y hasta marihuana y Flores de Íncubos) y orando profusamente. El nahual de la muerte caminó al interior de la iglesia, siendo seguido tímidamente por otros aztecas.
Dentro se erigía una enorme estatua de la Santa Muerte. De tres a cuatro metros de alto, hecho de plomo y otros metales enlazados, y con la forma de un esqueleto en túnica extendiendo los brazos en un burlesco gesto de la cruz cristiana. Los aztecas que lo siguieron se colocaron frente a la estatua, rezaron en silencio, y pusieron sus regalos sobre el altar. La iluminación de la estancia, además de los rayos del Estigma de Lucífugo, eran las cientos de velas y que estaban en todas partes (algunas incluso dentro de calaveras), irradiando hasta el último rincón de la iglesia.
Miquiztak encendió una vela negra y la colocó en el altar, atiborrado de regalos. Puso sus manos sobre su vientre, agacho la cabeza y cerró los ojos en gesto de rezar en silencio. De repente, gentiles soplidos de viento horadaron dentro de la estancia, haciendo resonar las campanas que colgaban de los restos de techo. El nahual de la muerte agitó las orejas, captando el rítmico sonido que hacían las campanas. Giró levemente la cabeza y miró a los otros aztecas que rezaban de rodillas. Estos notaron su mirada de ojos rojos, y se quebraron del miedo.
—Xiyakah. Axcan —gruñó Miquiztak en náhuatl, su voz sonando como el silbido de una hoz al cortar el aire.
Los aztecas asintieron con la cabeza y avisaron al resto del mensaje. Todos se pusieron de pie y, con paso apurado y nervioso, salieron del rellano, dejando solo a Miquiztak junto con la estatua de la Santa Muerte. El nahual lobo extendió los brazos hacia ambos lados y miró a los ojos de la estatua.
—Aquí estoy, mi Señora de la Muerte.
De repente, la escultura de la Santa Muerte fue envuelta en un manto de color verde incandescente, como llamas esmeralda. El color de las velas cambió a un verde oscuro, y sus flamas se agitaron para aumentar ligeramente sus tamaños. La capa de aura verde se densificó y adoptó la apariencia de una mujer de melena negra, una diadema de oro con múltiples plumas blancas-doradas que recorrían su espalda, un escote blanco con encajes y un collar con plumas doradas que colgaban de él. Su mirada era blanca, sin irises, y la forma de su cuerpo superpuesta a la estatua, con su cabeza sobre la capucha, hacía de su aparición más siniestra.
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ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯
|◁ II ▷
El holograma de la Suprema Azteca sonrió con gran malicia. Una mala fe codiciosa y contagiosa que hizo que MIzquitak agrandará la sonrisa de colmillos que tenía dibujado en su rostro.
—Ahora que estás aquí, en las Regiones Autónomas —habló Omecíhuatl, la voz taimada y con ademán de tener ella el control—, recuerdas cuál es tu objetivo principal, ¿no?
—Destruir a los Carteles... desde dentro —respondió Mizquitak, los ojos rojos brillantes.
—¿Y recuerdas a quién debes de cazar primero, no?
Mizquitak puso una mueca de confianzudo. Se llevó una mano dentro de su capa negra, y de allí sacó una fotografía. La colocó en el altar, justó debajo del holograma de Omecíhuatl. La foto era antigua, y mostraba a un Xolopitli encarcelado, posando para las cámaras de los oficiales que lo estaban interrogando. Tras poner la foto, Mizquitak se volvió a meter la mano dentro del poncho negro, y sacó otras cuatro fotos mas, barajándolas como si fueran cartas. Las puso al lado de la de Xolopitli, revelando ser fotografías de Zinac, Yaotecatl, Tonacoyotl y Cuetlachtli.
—Eso es —indicó Omecíhuatl, asintiendo con la cabeza—. Crea caos entre ambos carteles. Haz que entren en guerra, y que la gente se sumerja en desesperación.
—Santificado sean sus muertes —recitó Mizquitak, dibujando en el aire una cruz cristiana con dos de sus garras.
—Y una vez creado el caos entre ellos, viene el verdadero objetivo principal al asesinar.
—Sí... —el rostro de Mizquitak se volvió sombrío, y su mirada se tornó en una de rabia milenaria.
Volvió a sacar otras cuatro fotografías de debajo de su poncho negro. Las colocó en el lado izquierdo de la foto de Xolopitli, acomodándolas unas al lado de la otras, formando una larga fila de retratos. Las otras cuatro fotos eran las de Uitstli, Zaniyah, Tepatiliztli... y Yaocihuatl.
—Tú y yo... compartimos al mismo enemigo —indicó Omecíhuatl, haciendo un ademán de presentación con sus manos, señalando todas las fotografías que el nahual de la muerte puso en el altar—. Compartimos un mismo objetivo. Cumple con lo que te digo, y serás recompensado en Omeyocan. No me falles.
—Sí, mi Señora de la Muerte —Mizquitak hizo una reverencia hacia ella.
El holograma de la Suprema Azteca se deshizo de cintura para arriba, convirtiéndose en motas de polvo que ascendieron hacia el techo hasta salir por el inmenso agujero. Mizquitak se quedó observando las fotografías de sus objetivos por largo rato, como queriendo grabarse en fuego las caras de quienes, en el pasado, fueron sus mayores enemigos. El nahual de la muerte posó sus ojos sobre las fotos de Uitstli y Zaniyah, y su mirada se tornó una más ociosa y enrabietada por estos dos. Bufó profusamente, arrugando la nariz y endureciendo más la mirada.
Se subió la capucha a la cabeza. Con sus garras agarró dos monedas de bronce que estaban en el altar. Juntó sus labios, y comenzó a silbar. Un silbido de muerte asegurada, entonando altos y bajos, y emitiendo un chillido tan estridente que sonaba como una flauta de la muerte. Mizquitak se puso las monedas en los ojos mientras seguía silbando, y después señaló las fotos de Uitstli y Zaniyah con sus garras.
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Mecapatli
Finca del Mercado Nahualli
Allí donde hace unas semanas se celebraba con grana soliloquio las exponenciales ventas de la Flor de Íncubo, ahora se alzaba y predominaba un silencio infumable acompasada por una extrema confusión sobre todo lo que estaba pasando. Una confusión que hacía que sus tormentas de ideas fueran todas infructíferas.
—A ver, déjame ver si entendí bien... —balbuceó Xolopitli, pasándose las dos manos por las sienes de su cabeza. Sentado en la mesa de la sala del segundo piso, Zinac, Yaotecatl y Randgriz estaban sentados en las sillas contiguas más cercanas a él— Me estás diciendo que Cuauhtémoc, el último gran Tlatoani del Imperio Azteca antes de la caída de Tenochtitlan, estaba dentro de un hangar donde estaban los Íncubos que nos robaron la merca, tenía poderes de Tlamati Nahualli que nunca antes habías visto, y que de paso tenía un cuerpo que era distinto al que recuerdas... —se hizo un breve silencio, y el Mapache Pistolero extendió los brazos en gesto de obviedad— ¿Así es la cosa?
Zinac miró de reojo a Yaotecatl. Este último parecía estar desconectado de la reunión, pues tenía la mirada de su único ojo viendo fijamente la mesa.
—Es plana y sencillamente como pasó, sí —contestó Zinac.
—¿Y cómo sabes que era él, en primer lugar? —Xolopitli frunció el ceño, el gesto esceptico.
—¡Porque él me lo dijo, Xolopitli! —la respuesta de Zinac fue envalentonada, con una emoción sobre el tema que hasta el propio Mapache Pistolero quedó anonadado por su tono de voz altivo—. Luego de derrotarlo como habilidad Camazotz, él me habló. Reconocí su voz, su rostro... Era el Tlatoani al cual le había jurado mi fidelidad como guardián antes de la caída de Tenochtitlan.
—¿Y qué fue lo que te dijo? —inquirió Randgriz, interesada en la charla.
Zinac la miró de soslayo, desconfiado. Caviló unos segundos antes de responder:
—Me dijo que espabilara... Me dijo... —Zinac alzó una mano, el gesto pensativo— "Nuestra creadora es también nuestra destructora".
Un silencio incómodo reinó en la sala de reuniones. Yaotecatl permaneció quieto, la mirada perdida en el finito espacio de la mesa ovalada; Zinac se pasó una mano por su mentón recortado, Randgriz miró de reojo a Xolopitli y vio a este último recluir la espalda sobre la silla y expulsar un suspiro de intranquilidad.
—Entonces... —dijo Xolopitli, cruzándose de brazos y alzando los hombros en un ademán de esperar más.
—Fue muy repentino, Xolopitli —admitió Zinac, entrelazando sus manos—. Yo la verdad no sé qué decir sobre esto.
—Mira, no quiero que le des mucha cabeza a esto, ¿sí? —ordenó el Mapache Pistolero, inclinándose hacia delante, el tono de voz aún escéptico— Esto de seguro es un caso aislado, como decir dizque vieron extraterrestres en la Ciudad de México o en Nueva York, por ejemplo. Muy seguramente no esté vinculado a nada.
—Ya, pero, ¿y sí lo está, Xolopitli? —Zinac le dedicó una mirada sugestiva al Mapache Pistolero. El nahual mapache se encogió de hombros y apretó los labios, sabiendo perfectamente lo que le quiso transmitir con esa mirada de añoranza.
—Hágame caso. Ahora mismo tienes es que volver para Tranquilanida, y seguir administrando la producción de Flor de Íncubo. No podemos bajar la guardia. No le eche mucha cabeza al asunto, que muy probablemente no se nada, ¿sí?
Zinac asintió con la cabeza a regañadientes. Xolopitli le hizo un gesto con la mano de ofrecerle irse de la sala.
—Venga, entonces recoja sus cosas y devuélvase para Tranquilandia. Estaremos en contacto.
El Murciélago del Cartel se puso de pie y se marchó de la estancia, dejando en soledad y en silencio reflexivo a los dos nahuales mapaches y a la Valquiria Real. Esta última ocultaba su semblante de ansias, como de querer pedirle a Xolopitli el retirarse de la sala por algo urgente. Sin embargo, no pudo; algo le decía que tenía que quedarse para escuchar o participar en una última cosa importante.
El jefe del cartel se trasladó a la silla contigua para ponerse al lado del ensimismado Yaotecatl. Randgriz se quedó viendo el rostro melancólico del mapache tuerto; aquella atribulación que se dibujaba en su expresión facetica la había visto muchas veces reflejado en su propio rostro. De repente, las ansias de querer irse se desaparecieron y, envuelta en la oscuridad grisácea de la estancia, iluminada tenuemente por los rayos filtrados del Estigma de Lucífugo, la valquiria se dispuso a acompañar a los dos nahuales mapaches en este momento personal.
—¿Qué es lo que pasa, compadre? ¿Por qué la cara larga? —dijo Xolopitli, viendo fijamente a su compañero.
Yaotecatl no respondió más que con un suspiro. Ni siquiera le devolvió la mirada. Randgriz entrecerró los ojos, analítica del tipo de pesar que estaba sufriendo. Xolopitli asintió con la cabeza, como entendiendo la respuesta no verbal.
—Algo pasó allá, ¿cierto? —sugirió— Algo paso y eso te está poniendo pachucho. ¿Qué es? —Xolopitli lo agarró con gran gentileza de una de sus muñecas— Yaotecatl, pon a cantar al gallo, ¿quieres?
El mapache tuerto contestó con el silencio de nuevo. Xolopitli respiró y exhaló hondo.
—Muy bien, sino me lo vas a decir —y comenzó a bajarse de la silla—, entonces vuelve al traba...
—Estuve a punto de morir, Xolopitli.
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|◁ II ▷
La respuesta inmediata de Yaotecatl detuvo a Xolopitli de bajarse. Tanto él como la valquiria se lo quedaron viendo con mirada fijas de preocupación, consternación y curiosidad de esta última por saber el tipo de experiencia que había pasado. El Mapache Pistolero se volvió a sentar, y eso le dio el coraje necesario para que Yaotecatl siguiera relatando:
—Yo pensaba que esta iba a ser una misión normal, como todas las que me habías dado antes. Hacer sicariato, recuperar merca... lo de siempre —Yaotecatl comenzó a hurgarse las garras unas con otras— Jamás pensé que me toparía con lo que me tope en ese aeropuerto. Sentí... —la voz se que quebró un poco— Me sentí patético en ese momento, patrón. Mientras que Zinac se encargaba de ese Hércules azteca, yo estaba escondiéndome, y no hice nada ayudarlo. Peor aún: ese Cuauhtémoc estuvo a punto de matarme, y yo me quedé allí... —golpeó la superficie de la mas con un dedo—, a la espera de que me pusiera punto final.
No hubo respuesta de parte de Randgriz o de Xolopitli. Los dos se quedaron en total silencio, mientras que Yaotecatl seguía pesando sobre sí mismo la culpa de una inutilidad que él mismo se forjó para culparse. El Mapache Pistolero esbozó una sonrisa nerviosa.
—Pero, Yaotecatl, ¡nadie salió herido! —exclamó— Ni siquiera los veinte Tlacuaches que fueron con ustedes. No tienes por qué culparte de algo que estaba fuera de tu alcance.
—Ya, pero, pero, ¿y si sucede otra vez? —farfulló Yaotecatl, volviendo su cuerpo hacia Xolopitli par encararlo con vehemencia— Tú dices que esto es un caso aislado, pero, ¿y si no lo es? Tú viste lo que le pasó al Sacerdote Supremo de Tláhuac, el como dejó malherido a alguien a quien ha derrotado a un semidiós y a un duque del Pandemonium.
—Yaotecatl —Xolopitli tornó la voz severa y autoritaria, casi que paternal—, ahora mismo tenemos problemas más importantes y, sobre todo, reales, a los cuales enfrentarnos. No podemos preocuparnos pro cosas que ni sabemos si pasaran o no.
—Claro, porque ustedes tienen poderes, ¿si o no? —Yaotecatl señaló a Randgriz con un dedo— Aquí tenemos a doña perfecta siendo una semidiosa —Yaotecatl se volvió hacia Xolopitli y le hizo un ademán con cabeza—, y hasta usted tiene poderes de Tlamati Nahualli. ¿Qué tengo yo? —Yaotecatl se desenfundó una pistola de su cintura y la estampó sobre la mesa— Un par de pistolas y estrategias mentales que no funcionarían ni siquiera contra un demonio mínimamente poderoso.
—Eso no es lo que quise decir, amigo, ¡y tú lo sabes bien!
—No... —Yaotecatl apretó los labios y su nariz resopló, a medio camino de ser un sollozo— lo sé mejor de lo que tu piensas.
El mapache tuerto agarró si pistola y se la enfundó de nuevo a la cintura. Se bajó de la silla y salió de la sala de reuniones.
—Yaotecatl, espera. ¡YAOTECATL!
Pero los gritos de Xolopitli no pudieron detener al lastimado Yaotecatl de atravesr el umbral y desaparecer de la estancia. Randgriz se volvió hacia el jefe de los Tlacuaches, y lo observó ponerse cabizbajo y dejar que una nube de pesimismo sopesara sobre su cabeza. Entreabrió la boca para decir algo, pero Xolopitli la interrumpió:
—Vete, valquiria. Déjame solo.
Randgriz apretó los labios, sabiendo que no se le podía hacer nada al respecto. Con desdén se paró de la silla y se fue de la habitación, dejando en soledad absoluta a Xolopitli.
El Mapache Pistolero se quedó sentado, mirando hacia todas partes y hacia ninguna al mismo tiempo. La soledad de la estancia lo estaba matando por dentro; cosa rara, pues nunca antes se había incomodado con la idea de quedarse solo. No obstante ahora era distinto: con todo lo que sucedía respecto a Zinac, Yaotecatl, el problema de la distribución y del Cartel de los Coyotl, no se sentía tranquilo ni siquiera estando a solas consigo mismo.
Xolopitli se bajó de la silla y se dirigió hacia un tocador. Descorrió varias gavetas, con apuro, como si estuviera buscando desesperadamente un objeto valioso. Dentro de uno de los gabinetes encontró lo que tanto buscaba: una caja cuadrangular con un listón verde. Desenredó el listón, abrió la caja, y de allí sacó una fotografía que, al verla con detalle, le produjo instantáneamente un sentimiento de pesar y angustia del pasado que le hizo morder los labios.
La fotografía era de su vieja pandilla, todos de pie y sonrientes encima del cadáver del Marqués Aamón. Uitstli sobre su espalda, empuñando un hecha de fuego de Mictlán; Tepatiliztli sentada en una de sus grandes manos; Yaotecatl y Zaniyah recostando sus espalda sobre el cuello del demonio, y por último él mismo, abrazando los hombros de un nahual oso de pelaje blanco.
Xolopitli reprimió las lágrimas y resistió al bombeo sentimental de su corazón al ver a este último miembro de la pandilla... de su vieja familia. Se tapó la boca con una mano, evitando que los ligeros sollozos salieran de él. Pensó profundamente en aquel nahual, en la amistad tan fuerte que habían tenido por siglos. Seguía pensando en él, pero por culpa de la vida que había elegido, ahora veía imposible acercársele.
<<Tecualli... ¿Por qué nos separamos? ¿Ah?>>
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https://youtu.be/3enTpqfLFyE
ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯
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https://youtu.be/4IakZtHzBL8
ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯
|◁ II ▷
Mecapatli, Casa de los Enfermos
Una zarza de sentimientos encontrados tuvo paralizado a Uitstli por los consiguientes días luego de la revelación de Tepatiliztli. Su exesposa, Yaocihuatl, estuvo en las Regiones Autónomas todo este tiempo, sin que él lo supiera. Solo su hermana sabía de ello, y durante cuatro décadas.
Era extraño para Uitstli poder hallar las palabras, o siquiera el estado emocional estable, para poder hallar una precisión de lo que estuvo sintiendo en estos días. No habló con Tepatiliztli: le dijo que le diera espacio tanto a él como a Zaniyah para poder reflexionar sobre ello. Pero incluso en esa soledad, el guerrero azteca se sentía atribulado por haberle dicho eso. Cerrarse en su propia mente era algo que le había dicho que no haría jamás, luego de reconciliarse, pero esto era demasiado grande y fuerte como para él poder tolerarlo.
Pero incluso estando en todo su derecho para sentirse enojado o indignado con su hermana... Uitstli, sumergido en su soledad, no hallaba forma de poner orden a todo el torbellino de sentimientos entrecruzados que tanto asediaba su corazón.
El silencio y la no interacción entre los tres trajo consigo un sinfín de encuentros embarazosos entre ellos. De vez en cuando caminaban pro los pasillos del hospital, y Uitstli y Tepatiliztli entrecruzaban miradas, o la pesimista Zaniyah miraba a lo lejos a su tía sin que ella se diera cuenta, dedicándole una mirada de ocio receloso. Era tan notable y poco sutil el distanciamiento entre estos tres que hasta el personal médico y los pacientes se dieron cuenta de ello. Algunos murmuraron entre sí, preguntándose qué pasó entre ellos para que ya no hubiera armonía familiar. Otros incluso se atrevieron a preguntar con timidez, pero ni Uitstli, Tepatiliztli o Zaniyah se dispusieron a darles respuestas.
Y Uitslti odiaba esto. Odiaba que por cosas tan caprichosas como estas lo distanciaran de su familia. Ya tuvo suficiente alejamiento por cien años como para estar sufriendo otro a causa de un secreto que, por negligencia y por malos tiempos, se ha revelado en el momento más inoportuno. Se sentía patético por todo este distanciamiento luego de haberles dicho a ambas que esta pelea sería de todos, y sobre todo se sentía inútil por como cada vez que intentaba hablarle a Tepatiliztli o a su hija, aquella pared de resentimiento lo echaba para atrás.
<<¿Es acaso esta otra prueba, Xilonen?>> Pensó Uitstli, la cabeza agachada, sus manos entrelazadas. Se encontraba en la pequeña habitación que servía como santuario de rezo a la diosa azteca del maíz. Arrodillado frente al altar, Uitstli evitaba sollozar para que ninguno de los aztecas pacientes, presentes en la sala, lo oyeran. <<¿Ya no sirve pretender, acaso? ¿Pretender que estamos bien para que la gente evite vernos como disfuncionales?>> Uitstli exhaló de forma crispada, y alzó la cabeza. Sus ojos se posaron en los de piedra de la escultura; de repente, producto del negativismo, Uitstli pensó por un momento que la diosa lo estaba viendo con indiferencia. <<¿Acaso ya no soy digno de ser tu sacerdote más devoto por lo que me ha pasado, por como he actuado de forma tan volátil...?>>
Uitstli se pasó ambas manos por el rostro, las cerró y las apretó en encolerizados puños. Su mente fue inyectada por un torrente de recuerdos impertérritos: a él llegaron visiones de cuando conoció a Yaocihuatl desde la infancia, el como crecieron juntos en Tenochtitlan, forjaron una amistad a través de los juegos y las fiestas que su gente llevaba acabo, y de como escaparon juntos de la invasión de los Españoles... Estas memorias han surgido en él desde que Tepatiliztli le confesó la verdad, y no han hecho más que desganarlo y confundirlo en su decisión de ir a confrontar a Yaocihuatl, sea donde esté en Mecapatli.
<<Cómo salgo de esto ahora, Xilonen...>> Pensó, masajeándose con exacerbación la barba y el bigote rojo. Se agarró los cabellos, y volvió a suspirar con todavía más rabia. <<Dame una respuesta>>
Se oyó el golpeteó de unos nudillos contra la madera del dintel del umbral. Uitstli se dio la vuelta, y vio a su hermana parada en la puerta del santuario. Tepatiliztli entreabrió la boca, pero no dijo nada; caviló primero antes.
—¿Podrían dejarnos a mi hermano y a mí a solas? —dijo.
Los pacientes y médicos sentados en las gradas se pusieron de pie y salieron del rellano. Tepatiliztli cerró la puerta tras de sí, aislándola a ella y a su hermano de los sonidos del exterior. Uitstli se reincorporó, y se la quedó viendo a los ojos. Ambos hermanos se quedaron estáticos por varios segundos, a la espera de que uno le dirigiera la palabra al otro.
Fue Tepatiliztli quien abrió la apertura al final:
—Hermano, tienes que escuchar lo que te voy a decir.
Uitstli al instante puso los ojos en blanco y sacudió la cabeza, el gesto exasperado.
—¿Algún otro secreto que hará que me aleje más de ti? —gruñó, y se dio la vuelta.
—Sobre lo que pasó inmediatamente de nuestra juramentada de tomar caminos distintos —la respuesta vehemente de su hermana hizo que Uitstli se detuviera, pero que no se diera la vuelta—. Por favor, hermano. Escúchame
Uitstli se mordió el labio inferior y se debatió consigo mismo en ese breve lapso de silencio. FUe en este momento que su parte benevolente hacia su hermana tomó dominio de sus pensamientos, acallando su irritabilidad. Terminó por darse la vuelta y encararla con una mirada compasiva.
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https://youtu.be/OkHFGL1NOfA
ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯
|◁ II ▷
Tepatiliztli le hizo un gesto con la mano, invitándolo a sentarse en una de las gradas de maderas. Ambos hermanos tomaron asiento, y se quedaron viendo la escultura de Xilonen por unos segundos. El silencio del santuario era acogedor, pero a la vez lleno de tensión peligrosa entre ambos hermanos. La peligrosidad de aquella tensión se disipó cundo ambos se vieron a los ojos mutuamente.
—Luego de que nos separáramos, trate todos los medios posibles por reunirlos —confesó Tepatiliztli, empezando su monologo con un comentario que ya dejó boquiabierto a Uitstli—. Por más que la "Reconstrucción" que dictaminó la Reina Valquiria dificultó los medios para poder acercarme a ustedes, lo intenté, y dioses sí lo intenté. No soportaba la idea de quedarme sola de nuevo, de alejarme de mi familia y de, esta vez, no verlos nunca por el resto de mis días —su voz se quebró un poco, y pequeños sollozos se le escaparon, cosa que dejó todavía más impactado a su hermano.
>>Pero al final no pude. No pude por incompetente. No pude porque ya era imposible alcanzarlos: tú y mi sobrina se mudaron a la recién fundada Tláhuac, Yaocihuatl se desapareció de las Regiones Autónomas al igual que Tecualli, y Xolopitli no me recibió de buena manera luego de crear lo que ahora es su Cartel de Tlacuaches —a medida que avanzaba en la descripción de los hechos, la voz de Tepatiliztli se quebraba más y más, destapando la profunda tristeza que acumuló en todos estos días—. Me rendí, y emigre a la Civitas Magna en busca de oportunidad laboral que al final me la dieron agencias médicas de la Multinacional Tesla. Me fue bien durante un par de décadas, hasta que, después de veintiocho años trabajando para sus agencias, me mude a las Regiones Autónomas y funde mi propia agencia médica... Pero de forma anónima, porque tú ya eras regente de Tláhuac en ese entonces.
—¿Por qué? —inquirió Uitstli, el ceño fruncido de la confusión y la devastación.
—Porque... —Tepatiliztli entrelazó sus manos y se golpeó dos veces la frente con ellas. Resopló y sollozó— Porque en mi mente, pensaba que ya los había superado. Seguía pensando en ustedes, pero ya no sentía la necesidad de contactarlos —la médica azteca se limpió las lágrimas con una mano; el maquillaje alrededor de sus ojos se estropeó un poco—. Todo este tiempo pensaba que estaba "bien", pero en realidad... —se llevó una mano al pecho— estaba destrozada por dentro. Todos los días me recordaba a mi misma de cuando tú y yo nos separamos luego de la caída de Tenochtitlan y estuvimos separados por casi tres años. Esta separación fue peor, y me destruyó el alma. Y muy... muy en el fondo de mi corazón... —se golpeó el busto al tiempo que jadeaba. Para este momento, Uitstli ya estaba viendo a su hermana con unos ojos mucho más empatizantes e igual de melancólicos que los de ella— Deseaba volver a verte. Volver a ver a Zaniyah. Volver a ver a Yaocihuatl...
>>Pero... p-pero eso excusa para no haberte contactado cuando más lo necesitabas, cuando todas estas sequías y epidemias empezaron a asolar las Regiones —Tepatiliztli no pudo evitar que más sollozos y lágrimas surgieran de su ahora roto ser que lloraba sin paz interina frente a su hermano—. Es incluso inoportuno que les haya dicho sobre Yaocihutl, y piensen que se los he ocultado por malicia. Me hace sentir terrible... q-que me vean así. Lo siento por haberles hecho creer eso, de verdad. Quiero que sepan que los amo mucho, y que por favor espero me perdonen...
—No, no, hermana —Uitstli también terminó por estallar en lágrimas. Envolvió a Tepatiliztli en un fuerte y necesitado abrazo—, está bien... Te entiendo. Te perdono...
Los hermanos aztecas se mantuvieron abrazados por un largo lapso. Bajo la mirada indiferente de la escultura de Xilonen, la habitación fue sumida en sollozos. El alivio que ambos sintieron en este tiempo que estuvieron abrazados fue suficiente para enmendar todas las heridas morales que subsistieron por todo este tiempo.
—Prométeme —dijo Tepatiliztli una vez se separaron y se miraron a los ojos—, hermano, prométeme que nunca se separaran ustedes dos de mí.
—Te lo prometo, hermana —Uitstli colocó sus manos sobre al cabeza de ella, y ambos hermanos hicieron contacto con sus frentes en un muy intimo gesto—. Jamás nos separaremos de ti. Estamos juntos en esto, hasta el final. Nada nos romperá
—Nada nos romperá, así es... —Tepatiliztli le acarició la nuca a Uitstli, y sonrió por todo lo bajo. Unos segundos después hicieron distancia— Ahora solo falta darle las explicaciones a mi sobrina.
—Con ella será complicado. A ella le ha caído más duro tu revelación que ni hasta a mí me quiere hablar.
—Ah... pronto hallaremos una forma de llegar a ella —Tepatiliztli se puso de pie. Uitstli la imitó. Ambos se dirigieron hacia la salida—. Por ahora salgamos de aquí.
Las puertas del santuario se abrieron de par en par repentinamente. Un trío de doctores en bata atravesaron el umbral, irrumpiendo en la sala y poniendo alerta a los hermanos aztecas. Se notban agitados por como jadeaban bajo sus tapabocas.
—¿Qué sucede? —preguntó Tepatiliztli.
—Un nahual acaba de llegar a la Casa, mi señora —dijo uno de los doctores, bajándose el tapabocas—. Dice que quiere verla.
—¿Quién? —inquirió Uitstli, su corazón saltando de la expectativa por creer quien creía que era.
—Tecualli —respondió el mismo doctor—. Es Tecualli, mis señores.
<<¡¿TECUALLI?!>> Pensaron los hermanos aztecas. Intercambiaron miradas de sorpresa e inmediatamente salieron de la sala con un apuro de gran adrenalina, siendo seguidos detrás por los tres doctores.
Alcanzaron la entrada principal del hospital luego de que los doctores le indicaran donde estaba esperándolos. Uitstli y Tepatiliztli arraigaron al zaguán, topándose con el rellano atiborrado de pacientes que se conglomeraban entorno al umbral, impidiéndoles a los hermanos ver el objeto de atención de toda esta muchedumbre. La malsana tormenta de murmullos les impidió poder oír la voz de alguien intentando acaparar la atención desviada y desenfrenada de la multitud. La incapacidad de no ver al recién llegado impaciento a Tepatiliztli; la médica azteca estuvo a punto de lanzar un grito para ordenarles a todos que se apartaran...
Pero antes de hacerlo, un estallido de onda verde se expandió por todo el zaguán, sorprendiendo a la multitud y acallándola en un santiamén. La onda invocó también vientos que soplaron hacia todas partes, alcanzando a los hermanos aztecas y obligándolos a cubrirse con sus brazos.
La estancia quedó sumida en el silencio. Nuevos murmullos salieron de las bocas de los médicos y pacientes, pero más de sorpresa y genuina felicidad que de miedo paralizante.
—Okey, ¡voy a pedírselos una vez más, y con la amabilidad infinita que tengo! —chilló una voz carraspeante y de dicción casi que infantil, como si fuera la voz de un adulto con enanismo— Déjenme ver a Uitstli y a Tepatiliztli, y allí sí tendremos nuestra querida reunión sentimental.
—¡Tecualli! —exclamó Tepatiliztli.
La multitud se hizo a un lado, y los hermanos aztecas vieron, a diez metros de distancia, a un pequeño nahual oso de pelaje blanco. De piernas y brazos cortos, cabeza grande con un peinado con colad e caballo y midiendo menos de metro cuarenta de alto, aquel nahual se dio la vuelta, dejando ver su gambesón marrón, sus hombreras doradas, su cinturón de hebilla con forma de cabeza de toro, su capa verde oscuro y el mazo hecho de magia verde que empuñaba en su mano izquierda.
Uitstli y Tepatiliztli quedaron paralizados, y en sus rostros se grabó una expresión inconcebible de beatitud. El nahual oso blanco esbozó una sonrisa de oreja a oreja, y sus enormes ojos verde chispearon con la intensidad de un familiar que se moría de la felicidad de estar viendo a un hermano que no veía desde hace años. La criatura antropomórfica esgrimió su mazo de aura verdosa; el arma emitió un sonido sordo cristalino, y el suelo bajo sus pies se difuminó en un charco de magia que iluminó todo el zaguán.
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ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯
|◁ II ▷
Región Autónoma de Quintana
Rancho "Los Hipólitos"
Las noches caían mucho más rápido de lo que a Tonacoyotl le convenían. El tiempo se sucedía con mayor velocidad, y eso trastocaba todavía más su mente, corrompida hasta el último palmo de seso por la Flor de Íncubo.
Veía negatividad en todo, y eso le hacía cambiar su perspectiva del mundo. Observaba lentitud en las horas laborales, malos resultados en la compra y venta de los productos de sus cachivaches rediseñados y remodelados, y una constante visión turbia de que sus propios hombres lo estaban viendo con desprecio. Pensaba oír habladurías a sus espaldas; que, cuando no estaba viendo, sus Coyotl se murmuraban entre sí palabras blasfemas contra su persona. Siempre que pensamientos de esta índole modelaban por su mente, se golpeaba la cara con sendos cachetazos, se echaba un baño de agua fría y se tomaba pastillas antidepresivas. Pero ahora ni eso podía disipar la calamidad de estos pensamientos...
Ni de su cada vez mayor adicción a la Flor de Íncubo.
Era de noche, y era una noche de vientos gélidos acompañado por el fulgor de la luna combatiendo eternamente contra el Estigma de Lucífugo. El Jefe de los Coyotl salía por la puerta principal de la finca, su nariz resoplando y escupiendo algunos mocos rojos. Sus ojos estaban delineados por sombras escarlatas, y sus colmillos estaban tintados de rojo al igual que su saliva. En su mano cargaba con un plato con dos burritos que él mismo cocinó. Al salir se topó con un par de camionetas de cajas abiertas, con sus conductores ayudándose entre sí para descargar los baúles de madera que, dentro, estaban rellenos con armas de fuego de los últimos modelos Tesla. Cuetlachtli ayudó a uno de los Coyotl a dejar el baúl cerca de los peldaños que llevaban al porche, donde Tonacoyotl caminó hasta tomar asiento en una butaca y posar su bandeja de burritos en la mesa, cerca de fajos de billetes no ordenados.
—Oh, no, no, no. Vaya y llévese ese baúl para el cantón de ahí dentro, ¿sí? —ordenó Cuetlachtli, haciéndole un ademán con el brazo a uno de los Coyotl. El azteca asintió con la cabeza y de dirigió hacia los garajes de la finca. Cuetlachtli ascendió los peldaños y caminó por el porche hasta llegar a la mesa donde está Tonacoyotl, masticando con hambre los burritos— Los muchachos están portándose bien, Tonacoyotl —tomó asiento y miró a su alrededor, observando a los Coyotl yendo de aquí para allá con las cajas de armas en sus manos—. Ya han traído el armamento para pertrechar la finca, y los carros de combate por sí toca evacuar —Cuetlachtli agarró los fajos de billetes y comenzó a amarrarlos con delgadas cintas elásticas—. Ya las bases militares del Norte, Este y Oeste de Quintana hicieron sus recaudos, les cobre el veinticinco por ciento, y les dije que empezaran los preparativos para hacer movilizaciones tormenta llegado el caso en que Eurineftos venga a asaltarnos. Lo entendieron perfectamente, y andan traqueteando rápido.
El subalterno lobo siguió amarrando y ordenando los fajos de billetes, formando de a poco filas de fajos sobre la mesa. Tonacoyotl se terminó de comer el último pedazo de burrito y se lo tragó luego de tres mordiscos. El Jefe de los Coyotl se pasó una mano por los ojos rojos, rebufó y se quedó mirado el infinito por un largo rato, como si estuviera sumiéndose en sus deslavazados pensamientos para hallar aquella idea que tanto había tenido en mente hace rato, pero que ahora se le olvidó. Cuetlachtli se lo quedó viendo, el ceño fruncido.
—¿Otra vez has vuelto a esnifarte Flor de Íncubo, jefecito? —inquirió, preocupado.
Tonacoyotl respondió con un suspiro que irradiaba cansancio y hasta enfermedad. Al ver que se mantuvo callado, Cuetlachtli prosiguió con su labor de amarrar los fajos de billetes.
—Cuetlachtli, ¿usted es consciente que nuestro proyecto secreto lo vamos a utilizar principalmente contra Eurineftos?
La pregunta relámpago pilo desprevenido al subalterno lobo. Se quedó estático unos instantes, después dejó caer el fajo de billetes sobre la mesa, y dedicó una fija mirada de consternación y estupor hacia Tonacoyotl. Caviló una respuesta, pero la inquietud que le provocó la pregunta de su jefe hizo que se pusiera de pie y apoyara sus manos sobre el parapeto del porche. Ladeó la cabeza y suspiró con gran exasperación.
—Tú sabes que esa solución que tienes para derrotar a los Tlacuaches y a los Pretorianos... me parecía un poco exagerada desde antes —confesó Cuetlachtli, apoyando un brazo sobre un poste—. Pero ahora me vienes a decir que lo usarás con Eurineftos... La tormenta de mierda máxima, mejor dicho.
—¿Y sabes lo qué pasará cuando eso suceda? —Tonacoyotl lo miró de soslayo, los ojos desorbitados en una expresión de rabia catatónica.
—Nada más empecemos la guerra contra los Tlacuaches y contra Eurineftos, se nos va a cerrar todas las puertas de negociación con el gobierno local y con la Multinacional Tesla. Eso es lo que va a pasar —Cuetlachtli se sentó sobre el parapeto y se cruzó de brazos.
Tonacoyotl se mordió el labio inferior, con tanta fuerza que se sacó sangre y se le entremezcló con la saliva roja.
—Esas puertas se nos cerraron desde hace rato, Cuetlachtli—dijo, su forma de hablar siendo más pausada e imponiendo más temor. Desvió la mirada hacia el frente, y se quedó viendo el infinito de nuevo—. A usted le consta que yo intente por todos los medios... sentarme a negociar con el gobierno. Tratar la vía de la paz, dialogando con ellos... —apretó los labios y sacudió de lado a lado la cabeza y se encogió de hombros— No se pudo. Con ese proyecto secreto nuestro, marcaremos un antes y un después en la historia reciente de esta nación de aztecas. Si matándoles por la mañana al Jefe de los Tlacuaches, en la tarde les robamos la Capsula Supersónica, y en la noche matamos a su coronel de los Pretorianos con nuestra arma secreta... estas seis Regiones Autónomas no entienden que se tienen que arrodillar ante mí... —el semblante de Tonacoyotl se ensombreció, y sus ojos brillaron con un extraño rojo que le hizo desaparecer los irises naranjas por unos segundos— A mi tampoco me va a temblar la mano empezar a ordenar la matanza de la población civil azteca.
Cuetlachtli sintió un escalofrío correrle por todo el cuerpo y ponerle los pelos de punta. Se pasó una mano por el rostro y se cruzó de brazos, sintiendo la enorme presión en el pecho de estar viendo la lenta transformación de su jefe mafioso en un genocida en potencia. Tuvo miedo incluso de que, por culpa de los efectos secundarios de la Flor de Íncubo, su cordura marchita hiciera que su tiranía apuntara su crueldad hacia sus propios hombres.
A pesar del miedo que lo agolpaba en su garganta, el subalterno lobo decidió poner a prueba ese hecho al preguntarle lo siguiente:
—Oye, d-de casualidad, ¿te vas a comer ese burrito? —y señaló el burrito intacto en la mesa.
Tonacoyotl ladeó la cabeza y le hizo un ademán con la mano de ofrecérselo. Cuetlachtli se lo agradeció; fue hasta la mesa, tomó el burrito y comenzó a comérselo a grandes bocados. Puede que aún tenga control de sus facultades racionales por un tiempo más.
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ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯
|◁ II ▷
A las afueras de Mecapatli
En las llanuras
Los muertos por las epidemias y la inanición de la sequía obligaron a los gobiernos locales de todas las Regiones Autónomas de a crear fosas comunes. Pilas de cuerpos putrefactos de hombres, mujeres y de niños se apilaban dentro de las zanjas, dando un aspecto horriblemente dantesco de esos agujeros, y un olor tan fétido que era casi imposible para el personal médico de la Casa de Enfermos cubrir. Hallaron una forma macabra y casi que inmoral para eliminar esos hedores, y lo tuvieron que hacer a espaldas de Tepatiliztli: quemar los cuerpos en zanjas alejadas de la población. Eso encendía enormes llamas que se levantaban metros y metros de altitud, creando fogatas humanas que danzaban en la soledad nocturna del eclipse lunar.
Yaotecatl se encontraba de pie, observando con una vasta melancolía una de esas piras humanas haciendo danzar sus flamas cerca de su único ojo.
Tenía las manos dentro de los bolsillos de su abrigo negro, y un cigarro entre sus labios. A pesar del calor sofocante que emitía la fogata de quince metros de alto, el frío de los vientos gélidos que soplaban del oeste mantenía su cuerpo cálido. Su ojo observaba con una fijeza anormal las partículas de ascuas que emergían de la pira y pululaban a su derredor, como mariposas de fuego que ambientaban con mayor tristeza su soledad. Perdió el tiempo de cuanto tiempo llevaba dando luto a aquella pira humana: ¿horas, quizás? Posiblemente Xolopitli se preocupe donde se encuentre ahora mismo. Pero ahora mismo... quería sentirse en soledad.
El mapache tuerto se quitó el cigarrillo de los labios; a penas y fumó de él. Lo tiró al suelo, y lo aplastó de un pisoteada de su bota. Luego comenzó a caminar alrededor de la gigantesca fogata; medía más de diez metros de ancho por quince de alto, por lo que tardó treinta segundos en darle media vuelta. Había hecho ese proceso múltiples veces, y era incapaz de dar la vuelta entera. Su cerebro le daba un retorcijón mental cada vez que intentaba dar la vuelta entera, como reproduciendo visiones intermitentes e inteligibles de algo que se negaba a recordar por el dolor que era rememorarlo.
Se detuvo al terminar la media vuelta, y encaró la pira humana. El tiempo parecía ralentizarse a su derredor; las flamas bailaron con mayor lentitud, y las partículas de fuego zigzaguearon por el aire igualmente, hasta el punto en que Yaotecatl era capaz de verlas. El mapache tuerto se quedó viendo por tanto tiempo el delineado de las llamas incandescentes que su mente comenzó a reproducir sonidos infernales: lloriqueos de aztecas desesperados, gritos de satisfacción de demonios, repiqueteo de llamas y de magma quemando la carne viva, latigazos golpeando la carne viva, chillidos de cuernos... El ojo de Yaotecatl lloró, y una lágrima cayó por su mejilla. Apretó los labios, y sollozó un poco cuando su mente reprodujo, muy brevemente, las visiones del mismo fuego que veía en frente, pero quemando y consumiendo la silueta de una mujer humana.
El mapache tuerto extendió un brazo hacia el fuego. Sus dedos estuvieron a punto de rozar con el calor de las flamas. Su mente ya no pensaba correcta y rectamente. Por ella solo pasó el pensamiento de dejarse consumir por las llamas, de la misma forma que la mujer en esa visión que tuvo de forma efímera. Su garra se introdujo dentro de la flama, y estuvo a punto de quemarse vivo, hasta que...
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|◁ II ▷
—Te ves solo... Puedo arreglar eso.
Yaotecatl velozmente se dio la vuelta, desenfundó una de sus pistolas y la apuntó hacia el origen de la voz femenina. Randgriz al instante alzó los brazos y carcajeó nerviosamente. El mapache tuerto frunció el ceño y torció la cabeza en gesto de confusión máxima.
—Más despacio, vaquero —farfulló Randgriz, los ojos cerrados en una expresión de despreocupación. Vestía con su uniforme de vaquera y con su sombrero de ala ancha con bordados rojos—. Venga, baja esa pistola.
—¿Cómo me hallaste, acosadora? —gruñó Yaotecatl, manteniendo la pistola en alto.
—Xolopitli me envió para buscarte. Al principio fue hallar una aguja en el pajar cuando lo buscaba a él en mí misión de "espionaje", pero contigo... —Randgriz bajó las manos, las colocó sobre sus anchas cinturas, dio un paso delante y alzó los hombros, nuevamente en gesto de despreocupación— tan fácil como hallar un ratón en una ratonera.
—Mal ejemplo.
—Sí, tienes razón —Randgriz apretó los labios. Dio otro paso delante, y Yaotecatl retrocedió un paso, siempre manteniendo al pistola alzada. La Valquiria Real se señaló a sí misma con sus manos—. ¿Puedo acercarme?
El mapache tuerto apretó los labios y bufó. Bajó el brazo y se enfundó la pistola a la cintura. Se dio la vuelta al tiempo que se apartó de la pira humana. Randgriz sonrió, y se aproximó hacia Yaotecatl hasta colocarse al lado de él. Ambos se quedaron de pie, a seis metros de distancia de las altas flamas.
—¿Qué es lo que haces aquí? —preguntó Randgriz. Miró de soslayo a Yaotecatl cuando no recibió respuesta por varios segundos; vio la melancolía desoladora dibujarse en su semblante. Randgriz comprendió el sentimiento que leyó en su rostro, y eso hizo que su corazón se encogiera. Apretó los labios, se quedó en silencio cavilante por un breve lapso hasta asentir con la cabeza— Tú... ¿oyes voces en tu cabeza? ¿Voces que te traen recuerdos bastardos las veinticuatro horas del día?
—No sé de lo qué me hablas —gruñó Yaotecatl, volteando la cabeza para que no viera su cara llena de congojo.
—Tú sabes de qué estoy hablando —lo corrigió Randgriz, su tono de voz decidido, su expresión en el rostro de determinación. Yaotecatl encogió los hombros tensados, la posición de incomodidad allí donde está de pie—. ¿Es esa voz desgraciada que te dice que no eres bueno? ¿Que por el error que cometiste en el pasado, entonces no puedes redimirte en el presente? Esa voz que te dice que no mereces la felicidad humana más básica. Que no puedes sentirte cómodo con quién eres.
El silencio reinó entre ambos. Las flamas frente a ellos se empujaron unas a otras, creando un soliloquio de repiqueteos de fuego que liberaron grandes cantidades de ascuas al aire. La simpatía carismática de Randgriz por el aura negativa que aislaba a Yaotecatl le hizo sentir ese mismo negativismo destructor. Su expresión cambió a una mueca de empatía.
—Yo digo que eso es pura mierda —admitió la Valquiria Real—. Pero, claro, ¿qué importa lo que digo, no? Esa voz solo la puedes oír tú, lo que quiere decir que solo tú la puedes combatir. Por lo que yo te exhorto a combatir esa voz.
Un soplido de vientos pasó volando frente a ellos dos, silbando como el sollozo de un caballo moribundo. Yaotecatl se encogió de hombros, suspiró, y Randgriz pudo ver en su semblante como estaba combatiendo de verdad esa voz, luchando fervientemente contra ese negativismo para poder salir de la burbuja de confort en la que se había metido.
—Vamos, Yaotecatl, dime algo —insistió Randgriz—. Puedes decirme que estoy llena de mierda hasta la garganta con lo que te digo. Está bien. Solo di algo.
El mapache tuerto escupió al suelo, emitió gárgaras, y una mueca de molestia se dibujó en su rostro.
—O sea... ¿quién monda te crees... para ser la experta en psicología?
—Hice mi catedra de psicología en Vingólf, si te soy honesta —Randgriz alzó los hombros y torció los labios hacia abajo.
—Claro, claro, y por pones a cantar al gallo para que me cacaree, ¿no? —Yaotecatl sacó sus manos de su abrigo y los extendió a ambos lados— Entendernos a nosotros mismos, querernos, perdonarnos, bla, bla, bla, mejor dicho cachaca remilgosa —el nahual mapache se volvió hacia Randgriz y la vio a los ojos. La valquiria se sorprendió de ver la mueca desafiante en aquel pequeño nahual— Dime, ¿alguna vez has herido a un familiar? No quiero decir que hayas decepcionado a tu madre con malas notas en el colegio, o algo así... —Yaotecatl la señaló con un dedo acusador— ¿Tú... heriste... a alguien?
Randgriz no tuvo que pensarlo mucho para saber el subtexto detrás de la pregunta. Su corazón se departió en dos mitades: la una que quería responder con otra mentira, y al otra que quería contestar con la verdad más cruda, una verdad que a nadie se lo había contado en más de cien años. Un siglo entero de haber estado resguardando un secreto que ya no podía seguir guardándose para sí misma, que ya no podía seguir conteniendo. Reconoció hace tiempo que tenía que contarle esto a alguien, solo que no sabía a quién.
Nunca se imaginó que su primera confesión fuese frente a un nahual mafioso, pero de igual formas se armó de valor, alzó el ala de su sombrero... lo dijo:
Yaotecatl se quedó boquiabierto, y las palabras no surgieron de sus labios. Su mente quedó en blanco, no pudiendo concebir lo que acababa de oír. Entreabrió los labios, solo par quedarse aún más en silencio perplejo. Randgriz juntó las manos sobre su vientre en pose de doncella; su cuerpo estaba completamente tenso, pero ya no había marcha atrás. El mapache permaneció mudo, su silencio solemne permitiendo a la Valquiria Real seguir con su relato.
—Fue durante la Segunda Tribulación —prosiguió ella, su voz quebrándose un poco—. Belcebú y Belial estaban cercando la Civitas Magna, y la Reina Valquiria ordenó la evacuación inmediata de todos los residentes de la ciudadela del Valhalla. Mi madre, la diosa Fulla, había caído enferma presa de las epidemias de moscas que Belcebú envió para infectar a toda la ciudad. Los demonios entraban en picada por las entradas de la Civitas, matando a todo ser humano que se le atravesaba. Los Pretorianos estaban fuera, y las únicas fuerzas de defensas fueron unos Einhenjers liderados por un joven árabe. Yo... no recuerdo su nombre, pero se volvió un héroe por haberse enfrentado a Belcebú y Belial él solo, y darnos tiempo para evacuar a todos los que pudimos.
>>Mi madre se negaba salir de su recamara. Me empujaba cada vez que intentaba cargarla. Le dije... una y otra vez a mi madre: "¡Vamos, mamá! Por favor, ¡no puedo abandonarte aquí!"... —los ojos de Randgriz se volvieron cristalinos— P-pero... ella me dijo que ya no... tenía salvación, que lo mejor era que la dejara allí, a merced de los demonios. Me negué una vez más, y estuve a punto de sacarla... hasta que mi padre entró en la habitación, seguido por una torva de caballeros demonios.
—¿Quién era tu padre? —preguntó Yaotecatl, interrumpiendo brevemente su relato.
Randgriz se limpió las lágrimas con el dorso de una mano. La bajó y la posó sobre su vientre de nuevo. Al ver que la Valquiria se quedó en silencio, negándose a responder, Yaotecatl lo entendió y le hizo un gesto con la mano para que prosiguiera.
—No pude creerlo por un momento... Mi propio padre, aquel a quien había admirado por siglos por su actitud aguerrida, por su pasado como rey europeo y asesino de dragones... traicionando los códigos de lealtad hacia la Reina Valquiria al consumir uno de los Sefarvaim y adquiriendo los poderes para superar a un semidiós. Intenté razonar con él, pero fue inútil. Él ya había tomado su decisión minutos antes de entrar a la habitación...
>>Él... él... —Randgriz se llevó una mano a la boca y soportó como una campeona los sollozos y la desoladora tragedia en su corazón— La mató... frente a mí... La ira de berserker se apoderó de mí, y después yo... —Randgriz apretó un puño, y en la mano donde portaba el anillo de arce invocó su lanza azteca— Yo lo maté a él y a todos sus demonios, usando esta misma lanza.
Se hizo de nuevo el silencio, uno de pesar y de solemnidad por los muertos, tanto de la pira como los del relato. Yaotecatl bajó la cabeza, el ademán de querer lamentar por lo que le sucedió a la valquiria. Randgriz, por su parte, se volvió a limpiar la cara de las lágrimas con una temblorosa mano. El mapache tuerto de repente se acercó hacia ella. Se llevó una mano al bolsillo de su abrigo, y de allí sacó un collar con una alhaja de bronce. Se la ofreció a la valquiria, y esta la aceptó Randgriz la abrió, descubriendo dentro la fotografía de dos jóvenes aztecas vestidos de gala con ornamentos aztecas: el chico era moreno, de cabello negro rizado y ojos negros; y la chica era negra, de melena larga lisa y corona dorada.
—Ese era mi cuerpo original, antes de ser lo que soy ahora —relató Yaotecatl—. Mi nombre real es José Luis Carlos Zuleta, y esa de ahí era mi prometida, María Isaac Cano. Teníamos apenas veinte años, pero ya estábamos dispuestos a casarnos en Xocoyotzin. Habíamos organizado la fiesta, y las familias tenían los preparativos para hacerlo en un Templo Mayor. La ironía de la vida... es que nuestra boda empezó justo el día en que estalló la Segunda Tribulación.
Randgriz se quedó sin aliento ante la revelación. Yaotecatl se rascó la cabeza y se jaló los cabellos, aguantando la picazón interna de contarle este secreto a alguien. Prosiguió:
—Hicimos todo lo que el aquel entonces gobernante, Cuauhtémoc, nos había dicho: resguárdanos en nuestras casa, dejar que la milicia se encargue, esperar hasta nuevo aviso... Pero a lo que esperamos fue a nuestras muertes. Los demonios de Aamón entraron como pedro por su casa. Lo destruyeron todo. Mi familia entera y la de mi prometida fueron masacradas, y la vida es tan puta injusta que me dejó a mí como el único sobreviviente. Pero y mí prometida, preguntarás... —Yaotecatl pateó el suelo, sacudiendo una cortina de polvo— Capturada por los hijueputas demonios.
>>Xocoyotzin cayó en un santiamén, sin que ni siquiera los Dioses Aztecas pudieran hacer algo al respecto. Estaba devastado: no tenía ya familia, ni nadie en quien apoyarme. Hasta que un rayo de esperanza me brilló en la cara —Yaotecatl alzó un dedo—: Xolopitli. En ese entonces se popularizó la historia de Xolopitli: un humano que fue transformado en animal por un nahual, pero que conservó su consciencia y se volvió un guerrero. Muchísimos aztecas optaron por recurrir a nahuales para convertirse en sus "espíritus animales", y así combatir a los demonios de Aamón. Se formaron las "Guerrillas Nahuales", y yo fui parte de ellas luego de convertirme.
>>Luchamos ferozmente contra esos desgraciados, yo más que nadie, con el objetivo de recuperar a mi prometida. Fui asignado a mi propio pelotón, y comencé a hacer las misiones más importantes que tuvieron que ver con infiltrarse en las bases de los demonios. Hubo uno en particular en el que insistí en el que me asignaran porque sabía que mi prometida estaba allí. Al cabo de un tiempo me asignaron, mi pelotón y yo fuimos hasta ese castillo, boleteamos a todos los demonios allí dentro a punta de plomo, y encontré a mi prometida...
Yaotecatl guardó silencio. Un silencio que fue pronto arrebatado por unos breves pero claros sollozos que no pasaron desapercibidos para Randgriz, quien en seguida se solidarizó por él.
—Pero ya era demasiado tarde —lloró el mapache tuerto—. Los demonios la convirtieron en una demonesa de indescriptible fealdad, usada como juguete sexual para esos malparidos hijos de puta como a muchísimas otras mujeres... —Yaotecatl se llevó un puño cerrado a la cara— Mi pelotón disparó contra ella, pero yo les ordené que pararan. Pensaba ingenuamente que podría c-curarla, pero ese error... —se removió el parche negro, y le enseñó a Randgriz lo que ocultaba: una cuenca vacía con carne cicatrizada alrededor. Incluso sin haber nada en ese agujero, la valquiria sintió el trágico pesar de ese vacío— Me costó el ojo.
Un nuevo y vasto silencio se generó entre ambos. Yaotecatl se puso el parche de vuelta, y bajó la mirada con tal de no ver el rostro de Randgriz. No obstante, el aura cálida y benevolente de la mujer le hizo sentirse más abierto hacia ella. Y cuando alzó la cabeza y la vio a los ojos, esa confianza se reafirmó al ver que tenía una mueca de comprensión, como si ella también dijera "lo siento mucho" con el silencio. Eso lo motivo a continuar:
—Yo... maté a mi prometida. La balaceamos hasta dejarla inmóvil, y después... le prendimos fuego —miró de soslayo la pira humana que seguía danzando burlonamente en frente de él—. Su forma demoniaca cambió al de una mujer en el proceso; la oí chillar mi nombre: "¡Luis! ¡Ayúdame, Luis!" Me dejé llevar e intente correr hacia el fuego, pero mis hombres me detuvieron cuando le di media vuelta a la pira. Y ahí la vi... quemarse hasta no quedar nada de ella.
Yaotecatl se sopló la nariz y se la rascó con una mano. Juntó sus manos a la altura de su vientre, igual que Randgriz.
—Cuando la guerra culminó, mi refugió fueron las drogas. Metanfetamina, sobre todo. Vague por las fundadas Regiones Autónomas sin rumbo, como muchos otros nahuales que participaron en las Guerrillas y no se les dieron ninguna recompensa. Destruí mi vida... tantas veces... mentalizándome que no soy nada en esta vida... Que me es impresionante que mis intentos de suicidios hayan fracasado. Pero un día sí estuve dispuesto a acabarlo con todo. Me lleve la pistola a la boca.... pero antes de apretar el gatillo, Xolopitli tocó a mis puertas y me ofreció trabajar para el Cartel de los Tlacuaches —el nahual sonrió tímidamente—. Fue gracias a él, y a Zinac, que me rehabilité, y ahora soy el nahual que ves ante ti... —Yaotecatl se señaló a sí mismo con las manos— Solo que incompleto. Tal como tú dices, las voces en mi cabeza siguen atormentándome.
—Y lo superaremos juntos, Yaotecatl —Randgriz, vehemente, se acuclilló para estar a la altura del nahual mapache—. Tú no estás solo en esto.
Yaotecatl apretó los labios y tuvo las ganas de volver a llorar. Aguantó las lágrimas, carcajeó sardónicamente, y la señaló con un dedo.
—¿Sabes? Xolopitli me pidió que pusiera un ojo encima tuyo. Él sigue pensando que aún te traes algo entre manos. Ahora parece que tú serás quien me tenga el ojo encima.
—Bueno... —Randgriz sonrió, irradiando tano carisma con su hermoso rostro y sus cristalinos ojos verdes que Yaotecatl se quedó mudo— ¿Te parezco que tengo malas intenciones?
El mapache tuerto volvió a reír, con más timidez y gracia. La tristeza se disipó de su rostro, y ahora solo habitaba felicidad complacida en sus ojos.
—Para nada —respondió, y se aferró a la valquiria con un adorable abrazo—. Gracias, Randgriz. Gracias por hacerme sentir mejor de mí mismo.
—No hay de qué —Randgriz correspondió afablemente al abrazo.
Humana y mapache se quedaron abrazados por un largo tiempo; sus sombras se recortaron en el suelo en grandes formas, producto de la luz de la fogata enorme. Algo tan bizarro como una Valquiria Real y un nahual confortándose el uno al otro era algo que nadie pudo haber previsto, pero he aquí ellos: haciendo contacto físico mutuo, y confiándose el uno al otro como quienes se preparan para las batallas por venir.
Y sin que ninguno de los dos se diera cuenta, a lo lejos, la sombra de un encapuchado de pie encima de una protuberancia de roca los observaba fijamente. El rojo de sus ojos se remarcaba en la penumbra, y el Estigma de Lucífugo se resaltaba en el firmamento justo encima de él, potenciando la maldad de su aura. Como la Muerte que vino del más allá y observa a sus próximas victimas, el encapuchado, sin quitarle un ojo de encima a Yaotecatl y a Randgriz... silbó.
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