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Maquixtiloca Teótl Innan (Ajachi 1)

SALVACIÓN DE NUESTRA DIOSA MADRE

https://youtu.be/oc65Wo5w6sU

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https://youtu.be/onVRviejzVg

ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯

|◁ II ▷|

Isla de Mexcaltitán

Los Manahui Tepiliztli avanzaron a través de la tormenta de forma agazapada y en línea recta, uno detrás de otro y sin perder el ritmo de las rápidas zancadas, cual pelotón de militares transitando por territorio enemigo. Las cúpulas telequinéticas que rodeaban sus cuerpos los protegían de los vientos huracanados y los embates de la llovizna; el soplido de las tormentas era tan fuerte que endebles pedazos de tierra de los bordes de los acantilados se levantaban del suelo y eran sacados a volar directo al interior de los gigantescos tornados que vadeaban la isla flotante. 

A pesar de lo tenebroso que eran las vistas alrededor de ella, Zaniyah no se dejó intimidar por el teatro de carácter postapocalíptico de esta atmosfera. Ni ella, ni su madre Yaocihuatl, ni su tía Tepatiliztli, ni ninguno de los bien preparados Manahui. A pesar de que todos compartían el mismo pavor por no saber lo que se encontrarían en este recorrido (y dentro del castillo), también asemejaban el mismo vigor y motivación que su líder, Uitstli. 

Uitsli iba de primero en la fila empuñando una lanza larga y un escudo redondo que cubría todo su cuerpo, ambos hechos de de piedra que extrajo de una meseta cercana. Detrás suyo lo venían siguiendo Zinac y Xolopitli, ambos empuñando rifles de asalto que apuntaban en direcciones contrarias (cada cierto tiempo se daban la vuelta para apuntar a la otra dirección); seguido de ellos venía Tecualli, usando su poder psicoquinético para poder flotar a seis metros de altura y tener una mayor visibilidad de la desoladora y extensísima llanura por la que viajaban; y por último en orden: Yaocihuatl con su lanza de plasma doble a la altura de su hombro, Tepatiliztli blandiendo su lanza por encima de su cabeza y sosteniendo invocaciones de flores en su mano izquierda, y Zaniyah empuñando en cada mano una hoja dorada de su sable dividido. 

El recorrido duró toda una eternidad. La distancia entre ellos y el castillo de Mexcaltitán no pareció reducirse por más que llevarán intensos minutos caminando por la tormenta. Llegó un momento dado que, cercando los bordes de pasto de una meseta, el grupo decidió refugiarse allí abajo luego de que Tecualli les advirtiera que debía tomar una pausa para descansar su Tlamati Nahualli. El usarlo constantemente y distribuirlo con distintas personas lo agotaba más rápido que si lo usaba en combate. 

Allí refugiados, aprovecharon para beber agua de los odres que trajeron con sus bolsos y sentarse en el suelo a recuperar energías. Zinac no bebió; no se sentía tan agotado como los demás incluso después de más de media hora de trote. El nahual murciélago caminó hasta el borde de la marquesina de pasto y, a través de las cascadas de agua que caían en frente suyo, oteó la fúnebre silueta del castillo alzándose titánicamente ante él. 

Uitstli se le acercó y se puso a su lado. Él también dio una mirada analítica al castillo. 

—Me trae viejos recuerdos el ver este castillo —murmuró Zinac, el rifle de asalto a la altura de su hombro—. Se parece muchísimo a la morada donde residía Camazotz. 

—¿Así de enorme era su escondite? —farfulló Uitstli, los ojos entrecerrados y señalando el castillo de Mexcaltitán como comparación.

—Eran cavernas labradas con la apariencia de un castillo —Zinac miró de reojo a Uitstli y dio un suspiro—. Y te apuesto que este será igual de laberintico que el de Camazotz.

—Solo esperemos esta vez no tener que sepáranos —Uitstli respiró hondo y exhaló. Con la punta de su lanza de piedra dio un seco golpe al suelo, lo que llamó atención del resto del grupo. El guerrero azteca se dio la vuelta y miró al nahual brujo, sentado con la espalda sobre la pared de tierra junto a Zaniyah, la muchacha morena acariciándole la cabeza—. ¿Cómo te sientes?

Tecualli se puso de pie de un salto e irguió con vigor el pecho. Zaniyah lo imitó, empuñando en el proceso su espadón, y Xolopitli, Tepatiliztli y Yaocihuatl también se reincorporaron.

—¡Listo para seguir, capitán! —exclamó, e invocó su garrote mágico en su mano derecha. 

—Muy bien —Uitstli se puso en frente de la vanguardia, con el escudo y la lanza de piedra empuñados y bien firmes ante él cual lancero macedónico—. ¡Sigamos!

El siguiente recorrido fue más corto, pero a costa de ello tuvieron que ascender por la empinada colina donde, en su alto pico, estaba ubicado el castillo. El grupo tuvo que sortean un sinfín de tropiezos repentinos, empujones de los soplidos de viento que venían en dirección contraria, y de los impactos al azar de cachos de tierra que los grandes tornados escupían de vez en cuando. Tecualli se fatigó en cuestión de minutos por tener que proteger a su familia, y salvarlos de los tropiezos y de los meteoros de tierra que caían del cielo, pero aún encontrándose agitado por el excesivo uso de energías, el nahual brujo hizo hasta lo imposible por evitar que el grupo sea llevado por la tormenta. 

A poco menos de cien metros de distancia de la fachada del edificio, el peligro se acentuó al máximo. La cercanía con los tenebrosos tornados, cual gigantes devorando lentamente la isla, provocó que los jaladores tentáculos de aire fueran poderosos. Sus empujones y jalones eran tan repentinos que Tecualli tuvo que poner todo de sí para no solo evitar que el grupo sean arrastrados hacia su inevitable muerte, sino para también contrarrestar las titánicas fuerzas de los tornados. Su método de defensa y ataque lo llevaron al extremo, ocasionando que las cúpulas telequinéticas que envolvían a los Manahui se debilitaran hasta desaparecer, y los vientos los golpearan masivamente. 

Uitstli enterró su lanza de piedra en el suelo y empleó su fuerza física para contrarrestar los vientos huracanados. Zinac invocó alas de murciélago de su espalda y enterró sus filosas falanges en el suelo; Xolopitli se trepó encima suyo y se sostuvo de su cuello. Tepatiliztli y Yaocihuatl clavaron sus alabardas en la tierra y se sostuvieron unas a otras. Ellas miraron a su alrededor, y sintieron una punzada de terror al no ver a Zaniyah por ningún lado. 

—¡¿ZANIYAH?! —chilló Yaocihuatl, y su grito hizo que Uitstli se diera la vuelta para verla.

—¡OH, POR LOS DIOSES, ZANIYAH! 

El alarido de Tepatiliztli puso los pelos de punta a todo el mundo. Giraron sus cabezas y vieron lo mismo que ella; la muchacha azteca, a cientos de metros alejados de ella, cercando el borde de un acantilado y sosteniéndose con todas sus fuerzas de espadón doble enterrado en el suelo mientras ella era jalada por el tornado. Bajo su brazo cargaba a un muy mareado Tecualli. 

—No... ¡NO! —exclamó Uitstli, desenterrando su lanza del suelo, solamente para volver a clavarla cuando los vientos casi lo derrumban al piso— ¡¡¡ZANIYAH!!!

Zaniyah trató de jalar de su propio cuerpo para volver a tierra, pero le fue imposible mover el brazo. Sus dedos se fueron deslizando del mango de su espadón a medida que iba perdiendo fuerza. Uno dedo, dos dedos, tres dedos... y al cuarto dedo, la muchacha azteca fue jalada brutalmente hacia el interior del tornado negro. El terror se imbuyó en los ojos de Yaocihuatl, esta última extendiendo un brazo y gritando desde el fondo de su corazón:

—¡¡¡ZAAAANIYAAAAH!!! 

De repente, una rapaz sombra pasó corriendo a su lado en un abrir y cerrar de ojos. Yaocihuatl y Tepatiliztli vieron la silueta humana desplazarse por el suelo como si estuviera patinando. Se giraron, y al ver que Xolopitli estaba ahora agarrándose del brazo de Uitstli, supieron de quién se trataba.

—Tlamati Nahualli... —gruñó Zinac, dando un salto al llegar al borde del precipicio y convirtiéndose en un gigantesco murciélago de humo negro y rojo que batió sus alas contra los vientos imparables y se metió de lleno dentro del tornado— ¡¡¡CAMAZOTZ!!!

Se hizo el tenebroso silencio por los siguientes segundos. La espera intranquilizó al grupo, hasta que, de repente, fueron recibidos con un susto cuando, del tornado, empezaron a emerger relámpagos negros y rojos que chocaron contra el acantilado e hicieron desprender escombros. Los rayos azotaron adentro del tornado, donde los Manahui vieron, por breves segundos, la sombra del murciélago Camazotz combatiendo ferozmente contra las ventisca del terrible tifón. Se movía de aquí para allá, pero siempre era empujado por los intestinos del tornado. Era tan salvaje el combate que se podían escuchar los gorjeos intensos de Zinac, y que por cada aleteo que daba, los relámpagos salían disparados hacia la tierra y hacia el cielo, obligando a Uitstli, Yaocihuatl y Tepatiliztli a agacharse para no ser golpeados por ellos. 

De repente los relámpago cesaron, y todo volvió a quedar en silencio por otro lapso de impaciencia y terror. A los diez segundos, los Manahui pensaron que los habían perdido ya, hasta que entonces escucharon un rugido bestial venir de dentro del tornado. Alzaron sus cabezas, y se llevaron un grato susto al ver al gigantesco murciélago surgir del interior del tornado, con Zaniyah montada en su lomo y con Tecualli agarrándose de su cintura.

Una vez estuvo cerca del suelo, el murciélago se transformó de regreso a la forma humana de Zinac. Tecualli cayó en los brazos de Zinac, y este último rodó por el suelo, invocó una ala negra y la enterró en el suelo para evitar ser jalado de nuevo por la tormenta. Zaniyah, por su lado, cayó encima de Uitstli, y este la sostuvo firmemente sobre su pecho con un brazo. La felicidad afloró en Yaocihuatl y Tepatiliztli, ambas mujeres guerreras mirándose y sonriéndose mutuamente, sintiendo el miedo evaporarse de sus almas una vez vieron a Uitstli cargar a Zaniyah sobre sus hombros junto con Xolopitli. 

El guerrero azteca le dedicó una mirada de agradecimiento a Zinac. El nahual murciélago respondió con un ademán de cabeza.

—¡Ya falta poco! —exclamó Uitstli en un quejido poderoso. Estiró el brazo donde sostenía su lanza en un gesto de liderazgo. Frente a ellos, a tan solo cincuenta metros, se alzaba ante ellos la detallada mampostería de la fachada del castillo— ¡NO NOS DETENGAMOS!

Los Manahui Tepiliztli ascendieron y ascendieron, sosteniéndose entre ellos o cargándose a los hombros del otro con tal de no retrasar la subida. Respondieron al dolor de sus piernas y a sus pulmones desgastado con tirria determinante, con dientes chirriantes y con puños apretados. El motor de la motivación no se agotaba a diferencia de sus energías, lo que les hizo empujarse a sí mismo hasta el extremo, y así... alcanzar finalmente la cima de la colina. 

El grupo rápidamente corrió hasta hallar cobertura bajo el alero del enorme pero destruido balcón del castillo. Zaniyah y Xolopitli bajaron de los hombros de Uitstli, y este último se dejó caer encima de los peldaños de la escalinata al igual que Zinac, este último plantando a Tecualli en el suelo primero. Tepatiliztli y Yaocihuatl se desmoronaron al piso, tan agitadas y fatigadas como los hombres del grupo. 

—¡Tecualli! —Xolopitli trotó en seguida hacia el nahual brujo. Lo puso bocarriba, y le dio palmadas en la mejilla— Oh, no. No, no... ¡Ni se te ocurra morirte del cansancio ahora, perezoso de pacotilla! 

—¡No estoy... muerto... desgraciado! —maldijo Tecualli, atrapando una de las muñecas de Xolopitli. El Mapache Pistolero cerró los ojos, sonrió, y se dejó caer sobre el suelo al lado de él mientras carcajeaba de forma histérica. 

Zaniyah miró por encima del hombro la cima de la pequeña escalinata, y reparó en las esculturas que se alzaban sobre los balaustres. Estatuas que se convergían en las figuras masculina y femenina de una misma deidad, vistiendo el mismo atuendo de túnica labrada con múltiples abalorios aztecas y un hermoso e intrincado tocado con la forma de dos alas y una media luna con la sombra de un conejo. Lo único que cambiaba el sexo de la estatua, y aquella divergencia dual del sexo de la misma deidad dejó a Zaniyah con una ceja enarcada. 

Mientras que los demás reposaban o en el suelo o en la escalinata, Zaniyah se paró sobre las escaleras y las ascendió hasta llegar al balcón. Caminó lentamente por el porche hasta llegar al parapeto, su mirada paseándose por las ignominiosas estatuas de aspecto grácil, pero que la penumbra del ambiente y la lúgubre tensión de la isla desmoronándose.  La chica azteca se detuvo frente a una de las estatuas, y pudo notar como, oculto bajo las capuchas, se podía visibilizar orejas de conejos encima de las cabezas de la deidad de sexo femenino. En su pedestal halló una placa con una inscripción en náhuatl algo ilegible. 

—"Todos... a-alaben a Metztli" —farfulló Zaniyah, entrecerrando los ojos— "Perdió su miedo al fuego del astro, y su amor maternal transformó su paternidad. ¡Su luna y sus estrellas brillaran para siempre!"

Zaniyah frunció el ceño, confusa y preguntándose que clase de información proveía esa placa. Cuando pasó a otra estatua y leyó su placa, vio que esta decía lo mismo. La muchacha azteca entonces giró la cabeza hacia la izquierda y se volvió hacia el muro donde se encontraba las compuertas al interior del castillo. Descubrió que, colgando de las almenas, enormes confalones se agitaban contra las paredes con gran brutalidad. En sus banderas se veía un fondo rojo oscuro, bordes grises y que en el centro se representaba a una mujer con los brazos y las piernas abiertas, faldones rojos que cubrían su torso y entrepiernas, y un tocado negro con largas colas que se extendían hacia arriba. 

—¿Qué... carajos... es esto? —gruñó Zaniyah, el ceño frunciéndose todavía más.

—Eso mismo digo yo —dijo Xolopitli a su lado, cargando con su rifle de doble cañón. Ambos intercambiaron miradas.

—¿Tienes idea de que puede ser esto? —inquirió Zaniyah, apoyando la punta de su espadón en el piso.

—No tengo cara de ser experto en mitología, ¿sabes? —los bigotes de Xolopitli retemblaron, y su nariz resopló— Lo único que puedo decirte es lo obvio. Eso —señaló uno de los estandartes con su rifle—, debe pertenecerle a una diosa puta. Una diosa de la guarrería, básicamente.

—Tlazoteotl... —Xolopitli y Zaniyah se dieron la vuelta, descubriendo a Yaocihuatl de pie detrás de ello, la mirada inmersiva en la simbología sexual de las banderas— Esa es la diosa Tlazoteotl... —entornó la cabeza hacia las estatuas de los balaustres— Y esa es la deidad dual Metztli... —Yaocihuatl volvió la cabeza hacia las banderas. Arrugó la frente— ¿Qué hacen las banderas de Tlazoteotl aquí?

Se oyeron más gentiles pisadas ascender por la escalinata. El resto del grupo arraigó al balcón, y todos ellos observaron su derredor, concentrando la mirada en lo mismo que hicieron Zaniyah y Yaocihuatl. Uitstli clavó su mirada en una lámina cuadrada cerca de las compuertas de la pared. Se aproximó a ella, y cuando estuvo lo bastante cerca, leyó la inscripción:

—"Ilhuícatl-Metzli, morada donde se mueve la luna"

—El palacio de la diosa de la luna —indicó Yaocihuatl, y miró una vez más los estandartes colgando de las almenas— ¡Esto no se supone que debería ser una cárcel!

—Pues es una cárcel —dijo Zinac, y su rifle de asalto crujió cuando lo alzó—, y cosas peores nos encontraremos allí dentro.

Los Manahui intercambiaron miradas algo inseguras, pero a la vez reafirmando la asertividad de seguir con la misión. Uitstli dio una prolongada mirada a toda su familia, y les asintió la cabeza a todos ellos, reforzando la confianza y el coraje para seguir con la misión. El guerrero azteca se acercó a la compuerta, agarró una de las manillas y, cuando jaló con fuerza normal, sintió y oyó las bisagras chirriar. Uitstli se volteó, y vio a todos preparados cual grupo de élite: Zinac y Xolopitli apuntando con los fusiles, Tepatiliztli y Yaocihuatl con sus lanzas en alto, la mitad del rostro de esta última cubriéndose con una máscara metálica, Zaniyah dividiendo su espadón en dos sables y el recuperado Tecualli con su garrote mágico en su mano derecha.

Las manos de Uitstli se envolvieron con fuego carmesí del Mictlán, y sus labios se curvaron levemente. 

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https://youtu.be/HYPgEIAmrXQ

ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯

|◁ II ▷|

Nada más abrir las compuertas y entrar de lleno en el interior del zaguán en penumbras, los Manahui Tepiliztli fueron recibidos con la desapacible bienvenida... de la tenue y melancólica ópera soprana de una mujer escuchándose en todo el interior del castillo. 

Zinac y Xolopitli entraron primero y se detuvieron a cinco pasos de la puerta, se hincaron al suelo con una rodilla y crearon un perímetro seguro para que el resto entraran. Vinieron después Zaniyah y Tecualli, colocándose detrás de los dos nahuales; les siguieron Tepatiliztli y Yaocihuatl, colocándose en las esquinas del rellano, y el último en entrar fue Uitstli, este último cerrando las puertas tras de sí para después volverse, levantar su escudo y lanza de piedra y caminar lentamente por el zaguán hasta alcanzar unas vallas de bronce desencajadas, algunas a punto de desprenderse. 

Frente a frente, Uitstli se topó con una gigantesca galería rectangular de espacio vacío, cual acantilado sin fondo aparente por culpa de la penumbra que había en el fondo de la hondonada. Separados por espacios de quince metros cúbicos, los numerosos pisos en los que se dividía la primera sección del castillos contenían largos pasillos que parecían extenderse hasta el infinito. La iluminación era escasa, y la oscuridad dominaba muchas de las habitaciones. Los únicos resplandores eran chimeneas de fuego verde, jarrones que desprendían ligeros humos verdes sin olor, y antorchas de fuego fatuo en las paredes y zócalos, también de color verde. Apoyando las manos sobre las barandas, Uitstli asomó la cabeza y miró hacia arriba, su rostro siendo empapado por la lluvia que caía de un ovalado espacio en el techo, las valladas de su estructura vacías, allí donde se suponía debían estar ventanales.

Uitstli y el resto del grupo se concentraron en escuchar los sonidos de fondo. Gorjeos de criaturas, estridentes tintineos de campanas que iban de aquí para allá, azotes de relámpagos viniendo de los tornados, y sonidos sordos de temblores de tierra que sacudían el castillo de forma casi imperceptible. Pero lo que más les llamaba la atención era el gallardeado y a la vez pagano canto de ópera femenino. Se oía por todas partes y por ninguna al mismo tiempo, y al entremezclarse con los demás ruidos horrorosos, hacía que todos los Manahui empezaran a sudar ante tal lugar de arquitectura y atmosfera incomoda, innatural y aislado de civilización, abandonado desde de tiempos inmemoriales. 

—Zinac —dijo Uitstli sin dejar de escudriñar los pasillos y los pisos superiores—, revisa el mapa que nos dio Quetzalcóatl y averigua donde está el Vestíbulo de Borgia. No podemos quedarnos expuestos por mucho tiempo. 

Zinac asintió con la cabeza. Dejó el rifle a un lado para después abrir y empezar a buscar dentro de su grueso bolso el mapa. Una vez lo halló lo sacó, lo desenrolló sobre el suelo y, junto con Xolopitli y Tecualli, se pusieron a analizar los detalles intrincados de cada sección del complejo castillo.  

Con pasos tímidos y teniendo una postura desorientada, Zaniyah se acercó a su padre y, al ponerse a su lado, fue golpeada por los vientos que se filtraban por el alto echo. Siendo atraída por el extraño y a la vez encantadora antífona femenina, la chica azteca trataba de buscar un origen preciso mirando hacia todos lados. En el proceso, su mirada se topó con las estatuas de gárgolas atestadas sobre balcones que colgaban de los pisos; de apariencia vagamente quiróptera, Zaniyah frunció el ceño al ver por el rabillo del ojo un fulgor rojo viniendo de los ojos de una de las estatuas que, al instante, desapareció.

—Siento vibras similares como las del palacio de agua de Tlacoteotl... —murmuró Zaniyah, mirando de lado a lado. 

Uitstli se quedó en silencio pero asintió con la cabeza, demostrando la concordancia de lo que le dijo su hija. 

—¡Lo encontramos! —exclamó Zinac repentinamente. Uitstli y Zaniyah se dieron la vuelta y vieron a Zinac señalar con su dedo una parte del mapa— Se encuentra en el ala occidental de este sitio, en el tercer piso —se reincorporó y, en el proceso, enrolló se guardó el mapa en su bolso negro. 

—Bien hecho —Uitstli lanzó una mirada general a todo su grupo. Dio un seco golpe al suelo con su lanza—. ¡Zinac, tú indica el camino ahora! ¡Por nada en el mundo se separen ahora!

Los Manahui Tepiliztli reanudaron la marcha, con el nahual murcielago yendo a la cabeza esta vez junto con Xolopitli. Zinac lideró la avanzada por el pasadizo izquierdo de la galería; caminaba agachado al igual que Xolopitli, ambos con los rifles siempre en alto. Detrás de ellos los seguía Tecualli, caminando lo más rápido que le permitía sus cortas patas y con su garrote mágico preparado. Tepatiliztli y Yaocihuatl, ambas mujeres obligadas a avanzar sin sus lanzas con tal de no obstaculizar el camino más de lo que ya estaba. Lo mismo iba para Zaniyah, su espadón doble dividido de nuevo en dos espadas. El único que permanecía con su lanza y escudo era Uitstli, quien iba en la parte trasera de la fila y caminaba de espaldas, cuidando la retaguardia. 

Zinac se detuvo en seco, se hincó sobre una rodilla y levantó una mano, lo que hizo que el grupo se parara en mitad del pasillo. Estando cerca de un umbral que daba a un pasillo a la izquierda, se podía oír mejor y con más intensidad el tintineo de una campana. Xoloptli y Zinac intercambiaron miradas, y este último hizo un gesto con la cabeza. El Mapache Pistolero asintió, se puso el rifle a la espalda y, velozmente, corrió sobre sus cuatro patas hasta derrapar por el suelo y alcanzar el otro lado de la pared. Zinac ensambló un silenciador en su rifle, mientras que Xolopitli desenfundó una pistola con silenciador. Ambos se quedaron quietos, sus armas apuntando a cada lado del otro extremo del pasillo, a la espera de que el incesante tintineo se aproximara hasta ellos.

Pasos rápidos trepidaron por el pasadizo contiguo al otro lado del umbral. Los dos nahuales esperaron con paciencia extrema, el temor de sus corazones por el ambiente tan pesado provocando leves estremecimiento en sus cuerpos. Una sombra se vislumbró en el lado de Zinac, y este último puso el dedo en su gatillo. Lo mismo hizo Xolopitli al ver la sombra también, y perpendicular a esta. Detrás de Zinac, el resto del grupo se mostraba impaciente por saber qué es lo que estaba esperando tanto. 

Y entonces, el carcelero por fin se mostró ante los ojos de todos caminando con pasos apurados. 

Una silueta vagamente humanoide bajo una densa y jironeada túnica verde oscuro de la que salían babosas tenazas puntiagudas. Sus pasos dejaban pisadas húmedas en el suelo de piedra, y en su informe mano de tentáculos cargaba con una lámpara que tenía adherido la molesta y ahora ensordecedora campanita. Su cabeza era un cerebro, grande y uniforme, con fauces con forma de tenazas y tentáculos que emergían de sus laterales y flotaban en el aire. Ninguno del grupo no pudo verlo por la posición en la que se encontraban, pero Zinac y Xoloptili sí, y sintieron un asco tremendo al oír los gorjeos que emitía la criatura al caminar, con el Mapache Pistolero abriendo la boca en un gesto de querer gritar del asco. 

Ambos apretaron el gatillo de sus armas justo cuando aquel bestial carcelero estuvo a mitad de camino del pasillo. El rifle y la pistola chasquearon sus cañones, y las balas volaron silenciosamente hasta acribillar por completo a aquel carcelero. Su monstruoso cuerpo fue agujereado en menos de tres segundos, y varios de los tentáculos de su cabeza se desprendieron y salieron volando por los aires. La campana cayó al suelo, repiqueteando por última vez y apagando su fulgor verde una vez dejó de sonar. 

Zinac hizo un ademán con la mano de seguir el camino. Xoloptili fue el primero en salir de su escondite, seguido de Zinac y el resto de los Manahui. El resto del grupo azteca sintió una mezcla de asombro y de repugnancia al ver el inimaginable cuerpo humanoide de la criatura. Al pasar por el pasillo y ocultarse detrás de sus paredes, se pudo oír más campanadas venir de otras campanillas, su fulgor brillando en la distancia y revelando la posición de más de estos carceleros en la distancia. 

Uitstli ordenó que alejaran el cuerpo para que el resto de celadores no lo vieran y terminara delatándolos. Zaniyah y Tepatiliztli enfundaron sus armas y se dirigieron al cadáver del carcelero. Tepatiliztli lo agarró por sus irregulares brazos, sin hacer muecas; Zaniyah lo sostuvo de sus piernas con el ceño fruncido y rechistando los dientes del asco- Repentinamente la criatura se convulsionó en sus brazos, y ambas mujeres dieron un respingo y lo soltaron. Zaniyah dio un gritito cuando uno de los tentáculos se le quedó pegado en el brazo. Se lo quitó de un manotazo y se alejó al ver al carcelero gruñir y escupir burbujas de sangre por sus fauces. 

—¡Matéenlo, matéenlo, MATÉENLO! —chilló Zaniyah mientras restregaba las manos contra la pared y se limpiaba la mucosidad que las ventosas le dio. 

Yaocihuatl intervino fugazmente invocando su lanza de plasma verde y cortándole la cabeza al carcelero de un tajo, para después patear el cuerpo y mandándolo a volar hacia el acantilado de la galería. Unos segundos después se oyó un tenue sonido sordo del cuerpo cayéndose y desparramándose en el fondo. 

—Allá —indicó Zinac, estirando un brazo y señalando unas compuertas dislocadas y medio caídas al otro de la enorme galería—. Allá está el Vestíbulo de Borgia. 

Uitstli oteó el panorama con una mirada; a su lado se le acercó Yaocihuatl y Tepatiliztli. El trío analizó el sitio con una rápida mirada, y descubrió lo infestado que estaba de estos carceleros con cabezas de tentáculos, algunos inmóviles y pareciendo custodiar la entrada. 

—Cuento al menos unos seis de estos cabrones —murmuró Xolopitli, divisando a todos los carceleros con la mirilla de su rifle. 

—Puede que hallan más —advirtió Uitstli, retrocediendo tres pasos—. Y no sabemos de lo que son capaces de hacernos. Mejor es no tentar a la suerte. 

—Aunque son fáciles de matar, según parece —comentó Xolopitli, alzando los hombros y haciendo un ademán de estar a punto de disparar su rifle. 

—Mejo no ponernos ludopatas —masculló Tecualli detrás suyo y haciendo que baje el arma.

—Ok, ok, solo bromeo —farfulló Xoloptili con una sonrisa dentada.

—Deja y me encargo de eso, hermano —dijo Tepatiliztli al tiempo que invocaba una flor de espinas en su mano derecha—. Con mi Tlamati puedo matarlos a todos sin moverme de aquí, uno a uno. 

—¿Puedes hacerlo incluso en materiales no orgánicos? —farfulló Yaocihuatl, el ceño fruncido. 

—He mejorado mi Tlamati en ese aspecto —La médica azteca se aproximó a la pared contigua del pasillo y posó la mano desocupada sobre la pared—. Además, parece que hay otros de estos bastardos tras las paredes. Puedo sentir sus signos vitales. 

—Muy bien —dijo Uitstli—. Adelante., pero hazlo sin hacer mucho ruido—Uitstli le hizo un ademán con la cabeza y retrocedió varios pasos. Lo mismo hizo Yaocihuatl, Xolopitli y Zinac. 

Con la flor de espinas girando en la palma de su mano, Tepatiliztli introdujo lentamente el objeto etéreo dentro de la pared. Una onda de color púrpura se expandió por toda la pared frontal, y después se esparció por los laterales de pared del pasadizo por los que caminoteaba uno de los carceleros, este último dirigiéndose rápidamente al umbral del pasillo angosto donde se escondía. La onda púrpura avanzó por la pared hasta alcanzar al carcelero. Tepatiliztli presionó su mano contra la pared, y del muro por el que pasaba el monstruo emergió una enorme espina que le atravesó la cabeza, matándolo al instante. 

Dentro de los rellanos que hacían de calabozos, Tepatiliztli sintió la presencia de más seres vivos, pero las energías de estos no concordaban con la de los carceleros. Eran más pasivos, y estaban estáticos. Recordando las palabras de su hermano, Tepatiliztli cortó por lo sano; presionó su mano a la pared, y cientos de espinas emergieron de los muros de esas prisiones, matando de cientos de puñaladas a los individuos que habían allí dentro. A sus oídos llegaron los alaridos interrumpidos no de los monstruos... sino de hombres.

La onda expansiva de Tepatiliztli siguió recorriendo de forma ininterrumpida toda la galería, matando a todos los carceleros de certeras apuñaladas de espinas en sus cerebros, o también cercenándoles la cabeza. Antes de que otro carcelero pudiera reparar en la muerte de su compañero y avisar a los demás, las espinas oscuras salían de las paredes y perforaban sus espaldas y sus cerebros. Sangre y sesos se regaron los muros y el suelo lleno de escombros, y se oyeron múltiples caídas de los cadáveres de estos monstruos. Desde el punto de vista de los Manahui, todos los celadores se desmoronaban al piso con agujeros en sus cabezas o decapitados, lo que les trajo un inmenso alivio. 

Pero ese alivio terminaría de repente sin que ellos lo notaran. Los carceleros que custodiaban las compuertas del otro lado del rellano se dieron cuenta de lo que ocurría, y antes de que la onda púrpura llegara hasta ellos, ambos jalaron de las palancas adheridas a las placas que colgaban de las paredes que tenían al lado. Las espinas púrpuras se les apareció de frente, asesinándolos en el acto, pero ya era tarde. 

Un terrible estruendo de metal crujiente rezongó en toda la galería, invadiendo a los Manahui con un susto de muerte que se convirtió al instante en un tráfago intenso en sus almas. Las rejas de los calabozos se deslizaron, desde las que eran de un solo cuarto hasta las que eran amplias salas, y de dentro de aquellos rellanos emergieron numerosos grupos de hombres, aztecas de piel oscura, cuerpos famélicos y vistiendo de harapos. Muchos de ellos teniendo expresiones de miedo, gimoteaban entre sollozos y se movían reptando por las paredes... pero otros tenía muecas de sed de sangre, gruñían con rabia y corrían de un lado para otro. 

Tepatiliztli se separó de la pared y e invocó su lanza. El grupo azteca se mantuvo alerta ante la infestación de los pasadizos por estos encarcelados, sus corduras idas hace cientos de años ya. Eran tantos que atiborraban los caminos, y permitía que los carceleros monstruo se ocultaran entre ellos. Un dúo de estos aztecas se acercó trotando hacia los Manahui, y se dieron cuenta que empuñaban cuchillas de hueso en sus manos... cuando se abalanzaron hacia el grupo de un salto, y gritando horrorosamente. 

Zaniyah dio un gritito de espanto. Uitstli los empujó a ambos con su escudo, y los famélicos hombres chocaron con la pared. Tepatiliztli y Yaocihuatl los remataron atravesándoles las espaldas con sus lanzas.

Y así, la sala se llenó de ruido y entró en caos. 

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ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯

|◁ II ▷|

—¡AVANCEN, RÁPIDO, RÁPIDO! —vociferó Uitstli al tiempo que Zinac se ponía de espalda suya y disparaba su rifle de asalto, matando al instante a cinco aztecas enloquecidos que venían corriendo por el pasadizo. 

El grupo rápidamente entró en formación de hilera india y comenzó a abrirse paso por el atestado pasillo de aztecas salvajes. Xolopitli se trepó al hombro de Uitstli y, desde allí, disparó sin cesar su fusil de cuatro cañones, matando de disparos en la cabeza a múltiples aztecas enloquecidos. En la delantera de la fila, Uitstli empujaba a grupos enteros de la horda con su brutal fuerza, tirando a varios de ellos hacia el acantilado. Tecualli empleaba su magia telequinética, de tal forma que al agitar su garrote, aplastaba al piso o lanzaba al acantilado a varios de los aztecas salvajes, protegiendo así a Uitstli en sus posiciones más vulnerables al estar avanzando por un lugar tan angosto. 

Recorrido ya la mitad del camino, los Manahui dejaron tras de sí rastros de incontables cadáveres. La intensidad del escenario, sumado por el huracán de ruidos de disparos, de bramidos inhumanos y de pisadas corriendo por todos los lares, hicieron que Zaniyah perdiera por momentos el equilibrio de su propio cuerpo y se ralentizara, dejando el grupo atrás. Un azteca salvaje la notó, y rápidamente corrió hacia ella. Al tenerla cerca la arremetió con un cuchillazo... pero Zaniyah tuvo tiempo de reaccionar a tiempo; esquivó el tajo, barrió el suelo de una patada, y una vez el azteca salvaje estuvo en el piso, Zaniyah lo remató con un espadazo en su pecho. 

Pero por culpa del breve mareo que sufrió, Zaniyah no reparó en el segundo azteca salvaje que se abalanzó hacia ella. De un tajo la atacó, y el cuchillo de hueso le abrió un profundo corte en su hombro y antebrazo. La muchacha dio un alarido y retrocedió. 

—¡¡¡ZANIYAH!!! —chilló Yaocihuatl, impulsándose hacia ella y asesinando al aztecas salvaje cercenándole la cabeza con su lanza de plasma, para después dar una patada al cadáver y empujarlo contra el resto de hombres enloquecidos, los cuales cayeron como bolos. Tomó por el brazo a Zaniyah y se la llevó consigo, sus ojos horrorizados de ver su brazo empapado de sangre. 

Xolopitli saltó del hombro de Uitstli a las barandas, y desde allí disparó con su rifle a los aztecas ferales que seguían atiborrando el camino hacia las compuertas. En el proceso el Mapache Pistolero notó la silueta de un carcelero; apuntó hacia él, pero antes de poder apretar el gatillo, de la lámpara del pulpo humanoide salió disparado una ráfaga de electricidad verde que lo golpeó y lo paralizó. El nahual mapache trató de moverse, pero no pudo, y eso hizo que cayera al precipicio. 

—¡XOLOPITLI! —profirió Zinac, el corazón encogiéndose del horro. De su espalda emergió un ala de murciélago, la cual se estiró y se enroscó sobre el cuerpo del nahual mapache, evitando así que la oscuridad del fondo la engullera. El nahual quiróptero vio de soslayo a los aztecas salvajes acercarse a él mientras perseguían a Zaniyah y Yaocihuatl. Dejó el rifle a un lado con tal de no dispararle a las chicas por accidente, y decidió usar otra habilidad: abrió su boca y, de su garganta, disparó una ráfaga sónica en forma de un chillido de murciélago, con el cual abatió y tiró al suelo a los aztecas salvaje al tiempo que jalaba su ala y devolvía a Xolopitli a la superficie.

Tecualli tiró al acantilado a una fila entera de aztecas salvajes con una esgrima de su garrote. Uitstli apareció a su lado, sudoroso en todo su musculoso cuerpo. Los aztecas salvajes que estaban en el suelo se reincorporaron, y se abalanzaron hacia él. Uitstli apretó los labios y dio un pisotón a la tierra, lo que liberó una serie de picos de piedra que empalaron a los hombres ferales. El guerrero azteca los remató con veloces estocadas en sus cabezas, y los prisioneros cayeron muertos al piso o al precipicio. 

—¡UITSTLI, CUIDADO! —chilló Tecualli sin previo aviso. 

Uitstli se dio la vuelta y su pecho recibió el impacto de una ráfaga eléctrica verde que lo paralizó. Tecualli flotó en el aire y trató de quitarle aquel estado empleando su magia, pero nada más entrar en contacto con las corrientes, el nahual brujo fue empujado brutalmente, atravesó una pared y desapareció tras crear un agujero con su impacto. 

El pulpo humanoide se aproximó a Uitstli corriendo rápidamente. El guerrero azteca trató de librarse de la cárcel eléctrica, pero al intentar mover su cuerpo, punzadas de agujas finas atravesaban su piel y su carne, manteniéndolo inmóvil donde estaba. Uitstli sintió un vahído de miedo al ver al carcelero ponerse frente a él y sacar de sus fauces una larga pinza. La aplanadora del miedo arrolló su corazón, y la ansiedad se disparó por los cielos.

Y justo cuando la pinza se extendió, Uitstli empleó el Tlamati Nahualli del fuego de Mictlán, lo que liberó una onda expansiva de fuego que destruyó su parálisis eléctrica. El carcelero retrocedió, aturdido, y Uitstli le propinó un salvaje puñetazo en su cabeza que provocó que su cerebro y sus tentáculos explotaran y fueran pulverizados por las llamas.

Un azteca salvaje se le apareció por detrás y estuvo a punto de apuñalarlo por la espalda, hasta que fue empujado por el garrote mágico de Tecualli. El nahual brujo emergió del agujero de la pared, e intercambió una mirada fugaz con Uitstli, para después ambos mirar hacia las compuertas que estaba a pocos metros de ella. 

—¡¡¡VAMOS, VAMOS!!! —chilló Uitstli, recogiendo escombros del suelo y transformándolos en su lanza y su escudo de piedra. 

El líder del grupo avanzó hacia las compuertas, empujando a los aztecas salvajes al acantilado o aplastándolos contra las paredes. Tecualli lo siguió detrás, y empujó con su garrote a los ferales que trataban de ponerse de pie, arrojando a varios de ellos a las chimeneas para que ardan vivos. Zinac los siguió detrás, con un aún inmóvil Xolopitli bajo su brazo, empleando sus alas de murciélago para matar a todos los salvajes que se le interpuso en el camino y dejando paso libre para Tepatiliztli, Zaniyah y Yaocihuatl.

Uitstli derrumbó las compuertas de una patada y se metió con gran apuro en el rellano. Tras el vino el resto del grupo, todos tropezándose y por poco cayendo al piso. Tecualli esgrimió su garrote mágico y, justo antes de que los aztecas salvajes entraran en manadas incontrolables, invocó una pared de aura verde que sirvió como tapón entre ellos y aquella horda. Tras eso se acercó a la puerta y, de un martillazo en el suelo con su arma, despidió una onda de choque que empujo a todos los aztecas salvajes al acantilado. 

La pared verde etérea se deshizo, y los Manahui tuvieron un momento de suspirar de alivio al ver que ya no había ningún enemigo esperándolos al otro lado. El ambiente se tornó finalmente tranquilo para el equipo, quienes se tiraron al suelo para poder relajarse y analizar el vestíbulo donde se encontraban. No obstante, al cabo de unos veinte segundos de descanso, oyeron lentas pisadas venir del umbral, y de nuevo se pusieron en alerta.

Pero cuando se dieron la vuelta para encarar al nuevo peligro... se dieron cuenta que era uno de los aztecas pacíficos, con sus brazos alzados en gesto de rendición. Gimoteaba de pavor, y en su rostro tenía facciones de miedo indescriptibles. El azteca se quedó quieto, lo que les permitió a los Manahui ver las incontables cicatrices que tenía en todo su cuerpo desnutrido.

—P-por favor... —sollozó— S-sálvenme... D-díganle... a nuestra Madre Luna... que nos salve de la tiranía...

A pesar de la desconfianza y el sentido de peligro, el grupo se sintió diluido por las palabras cargadas de trauma de aquel pobre diablo. El prisionero cerró los ojos e hizo una meuca de dolor intenso e interno. Su alma estaba ya lejos de toda salvación, y solo podía existir para sufrir. Lloró sin moverse de su posición, y siguió repitiendo esas mismas palabras de suplicar la salvación una y otra vez...

Hasta que de repente recibió una bala en la cabeza y cayó muerto al piso. 

Los Manahui voltearon sus cabezas y vieron a Zinac bajar su rifle y dejarlo en el suelo. Uitstli lo miró con sagacidad y prejuicio, y Zinac le devolvió la mirada con más perspicacia.

—¿Qué? —sacudió la cabeza— Tú lo dijiste. Mejor no tentar a la suerte.

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|◁ II ▷|

Con montañas de escombros taponando los umbrales de los pasillos de cada extremo del rellano (cascajos que Tecualli desmoronó de las paredes con su magia telequinética), el grupo ahora sí se sentía seguro estando dentro de las cuatro paredes de este vestíbulo. 

Siendo un habitáculo que se asemejaba mucho a una sala de rezo, los Manahui no tuvieron complicaciones para acomodarse a él. Las graderías estaban todas desordenadas, sillas tiradas al miso, bancas destrozadas en cientos de pedazos, los peristilos agujereados y algunos partidos por la mitad, las naves laterales inundadas de escombros con sus paredes abiertos con grandes agujeros, y los ventanales de los triforios y claristorios vueltos trizas y revelando sus habitaciones interiores. Al fondo del pasillo de la nave central se encontraba otras dos compuertas, estas selladas con múltiples tablones y cadenas, y en la parte superior de su dintel leyéndose un garabato azteca que rezaba "La luna ha sido conquistada por la ramera". 

Zinac sacó de su bolso negro un plato de pozole envuelto en plástico, su caldo revuelto por dentro luego de ser agitado en la maratón que tuvo que sufrir hace unos minutos. Zaniyah encendió con una chispa de sus dedos la chimenea que estaba en la capilla y que aún había madera en ella, y calentaron el plato de pozole luego de quitarle el plástico. Tepatiliztli hizo uso de su magia de flores para generar pedazos de madera y así mantener viva la llama. Luego de dos minutos lo extrajeron, y Tecualli empleó su Tlamati Nahualli para multiplicar el plato de caldo en siete platos calientes.

Todos comenzaron a comer, algunos con hambre y otros con desánimos. Tepatiliztli ni tocó su plato; su preocupación fue Zaniyah y la herida de su brazo. La analizó con una mirada mientras que Zaniyah comía su caldo, y al hacer uso de su Tlamati de flores para meter raíces dentro de la herida (lo que hizo que Zaniyah gruñera de dolor), Tepatiliztli apretó los labios y suspiro. 

—Te han intoxicado, Zaniyah —advirtió, lo que le sacó una expresión de sorpresa ingrata a Yaocihuatl y a Uitstli mientras ellos comían.

—¿Q-qué...? —farfulló Zaniyah, dejando de comer su pozole— ¡¿O-otra vez?! 

—No es tan grave como el veneno de Chiachuitlanti. Tal parece que esos cuchillos de huesos están imbuidos de veneno —Tepatiliztli invocó una flor de luz gris en su palma. La aplastó cerrando la mano en un puño, y después regando escarcha plateada sobre el plato de caldo de Zaniyah—. Bébete el pozole con este antídoto. Es Itztuahyatl, para la intoxicación.

—Solo espero que no me cambie el sabor del caldo —murmuró Zaniyah, dando una cucharada al caldo y frunciendo de sobremanera el ceño—. ¡Agh, tía Tepatiliztli! ¡Ahora sabe feo!

—No hables y sigue comiendo, señorita —le ordenó la médica azteca, al tiempo que, con un algodón y alcohol, comenzaba a limpiar la sangre de la herida de Zaniyah.

—Pero va a estar bien, ¿no? —inquirió Yaocihuatl, la mirada preocupada.

—No te preocupes, hermana. Lo va a estar. 

Tepatiliztli no reparó mucho en la emoción con la dijo sus palabras al estar concentrada en aplicar los primeros auxilios, pero Yaocihuatl si lo notó, y se sintió halagada cuando la llamó hermana.

Parpadeos de luz blanca se filtraron por las claraboyas y los otros ventanales de este templo interino del castillo, iluminando brevemente las penumbras de la nave central  donde estaban sentados, así como las naves centrales. Las intensas lloviznas entraban por los agujeros del techo, empapando de forma incesante el crucero, las paredes de los triforios y los de los deambulatorios. Los vientos silbaban filtrándose por el techo igualmente, trayendo consigo un terrible y congelante frío. Los Manahui se acercaron más a la fogata del absidiolo para buscar su calefacción luego de terminar de comerse los pozole. 

El silencio de toda la galería era interrumpido por los eternos coros singulares de la voz femenina. Cantando con aura enigmática, y transmitiendo arabescos de inseguridad a todo el grupo, haciéndoles creer que eran siendo observados bajo las penumbras de los pisos superiores del edificio. Para ese punto Tepatilizli ya terminó de limpiar y vendar el brazo de Zaniyah, y esta fue la última en terminar de comer su caldo. 

—Deberíamos montar guardia, ¿no creen? —sugirió Yaocihuatl, las manos sobre sus rodillas arrejuntadas. Miró su derredor—. Si este va a ser nuestro lugar de operaciones por las siguientes horas. 

Uitstli asintió con la cabeza y se volteó hacia Zinac, pero antes de poder fijarse en él, este ya estaba parándose con su rifle de asalto en sus brazos.

—No hace falta que lo digas —afirmó el nahual quiróptero, y se colocó en la retaguardia del grupo, poniéndose en modo vigilante. 

—Yo también me ofrezco, qué carajos —anunció Xolopítli, tomando su fusil con una mano y reincorporándose.

—No, tú no —espetó Tecualli—. Aún puedes sufrir convulsiones por lo de la paralización.

—Pues yo no veo que Uitstli las ande sufriendo —Xoloptili señaló al mencionado con un brazo.

—Porque es el más fuerte de todos, ¿por qué más lo crees?

—He sufrido peores cosas que un simple electrochoque —el Mapache Pistolero alzó su rifle con sus dos manos—. Además que tengo autoregeneración. Déjame ser, ¿quieres?

—Pero...

—Tecualli —exclamó Uitstli, la mirada seria. El nahual le devolvió la mirada, consternado—. Déjalo que haga vigía también.

Tecualli apretó los labios y al final desistió. Xolopitli le dedicó una última mirada mezcla de orgullo y culpa, y se colocó al lado de Zinac, ambos exjefes de los Tlacuaches haciendo la alusión de pertrechar al grupo con sus solas presencias. 

El silencio reinó en la estancia. Nadie dijo nada, ni siquiera intercambiaron miradas; todos estaban concentrados en recibir la mayor calefacción posible de la fogata improvisada (con Tepatiliztli generando de sus manos raíces de madera para evitar que el fuego sea apagado por los vientos). Yaocihuatl lanzó una mirada de soslayo al bolso de Zinac, y se lo quedó viendo con extrañeza,

—¿Cuánto tiempo pretenderemos descansar aquí? —preguntó.

—Es solo acomodarnos al itinerario —explicó Uitstli, su mirada fija en el danzarín fuego de la chimenea—. En unas horas planearemos nuestro siguiente paso, y reemprenderemos la marcha. 

—Quetzal nos dio entre veinticuatro a treinta y ocho horas para poder cumplir la misión —insistió Yaocihuatl—. Si no cumplimos con lo que nos dijo, no nos considerara dignos de luchar contra Omecíhuatl a su lado. 

—Eso es ridículo —protestó Zaniyah—. ¿Acaso entonces mi lucha contra Miquiztak no cuenta o qué?

—Y todas nuestras luchas que tuvimos luego de la caída de Tenochtitlan en los años mil quinientos —corroboró Tepatiliztli, igual de molesta que su sobrina—. Eso sin contar que derrotamos todos juntos al chingado Duque Aamón en la Segunda Tribulación. ¿Acaso eso él no lo considera digno?

—Yo solo digo —farfulló Yaocihuatl, acercándose a Uitstli hincando una rodilla, sus preocupados ojos fijos en el pensativo guerrero azteca—, que no podemos estar perdiendo el tiempo de esta forma. Si no nos adherimos a lo que Quetzal nos dijo, entonces perderemos credibilidad ante él. 

La mujer guerrera y el resto de los Manahui esperaron respuesta inmediata de él. Uitstli respondió con el pesaroso silencio, la mirada ensombrecida de la severidad, una seriedad tan abrumadora que hizo que Yaocihuatl se sentara de nuevo y que los demás del grupo bajaran sus miradas en gesto solemne y embarazoso. Relámpagos azotaron los cielos e iluminaron brevemente el rellano de la iglesia. El murmullo de la llovizna chocando contra el suelo convertía la atmosfera en una más austera para la reflexión. Uitstli respiró hondo y exhaló. Alzó la cabeza, y la oscuridad de su rostro se marchitó, revelando una mirada nostálgica en él.

—Luego de la caída de Tenochtitlán —comenzó a hablar, su voz áspera y algo cansada—, y de que rescatara a Zaniyah luego de que sus padres murieran a mano de los Españoles, Tzilacatzin y yo estuvimos vagando por el resto de las Atlepetl que no fueron conquistadas por los Españoles aún. Tzilacatzin tenía un amor profundo hacia su pueblo, tanto así que haría lo que fuera por ellos, incluso si significaba ser un tirano. Nunca estuve de acuerdo con su forma de pensar, y siempre le dije que no podíamos pensar solamente en nuestro pueblo, sino en los demás. Eso... —Uitstli paseó su melancólica mirada hacia todos los miembros de su familia— tuvo la consecuencia de que los pueblos conquistados por los aztecas se aliaran con los Españoles.

>>Tzoyectzin y Temoctzin no pudieron seguirnos en nuestra huida, y cuando pudimos llegar al lugar donde ellos nos indicaron con mensajes en árboles, los Españoles ya lo habían arrasado. Torturaron y ejecutaron a los dos mejores amigos de Tzilacatzin, y eso lo cambio para siempre. Y a mí igualmente —Uitstli miró de reojo a su hija—. Para ese entonces Zaniyah tenía unos cuatro o cinco años, y desarrolle un vínculo con ella. Quería protegerla... incluso de mi maestro. 

Hizo una breve pausa. Se pasó una mano por su bigote y carraspeó. Los demás pudieron notar lo difícil que le estaba siendo contar esta historia. 

—Tzilacatzin terminó sucumbiendo a su propia delirio mental —su confesión no pasó desapercibida para ninguno, tanto así que hasta Zinac y Xolopitli se dieron la vuelta con expresiones de sorpresa sutil en sus rostros—. Estar sobreviviendo en los bosques por dos años, y ser cazado por los Españoles y otros pueblos día y noche, drenó su fortaleza. El valiente hombre que una vez me enseñó lo esencial para ser un grandioso guerrero... se convirtió en un hueco, una sombra del hombre más temido por los Españoles. 

>>Llegó al punto en que él pensó que estaba haciendo un trato con los Españoles a sus espaldas para así entregarlo. Una noche me despertó,  me dijo que íbamos a cazar, y cuando me llevó a una colina, me horrorice... al ver a Zaniyah inconsciente en el suelo —la descripción del escenario dejó mudos del miedo y la estupefacción a todos los Manahui. En especial Zaniyah, quien por primera vez escuchaba esta anécdota donde ella estuvo presente—. Allí me lo confesó todo. Me dijo que desconfiaba de mí, y que me mataría a mi y a Zaniyah. Yo lo persuadí para tranquilizarlo, diciéndole que bajara la Macuahuitl, y que aún podíamos... salir de esto —la voz de Uitstli se destronó, y sonaba ahora a medio cabal entre el sollozo y el quejido afligido—. Yo... me acerque lentamente a él... y cuando bajó la guardia... fue allí cuando le clave mi cuchillo de obsidiana en el pecho. 

Muchos abrieron sus bocas y la perplejidad se impregnó en sus semblantes. Zaniyah se llevó una mano temblorosa al rostro traumado. Uitstli apretó un puño y se limpió las lágrimas con el dorso de la mano. 

—Tzi... Tzilacatzin murió, pero sus ideas se quedaron conmigo. Él tenía razón, en todo. Cuando nos volvimos a reunir —clavó sus  ojos tristes sobre Tepatiliztli y Yaocihuatl—, nosotros seguíamos atañidos a las ideas del viejo mundo azteca. Eso ya no era así. Tuvimos que adaptarnos al nuevo mundo, pero él... él se adaptó demasiado rápido —se pasó una mano exasperada por el cabello rojo—. Esto sucedió de nuevo con la Segunda tribulación, y ahora con la guerra contra Omecíhuatl. Nuestro mundo siempre cambia, y nos adaptamos al nuevo mundo, haciendo lo que sea para poder sobrevivir. Somos supervivientes. No importa lo que hallemos en este castillo, nosotros lucharemos nuestro camino hacia la emancipación. Esta es nuestra vida, esta es nuestra forma de vivirla. Y nos decimos a nosotros mismos... —Uitstli se quedó boquiabierto por unos segundos de silencio. Su mirada se volvió filosa y determinada— que somos... la Sangre del Valhalla.

Un trueno azotó el tempestuoso firmamento, y las luces parpadeantes resplandecieron las penumbras con gran potencia. Tepatiliztli y Yaocohuatl se quedaron cabizbajas; Zaniyah se quedó viendo a su padre, entre la sorpresa y el horror; Tecualli y Xolopitli se quedó viendo al guerrero azteca con gran respeto, y Zinac analizó a Uitstli con una mirada asertiva.

—No lo somos —dijo Zinac, la voz reflexiva al igual que su mirada bajo su casco de murciélago. Uitstli intercambió la misma mirada asertiva que él, y asintió con la cabeza.

—Sí... No lo somos.

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|◁ II ▷|

Dentro de una oscura y desconocida morada ubicado en un lugar inhóspito e inexistente en el interior del Ilhuícatl, una silueta vagamente humanoide se encontraba sentado en un alto trono con un espaldar de espinas, cada una refulgiendo en sus puntas como estrellas muertas en el vacío negro. 

La sala en penumbras era inundada por neblina blanca, densa y perezosa, que se movía en el espacio negro y liminal de la morada. El aura de maldad se transpiraba a través de aquella neblina, la cual de vez en cuando parpadeaba de color rojo o negro cual bola de disco. Aquellos leves resplandores que emitían la neblina parecían provenir de los amplios y lejanos muros, los cuales estaban atiborrados de sarcófagos negros y rojos, todos ellos sellados. Regados por el suelo se podía llegar a divisar, de forma muy poco clara, se encontraban objetos de hierro con forma de herraduras y con un conejo incrustado en su centro, la gran mayoría de ellos hechos trizas y formando montañas de cascajos junto con cientos de huesos humanos. En las paredes también se alcanzaban a ver restos de cuadros, algunos de ellos pudiéndose distinguir partes del cuerpo de una deidad lunar con orejas de conejo. 

La densa neblina emergía de uno de los sarcófagos, el más grande de toda la morada. Apoyado sobre la pared e inclinado hacia delante, medía más de dos metros de alto y tenía labrado en su superficie de hierro símbolos de garras y emblemas de hueso con formas de cráneos humanos. De los resquicios de aquel sepulcro emergía la neblina parpadeante, la cual se hacía más densa y más veloz. La compuerta de la tumba empezó a convulsionar, temblando sobre sí mismo hasta el punto en que sus bisagras y sus tornillos se desencajaron... y la puerta salió volando para el techo, chocando contra y está para último caer sobre una montaña de escombros, aplastando emblemas y huesos por igual.

El ensordecedor estruendo acalló a los dos segundos, y el sarcófago quedó totalmente abierto, con una penumbra negra en su boca de la cual salía todo el humo. Hubo diez segundos de quietud total, hasta que, muy lentamente, comenzó a emerger de la boca negra de la tumba una huesuda mano blanca con dedos rojos sangrantes. 

El brazo entero, blanco y revestido con un armazón de endoesqueleto, crujió en el aire antes de posar la mano sobre el borde del sarcófago. Otro brazo surgió de la negrura del umbral, rechinando en el aire para después plantar sus dedos sangrantes en los bordes. Pausadamente, una cabeza emergió de la penumbra de la tumba; con la forma de un yelmo blanco con visera negra que cubría su rostro, una gruesa y sangrante línea roja que recorría la mitad de su rostro y cuatro pequeñas antenas filosas, estaba hecho de huesos endurecidos, y parecía tener sus ojos colocados en sus mejillas. 

La criatura salió del sarcófago, emitiendo gruñidos viscerales y crujidos de huesos imparables en el proceso. Su unidimensional cuerpo rojo cayó al piso con un sordo sonido chapozante. Sus brazos y piernas se movieron en ángulos imposibles, emitiendo horridos crujidos de huesos en el proceso. Una vez se reincorporó, la criatura humanoide comenzó a caminar, primero cojeando, y después dando zancadas cruzando las piernas como si fuera una mujer. 

En su recorrido hacia el trono, su extraño e incomodo cuerpo rojo fue adoptando una apariencia de armadura blanca de una pieza, hecha de huesos que emergían de su propia carne. De sus muñecas se abrieron huecos, y de ellos salieron larguísimas y filosas garras negras de más de cincuenta centímetros de alto que alcanzaron su cabeza. Sus pies se convirtieron en altos tacones, y con la punta de estos aplasto con gran saña los cráneos humanos y los objetos con forma de conejo. Al pasar cerca de la pared donde aún había unos cuadros de la deidad Metztli intactos, aquella mujer monstruo agitó una mano frente a ellos, y sus larguísimas garras despidieron un torbellino de cortes que hizo añicos los cuadros y dejó cientos de cortes sobre la pared. 

Al llegar a su trono, la criatura femenina miró de soslayo el esqueleto que estaba sentado sobre su trono. Era tan alto como ella, con su cráneo teniendo los endoesqueletos de dos largas ojeras y reposando, sobre su regazo, un gran objeto de piedra con la forma de media luna. La mujer monstruo agarró el esqueleto por su cráneo y lo arrojó al suelo, donde se deshizo en cien partes y la losa de piedra se quebró en mil pedazos. Se sentó sobre el trono y, con un agite de su mano de derecha, desplegó una serie de burbujas carmesíes que, cuales cámaras de vigilancia, comenzaron a reproducir vídeos de aquella perturbación que la despertó. 

Lo que vio la dejó anonadada. Un grupo de guerreros aztecas atravesando las primeras salas de cárceles del Ilhuícatl, matando a todos sus Comegenes y a los prisioneros salvajes por igual. Sus cuatro atentos ojos observaron, con gran detalle en la imagen, los rostros de los siete intrusos, y sus caras se quedaron grabadas en sus memorias. Sus ojos se fijaron en otra de sus burbujas rojas, y en ella vio, en tiempo real, a este mismo grupo levantándose luego de un pequeño descanso, para después empezar a analizar un mapa y a planear su siguiente movimiento. 

La mujer monstruo... no, aquella diosa bestial, miró de soslayo el cráneo de la deidad Meztli y sus cuatro ojos se desencajaron de la perplejidad y de la rabia divina. Agitó su mano izquierda, y sus largas garras brillaron, despidiendo múltiples cortes que bifurcaron en cien piezas el cráneo de Meztli. A pesar de la perpleja furia interna, la diosa monstruo no se dejó llevar por esa sensación de vahído. Cruzó las largas piernas y bajó el brazo, recogiendo una copa de cristal del suelo y metiendo uno de sus dedos adentro; una gota de su sangre bastó para rellenar el vaso entero con líquido rojo. 

A pesar de no tener la capacidad para hablar, su gesto corporal fue suficiente para ella decir que estaba preparada para torturar a sus nuevos visitantes. 

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|◁ II ▷|

Tras un par de horas de descanso con vigilancia constante de Zinac y Xolopitli, los Manahui Tepiliztli se despertaron y, arrejuntados alrededor del mapa, empezaron a idear planeas para su siguiente movimiento en el castillo. 

Según los detalles proporcionados por Quetzalcóatl, Xipe Tocih y el resto de dioses fueron encerrados en los calabozos subterráneos de la fortaleza. O eso es lo que él recuerda, pues confesó que no tenía muchos conocimientos sobre lo sucedido en Mexcaltitán. Todos juntos analizaron el mapa, escudriñando cada esquina de sus compleja estructura en planos para averiguar donde se encontraba esos calabozos bajo tierra. Al cabo de menos de dos minutos, Yaocihuatl fue quien apuntó el lugar colocando su dedos sobre un cuadrilátero superpuesto a otro, un rellano que tenía por nombre "Mazmorra de los Herejes" y que, según su nota de pie de página, era la única habitación subterránea de todo el castillo. 

Con aquel valioso dato en mente, los Manahui se gastaron los siguientes cincuenta minutos estudiando todos los caminos existentes hacia la mazmorra. Tecualli empleó su Tlamati Nahualli y creó siete copias del mapa, con tal de que, en caso tal de que se llegaran a separar, cada uno tuviera esta guía con la cual poder encaminarse por su cuenta hacia la Mazmorra de los Herejes. En esos cincuenta minutos de intenso estudio se acrecentó el miedo de los Manahui por lo desconocido; hasta este momento, el ambiente los había inmerso tanto en las penumbras de un lugar divino desolado que, por activos o por pasivos, sus mentes se imaginaban las peores situaciones posibles. 

Hubo un breve momento de silencio y cada uno dejó de ojear su mapa. Se sentían listos, pero el miedo los detenía a emprender la marcha y guiar al grupo. Uitstli, en su obligación como líder del grupo, enrolló su mapa y se lo guardó bajo su taparrabos marrón, se puso de pie y encaró al grupo con su mirada llena de coraje.

—Llegó la hora —anunció. Extendió ambos brazos, y en sus palmas apareció, de la broma, su lanza y su escudo de piedra—. Vamos. 

Todos se reincorporaron del suelo y alistaron sus armas. Uitstli avivó la marcha, siendo él quien iba más adelantado, pero con Zinac y Xolopitli caminando a cada lado suyo, Yaocihuatl y Tepatiliztli más atrás de ellos, y por último Zaniyah y Tecualli cubriendo la retaguardia. El grupo azteca se dirigió con pasos directos y miradas predispuestas hacia la compuerta que se encontraba al fondo de la nave central de la iglesia, sellada con tablones y con el lúgubre refrán pintado en el techo, como si fuera una indicación de peligro para todos aquellos que, una vez en tantos eones, se iban a enfrentar a lo que fuera que estuviera detrás de estas puertas. 

Una vez frente a las compuertas, Uitstli y Zinac quitaron los tablones uno a uno lo tablones con sus manos. Estruendos de tornillos y de astillas cayendo al suelo, junto con el de las tormentas, hicieron estremecer de pavores leves al resto de los Manahui. Cuando el último tablón cayó Xolopitli realzó su rifle, Tecualli agitó su garrote, Tepatiliztli y Yaocihuatl esgrimieron sus lanzas y Zaniyah dividió su espadón en dos sables. Zinac retrocedió cinco pasos y levantó su fusil de asalto. Uitstli colocó las manos sobre los picaportes, y antes de moverlas miró por encima del hombro a su grupo, listos para lo que fuera que estuviera tras el umbral. Quien le dio el aviso fue Zinac, asintiendo con la cabeza dos veces. 

Uitstli apretó los labios y gruñó cual guerrero listo para atacar. Giró los picaportes, y abrió las puertas de par en par. 

Y al otro lado del umbral no los esperaba otro rellano, un pasillo o siquiera una gruesa penumbra. Nada de eso. Lo que los esperaba del otro lado... era un vórtice de arabescos rojos que giraba cual agujero en el mar, creando la ilusión óptica de estar engullendo la luz de la recamara. 

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ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯

|◁ II ▷|

Los Manahui rápidamente se colocaron a la defensiva, con Uitslti a la cabeza alzando su escudo y su lanza. Hubo silencio por un breve lapso, para después ser interrumpido por un ruido blanco similar al de una televisión sin señal. Vetas rojas como tentáculos empezaron a extenderse por las paredes como pinturas, poniendo más nervioso al grupo azteca y forzándolos a retroceder todavía más. Xolopitli y Zinac estuvieron a punto de dispararle a la boca del vórtice, presos del pánico, pero antes de poder apretar el gatillo...

Fugaces rayos negros emergieron del portal más allá del umbral, capturándolos a todos en prisiones telequinéticas que, de un chasquido sordo, drenó todas sus energías. Los Manahui perdieron la conciencia, se desmoronaron al piso como muñecos sin vida, y sus mundos quedaron sumidos en una silenciosa oscuridad perpetua.

Un tiempo indeterminado después la dimensión oscura se convirtió en una sala de tortura. El inconsciente Uitstli se encontraba en ella, tirado en el suelo cual trapo sucio. El guerrero azteca abrió de par en par los ojos, se reincorporó de un salto ágil y miró su derredor. Hubo un momento de silencio, y el horror aplastó el corazón de Uitstli al ver las doncellas de hierro, las tablas con sierras y tantos otros instrumentos de tortura medieval regados por la siniestra sala. 

—¿Zaniyah? —farfulló, y su voz sonó como un eco que resonó en todo el castillo. 


Zaniyah recuperó la consciencia al ser agitada por un aterrado Tecualli. El nahual brujo la puso de pie, y Zaniyah, con espadón en mano, se descubrió a sí misma de pie frente a un larguísimo puente que conectaba con un torreón, este iluminado por un faro de color verde. Zaniyah y Tecualli vieron sus espaldas, y se llevaron un susto de muerte al ver un tornado aproximarse peligrosamente hacia ellos,comiéndose en el camino grandes porciones de murallas y fosos del castillo. Ambos comenzaron a correr por el puente, Tecualli sobre los hombros de Zaniyah, y esta última dando poderosos impulsos que la hicieron recorrer grandes extensiones de un puente que... sin que ella se diera cuenta, no parecía acabarse nunca.

El minuto pasó, y ellos a duras penas pudo recorrer nada del puente, mientras que el tornado que los seguía de cerca ya se estaba devorando de a poco el torreón donde estaban. Zaniyah pudo sentir los gélidos y fuertes soplidos de la muerte silbando cerca de su cuello. La muchacha azteca chirrió los dientes, y sus piernas se envolvieron de torbellinos de flamas que aumentaron de forma masiva su velocidad. Pero incluso así, no pudo recorrer ni un solo metro de puente. Zaniyah se desesperó; por el rabillo de su ojo empezó a ver alucinaciones de brillos verdes con formas vagamente humanas que la marearon de horriblemente... y le hizo pegar un alarido desgarrador. 


Otras que se despertaron fueron Tepatiliztli y Yaocihuatl, ambas reincorporándose al mismo tiempo solo para después agarrarse la una de la otra y evitar caer por un negro precipicio. Se encontraban a las afueras de un extenso balcón, con dos titánicos tornados girando en frente de ellas. Las dos guerreras aztecas rápidamente corrieron por el peristilo, esquivando los escombros regados por el piso y evitando ser jaladas brutalmente por los cortantes vientos de la tempestad.

Llegaron hasta una compuerta, y Yaocihuatl la abrió de un empujón de su hombro. Las dos aztecas salieron... pero al exterior, al mismo balcón donde los dos tornados seguían dando espirales sobre sí mismos. La sorpresa y el miedo invadieron sus corazones, y sus pechos empezaron a agitarse del miedo al ver como los tornados se aproximaban el uno al otro. Las dos mujeres guerreras volvieron a trotar por el mismo recorrido, tropezándose en el proceso y haciéndose raspones. Volvieron a atravesar el mismo umbral...

Y de nuevo salieron al mismo balcón, los tornados rugiendo y dándoles la bienvenida. 


Xolopitli y Zinac, ambos ya liberados de la inconsciencia y entrados en acción nada más ver el lugar donde se encontraban, daban avanzadillas uno detrás de otros pegados a las paredes. Recorriendo un amplio pasillo doble lleno de urnas que se iluminaban con denso humo verde y estaba atiborrado de barriles, era un lugar idóneo para que sus enemigos pudiera asecharlos y emboscarlos. 

Y así lo fue. Un rayo verde salió despedido y camuflado por el humo verde, imperceptible a la vista. Zinac rápidamente protegió a Xolopitli desplegando un ala de murciélago, para después los dos apuntar sus rifles a un denso pelotón de Comegenes saliendo de los bordes de las paredes y de habitaciones de despensa. Junto a ellos vinieron un amplio ejército de aztecas salvajes, todos ellos empuñando cuchillos de huesos envenenados.

El primero de los prisioneros locos se abalanzó hacia ellos, y les siguió el resto de la manada. Zinac y Xolopitli apretaron gatillos y empezaron a llover balas sobre ellos. 


Con escudo y lanza en alto, Uitstli inspeccionó a detalle toda la sala de tortura, teniendo siempre cuidado en mirar su retaguardia. En todo su recorrido no paró de mascullar los nombres de los Manahui. Los mascullos pasaron a los gruñidos, y los gruñidos a los gritos con el pasar de los eternos segundos. La atiborrada y desordenada estancia apestaba a sangre y a carne podrida, y por todas partes Uitstli no paraba de ver inmundicias de cadáveres inundando la sala... pero que desaparecían tras el rabillo de su ojo. ¿Eran producto de sus alucinaciones? ¿Incluso el olor?

Lo peor de todo es que no podía hallar una puerta de salida. Intentó crear una rompiendo la pared, pero sus nudillos no lograron ni agrietar las paredes, por más fuerza que le aplicara. En uno de sus puñetazos salvajes, Uitstli oyó el silbido sordo de distintas doncellas de hierro abrirse de par en par. El guerrero azteca se dio la vuelta, y vio los cadáveres caídos. No pudo reconocerlos al principio, pero al acercarse... su corazón se encogió del miedo. 

Eran los cadáveres de su familia, todos ellos descuartizados, desollados y mutilados de dentro hacia afuera. Uitstli retrocedió, y su rostro fue invadido por el pavor absoluto. Sus ojos traumados alcanzaron a ver un último cadáver, siendo este... el suyo propio, pero con la informe apariencia de un jaguar antropomórfico. 

Este último levantó repentinamente la cabeza, y miró a Uitstli con ojos rojos refulgentes. El guerrero azteca pego un grito de guerra cuando el cadáver del Jaguar Negro se abalanzó hacia él. 


Yaocihuatl y Tepatiliztli perdieron la cuenta de todas las veces que recorrieron este mismo balcón. . Las dos guerreras intentaron escapar entrando por compuertas alternas, por postigos que llevaban a sótanos, e incluso tirándose de barrancos para llegar a otros pisos... pero no importaba que camino tomaban, siempre acababan en el mismo balcón. 

Los tornados seguían acercándose mutuamente, a nada de colisionar entre ellos. Llegó un punto del desespero que Tepatiliztli tomó a Yaocihuatl por su brazo, y le dijo que se detuviera. La guerrera azteca le reprochó con saña, gritándole en la cara con el desespero acumulado. Tepatiliztli respondió con la misma angustia, agarrando a Yaocihuatl por los hombros para detenerla de una vez por todas. La guerrera azteca, dominada ya  por la rabia, agarró a Tepatiliztli por el cuello y ambas empezaron a forcejar con gran violenta.

Y justo, los dos tornados chocaron y generaron una oleada de vientos que resquebrajaron el porche entero.


A punto de ser engullidos por el titánico tornado, Tecualli, asustado de ver a Zaniyah tan desesperada, empleó un poderoso empujón de su magia telequinética que los catapultó a ambos a lo largo del puente. El espacio liminal entre ellos y el otro lado  fue aplastado por la velocidad supersónica con la cual volaron y terminaron cayendo al suelo, rodando varias veces hasta chocar de espaldas contra una pared de bronce. 

El dúo de aztecas se reincorporó, ayudándose mutuamente. Observaron con detenimiento su derredor, hallándose ambos en una recamara de bronce y cobre en sus suelos y paredes. La habitación resplandecía gracias al imponente brillo del faro, lo que a su vez dejaba en un dantesco panorama los cientos de cadáveres de seres humanos, aztecas todos ellos... y vestidos con ropas de aristócratas. 

Zaniyah esgrimió su espadón doble y Tecualli agitó su garrote mágico, ambos preparándose para lo que fuera que estuviera aquí.


Zinac y Xolopitli culminaron la dura matanza de sus enemigos disparándoles ambos a la cabeza de pulpo de un Comegen. Los dos amplios pasillos quedaron atiborrados de cadáveres mutilados de aztecas salvajes y de humanoides pulpos. El putrefacto hedor de los cuerpos hizo arrugar la nariz a Xolopitli, y este le dijo a Zinac que avanzaran para poder salir por una salida que él se había memorizado del mapa.

Los dos exjefes de los Tlacuaches anadearon por los grandes pasillos, entre gimoteos de fatiga, hasta alcanzar las compuertas de madera. Zinac las abrió de una patada, y los dos invadieron la estancia cual equipo de elite, apuntando sus rifles hacia todos lados...

Y viéndose inmersos en una gigantesca biblioteca de enormes estanterías atiborradas de libros y manchados de pedazos de carne y sangre humana fresca. En lo alto de sus gruesos muros, Zinac y Xoloptili alcanzaron a ver, por la mirilla de sus ojos, el símbolo de Metzli colgando débilmente de distintos postigos. Y mientras que Xoloptili se puso a buscar una salida emergente de este lugar, Zinac se interesó en leer el contenido de los textos ensangrentados. 


En la sala de torturas, Uitstli forcejeó doloridamente contra su contraparte. El Jaguar Negro le arañó los hombros y el abdomen, mientras rugía y despedía baba sangrante por sus fauces. Su fuerza se comparaba a la suya, y por culpa del miedo que no paraba de asolarlo, Uitstli no pudo pensar bien sus habilidades, y fue dominado con gran brutalidad por su doppleganer. 

El Jaguar Negro lo estampó contra paredes, contra doncellas de hierro y contra distintos muebles de la estancia. Sus garras se enterraron en su cuello, y empezó a ahorcarlo lentamente. Uitstli trató de luchar su zafe, pero las fuerzas le menguaban. Y mientras era asfixiado, pudo ver, por el rabillo de su ojo, cuerpos desollados y frescos de personas con indumentarias distinguidas. Eso le hizo fruncir el ceño y darse cuenta con gran horror... 

Que eran los cadáveres de Dioses Aztecas.

El caos indomable de los tornados acompasó al forcejeo salvaje entre Yaocihuatl y Tepatiliztli, ambas totalmente perdidas en la desesperación. Los vientos engullían escombros y partes del balcón, lentamente acercándose a ellas. Trataron de jalarlas hacia la tempestad, pero la fuerza de ellas era más indómita. 

Tepatiliztli tuvo miedo de Yaocihuatl, y de que por culpa de esta riña volvería a perder a quien consideraba como su hermana. Es por eso que clavó su lanza al suelo, se sostuvo de ella y agarró a la médica azteca por su brazo entero, evitando así que ella sea jalada por el ciclón. 


Zaniyah y Tecualli inspeccionaron las dantescas hileras de montículos de cadáveres regados cerca de las paredes de bronce. El nahual brujo los identificó como aztecas de alta nobleza, pero no siendo de Tenochtitlán, sino de Xocoyotzin. Eran aztecas que habían nacido en los Nueve Reinos. 

Pero eso no fue lo peor. Lo peor lo descubrió Zaniyah, al ver como uno de estos nobles tenía una criatura con forma de pulpo, petrificada y que se sostenía en la cabeza de uno de estos nobles. Zaniyah emitió un quejido de sorpresa, y Tecualli quedó boquiabierto. Los carceleros del castillo eran nobles aztecas de Xocoyotzin.


Mientras que Xolopitli seguía en su intrépida búsqueda por una salida de la biblioteca, Zinac se quedó atrás, leyendo uno de los libros encuadernados que narraban de forma vaga un acontecimiento sucedido en la isla de Mexcaltitán. 

Zinac ensanchó los ojos del horror sorpresivo al instante de leer el nombre de Omecíhuatl, narrando que ella trató de deponer a Metztli como señora del Ilhuícatl, y que al esta negarse, envió a Tlazoteotl como verdugo para destronarla y ponerla a ella como su esfera de influencia en esta región divina. 

Unos segundos después oyó un estruendo de libros cayendo. Zinac tiró el libro al piso y rápidamente fue a socorrer a Xolopitli nada más oírlo chillar.


Uitstli estaba a nada de perder la consciencia por la asfixia del Jaguar Negro. A duras penas logró invocar una cuchilla de fuego de Mictlán en su mano, y con ella apuñaló de forma desesperada a su doppleganer. En su abdomén, en su pecho, en su cuello y por último en su cabeza. Pegó un alarido estridente, y aplicó todas sus fuerzas para arrancarle la cabeza a aquel muerto viviente. 

Se quitó el cuerpo decapitado de encima, y al instante se puso de pie. Miró su derredor, y vio algo por la mirilla de su ojo. Se dio la vuelta...

Y se topó a la Diosa de la Inmundicia a tres metros de él, afilando sus larguísimas garras.



Tecualli hizo a un lado a Zaniyah al notar una acechante sombra reptando por los adarves que rodeaban el faro verde.  Zaniyah la notó también, viendo que era una figura femenina que caminaba cruzando las piernas y agitando los brazos. De repente, el suelo fue agujereado por tajos invisibles, y Zaniyah y Tecualli se impulsaron para esquivarlo.

El dúo azteca contraatacó la sombra disparándole proyectiles de fuego anaranjado y verde. Los adarves explotaron en lluvias de escombros, pero la sombra desapareció. Para sorpresa de ambos, el monstruo femenino apareció detrás de ellos. Tecualli la atacó con un empujón telequinético, pero no hizo efecto en ella. La despiadada bestia fulminó a Tecualli con una andanada de tajos que abrieron cortes en todo su cuerpo, y aplastó al suelo de un pisotón, apuñándole el vientre con su tacón.

Zaniyah gritó con gran ira y atacó a la mujer monstruo de una feroz patada. La criatura femenina derrapó los pies por el suelo, y cuando Zaniyah estuvo a punto de arremeterla de un espadazo, ella lo esquivó y agarró a Zaniyah por el rostro. De un impulso se abalanzó contra una pared, y estampó bestialmente a la chica contra ella, haciendo que experimente el peor de los dolores


Del interior del tornado surgieron múltiples destellos blancos. Tepatiliztli y Yaocihuatl notaron aquellos resplandores por el rabillo del ojo, pero al darse la vuelta, fueron brutalmente embestida por la Diosa de la Inmundicia, sus manos agarrándolas por sus rostros y haciéndolas estampar por el portón del balcón.

Ambas mujeres guerreras acabaron entrando en una despensa, y tiradas contra unos jarrones que destruyeron nada más impactar. Las dos se reincorporaron con la ayuda de la otra, pero antes de poder invocar sus lanzas, fueron estampadas de nuevo contra la pared.

La Diosa de la Inmundicia empaló a Yaocihuatl contra el muro de una apuñalada de su tacón directo en su estómago, mientras que a Tepatiliztli la empujó al suelo, y la apuñaló contra el concreto extendiendo sus garras y clavándoselas en el vientre. Ambas mujeres gritaron desgarradoramente, y la sangre de sus vientres emanaron sin parar.


Zinac corrió hasta el segundo piso de la biblioteca, y en el zaguán de este se encontró a un moribundo Xolopitli siendo asfixiado por los dedos sangrantes de la Diosa de la Inmundicia. El nahual quiróptero atacó disparando su rifle, pero las balas fueron cortadas por tajos invisibles y dispersado su plomo por el piso. Trató disparando una granada del cañón inferior del fusil, pero este también fue cortado en dos.

Viendo como la vida de Xolopitli se iba ante sus ojos, Zinac empleó su forma de Camazotz y se abalanzó hacia ella. La Diosa de la Inmundicia desapareció de sus ojos, y reapareció detrás de él, un brazo extendido hacia abajo. De repente, una incesante lluvia de tajos acribillaron sin piedad alguna a Zinac, cortándole las alas y el resto de su cuerpo hasta devolverlo a su forma humana. Zinac vociferó, más de la sorpresa que del dolor.

La Diosa de la Inmundicia se abalanzó hacia él y lo atrapó por el cuello. Lo alzó a la misma altura que Xolopitli, y empezó a asfixiarlos a ambos.


Uitstli arremetió a la diosa de la Inmundicia generando breves terremotos con sus pisotones, tajos de sus espadas con cadenas y hachazos con su mazo de guerra, pero la mujer monstruo los eludía todos y cada uno con una mayor facilidad que lo hizo Huitzilopochtli hace ya semanas atrás. 

La deidad atrapó una de las espadas de fuego con una mano desnuda, y la destruyó con solo apretar los dedos. Uitstli se abalanzó hacia ella y la embistió con un doble puñetazo, pero la deidad pudo atrapar sus puños antes de que conectaran. La mujer monstruo solo necesitó de torcerle los brazos y hacerlo girar sobre sí mismo para confundirlo. El guerrero azteca se quedó sin aliento ante el brusco movimiento; no se podía explicar el como se sentía tan debilitado, a pesar de no haber gastado energías. Aún así, Uitstli volvió al ataque al darse la vuelta y abalanzarse a ella, esta vez invocando su hacha de guerra y arremetiendo de un amplio tajo...

Pero se detuvo cuando sintió algo atravesarle el pecho. Uitstli emitió un quejido ahogado, y sangre manó de sus labios. Bajó la mirada, y se horrorizó al ver las tres garras de la diosa perforarle los pectorales, sobresaliendo monstruosamente de su espalda. El hacha de fuego se deshizo entre sus dedos, y Uitstli sintió como el corazón le estaba parando de palpitar.

Y la vida se le apagaba de los ojos. 


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6
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https://youtu.be/yFRs2czYWRQ

ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯

|◁ II ▷|

Sin moverse del trono de espinas negras de su morada más allá del espacio dimensional del castillo de Mexcaltitán, y sin siquiera intentarlo lo más mínimo, Tlazoteotl, con las piernas cruzadas y disfrutando de su copa de sangre, observaba con gran indiferencia las burbujas carmesíes, estas mostrando como sus clones generados por omnipresencia derrocaban uno a uno, y con gran facilidad, a todos los intrusos de la fortaleza.

Su indiferencia pasó a gestos de diversión macabra al ver a los Miquini forcejear inútilmente contra sus clones, intentando dar batalla en vano. Vio a la niña azteca dar patadas y puñetazos, pero su clon en respuesta le aplastó la cabeza contra la pared; observó a la guerrera azteca de armadura verde zafarse y arremeterla cuerpo a cuerpo, solo para ser estampada contra la pared y empalada por sus garras; admiró como el nahual quiróptero consiguió zafarse de su agarre y embestirla contra su cintura, solo para que su clon enterrara sus garras en su espalda y lo aplastara al suelo de una patada ; y por último emitió un gorjeo similar a una risa al ver como los ojos brillantes del líder de este grupo se apagaban inexpugnablemente. 

A pesar de que estos intrusos la tomaron por sorpresa, eso no evito que tuviera un breve momento de diversión en atormentándolos. Hacía siglos que ninguna presa visitaba su morada, y esto para ella se volvió un elixir del cual quería seguir disfrutando un poco más. Y eso iba a hacer: alzó una mano, y estuvo a punto de agitar sus dedos con tal de darles ordenes a sus clones de que prolongaran el sufrimiento de los Manahui por un breve tiempo más...

Hasta que sintió un escalofrío recorrerle la espalda que la hizo paralizarse de la sorpresa. 

Tlazoteotl sintió su cuerpo retemblar por la presencia de un nuevo intruso penetrar a través de los tornados que servían como defensa natural del castillo. Sus refinados oídos lograron captar el lejano estruendo de un objeto atravesando torreones y murallas hasta terminar chocando contra uno de los patios interinos del castillo. Extrañada e interesada por aquel sonido, la Diosa de la Inmundicia agitó el brazo, y su orden fue clara para sus clones: arremetieron contra los Manahui con sendos puñetazos en sus rostros, noqueándolos todos al mismo tiempo para, después, llevárselos inconscientes de esos lugares.

La Diosa de la Inmundicia se puso e pie de su trono, y los hologramas de esferas escarlatas se desvanecieron en el aire. Se giró sobre sus tacones y se dirigió hacia la compuerta más cercana al rellano. Al abrirlo, reveló un vórtice de arabescos rojos tras el umbral, y Tlazoteotl se introdujo de lleno en ella. 

El portal reabrió su salida dentro de un orondo peristilo del patio donde el extraño e invasor proyectil cayó. El vórtice se cerró a los ojos segundos, emitiendo un breve rugido sordo. Los árboles de troncos blancos y maleza negra eran zarandeados constantemente por los soplidos de los tornados, y los escombros salían volando de aquí para allá, algunos llegando a chocar contra los bordes destruidos del patio que acababan en un acantilado. Una sombra reptante anadeó por los pasadizos de los peristilos, ocultándose siempre detrás de los pilares y, una vez salió al exterior, se ocultó también tras los arbustos y las protuberancias de roca. 

El silencio reinaba con mano de hierro en todo el patio, y por medio de los escabrosos rugidos de los tornados y los relámpagos, s acentuaba la imparable tensión. Las pisadas de los tacones rezongaban en todo el ambiente, llegándose a oír por encima de los murmullos del famélico follaje y de los tornados. Una sombra humanoide caminó muy lentamente, oculta detrás de la maleza, acentuando cada paso que daba con tal de poder mapear todo el patio en búsqueda de alguna anomalía. 

Al norte del patio halló rastros de un gran surco abriendo el suelo, como si una aeronave se hubiera estrellado. La sombra reptante siguió el rastro, y la llevó hasta una profunda hendidura con restos de un pilar que se desmoronó con el choque. La Diosa de la Inmundicia, rodeada de sombras que ocultaban su cuerpo entero, analizó con sus cuatro pequeños ojos el cráter, tratando de hallar más restos que la llevaran con el objeto que cayó aquí.

De repente se escuchó un terrible estruendo de una pared cayéndose en pedazos. Tlazoteotl giró bruscamente la cabeza hacia el origen del sonido, y sus cuatro ojos se expandieron y cambiaron su color, lo que le permitió  observar, a través de otro lente de visión, una sombra corriendo apuradamente por un pasillo y abriéndose camino a través de las paredes destruyéndolas con espadazos de sus alas de ave. La Diosa de la Inmundicia ensanchó aún más los ojos, y las sombras que envolvían su cuerpo comenzaron a despedir un estridente chirrido similar al de un taladro perforando el espacio. La diosa se elevó por encima del suelo, y emitió ruidos chillantes que la volvieron todavía más errática. 

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https://youtu.be/AMIvMdCL2H4

ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯

|◁ II ▷|

El suelo bajo sus tacones se corrompió y se volvió tierra podrida y aplastada. Los adoquines se resquebrajaron al igual que los pilares, estos últimos viniéndose abajo en piedra negra moldeada. Sus larguiruchas garras se afilaron y botaron sangre al aire, y los huesos de sus piernas, brazos y cuello se torcieron en ángulos dolorosos. Y empezó a caminar.

El peso de su poder divino era tal que la diosa de la Inmundicia caminaba arrastrando los pies, abriendo surcos en el suelo antes de convertirlo en masas negras apestosas. Cual psicópata malherido que trota de forma torpe pero espantosamente, Tlazoteotl recorrió a una velocidad pasmosa los pasillos camino dentro de la complejo arquitectónico; en el camino no paró de agitar sus brazos, lo que disparó incontables tajos invisibles que destruyeron como papel kilómetros de paredes y plazas de todo el castillo, empapando incontables caminos con ríos de escombros. El crujido de sus tacones contra el suelo repiqueteó por todos los lugares donde avanzaba, regando detrás de sí caos reptante y corrosivo que destruía todas las casas y cuarteles su paso. 

Cual agente de sombras inmaculadas, la Diosa de la Inmundicia persiguió sin césar al intruso, a quien tenía su mirada fija a través del filtro de sus potentes vistas. Lo vio atravesar paredes y despejar el camino con tal de poder hallar un lugar donde poder perderla; verlo cortar las paredes con sus alas le hizo intuir a la diosa sobre la posible identidad de aquel invasor. Una cosa tenía clara, y era que era una deidad, por como su sola presencia exudaba aura divina por todo el castillo. 

En la lejanía, el misterioso intruso gimoteaba de lo agitado que estaba. Corría cojeando cual animal herido, y cada que extendía sus filosas alas para romper las paredes, sus costillas crujían. El proceso lo repitió una y otra y otra vez, y cada vez que parecía estar lejos de la criatura que lo perseguía, se llevaba un horrido susto al sentir como ella seguía persiguiéndolo. Las sombras que enrollaban a la Diosa de la Inmundicia se agitaban y salían disparadas al aire, desprendiéndose de su cuerpo por lo animosas que se sentían de palpar el intenso pavor de su siguiente victima. El cuerpo entero de Tlazoteotl retembló de arriba abajo, emocionada y excitada por atrapar de una vez por todas a aquella deidad. ¡Esto estaba siendo más divertido que ver a sus victimas caer por sus clones!

Repentinamente, la presencia de la deidad se desapareció luego de saltar más allá del borde de una plataforma y caer hacia la nada. Tlazoteotl trotó hasta alcanzar el balcón partido en dos y se detuvo en medio de este. Sus ojos miraron hacia diferentes direcciones, buscando con ímpetu la presencia de su desaparecida víctima. Tras varios segundos sin poder hallar ni rastros, Tlazoteotl se dispuso a darse la vuelta...

Hasta que, de pronto, nueve lanzas doradas cayeron alrededor de ella, y una de ellas consiguió apuñalarle uno de sus pies. 

Tlazoteotl se detuvo en seco, y cuando alzó la cabeza, su pecho fue empalado por otra lanza dorada que salió disparada de la nada. Más alabardas de luz dorada salieron disparadas desde distintos postigos y ventanas de los edificios de alrededor, y la Diosa de la Inmundicia fue acribillada hasta ser totalmente clavada al suelo por más de diez lanzas. Tlazoteotl, sin embargo, no se inmutó a ninguna de ellas, y con un solo agite de su brazo, los tajos invisibles cortaron en pedazos todas las lanzas, volviéndolas bruma. 

Tres aros dorados se manifestaron pegados a su cuerpo, y al comenzar a girar, fueron cortando lentamente el armazón blanco de Tlazoteotl. Las garras de la deidad se movieron por sí solas y desprendieron su lluvia de tajos sobre aquellos discos, pulverizándolos al instante. Tras eso escuchó un estallido sónico venir hacia ella. La diosa alzó la cabeza y atrapó  la punta de la lanza dorada justo antes de que esta le atravesara la cabeza, y con ello también atrapó a su presa. 

El Dios de la Cacería, Mixcóatl. 

Los ojos de Mixcóatl se ensancharon, y sus dientes rechinaron. Los cuatro ojos de Tlazoteotl se ensancharon también, pero más de regocijo desquiciado que de miedo, como los de Mixcóatl. El Dios de la Cacería rápidamente deshizo su lanza dorada y manifestó otra en su otra mano, la cual empezó a girar hasta volverla una hélice. La diosa se abalanzó a él, pero antes de poder interceptarlo una muralla de lanzas apareció enfrente de ellas, deteniéndola. Las puntas de las alabardas se alargaron, y empalaron a Tlazoteotl en su busto y sus hombros, paralizándola brevemente. Mixcóatl aprovechó ese instante para abalanzarse hacia ella, y descargar su potente estocada sobre su enemiga, liberando así un estallido de resplandor que se expandió por todo el castillo.

El fulgor se apagó al cabo de unos segundos, y la oscuridad volvió a engullir el castillo. El silencio volvió a reinar en todo el escenario, perturbado por el gruñido de los tornados y por el chirrido taladrante del aura negra de una erguida e intacta Tlazoteotl, esta última bajando el brazo donde giraba un vórtice de vetas escarlatas que se encogió hasta desaparecer.

Mixcóatl se desmoronó al piso frente a sus pies, su cuerpo convulsionando de forma extrema. Gran parte de su rostro era devorado por amebas negras que actuaban como insectos, y sus ojos eran consumidos por llamas negras. El Dios de la Caza gruñó de dolor y abrió su boca para pega run grito aguerrido. En su mano invocó un medallón con forma de nube dorada enroscada por una serpiente, la cual generó una esfera dorada que intentó llevarse al rostro, pero su muñeca fue aplastada por el tacón de Tlazoteotl. y la esfera se deshizo en escarcha. 

La Diosa de la Inmundicia se lo quedó viendo fríamente a los ojos. De una patada lo fulminó, y Mixcóalt se vio sumido en oscuridad. 

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https://youtu.be/TU93a8ftJl0

ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯

|◁ II ▷|

Sonido distantes y poco claros, reverberando en sus oídos. El palpar de su cuerpo retornó, y lo primero que sintió fueron sus rodillas arrastrándose sobre el pavimento de pasillos oscuros. Sus ojos se entreabrieron a duras penas, y las únicas luces que pudo vislumbrar fueron los resplandores de los truenos de la tempestad filtrándose por las celosías. Su pecho se agitó de arriba abajo, y su respiración se moldeó en bufidos alterados.

Los ojos de Mixcóatl estaban blancos, sufriendo espasmos que le imposibilitaban volver su vista a la normalidad instantemente. De sus dientes salía baba de rabia y soplidos enfurecidos, como los de un animal que despierta luego de ser sedado. Trató de mover sus brazos, pero la tensión de sus músculos se lo impidió. El Dios de la Caza vio de reojo siluetas femeninas envueltas en capas de sombras reptantes, sosteniendo su brazo y llevándolo a través de un angosto pasillo que cada vez se hacía más negro. Los clones de Tlazoteotl no se dignaban ni a verlo de reojo; estaba en un estado tan profundo de trance que solo respondía con estremecimientos.

Lo jalaron con más fuerza despiadada, hasta el punto en que Mixcóatl experimentó tanto dolor que pensó que le arrancarían las extremidades. El dios azteca gruñó y trató de forcejear, consiguiendo moverse un poco más y empujar levemente a una de las clones. Esta última gruñó, y le propinó un puñetazo en su mejilla, seguido de su compañera que le conectó un rodillazo en su cara, casi rompiéndole la nariz. Mixcóatl quedó al borde del desmayo, sosteniéndose a la vida por los lejanos gruñidos humanos que escuchaba al fondo del pasillo. 

Las clones de Tlazoteotl abrieron la compuerta, deslizándola hacia la izquierda y revelando un oscuro cuarto iluminado por una lámpara verde en el centro del techo. Arrojaron a Mixcóatl dentro, y una vez el dios cayó al piso, ellas cerraron las compuertas y lo encerraron junto con el resto de los moribundos Manahui Tepiliztli. 

Un torbellino de gemidos de dolor, de golpes contra el suelo y de gritos entrecortados asolaron los oídos puntiagudos de Mixcóatl. Por debajo de aquellos alaridos, el dios azteca alcanzó a oír también el tenue tañido chirriante de una sierra. Trató de invocar una esfera dorada en su mano, pero en el proceso, sintió que sus energías fueron drenadas por completo, y le evitaba siquiera alzar el brazo. A duras penas pudo llevarse la mano al rostro y arrancarse con sus uñas las amebas negras que infectaban los alrededores de su rostro. Con la vista más clara, Mixcóatl se quedó boquiabierto del horror al ver al grupo azteca.

Zaniyah retorciéndose en el suelo e inclinando su cuerpo hacia arriba mientras se restregaba el rostro y con un muy malherido Tecualli sosteniéndole los hombro tratando de tranquilizarla; Xoloptili caminando de un lado a otro, su rostro entero recubierto de masa negra; Zinac golpeándose una y otra vez la cara contra la pared en un intento por quitarse la devoradora ameba del rostro; Yaocihuatl abrazándose y sollozando encima de los pectorales de un inconsciente Uitstli, y Tepatiliztli tratando de recubrir sus perforaciones usando tela de su ropa, los vientres de ambas mujeres vendados con esa misma tela.

Mixcóatl apretó los labios, su corazón encogiéndose de las mil y un penas por ver a unos Miquinis metidos en este lío junto con él. Su espíritu se compadeció y se llenó de resolución. El Dios de la Caza volvió a llevarse las manos al rostro y, empleando su fuerza divina, se fue arrancando poco a poco las amebas de su rostro hasta quitárselas todas. Una vez todas las masas cayeron al piso, el dolor punzante se desvaneció, y pudo respirar con normalidad de nuevo. Se reincorporó del suelo, y lo primero que hizo fue ir a socorrer a Zaniyah.

—¿P-pero qué...? —farfulló Tecualli, sintiendo el gentil empujón de alguien, su rostro confabulado del miedo bajo la masa negra— ¡¿Quien anda ahí?!

—Resiste bien, niña —murmuró Mixcóatl con la misma cortesía y cuidado, su mano colocándose sobre el rostro de Zaniyah. Sus dedos se tensaron, su dorso se hinchó de venas, y de un fuerte tirón le quitó la máscara oscura a la muchacha azteca. Zaniyah dejó de retorcerse, pero cerró sus ojos al recibir de lleno la luz verde de la lámpara. Mixcóatl la tomó de la nuca y la colocó a un lado— Aguanta aquí. Iré por los demás.

Mixcóatl fue por el nahual brujo. Lo tomó de sus hombros, y Tecualli, aterrado, se revolvió en sus brazos, lo que hizo que la herida de su vientre se abriera y sangrara. Zaniyah lo vio con una mirada ahora recompuesta, y se quedó sin aliento de ver como Tecualli, aquel a quien siempre había admirado como la voz del coraje... hundirse en el miedo más absoluto. 

El dios azteca le arrancó la ameba de la cara con un tirón. Tecualli cerró los ojos y apretó los dientes. Una vez su mirada se acomodó a la luz, vio de reojo el rostro de Mixcóatl. Frunció el ceño.

—¿Quién...? —no tuvo tiempo de terminar la pregunta, pues Mixcóatl se irguió y fue a por los demás del grupo.

Uno a uno, Mixcóatl los fue liberando del incesante dolor de las amebas comecaras, y dejó regado por el suelo los restos de masa negra que, con los segundos, se evaporizaron en el concreto. Los Manahui se manosearon los rostros, incrédulos de volver a sentir sus rostros luego de una eternidad sufriendo dolores intensos similares a pirañas comiéndose sus caras. Una vez liberada de su ameba, Tepatiliztli clavó sus consternados ojos en Zaniyah y salió corriendo a hacia ella para darle un abrazo. Tía y sobrina se aferraron una a la otra, mientras que Mixcóatl, con Yaocihuatl mirándolo de arriba abajo con desconfianza, le extirpaba de la cara de Uitslti la última máscara negra. Mixcóatl se irguió, y se quedó viendo las heridas que perforaban su pecho.

—¿Quién eres tú? —farfulló Yaocihuatl. Extendió un brazo, pero su lanza de plasma no se manifestó. Los demás Manahui se lo quedaron viendo con igual desconfianza. Yaocihuatl frunció el ceño al no ver su lanza. Apretó los dientes de la rabia de no oír respuesta de él— ¡¿Que quién eres tú?!

El Dios de la Caza fulminó al grupo azteca con una cuidadosa mirada. Con tal de no hacerlos sentir más inseguros de lo que ya estaban, alzó con cuidado una mano e hizo un gesto indicándoles que no entraran en pánico. 

—No hagan ruido —murmuró, y señaló una de sus orejas con un dedo—. Ella puede oírnos. 

—Respóndenos, chingada madre —maldijo Zinac, señalándolo con un brazo extendido—. ¿Quién eres?

—Mi nombre es Mixcóatl. Soy el Dios de la Cacería. Acabó de ser capturado igual que ustedes.

Era tal el pánico que los asolaba a todos que ninguno tuvo en reparo en hacerle una reverencia al nuevo dios que recién conocen. Mientras hablaba, Tepatiliztli y Tecualli trataron de invocar sus armas también, pero lo único que se manifestó fue polvo reluciente. Zaniyah trató de hacer lo mismo invocando fuego en sus manos, pero nada surgía. Mixcóatl se encogió de hombros.

—No lo intenten —dijo—. Esas amebas que nos puso en la cara drenó todos nuestros poderes.

—¿Y es t-temporal? —farfulló Zaniyah, mirándose las manos.

—Lo es —Mixcóatl caminó recto, inspeccionando con una mirada analítica el reducido cuarto en el que se encontraban—. Este es un método que ella usa para que los usuarios de Tlamati Nahualli no tengan poderes mientras los usa, y así no se resistan. 

—¿Sabes sus métodos? —inquirió Xolopitli, la mano sobre su nuca sangrante.

—No los conozco lo suficiente —confesó Mixcóatl, bajando la mirada para ver al Mapache Pistolero a los ojos—, pero sé lo necesario para conocer bien a esta Diosa de la Inmundicia.

—Diosa de la Inmun... —farfulló Yaocihuatl, cerrando los ojos y sacudiendo la cabeza— ¡¿Y qué hace esta diosa gobernando en el palacio de la Diosa de la Luna?

—Este lugar fue conquistado, Yaocihuatl —replicó Zinac, llevándose las sorprendidas miradas de todo el grupo—. Lo leí en una de las bibliotecas donde fui transportado con Xolopitli. 

—Así es —confirmó Mixcóatl, asintiendo la cabeza—. Metztli fue de las últimas aliadas de Cihuacoatl luego de terminada la Guerra de Aztlán —mientras hablaba, el dios azteca se dirigió hacia las compuertas y trató de ver, a través de los resquicios, los pasillos que tenían en frente. Logró visualizar a los Comegenes caminando en veloces trotes, sus lámparas tintineando sobre sus ventosas—. Metztli fue tan leal a Cihuacóatl que prolongó la guerra por otros quince años más, hasta que Omecíhuatl envió a Tlazoteotl, y después de todo lo que oímos del Ilhuícatl fueron... —guardó silencio. Se volvió hacia los Manahui— Atrocidades, una tras otra.

El lejano ruido de las sierras se acentuó al punto en que repiqueteaba en las paredes de piedra. Zaniyah se abrazó a Tepatiliztli, Yaocihuatl se acuclilló para abrazarse al aun inconsciente Uitstli, y Tecualli, Zinac y Xolopitli observaron sus derredores con gran alteración, las miradas erráticas por el pavor incontrolable.

—Hay que darnos prisa y prepararnos —advirtió Mixcóatl, llevándose manos a la nuca y arrancándose plumas de su tocado. Los fusionó hasta formar una larga hoja afilada, la cual empezó a afilar con los bordes de un barrote de hierro que colgaba de la pared frontal—. Si nos quedamos aquí sin hacer nada, los Comegenes vendrán por nosotros y nos llevaran a la sala de tortura.

—¡¿Y dónde están nuestras pertenencias?! —farfulló Zaniyah, al tiempo que Zinac desenfundaba cuchillas que tenía escondidas dentro de sus botas y se la dio a Xolopitli. Tecualli intentó agarrar una, pero Xolpitli se lo impidió, señalando que estaba tan malherido que a duras penas podía caminar cojeando.

—Se las llevaron —contestó Mixcóatl, aún afilando su lanza de plumas marrones hasta convertir treinta centímetros de esta en un mango  negro—. No sé exactamente donde queda el cuarto donde los ocultaron, pero será allí primero donde nos dirigiremos. Yo también tengo una pertenecía que recuperar y que puede revertir este estado mío. 

—Tenemos un mapa del castillo... —Xolopitli se dio cunnta de lo que andaba diciendo y reformuló lo que dijo— Ah, mierda, pero esta en el bolso de Zinac.

—Lo recuperaremos también —afirmó Mixcóatl.

—¿Y qué hay de nuestros poderes? —inquirió Yaocihuatl. Tepatiliztli desprendió de su cabello filosas agujas de bronce que sostenían sus moños. Le dio uno a la nerviosa Zaniyah— ¿Cuánto hay que esperar para que regresen?

—Por lo general no toma menos de un par de minutos —Mixcóatl esgrimió su espada de plumas una vez terminó de afilarla. Se quedó viendo con preocupación a los Manahui—. Pero eso solo lo vi con los dioses. No sé si se tarda más con mortales como ustedes o es permanente. Es por eso que hay que ir al cuarto donde tienen nuestras pertenencias, ¡pero ya mismo!

Hubo un momento de silencio tensionado. Zaniyah se giró y vio de reojo al aún inconsciente Uitstli.

—¡No podemos dejar a mi padre aquí! —balbuceó.

—¡Pues obviamente no vamos a dejar al puto Uitstli aquí, Zaniyah! —concordó Xolopitli.

Mixcóatl volvió a fijar sus analíticos ojos en Uitstli. Los entrecerró, y después los volvió a abrir, y así les dedicó otra mirada al grupo, más sorprendida y llena de regocijo.

—Ustedes... ¿Son los Manahui Tepiliztli? ¿Los que derrotaron a Aamón?

—¿Apenas te das cuenta? —gruñó Xolopitli, frunciendo el ceño.

—Entonces me es un honor trabajar con ustedes mano a mano —Mixcóatl les guiñó el ojo y les sonrió.

—¿No debería ser  al revés eso? —volvió a gruñir Xolopitli, frunciendo todavía más el ceño.

—Solo acepta el perro cumplido, Xolopitli —espetó Zinac, acuclillándose y recogiendo del suelo al inerte Uitstli con ayuda de Yaocihuatl. 

—Vale, vale. Lo que el dios diga. Chingada madre...

Se oyeron gorjeos burbujeantes acompasado por rápidas zancadas dirigiéndose hacia su celda. Mixcóatl y el resto de Manahui se colocaron en posición de combate feral, con Mixcóatl a la cabeza de ellos. Zinac y Yaocihuatl sostuvieron bien a Uitstli, sus brazos sobre los hombros de ambos. Las veloces pisadas se fueron acentuando a medida que se aproximaban al cuarto. Los Manahui intercambiaron miradas de nervios y de expectaciones titánicas. Sus vahídos fueron su forma de comunicarse entre ellos que, pase lo que pase, se protegerían el uno del otro.

La aterrada Zaniyah, sin embargo, no podía concebir en su mente una salida de este horrendo embrollo. Miró con ojos ensanchados a Mixcóatl, en busca de reforzar su coraje. 


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