Interludios: Academia de Magos y Hielo de Gigantes
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https://youtu.be/GsbxlXcuAhA
ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯
|◁ II ▷|
Capital Real, Asgard.
Semanas después de los Juicios de Aztlán.
El cacareo roncante y senil de la hurraca de Odín reverberaba sin parar en la cabeza de Sirius Asterigemenos, martilleándolo con una atorrante angustia que le evitaba pensar cuerdamente. Pocas veces, en su segunda vida en el Valhalla, su mente era enajenada por las circunstancias que se salían de su control. Pero ahora esta, cual ameba come cerebros que carcome lentamente su cabeza, Sirius se sentía sumido en una espiral de inmundicia mental, socavándolo en un vaivén de pensamientos negativos como no presentía luego de acabada la Segunda Tribulación.
<<Así lo dicta Odín Borson>> La monserga del cuervo negro, Hugin, taladraba sus oídos. Se superponía a los susurros de las hojarascas doradas cayendo del cielo. Cuando salió del edificio de la corte judicial, en lenta torva con el resto de pretorianos que los escoltaban a él, a Cornelio y a Eurineftos, Sirius sintió un nudo en la garganta al ver las miradas de incredulidad de la población. Los ojos prejuiciosos de algunos eran eclipsados por la gran mayoría de miradas de Asgardianos quienes, con el tiempo, supieron adorar su carismática aura y su versátil ley.
Toda esa devoción se perdió. Cada vez que volteaba la mirada de soslayo, el derrotado Sirius veía la traición, la incredulidad, el odio y la tristeza en la población Asgardiana.
<<Entonces esto es lo que siente Geir cuando me dice que los Asgardianos la repudian a ella y a su familia>> Pensó, su mudo mundo delimitándose a la pasiva marcha de los pretorianos por la avenida pavimentada. Por suerte, en ningún momento los Asgardianos los abuchearon o les lanzaron piedras. Aún así, el silencio, acompañado por las trompetas chillonas y melancólicas de los ángeles que se atestaban en los techos dorados de las mansiones de los dioses, fue peor que cualquier abucheo o lapidación.
<<Así lo dicta Odín Borson>>. El graznido de la hurraca negra rezongó como el látigo sónico de un designio que recae sobre él. Sirius Asterigemenos, por primera vez en muchos años, tuvo la impresión que el mundo se le caía a pedazos y él a duras penas podía atraparlo con las manos sin que se le escapara por los dedos.
Los Juicios de Aztlán se irán a convertir, en la psique de Sirius, como uno de los acontecimientos más adolecientes y dificultosos que tuvo la dicha de atravesar. Una batalla basada en lo verbal, y no en lo físico. Un tipo de combate que nunca en su vida había tenido, y en la que vio que tenía todas las de perder. E incluso teniendo todas las de perder, solo para después poder salir en una victoria pírrica contra sus acusadores en cada sesión de la corte judicial, Sirius sintió aquellos onces meses de tortura discriminatoria y verbal como un infierno interminable, llegando a compararla con la que tuvo que pasar en el País de las Hespéridas junto a Atlas. Con cada sesión terminada, sentía que perdía una parte de su ser. Ni siquiera tuvo tiempo para pasar el rato con Geir; siempre había alguna reunión improvisada de Brunhilde con los Ilustratas, o ruedas de prensa en donde seguían acribillándolo con más preguntas, muchas de las cuales se limitaba a decir "no estoy en la obligación de responder".
<<Así lo dicta Odín Borson>>.
Limitado, incapaz y menospreciado... Por primera vez, el Nacido de las Estrellas se sintió impotente ante situaciones que no podía resolver con su carisma o con sus poderes. El ser rebasado por autoridades muy por encima de él, y el tener la impresión de que defensores de la corte como Rómulo Quirinus (rebatiendo en contra de la suspensión total de sus funciones militares) solo lo defendían para mantener su status quo de pretoriano y seguir usándolo. Paulatinamente fue teniendo una epifanía de toda esta situación. Y Sirius, una vez más, se dio cuenta de la compleja red de utilitarismo que lo amarraba con hilos cual muñeco.
<<Ah, pero se acabó... Finalmente se acabó esto>> Pensó Sirius una vez regresó con todos los Pretorianos al Monte de Asagartha para refugiarse del hostil ambiente de Asgard.
<<Así lo dicta Odín Borson>>. Pero la letanía de aquella ansiedad seguía repicando en su mente.
El dictamen decretado por la corte judicial de Odín Borson auspiciaba el retiro de un gran porcentaje de las tropas pretorianas de Asgard, para ser devueltas a la Civitas Magna. Junto con ellos tenían que ir dos de los subjefes del Pretorio. Sirius estuvo demasiado decaído como para, con una sonrisa, él mismo ofrecerse para el sacrificio. Eso Publio Cornelio lo pudo leer en su decaído en su rostro, por lo que fue el primero en decir:
—Yo y Eir nos devolveremos a la Civitas Magna con las tropas. Tú y Eurineftos se quedan en Asgard con el resto de pretorianos.
—La Reina Valquiria necesita más de Eir que de mí, Cornelio —replicó Eurineftos—. Solo seré un estorbo aquí para la logística de Sirius. A mí los Asgardianos me ven peor que a él.
—¿Y a nosotros nos debería importar dos cuartos de lo que piense Brunhilde o los Asgardianos? —bramó Cornelio, frunciendo el ceño— Odín nos comunicó en el juicio que tenemos las próximas cuarenta y ocho horas para tomar una decisión. La Reina Valquiria no entra en la ecuación —dio una mirada alrededor suyo; Sirius estaba sentado en un diván, la cabeza agachada; Eurineftos estaba de pie a su lado, su tamaño reducido al de un humano; la Valquiria Real Eir tenía la espalda recostada contra una pared—. ¡Solo nosotros cuatro!
—No entra en la ecuación ella, pero sí los planes a futuro —intervino Eir, separándose de la pared y caminando al centro de la sala—. Muchos de ellos vinculados con el Torneo del Ragnarök.
Cornelio guardó caviloso silencio. Chasqueó los labios. Miró a Eir y después a Eurineftos. Este último asintió con la cabeza.
—Democracia, entonces —gruñó—. Yo voto porque yo y Eir nos vayamos, ustedes dos votan porque yo y Eurineftos nos vayamos —se volteó hacia el cabizbajo Sirius—. ¿Tú qué votas, Sirius? —hubo silencio. Cornelio se acercó a él—. ¿Sirius? ¿Sirius? —Cornelio chasqueó los dedos frente a los ojos impasibles del peliverde— ¡Sirius, vuelve con nosotros!
Como si hubiera salido de un trance, Sirius agitó la cabeza y lanzó una rápida mirada a todos los presentes. Se encogió de hombros y suspiró.
—Yo, ah... —se masajeó la frente y apretó los labios. Volvió a suspirar— Eurineftos cumplió sus funciones en las Regiones Autónomas. De no ser por su participación en Aztlán, no lo habrían apodado "Robot Matadioses" durante los juicios.
—Participación que fue esencial para la derrotada de Omecíhuatl —apostilló Cornelio.
—Lo sé, lo sé... —Sirius hizo un ademán de angustia con las manos. Se reincorporó del diván y miró a Cornelio. Dedicó una última mirada circundante a todos los presentes hasta posarse en Eurineftos. Se lo quedó viendo en silencio el suficiente tiempo como para que los demás supieran su opinión—. Lo siento mucho, amigo...
—No lo digas, Sirius —contestó Eurineftos antes de que él prosiguiera—. Ya tengo muy mala reputación como lo tuve en mis días de Rey Bárbaro.
—Pero, ¿me prometen que mantendremos contacto? —inquirió Sirius, mirando de soslayo a Cornelio.
—Por supuesto —afirmó Cornelio, esbozando una sonrisa de oreja a oreja y plantando una mano confiada sobre su hombro—. Eurineftos y yo nos la apalearemos ahora con las sanciones económicas al tiempo que ayudamos a William Germain con lo que sea que está pasando ahora con los barracones de demonios en la Civitas Magna. Y no te preocupes porque tu amigo agarre polvo. Te aseguro que pondré a trabajar a esa chatarra —y señaló a Eurineftos con un ademán de mirada.
—Chatarra tu abuela —masculló Eurineftos, moviendo sus placas faciales como si frunciera el ceño, y enseñándole el dedo de en medio.
—Me pregunto si ese gesto lo habrá aprendido de su última visita a los Manahui en Nueva Aztlán, o antes... —murmuró Cornelio, la sonrisa sardónica.
Sirius también sonrió. Con esa sonrisa ocultó el temor de volver a separarse de su amigo autómata y de pensar que lo perdería para siempre de nuevo. Cerró los ojos y se maldijo esos pensamientos nocivos, acaecidos por toda la desazón y congoja que acumuló en once incesantes meses de tortura psicológica y verbal.
El día en que Eurineftos y Cornelio partieron de Asagartha, Sirius, Eir y una caterva de soldados pretorianos (de la facción de la cohorte que permanecería en Asgard) despidieron a los dos subjefes del pretorio con una música militar que los caballeros de armaduras oscuras reprodujeron con trompetas y tambores. Eurineftos dio un salto mortal hacia atrás; en el aire se convirtió en un huracán de piezas metálicas superponiéndose entre sí hasta convertirse en un aerodino militar de color negro. Publio Cornelio dedicó una última despedida hacia todos sus soldados mientras ascendía por los escalones hasta subirse a la cabina de conductor. La aeronave futurista empezó a ascender, primero lento, y después, a una altura considerable, salió impulsado a toda velocidad hacia el horizonte, perdiéndose de vista en cuestión de minutos. Más allá de los acantilados del monte se alcanzaba a ver, a través de la transparente niebla de la llovizna, la numerosa y larga hilera de pretorianos y vehículos blindados que avanzaban por los senderos de bosques dorados en dirección de regreso hacia la Civitas Magna.
Y así, Sirius Asterigemenos se convirtió de facto en el Jefe del Pretorio de toda la cohorte rezagada en Asgard.
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2
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El sol de la mañana otoñal se alzaba en el pico más alto del firmamento de Asgard. Las hojarascas doradas levitaban en zigzagueos a través de las angostas calles de la ciudad. Los vientos soplaban, ladinos, y entraban por las ventanas abiertas de la residencia de Sirius Asterigemenos.
El peliverde abrió los ojos como quien se despierta de una resaca. Sentía su piel picada de quemazones invisibles, y la cabeza le daba mareos. El dosel de la cama parecía dar vueltas frente a él, haciendo que abriera y cerrara varias veces los ojos del mareo. Se pasó una mano por el cabello verde desenmarañado, y se colocó lentamente sobre el borde de la cama. Miró de soslayo el umbral que daba al balcón. Los rayos anaranjados de la madrugada se filtraban en su cuarto, iluminando su aislada habitación.
Estaba solo. Sirius se sentía solo, y la angustia le daba grima de querer levantarse de la cama para cumplir sus faenas como Jefe del Petrorio que tanto lo habían vuelto cerrado y solitario. El parpado de su ojo derecho le tiritó. Sirius cerró los ojos y se dio de manotazos la cabeza con la mano, como queriendo salir del trance mañanero con golpes. Luego de apretar los dedos alrededor de las sábanas y reprimir todos los nocivos pensamientos, el semidiós griego se puso de pie con un animoso salto; incluso si no le salió del alma aquel salto, tenía que mantener el vigor de su espíritu para no desanimar a sus soldados.
Tal cual como se despertó, Sirius se bañó y se vistió con su lorica segmentata negra sin decir nada o recibir alguna misiva o llamada de algún mensajero, como antes era usual en sus primeros días como Jefe del Pretorio. El silencio le era irónicamente sórdido. Le ponía nervioso ver como esta mañana eran ahora taciturna, dando la bienvenida con un falso sosiego que no tenía duda que se pondría ajetreado con el pasar del día. Así había sido buena parte de su vida, y así lo seguiría siendo, pensaba él.
Hasta el momento, no había recibido comunicados de ninguna índole de Cornelio o Eurineftos. Llegó a asumir que las situaciones allá en la Civitas Magnas eran serias, tanto que ellos dos no tenían tiempo para enviarle algún mensaje sobre las nuevas responsabilidades que tenían allá. Lo mismo podía decir de Eir, quién solo de cuando en cuando se cruzaba con ella en alguna vigía nocturna de Asgard y pocas veces intercambiaban palabras que se esfumaban antes de poder transformarse en charlas amenas. Para tristeza de él, la misma situación se repetía con Nikola Tesla; luego de los Juicios de Aztlán, su Multinacional sufrió sanciones severas, y su reputación como importadora y exportadora de materiales de alta tecnología se desplomó. Nikola Tesla se desvaneció en las sombras urbanas de la Civitas Magna antes de si quiera Cornelio, Eurineftos o él pudieran despedirse de él. Y a día de hoy, seguía sin saber de su estado, o el de la Multinacional Tesla; las actividades de esta última se detuvieron y ahora daba la impresión de que había desaparecido en su totalidad.
Y así de agitado y animoso habían sido los días del derrocamiento de Omecíhuatl, tan pronto se convirtieron en desoladores días grises de silencios paupérrimos que no tuvo tiempo de concebirlos y prepararse para ellos. Sirius sentía que estaba perdiendo la cabeza con tanta monotonía.
Los efectivos de la cohorte pretoriana rezagada en Asgard apenas alcanzaban las quince mil unidades, donde otrora superaban las cuarenta mil. Con aquella reducción abismal de los soldados, la taza de "criminalidad" había ascendido... Si es que también podía llamársele criminalidad al vano vandalismo de demonios hacia los Cuarteles Pretorianos en forma de grafitis y de intentos de magia vudú para dar miedo, y a la querella de algunos asgardianos retozones que, cuando tenían la oportunidad, gritaban blasfemias contra los guardias de las plazas concurridas. El incremento del descontento y desprecio hacia los pretorianos no menguaba incluso con el carisma que Sirius trataba de derrochar; todos sus intentos eran solapados por el odio tras haber destronado el reinado de Omecíhuatl.
Hasta el punto en que eran llamados "Matadioses" por la población asgardiana. Un epíteto indecoroso que era dibujado en las paredes de varias casas o de pilares de puentes en grafitis rojos que aparentaban ser sangrientos, pero que solo eran estrategias para socavar el miedo en los soldados y mantener a flote la ola de enemistad que volvía a toda Asgard contra ellos.
El día transcurrió con la misma falsa calma que llevaba sintiendo desde la mañana. Sentado en el mismo sillón negro donde otrora se sentaba Publio Cornelio, Sirius Asterigemenos apenas recibía noticias e informes acerca de patrullas de pretorianos siendo asaltados por algunos demonios (situaciones que por fortuna no escalaban a mayores) o hallando muñecos de paja vestidos con burdas imitaciones de lorigas y con enunciados de "Matadioses" y otros epítetos blasfemos pintados en ellos. Gran parte del día se la pasaba allí sentado mirando por la ventana, o yendo salas de reuniones con tribunos para hablar de las reorganizaciones de vigías y el abastecimiento de los barracones.
Hoy Sirius sentía que no podía aguantar el tener que hacer esta rutina mundana de nuevo.
Salió del Cuartel de Pretorio avisando a sus tribunos y subjefes que iría a dar patrullar una zona aledaña al Anfiteatro Idávollir donde uno de los informes denunciaba la presencia de demonios (y hasta de deidades aztecas menores) vandalizando la estructura y realizando actos ilícitos en sus entradas. Desde el cielo, volando a lomos de su cuadriga de caballos dorados y alados, Sirius obtuvo impresionantes vistas panorámicas de la divina Capital Real siendo bruñidas por los rayos del sol como haces de luz de una linterna iluminando una detallada maqueta. Alcanzaba a ver los altos torreones dorados en secuencia del Palacio de Valaskjálf, los domos de bordes sinuosos del Palacio de Helgafell, las murallas de los fortines de los Cuarteles y, recortado en el horizonte, la silueta circular del gran Anfiteatro Idávollir.
El carruaje alado planeó en línea recta, descendiendo rápidamente hasta tocar el sendero pedregoso y vadeado por árboles dorados. Dio un acrobático salto, el carruaje se desvaneció en escarcha en cuestión de segundos cual caballo de Valquiria Real, y aterrizó de rodillas en el suelo. Los pájaros que habitaban las ramas de los árboles se asustaron y salieron volando en desbandada, sus graznidos advirtiendo a los lugareños vagabundeantes de las puertas del anfiteatro.
Sirius caminó con veloces zancadas hacia la entrada del coliseo. Las sábanas que cubrían a los vagamundos salieron volando, y los inmundos demonios se pararon del suelo con semblantes asustados. Sirius los analizó a todos con una fugaz mirada. Eran seis de ellos, todos vistiendo con harapos que otrora eran ropas modernas, y unos cuántos tenían las caras salpicadas. La pared al lado de ellos tenía dibujado un grafiti con vocablos nórdicos que decían "Condenación para los humanos".
—Ok, es hora de irse —exclamó Sirius, siguiendo su caminata. Los demonios intercambiaban miradas nerviosas, y algunos recogían del suelo sus vaporizadores y humificadores—. Ya no hay nada que hacer aquí.
—No nos iremos de aquí —replicó uno de los demonios. Tenía el cabello asimétrico que le cubría un ojo. Su respuesta llenó de temores a sus compañeros—. ¡N-no nos iremos de aquí! ¡¿Oíste?!
—Les doy el chance de largarse de aquí sin ser procesados en un cuartel —insistió Sirius, deteniéndose a diez metros de ellos. El desafiante demonio extendió ambos brazos, como queriendo proteger a sus amigos—. Váyanse de aquí, no vuelvan, y podrán vivir otro día sin estar tras las rejas.
—¡No te tenemos miedo! —el demonio señaló con una mano la entrada del coliseo— Si... ¡Si ese Uitstli pudo morir, entonces tú también puedes morir! ¡Ustedes y los demás Einhenjers que vayan a entrar a este maldito lugar!
Una vena se hinchó en la sien de Sirius.
En un abrir y cerrar de ojos, Asterigemenos apareció frente al demonio adolescente y le colocó una mano en el hombro. Toda la valentía de aquel impetuoso demonio se desvaneció en un santiamén, su rostro deformándose en una mueca de pavor absoluto al ver al Nacido de las Estrellas frente a frente. Sus compañeros pegaron grititos de espanto y dieron un paso atrás. El demonio de cabello asimétrico se le sudó la cara en segundos, los ojos del ennegrecido rostro Sirius penetrando su alma hasta paralizarlo cual Medusa.
—De verdad no quiero hacer esto —murmuró Sirius, la voz severa y gutural—. No deseo que me temas, pero sí deseo que respetes... mi autoridad —enarcó las cejas, cambiando su expresión a una más suave. La mano sobre el hombro del demonio se apretó, y este sintió como si una compresora estuviera a punto de aplastarlo—. No tendrán otra oportunidad como esta. Largo.
Y tras hacer un ademán de cabeza, el demonio y el resto de sus compañeros se escabulleron a toda velocidad, dando tropiezos y cayéndose varias veces mientras daban constantes gemidos aterrados. Sirius los vio partir hacia el horizonte. Cambió la dirección de su mirada, y volvió a leer el grafiti en la pared. Se le hizo un nudo en la garganta al notar otro, más arriba, escrito en alfabeto náhuatl que rezaba: "Aquí yacen las garras del difunto Jaguar Negro".
Ascendió la escalinata que llevaba al interior del anfiteatro. Con cada pisada que rezongaba en los pasillos aledaños, las retahílas de memorias iban y venían a su mente. Se reprodujo en sus oídos el clamor de la muchedumbre, tanto mortal como divina, loando a sus respectivos campeones. A sus ojos vinieron las visiones del movimiento de las tropas pretorianas al mandato de Publio Cornelio para ir hacia el Reino de Aztlán.
Y en el momento en que entro en el balcón de la Reina Valquiria, a la espera de la memoria de la muerte de Uitstli... La magia de los memoriales acabó abruptamente. Sirius fue devuelto al presente, donde había desolación absoluta, ni una sola alma en ninguna parte de las colosales gradas del anfiteatro. Fue allí que lo recordó: jamás vio morir a Uitstli debido a lo abrupto que lo arrastró Cornelio para la misión en Aztlán. Nunca estuvo allí para él... a pesar de que le prometió estar allí en las gradas, dándole el apoyo moral para sobreponerse a sus conflictos y las dificultades de la pelea.
Los pensamientos ultrajadores de culpa y pena volvieron a él con fuerza. Sirius mantuvo la respiración, observando fijamente el centro de la arena de combate, tratándose de imaginar el cómo murió. Debido a todo el revolú que fueron los Juicios de Aztlán, y su ahora ocupación como Jefe del Petrorio, Sirius jamás tuvo el chance de preguntar cómo fue el trágico desenlace.
Puso las manos sobre el parapeto y, a sus hijos, vino las imágenes de la espectacular y calamitosa pelea que llevaron Uitstli y Huitzilopochtli en aquella tierra alternativa. Aquel era un nivel de destrucción comparable con la capacidad demoledora de tallas continentales que fueron, en su día, los generales del Rey del Apocalipsis, Tifón. ¿Será que toda su palabrería fue en vano? ¿Uitstli jamás tuvo oportunidad contra él? ¿Jamás tuvo la dicha de poseer el mismo potencial que él?
<<Deja de pensar así, Sirius...>> Se dijo, cerrando los ojos y ladeando la cabeza. <<Solo te haces más daño diciéndote estas cosas>>.
—¿Si... Sirius?
Se dio la vuelta. Sus ojos se llenaron de alegría rimbombante al ver a Geir Freyadóttir tras el umbral, escoltada por dos soldados pretorianos. La Princesa Valquiria avanzó por el rellano hasta ponerse al lado suyo. Sirius permaneció en silencio.
—¿En verdad estás aquí, Geir? —inquirió él.
—¿Ah? —Geir enarcó una ceja— ¿Y esa pregunta...?
—Hace varios meses que no soy capaz de verte cara a cara por lo de los Juicios de Aztlán —esbozó una sonrisa ácida.
—Oh, vamos ya, Sirius Onii-San —Geir sonrió de oreja a oreja. Su sonrisa fue resplandeciente para los ojos de Sirius. Le puso una mano sobre su antebrazo— ¡Estoy aquí! No soy ningún holograma, ni un intento burdo de un demonio bufón de aparentar ser ella.
—Fueras un demonio bufón, no dudo en darte una colleja.
En seguida una gota de sudor nervioso empezó a correr por la sien de Geir, su expresión pasando a una nerviosa. Los ojos de Sirius se ensancharon.
—¡Hey, hey, no lo soy! —farfulló Geir, agitando las manos. Sirius cambió de posición, se empezó a acercar a ella, y Geir se puso más nerviosa— ¡Que no lo soy, Onii-San! ¡Que no lo so...!
Sirius rodeó la diminuta figura de Geir con sus brazos en un fraternal abrazo. Los chillidos de Geir acallaron, y sus mejillas se ruborizaron. Luego de unos segundos se separaron.
—Que... ¡Gusto, enorme! Verte de nuevo, Geir —murmuró Sirius, los ojos lagrimeando y casi queriendo soltar una lágrima.
—Era obvio que me extrañabas, Onii-San —Geir sonrió de vuelta, y plantó sus manos sobre las mejillas del peliverde—. Aunque con nuestros puestos...
—No importa qué tanto tiempo nos drenen. Si somos capaces de sacar así sea un tiempito como este —Sirius ladeó la cabeza—¸nada más nos debe importar —miró de soslayo a los pretorianos atestados en la puerta—. Supongo que me hallaste preguntando a los tribunos en la base, ¿no?
—¡Sí! Y... bueno —los nervios volvieron a dibujarse en el rostro de Geir— De hecho, vine aquí porque Hilde-Onee-Sama me lo ordenó, hermano.
—Oh... —el rostro de Sirius se ensombreció— ¿Y qué quiere ella?
—Quiere que la acompañemos al Templo de la Escarcha.
Los ojos de Sirius se ensancharon de par en par.
—¿Cómo...?
—¡Sí! —los ojos verdes de Geir chispearon de la emoción— Según ella, Hoover y Hrist hallaron la forma de descongelar a Axel Rigall del cubo de hielo en que lo puso Thrudgelmir. ¡Quiere que estemos allí para ver el resurgir de su...! —frunció el ceño y se rascó la cabeza— ¿Cuántos tataras eran...? ¡D-de su nieto, po-po-pongámosle! Sin hacernos lío.
—Esas son grandiosas noticias, Geir —afirmó Sirius, esbozando por fin una sonrisa de alegría—. Supongo que hay que ir ya, ¿no?
—¡Sí! —Geir dio un saltito— Vamos ya, Onii-San.
—Pues venga —Sirius animó la marcha y salió del podio. Los pretorianos se movilizaron también—. Estoy tan emocionado como tú de conocer a este nuevo familiar mío. O bueno, hasta dónde tengo entendido que es "familiar" mío... —puso una mueca analítica. Geir caminó hasta ponerse a la par de él. Sirius borró su expresión y volvió a sonreír— ¡Bueno, ya lo averiguaremos! Lo importante es que nuestra familia no será tan pequeña ahora. Tendrás un nuevo hermano, Geir.
De pronto, el avance de Geir aminoró. Sirius no se percató de ello al estar mirando el techo, pensativo.
—Sirius...
—¿Sí?
—Gracias.
Sirius se dio la vuelta y se la quedó viendo boquiabierto. En el rostro de Geir se dibujó una mueca crucial, la mirada orgullosa fija en él.
—Gracias por nunca haberte olvidado de mí en estos once meses —dijo—. No solo eso... —sus mejillas se ruborizaron— ¡Estoy agradecida de haberte conocido!
—Oye, oye, no nos pasemos de melosa, ¿vale? —masculló Sirius, sonrojándose igualmente.
—¡Kya! ¡Pero al menos te hice sonrojar! —Geir avanzó dando saltitos hasta pasar por delante de él— Victoria para Geir sobre la melancolía.
Sirius reavivó la caminata. Pero al instante de dar una pisada, su mundo gris adquirió tonalidades y colores vivos. Cual imagen en óleo, el mundo de Sirius volvía a la vida... gracias a Geir.
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ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯
|◁ II ▷|
Pequeño Bifrost de Sudri
El hipnotizante túnel de colores arcoíris rebasaba los ventanales de la cabina de la nave espacial de Hildisvíni. El silencio reinaba en el rellano, siendo acompasado por las tonadas templadas y apacible de las guitarras de Scorpion tocando "Wind Of Change", las bocinas de cada esquina de los pasillos haciendo reverberar en ecos los silbidos y la voz de Klaus Keine por toda la nave.
La Valquiria Real Hrist se hallaba sentada en uno de los asientos de piloto, las piernas subidas encima del panel de control. Tenía una revista cubriendo la mitad de su rostro, y desde lejos se podía oír los ronquidos de su profunda y placentera sesión de adormecimiento. Más en el interior de la aeronave, el Magnum Ilustrata, John Edgar Hoover, se hallaba dentro del baño cepillándose los dientes y pasándose el peine por la cabeza, arreglándose el bizarro cabello con formas cuadriculares. Usaba también la rasuradora para arreglarse la barbilla y el mostacho.
Una vez culminado, Hoover salió del baño con una toalla rodeando sus hombros. Recorrió el pasillo que llevaba en línea recta a la cabina de mando. En el camino se detuvo frente a una pantalla táctil que mostraba un mapa digital del recorrido que estaban realizando por el Pequeño Bifrost del Sur. El mapa consistía en una pantalla negra condecorada con constelaciones que hacían alusión a todo el aluvión cósmico que constituía la tela en la que estaban construidos los Nueve Reinos. En el extremo sur del mapa irradiaba un anillo que rodeaba la imagen de un castillo medieval. Encima de él tenía el nombre del lugar al que se dirigían escrito en runas. "Nueva Camelot".
Previamente ellos habían viajado a Nueva Camelot, el famoso reino humano, de renombre por albergar en sus entrañas parlamentarias a los caballeros que otrora formaron parte de la Mesa Redonda del Rey Arturo en épocas de guerra contra los Fomorianos y los Dragones Gálicos. No obstante, luego de la calamidad de la Segunda Tribulación, el reino perdió su rumbo y fue incapaz de renacer con fuerza. Cual Imperio Bizantino, se hallaba ahora en una decadencia paulatina e imparable desde hace décadas... Y Hoover no podía sentirse más apenado por eso.
Reencarnó en el Valhalla en esta época en donde este famoso reino, en el pasado tan deslumbrante en su arquitectura y pomposo en sus tradicionales costumbres medievales más caballerescas y románticas, famoso por ser apodado como el "Reino de los Hombres" más poderoso, ahora pasaba por un periodo de decadencia que parecía no tener fin. Hasta hace poco desconocía las causas exactas por las que Nueva Camelot no podía restituir su status quo como Reino de los Hombres. Pero ahora... Hoover se daba más y más cuenta de la devastadora catástrofe que dejó tras de sí el paso de las legiones demoniacas de los Pandemonium durante la guerra.
El último viaje que hicieron para reclutar a los últimos Legendariums de la lista que hacían falta databa de hace meses, pero Hoover sintió que pasaron años desde su primer viaje a Nueva Camelot. Con todo el revuelo que hubo alrededor de los Juicios de Aztlán, tanto él como Tesla, Cornelio y otros Ilustratas tuvieron que girar entorno a Brunhilde como si de satélites se trataran, ayudándola con los acólitos de las cortes judiciales y los procedimientos llevados en contra de la organización de los Pretorianos en un todo. Había sido aquel, sin duda alguna, uno de los trabajos más pesados que llevó a cabo y del que recuerda en vida, en comparación con su jefatura del FBI y su participación como soldado en las milicias de Weisuo.
Por ello, le ponía contento el saber que se redirigía a Nueva Camelot para cumplir su última misión como Reclutador de Legendariums... Pero, a la vez, la duda quedaba sembrada en su mente. ¿Qué iban a hacer Hrist y él una vez culminasen con esta última tarea de reclutamiento?
John Hoover tiró la toalla sobre el espaldar de uno de los sillones. Bajó los escalones hasta sentarse en un sillón justo al lado de la adormilada Hrist. Esbozó una sonrisa dentada al oírla roncar. <<Ahora tú eres la cenicienta>> Pensó, y volteó la mirada hacia el frente, siendo inducido al instante por los veloces movimientos astrales del túnel. Recostó la cabeza sobre el espaldar, y cerró los ojos... Hasta que, de repente, sintió un escalofrío. Abrió los ojos y miró hacia su lado, descubriendo a Hrist observarlo fijamente con una sonrisa traviesa de oreja a oreja. Su ojo tenía coloración púrpura. Era la personalidad mansa.
Hrist se acomodó sobre el asiento, dejando la revista sobre una mesita. Miró su derredor hasta fijar la vista en el oscuro fondo del túnel, mirando de reojo las vetas arcoíris que pasaban a toda velocidad a cada lado de su filo óptico.
—¿Cuánto falta para llegar? —preguntó.
—Diez minutos —contestó Hoover con exactitud, checando la hora en su reloj dorado.
—Por qué siento que este viaje se está haciendo más largo de lo debido... —murmuró Hrist, pasándose una mano por el rostro. Su ojo pasó a volverse anaranjado, y su expresión facial más salvaje— ¡Se supone que Nueva Camelot está más cerca que la perra Kien-Mou!
—Pero sigue siendo una región bastante meridional en el mapa —afirmó Hoover. Sonrió—. Supongo que querían establecerse en un lugar que les recordara a su fría y llovizna Inglaterra. Y como en el norte y se establecieron los eslavos, les tocó tomar el sur.
—Carajo, que malo eres... —gruñó Hrist, tratando de ocultar su sonrisa con su mano.
—Tuve de familiares a inmigrantes suizos y alemanes. ¡Sé de lo que hablo!
—Claro, claro. Trotamundos... —Hrist cerró su ojo y entreabrió los labios. Inclinó la cabeza hacia atrás y estornudo.
—Salud —dijo Hoover, mirándola de reojo—. No se te habrá pegado la gripe de allá, ¿no?
—¡Yo nunca me enfermo! —replicó Hrist, su ojo cambiando de nuevo a naranja.
—Se cree Superhumana, de repente... —murmuró Hoover, tapándose la sonrisa sardónica con una mano y volteándose hacia otro lado.
Ambos acallaron por los siguientes minutos. Hoover se quedó mirando el techo, mientras que Hrist, con las piernas cruzadas, miraba hacia otro lado, haciendo de vez en cuando algún que otro sonido gutural de los que tanto se había acostumbrado Hoover, y que probablemente atesoraría en una memoria... Memoria...
Para este punto la canción de Winds of Change había culminado. El silencio reino totalmente en la cabina. Edgar Hoover traqueteó los dedos sobre los brazos de su silla y miró de reojo a Hrist, descubriendo a esta última devolviéndole la mirada casi al mismo tiempo.
—¿Qué? —gruñó ella.
El rostro cde Hoover se mantuvo impasible, casi sin mostrar emociones. El silencio que lo acompañó puso mala cara en Hrist.
—Si no me vas a decir nada, entonces no mires para acá —bufó, disponiéndose a cambiar de posición sobre la silla.
—Hrist, ¿cuánto tiempo has vivido?
La pregunta de Hoover fue tan repentina, como un flechazo venido de la nada. Hrist, aún con su actitud de Berserker, se volvió sobre la silla.
—¿Qué clase de pregunta es esa? —refunfuñó— ¿Acaso me estás preguntando por mi edad, cabeza de waffle?
—En otras palabras —afirmó Hoover, su mirada fija en el techo—. El tiempo en que has vivido. ¿Quinientos años? ¿Cien años? ¿Un milenio? ¿Cómo pasa el tiempo para ti teniendo una prolongación de vida tan vasta?
—¿No es lo mismo para ti? —inquirió Hrist en voz baja.
—Aún me sigo adaptando a él. Pero lo cierto es... —Hoover bajó la mirada y se miró el cuerpo enfundado en su abrigo anaranjado— Que sigo viviendo esta vida con la misma percepción de lapso que viví la tierra. Un tiempo humano que se acaba, en vez de prolongarse hasta Dios sabe cuánto —la volvió a mirar de reojo—. Para ti, una semidiosa, ¿cómo es el pasar del tiempo?
Las palabras se esfumaron de la boca de Hrist, y la expresión de enojo cambió por una sorprendida y... reflexiva. La impresión de aquella imagen tan genuina de la cara de Hrist dejó sorprendido a Hoover. Jamás pensó ver ese gesto en su rostro.
La Valquiria Real se quedó callada y pensativa por un largo tiempo, hasta que terminó volviendo a su galardonado orgullo esbozando una sonrisa torva.
—Me agarraste bien de los ovarios con esa pregunta, Hoover, te lo admito —dijo. Intercambió posición de piernas y se relamió los dientes—. Veamos, pues... Si recuerdas mi título, soy la "Séptima Hermana Valquiria". Por lo que no soy tan vieja como piensas. Tengo exactamente mil ciento setenta y ocho años.
—¿Naciste en el año 862?
Hrist esbozó una mueca amargada. Le daba de cuando en cuando grima la rapidez con la cual Hoover desentrañaba operaciones matemáticas en milisegundos.
—Sí, nací en ese año —aseveró—. Una época algo de martirio para mí, puesto tenía que hacer estudios minuciosos de los cambios políticos que se gestaban en Europa en esos años, aunque me interesaba más por la historia de Asia...
—Y pasar de la época medieval oscurantista a... toda esta tecnología —Hoover dio una mirada a su derredor— ¿Cómo pudiste adaptarte a ellos?
—Misma forma que ustedes se adaptan a sus cambios en cuestión de décadas. Solo que, con nosotros, son siglos y en algunos casos milenios.
—¿Y tú nunca tuviste relaciones con una persona que su tiempo de vida no fuera tan prolongado?
Hrist arrugó la nariz y la frente y negó con la cabeza.
—Todas mis amistades fueron valquirias y héroes nórdicos que reencarnaban en el Valhalla, berserkers sobre todo. Al menos en mi adolescencia.
—Y de ahí sacaste lo de Berserker... —asumió Hoover.
—No saques esa conclusión tan rápida, vaquero —Hrist separó las piernas y su pose sobre el sillón cambió a una más relajada y abierta hacia Hoover, con los brazos abajo y el rostro más expuesto—. Pero... sí. Jamás he tenido una amistad con un humano. Mortales del Valhalla con sus Edades Doradas establecidas, sí. Pero como tal uno, ¿en Midgar? —negó con la cabeza.
—¿Y qué hay de tu padre? No eres una diosa completa como Thrud, por lo que asumo que tu padre fue un humano. ¿Reencarnó aquí en el Valhalla?
El rostro de Hrist se ensombreció y el ambiente de apreciación que tanto se había construido hasta ahora se desmoronó, dando paso a una tensión de descortesía que Hoover supo interpretar al instante.
—Oh, cierto. No te gusta hablar de eso. Lo siento —Hoover apretó los labios y suspiró. Se miró el reloj en su muñeca—. En poco llegaremos. Abróchate el cinturón.
El Ilustrata se abrochó su cinturón al mismo tiempo que la aparente desmoralizada Hrist. Luego de un breve periodo de silencio, Hoover fue sorprendido por un comentario de su valquiria:
—Un día de estos te lo contaré más en profundidad. Por el momento... conténtate con saber que, mil años para mí, son como los treinta para ustedes.
Edgar Hoover correspondió con una sonrisa afable. Las turbulencias comenzaron a sacudir la cabina. En ese instante, la nave Hildisvíni se convertía en un borrón espacial que rompía la barrera del campo de visión en el túnel y, cual estocada de lanza, atravesaba el agujero negro al fondo del túnel y dejaba atrás los rastros arcoíris que, al poco tiempo, se apagaron.
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|◁ II ▷|
Asgard.
Aeródromos de Helgafell
Una vez ascendieron hasta la cima de los torreones bulbosos del Palacio de Helgafell, Sirius y Geir vieron el recorte urbano de la totalidad de la ciudad empequeñecerse y ser cubierta por una transparente neblina tornasolada que daba un aspecto inquieto a la Capital Real. Aquella atmósfera nublada vino acompañada de una templada lluvia con vientos gélidos. La lluvia al rato azotaba los complejos señoriales de los palacios y mojaba las anchas calles y bulevares. Se oían tempestuosos truenos en la vasta lejanía de la bóveda celeste.
El Nacido de las Estrellas oteó su derredor sin separarse de Geir. Frente a él se disponían un par de filas de Guardianas Valquirianas que formaban una línea recta en dirección hacia el centro de la plataforma circular. Allí se alzaba una nave espacial con una estructura de aspecto bovino similar al Hildisvíni, solo que este siendo de colores dorados en vez de rojos, y teniendo un tamaño de eslora y envergadura de alas verticales considerablemente menor al del Hildisvíni. Sus compuertas estaban dispuestas en rampas que daban a umbrales resplandecientes. Frente a ellas se hallaba Brunhilde Freyadóttir, las volutas de su ancho vestido blanco zarandeadas por los soplidos de brisas. Los brillos blancos del umbral daban un aspecto glorioso a su esbelta figura.
—¿El Gullinbursti? —farfulló Geir, los ojos rechistando de brillo emocionado— ¡Ya no tiene ninguna mota de polvo! Al fin te dignaste en sacarlo de las bodegas, Hilde-Onee-Sama.
—Pensé que tomaríamos un viaje directo a través de un Bifrost de Heimdall —dijo Sirius, cruzándose de brazos.
—Nuestro último viaje a Jötunheim fue indecoroso e impropio de una Reina Valquiria —afirmó Brunhilde, dedicando una mirada de reojo a la dorada y reluciente nave—. Esta vez quiero hacer las cosas bien. Dar ahora una magnánima impresión para los Jötuns que nos vayan a recibir en la Fortaleza de Gastropnir.
—Con lo indecorosa que has sido en las últimas ocasiones... —Sirius asintió con la cabeza y sonrió— Me alegra mucho que tomes esta iniciativa.
—Lo hago sobre todo para mí misma, pero agradezco el cumplido —Brunhilde hizo un ademán de cabeza y empezó a ascender la rampa—. A bordo.
Geir fue la primera en subir a la nave, el entusiasmo dibujado en su rostro y manifestándose en alegres saltitos. Sirius fue el siguiente en entrar, seguido por el séquito de Guardianas Valquirianas. La rampa empezó a subir hasta sellarse en la fachada de la nave espacial. El vehículo aerodinámico empezó a ascender verticalmente; lento al principio, pero al llegar a una altura de veinte metros, empezó a desplazarse hacia el norte y a incrementar su velocidad.
El plano de la Capital Real se iba convirtiendo de a poco en una secuencia de puntos grises y dorados más y más lejanos, la niebla haciendo acto de presencia para cubrirlo todo. Con los minutos, la nave espacial fue bañada por el bruñido áureo de los haces de luz de Yggdrasil. Geir, sentada al lado de Sirius, sintió un fortuito vértigo al ver la colosal figura nívea ribeteada de dorado del tronco del Árbol Áureo. Algunas hojarascas, del tamaño de aviones de carga pesada, caían perezosamente por el aire, la nave pasando cerca de ellos y dando la impresión que estaban esquivando proyectiles intangibles.
Para Sirius, la sensación era distinta. Sobrevolar los cielos en una aeronave que no fuera su cuadriga alada le daban sensaciones de cosquilleos al principio, que después se volvían en exultaciones pacificas al sentir el vuelo estabilizarse que le proveía de una comodidad como ninguna otra. Y aquella comodidad que sentía con la cabeza y la espalda reposando sobre el asiento le hizo olvidar todos los pensamientos nocivos de hace un par de horas.
—Entonces hallaron la forma de descongelar a Axel del cubo de hielo de Thrudgelmir —dijo Sirius tras un denso periodo de silencio. Para este punto, la nave se había alejado tanto de la Capital Real que ahora era un punto gris-dorado alejado de la superficie. Todo lo que se estaba viendo ahora era puro firmamento azul y discordantes nubes blancas— ¿Cuál es ese método? ¿Qué Modus Operandi vamos a llevar? —apoyó una mano sobre su rodilla y clavó su mirada en Brunhilde.
—Me alegra que lo preguntes —dijo la Reina Valquiria, la sonrisa de entusiasmo. Miró de soslayo la ventana polarizada. A través de los espacios entre nubes se podía ver el inmenso océano de nubes blancas y el azulado horizonte del continente—. El motivo por el cual nos dirigimos a Jötunheim con tanto decoro es para atornillar firmemente el puente entre nosotros y las Casas Reales de Jötunheim que me ayudaron a destronar a Thrudgelmir. Ha habido muchas disputas y pésima diplomacia entre ellos y yo en estas décadas tras la muerte Thrudgelmir. Pero eso cambiará hoy —en ese instante, la muralla de algodones blanquecinos se disipó. La nave espacial teledirigida emergió de una abultada montaña de nubes, y ella, Geir y Sirius obtuvieron monumentales vistas del vasto cielo azul y nubes tan colosales que sus perezosos movimientos, aunque rápidos, eran supremamente lentos desde larga distancia.
—Guau... —murmuró Geir, sus ojos pegados a la ventana, sus pensamientos perdiéndose en los laberintos de nubes de aquel paisaje tan kafkiano.
—¿Y... de qué forma cambiará? —preguntó Sirius.
—Envíe a Hoover y Hrist a Nueva Camelot —prosiguió Brunhilde.
—¿Otra vez? —Sirius frunció el ceño.
—Como ya tenemos la aprobación del Caballero del Sol y del Rey Exiliado para su participación en el Ragnarök, entonces ellos no serán unos extraños. Todo lo contrario: serán invitados —la Reina Valquiria se inclinó hacia delante. En su expresión se leía el profundo análisis y estudio llevado a sus espaldas—. Estudiadas ya las propiedades del Prisma Negro, pedí a Hoover junto con William llevar a cabo pruebas con Sir Aland para comprobar un método hipotético con el cual destruir el hielo oscuro que tiene capturado a Axel.
—¿Qué otro método? —Sirius sacudió la cabeza—. Llevamos veinte años probando los métodos más irrisorios posibles —empezó a enumerar con los dedos—: la Estrella de Neutrones de William, bombas atómicas (incluida una de antimateria), los Tajos Celestiales de Ryu Gensai, la fuerza bruta de Maddiux con su Aura Svarg... —con cada enumeración que daba Sirius, la expresión de Geir, a su lado, iba poniendo muecas de sorpresa más y más exageradas, hasta que a la última mención ya tenía espirales en los ojos y vapor saliendo de sus orejas. Sirius se palmeó una rodilla y reclinó la espalda sobre el sillón—. Nada. Ni un solo rasguño. Ese hielo primordial es prácticamente indestructible. Habríamos pedido la ayuda de Hui Ying, pero el Emperador Amarillo sigue recelando de nosotros.
—¿Y por qué le hemos pedido ayuda a Abdullah todavía? —preguntó Geir—. Él de seguro debe tener alguna habilidad cósmica dentro de sus grimorios que pueda...
—¿Abdullah? ¿En serio? —Sirius esbozó una sonrisa ácida— No le importó en la integridad de Daifallah luego de la Segunda Tribulación, ¿ahora le importará la de Axel?
—Ow... —el rostro de Geir se ensombreció.
—Geir de hecho dijo una palabra clave —apostilló Brunhilde—. Habilidad cósmica. Algo en lo que Hoover ha estado trabajando en conjunto con el gabinete de Aland para así romper, de una vez por todas, el Prisma Negro.
—¿Qué va a ser ahora? ¿Dispararlo directamente al sol? —Sirius se cruzó de brazos.
—No. Lo contrario a ello. Vamos a disparar el sol directo hacia él.
La sorpresa se dibujó en los rostros de Sirius y Geir. Los ojos ámbar ensanchados del primero miraron a los empequeñecidos ojos verdes de la segunda. La Princesa Valquiria tragó saliva. Sirius bajo los brazos. Ambos miraron a Brunhilde, y esta última se cruzó de brazos y esbozó una sonrisa altiva.
—¿Qué clase de proyecto estás cargando contigo, Hilde-Onee-Sama?
—Llámenlo "Proyecto Solaris", del cual estuve trabajando en estos meses que duró los Juicios de Aztlán —contestó la Reina Valquiria, alzando un dedo—. Y en este proyecto, haré un todo o nada para descongelar a mi último Legendarium... —apretó la mano sobre su pecho— Y lo que resta de mi tan dispareja familia.
La emoción cortante y melancólica se quebró en su voz, delatándola. La mirada pensativa y lejana hacia la ventana también la delató. Los sentimientos de la Reina Valquiria quedaron petrificados para la posteridad de Sirius y Geir. Aquella reina, a la que tanto la han criticado por ser equidistante a su falta de emociones por los demás... finalmente demostraba una empatía que la motivaba a emprender esta nueva campaña.
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|◁ II ▷|
La aeronave dorada ascendió en vertical por cientos y cientos de metros cúbicos de chubascos neblinosos y velas transparentes de las que empezaban a caer lluvia, misma la cual descendía hasta parar en Asgard. Penetró más allá de su cima, emergiendo de sus blandas olas blancas que formaban orondos torreones de kilómetros de alto y varias millas de hombro a hombro que cubrían grandes partes del indefinido firmamento azul. Como un mosquito que salía del vapor caliente de una olla, el Gullinbursti salió de las nubes como una bala perdida, recorriendo a máxima velocidad el vasto firmamento hacia un gran cañón que abría sus montañas de par en par, como si les estuviera dando la bienvenida. Sirius y Geir avistaron con la mirada las colosales grietas y sus inhóspitas cavernas de umbrales oscuros que invitaban pensar en los recónditos más desconocidos del submundo geológico de los Gigantes de Escarcha. Había algunas cascadas que reptaban por las laderas empinadas de las rocosas montañas hasta caer y perderse en el abismo; la mayoría de las cascadas estaban congeladas, lo que proveían impresionantes imágenes de enormes carámbanos colgando de los bordes nevados de los casquetes polares.
A la altura a la que el Gullinbursti sobrevolaba el cielo ártico, las vistas de las cordilleras nevadas daban la impresión de no tener fin. No importaba a qué dirección virase, o si cambiaba de puesto para ver por otra ventana, Geir Freyadóttir seguía topándose con más y más colinas (algunas el triple de alto que el Monte Everest en Midgar). Sirius, por su parte, sentía por primera vez el poderoso asalto de un váguido ilusorio que le aceleró el corazón cuando amplifico su vista... y vio, al fondo del horizonte austral, incluso más montañas que formaban murallas, anillos y laberintos de demencial tristeza decadente.
El vehículo volador redujo paulatinamente la velocidad de su vuelo y empezó a descender poco a poco. Sus pasajeros asomaron la vista por el cristal, alcanzando a ver, más abajo, la figura de un monumental castillo negro rodeado e inundado de avalanchas, como arena que quedase remanente entre los dedos de un pie humano. Los rastrillos estaban corridos, y los umbrales y fosos atiborrados de montañas de nieve que estaba siendo desmenuzados a palazos por sujetos que parecían ser humanos... pero con pieles de tez azul, algunos claros, otros más oscuros. Los anillos superiores y escalonados del castillo se hallaban en estados igual de deplorables que el anillo amurallado más inferior; las adarves, las atalayas, los bastiones, los templos, las salas del concejo... Sirius y Geir, siendo la primera vez para ambos el ver este paisaje penoso, concibieron el mismo pensamiento: ¿qué tan violento era el clima en el que vivían los Jötuns aquí arriba?
Gullinbursti siguió su lento y seguro descenso en dirección a uno de los bastiones de la Fortaleza de Gastropnir. La pictografía del castillo se fue haciendo más grande, al punto de poder observar con más detalle la deteriorada mampostería de sus albarranas, sus garitones y sus torres de homenaje. La nieve recubría los puentes de acceso a los rastrillos, y Jötuns de tres a cuatro metros de alto hacían la labor de extraer rodajas para ir limpiándolo poco a poco: los hombres portando pantalones holgados y jubones con piezas de armaduras, y las mujeres con sayuelas que le cubrían hasta la mitad de sus torsos, y zahones de cuero negro apretado. Las ropas estaban tan desaliñadas por el contacto con la nieve que parecían harapos. Sirius apretó los labios y puso una cara doliente... aunque, lo más probable, es que estos Jötuns no sufrieran la más mínima gelidez.
La nave planeó en un semicírculo hasta posarse encima de la plataforma de un bastión, donde los esperaban centinelas de más de seis metros de alto, con cuernos extendidos de lado a lado y tez celestes brillantes bajo armaduras de vidrio tan finas que parecían invisibles a primera vista. Las espadas anchas que portaban en sus cintos estaban hechas de cristal diamantino que liberaba arabescos blancos de cuando en cuando. Una vez las patas del vehículo hicieron contacto firme con la plataforma, los motores se apagaron. Las compuertas se deslizaron, y la rampa descendió hasta tocar suelo. Del interior de la nave comenzaron a bajar Brunhilde, seguida por Geir y Sirius, y por último la escolta de Guardianas Valquirianas.
Sirius se colocó el oscuro gabán acolchado sobre sus hombros y rodeó los de Geir con un abrigo negro de su talla. Por último, se rodeó la bufanda naranja alrededor del cuello. Brunhilde se remendó la nívea chaqueta de franela y se la abotonó. La Guardia Valquiriana formó una fila tras ellos, y el trío se detuvo, expectantes. Al otro lado del puente de acceso, dos figuras femeninas se encaminaban hacia ellos.
El repentino cambio de movimientos de las brisas advirtió a Sirius y Geir de la espléndida presencia que se aproximaban hacia ellos. Vadeadas por un séquito de guardias Jötuns portando las mismas armaduras de vidrio y espadas de cristal, las dos mujeres, cada una de dos metros y medio de altura, caminaron por el extenso bastión octogonal hasta ponerse frente a frente con Brunhilde Freyadóttir. Ambas de pieles caucásicas distintas de la del resto de Jötuns, lucían con magnánimos atuendos que la hacían resaltar por encima del resto de Jötuns que vieron durante el descenso.
—Ividjur Angrboda —saludó Brunhilde, haciendo una reverencia solemne tanto para la reina Jötun como para su acompañante—. Völva Gröa.
—Cuánto tiempo sin vernos las caras, Brunhilde —dijo Angrboda, sonriendo afablemente, su tono de voz generoso y profundamente sabia. La Reina de los Jötuns vestía modernamente: un abrigo púrpura de manga larga, un corsé negro, pantalones oscuros acampanados y una faja. Sobre su cabeza llevaba una corona púrpura que arrancaba destellos de los rayos del sol, infringiendo tonalidades violáceas en su superficie. Tenía el cabello cepillado hacia atrás, y los labios pintados de morado.
—Ya me preguntaba yo si te habías cansado de nosotras —se expresó Gröa, más voluble y efusiva. La acompañante de la reina vestía todo de blanco: corsé que cubría la mitad de su torso, pantalones de cuero apretados, cinturón, mitones que le llegaban a los hombros y una capa floral con pieles blancas en su cuello. Su dorada melena le caía hasta la mitad de la espalda— O del frío de las ventiscas.
—Ni el Fimbulvert más poderoso que Thrudgelmir pueda echarme encima me detendrá de seguir con esto —Brunhilde se dio la vuelta e hizo un ademán de presentación con la mano. Sirius alzó medianamente la cabeza para poder verlas mejor. Geir, por su parte, puso cara de pokerface al ver como a duras penas le alcanzaba la cintura a Angrboda—. Angrboda, Gröa, ya conocen a mi hermana Geir, pero les presento a mi Lanza de la Humanidad. Sirius Asterigemenos.
<<Son igual de titanes que las Diosas Romana...>> Pensó Sirius, borrando al instante su nerviosa para hacer una reverencia. Angrboda sonrió lacónicamente. Gröa se echó a reír. Sirius frunció el ceño y se ruborizó.
—Aquí no se hacen genuflexiones —dijo Angrboda—. Hace tiempo que perdimos la gracia de ser Majestades. Pero agradecemos el gesto, ¿no, Gröa?
—Oh, sin duda alguna —murmuró Gröa, aún cuchicheando risitas. Un soplido de viento zarandeó su melena. Se llevó las manos al cabello.
—Adelante, pasen —Angrboda cruzó las piernas para darse la vuelta. Gröa la imitó, la mano sobre su cintura. Los altos centinelas se giraron igualmente, haciendo resonar los cristales de sus armaduras de placas.
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|◁ II ▷|
Reino de Nueva Camelot
El mundo de Nueva Camelot, el Reino de los Hombres, estaba rodeado por riscos pedregosos con formas de garras y mesetas tan planas que parecían tocones de titánicos árboles. Las elevaciones de montañas escarpadas, tan altas que superaban los doscientos metros de alto por quinientos de latitud, se extendían como pliegues de roca y tierra hasta perderse en el exterior. Sudarios neblinosos recubrían las extensiones de bosques frondosos atiborrados de fresnos y matorrales, que a su vez ocultaban sumergidos, en sus riachuelos y mares lechosos, ruinas de antiguas ciudadelas que rodeasen la ciudad-estado. Los caudalosos vientos de más allá de las llanuras, que traían sus climas templados, eran incapaces de penetrar las murallas naturales que eran los picos escarpados que defendían el decadente, pero aún mágico, reino medieval.
Una caravana de carromatos plateados marchaba parsimoniosamente por uno de los tantos senderos pedregosos que, aplanados, zigzagueaban por encima de las laderas de una de las montañas. La caravana era vadeada por una caballería de jinetes con armaduras con sobrevestas azules ribeteadas de lazos dorados, y con emblemas de un escudo con dos elfos (el de la izquierda más alto que el de la derecha) en togas dándose la espalda y alzando sus cetros. Los sementales que cabalgaban, sin embargo, no era sementales de carne y hueso, sino de placas metálicas y exoesqueletos broncíneos que eran propulsados por vapores plásmico de color celeste, escapándose a través de sus fosas nasales.
La diversidad de carruajes, que descendían de los altiplanos hasta arraigar a los monumentales arcos de triunfo de los puentes de acceso, iba desde faetones, charretes y carrozas. Había carruajes que eran prácticamente casas con ruedas, y la más grande de ellas, de más de diez metros de alto y condecorada con banderolas y veletes con el mismo símbolo de los elfos con cetros, avanzaba centrada en la caravana de más de cincuenta metros de largo. De las ventanas de los carromatos asomaban las cabezas de jóvenes (vistiendo túnicas que ocultaban sus uniformes estudiantiles) que observaban sus derredores con miradas alucinadas. Los que iban en las enormes y lujosas casas rodantes, sin techo y al aire libre, usaban catalejos o monóculos para ver las inmensas sombras de los castillos recortándose en el horizonte neblinoso.
En el cielo se oyeron graznidos robóticos, y sombras de enormes águilas sobrevolaron a varios metros por encima de la caravana. Al igual que los caballos, aquellas bestias metálicas montadas por jinetes de armaduras de cuero tachonado con el blasón de los elfos, eran semi-autómatas impulsados por el combustible de aquella energía celeste resplandeciente que se incineraba dentro de sus exoesqueletos broncíneos, produciendo movilidad, y escapándose como vapor a través de su pico o el aleteo de sus alas.
Una de las ventanas de la casa rodante más grande se abrió, y de ella asomó la cabeza de una elfa de piel pálida, ojos cetrinos y melena albina recogida en dos coletas y orejas puntiagudas. Frunció el ceño del asco al recibir los olores a pino, a musgo y a la sal de las viscosas aguas de los lagos más abajo.
—¡Puaj! Como se huele el hedor de la mierda de Salamandra Pálida desde aquí —gruñó la elfa, cerrando la ventana y abanicándose con un ventalle blanco.
—Profesora Relanya... —masculló una jovencita de melena lila y ojos púrpuras sentada frente a ella, ataviada con una larga saya blanca y un gabán negro con el blasón en su pecho. Hizo un puchero; su rostro redondo de mejillas rechonchas la hacía ver especialmente adorable.
—No andamos en la academia ahora mismo, Frigia —exclamó la elfa Relanya, esbozando una sonrisa presumida—. Puedo ilimitame lo que quiera.
—¿Incluso frente al Caballero del Sol?
—Especialmente ante Aland.
La joven Frigia aumentó más su puchero y frunció el ceño. En ese instante, la decorosa habitación en la que se hallaban fue sacudida, y la casa rodante reprendió la marcha por el largo y ancho puente en ménsula.
—Va a darnos una mala imagen si saca a relucir esa actitud —insistió Frigia.
—Oh, créeme, Frigia —dijo Relanya, cruzando las piernas enfundadas en pantalones de cuero negro—. No será la primera vez que ve mi actitud.
—Al menos no me arruine este viaje escolar...
—Ya, ya... —la elfa agitó la mano de lado a lado— Igual no prometo nada.
La caravana de carrozas y faetones avanzó perezosamente a través del puente, permitiendo a todos los estudiantes sacar fotografías de los extensos paisajes neblinosos con sus cámaras con forma de cajas. A medida que se iban adentrando más y más en el interior de aquel benevolente y enigmático pantano, los olores de los fresnos entremezclados con el amargo hedor a salazón de las aguas lechosas se volvían más prominentes, forzando a algunos estudiantes a cerrar las ventanas. Las brumas ofuscantes se volvían en ocasiones tan densas que los estudiantes no podían ver más allá de sus narices, por lo que utilizaban elementos y artilugios que mejoraban la visión de sus telescopios y anteojos personalizados. En un momento dado del lento viaje, luciérnagas y megalopteros (hechos de carne en vez de metal) comenzaron a seguir la caravana, sirviéndose de su bioluminiscencia como guías y de los zumbidos de sus alas como indicativo de lo cerca que estaban de arraigar a Nueva Camelot, la ciudad de ensueño de muchos de estos jóvenes estudiantiles.
Llegaron hasta la glorieta de una hectárea de longitud, lo bastante espacioso para albergar los más de cincuenta carromatos y casas rodantes. Auroras blanquecinas flotaban haraganamente por encima de la dispersada caravana, soltando lluvias de escarchas que dieron la bienvenida a los más de ciento cincuenta estudiantes, que se bajaban de los vehículos ordenadamente, siendo precedidos por sus maestros. Los jóvenes quedaron asombrados por esculturas de varios codos de alto erigidas en el centro de la fuente. Desenfundaron sus cámaras y empezaron a tomar fotografías, algunos incluso colocándose en grupos hombro con hombro para que saliera la fuente detrás de ellos.
De estilo helenístico, y hecho con un mármol blanco que replicaba perfectamente sus expresiones, sus ropas y sus armaduras, el grupo escultórico consistía varios caballeros ascendiendo por las plataformas de un lado de la fuente, mientras que de la otra escalaban criaturas draconianas. En la cima de la fuente se arrodillaba un hidalgo de rostro de hombre maduro extendiendo sus manos para tomar la espada que le ofrecía una mujer en túnica, esculpida con la forma de una ninfa y la impresión de ráfagas de agua que rodeaban la espada.
—Jodido infierno, los hedores incluso llegan hasta acá —gruñó Relanya, sacándose las cadenas de su chaleco blanco y abriendo el reloj dorado— ¿No lo hueles tú también?
—Por eso me perfumé, profesora Relanya —murmuró Frigia, caminando a la par de ella.
La elfa y su aprendiz anadearon con pasos lentos por el andén, sus tacones resonando sobre el pavimento.
—Mira a todos esos mocosos —murmuró Relanya, señalando a las estudiantes arreglándose el pelo para que les saliera bien la foto—. Más entusiasmados que católico listo para la eucaristía —siguió caminando hasta alcanzar un arco de triunfo de diez metros de alto, sellada por oscuras verjas del mismo tamaño. Relanya tanteó el reloj con sus dedos—. "Ven a Nueva Camelot, y recibirás energía de maná... con solo puto respirar" —se detuvo y se giró hacia ambos lados. Frunció el ceño.
Relanya se guardó el reloj en su chaleco. Se dio la vuelta y le indicó con la mirada a Frigia el carruaje que tenía frente a ella
—Frigia, hazme un favor y haz rugir el coche para que se den cuenta que trajimos a un aquelarre de arrapiezos.
La joven aprendiz se encogió de hombros y se dirigió hacia el carruaje. Se metió dentro de su cabina y presionó la superficie del volante. El claxon apenas duro dos segundos. Relanya se volvió hacia ella, el ceño fruncido.
—¡Más fuerte!
Frigia volvió a presionar el volante. El claxon duró esta vez cinco segundos. Relanya puso los ojos en blanco y gruñó por todo lo bajo. Se dio la vuelta y se dirigió hacia el carruaje.
—¡Gracias, gracias! Yo me encargo ahora —exclamó, y Frigia se apartó. La elfa se subió al faetón y presionó con todas sus fuerzas el volante.
El chirrido monótono y desgarrador del claxon se extendió por varios tortuosos segundos. Tiempo en el que los estudiantes pusieron muecas de disgusto, dejaron de tomar fotos y se dispersaron por la glorieta de lo molestos que estaban al ver a la maestra más descarada y cizañosa de la Academia de Valar Rahelia hacer otra demostración de su impudor y cinismo arrollador.
Al cabo de casi dos inacabables minutos de constante chillido vehicular, las enormes rejas de bronce del arco de triunfo retumbaron y comenzaron a abrirse lentamente.
Rápidamente, todos los jóvenes estudiantes fueron exhortados por sus profesores a formar organizadas filas humanas sobre el asfalto. Los jóvenes acometieron a sus órdenes, entre sorpresa y pavor, al ver cómo, del otro lado de las gigantescas verjas abiertas ahora de par en par, emergían marchas de filas de caballeros de armaduras de placas y capas rojas que ondearon con los soplidos del viento venidos del sur. El rezongar de los cascos y corazas y el movimiento coordinado de sus pisadas captaron la cautivada atención de Frigia, los ojos púrpuras de esta concentrados en el emblema que llevaban los caballeros en sus capas: un anillo de fuego con motivos decorativos que encerraba un dragón siendo empalado por la espada de un caballero.
Pero incluso con la llegada de aquellos caballeros y de los jinetes montando sementales negros relinchantes, Relanya, con una mirada aburrida pero determinante, no paró de reproducir el insoportable claxon. Los estudiantes no pudieron estar más furiosos.
—¡OYE! Ya para, ¡¿no?! —exclamó uno.
—¡Que grosera estás siendo, Elfa Descarada! —gritó otra.
Relanya ignoraba aquellos gritos. En su cara tenía dibujada otra sonrisa presumida que Frigia interpretaba perfectamente. <<No va a parar hasta que el Caballero del Sol se muestre ante ella>> Pensó, el rostro ensombrecido de la misma molestia que la del resto de sus compañeros de clase.
El relincho alborotado de un semental en particular llamó la atención de todos los estudiantes, puesto que aquel chirrido sonó por encima del inacabable claxon del carruaje. De pronto, los caballos de los demás jinetes se encabritaron ligeramente, forzando a sus montadores a tener control sobre ellos por medio de las riendas. De repente, surgiendo de la negrura del umbral más allá del arco de triunfo, surgió un palafrén azabache más grande que el resto de caballos presentes. La bestia captó al instante la atención de todos los estudiantes, y las chicas en particular fijaron sus chispeantes ojos en el galante jinete que lo montaba.
El equino cabalgó en un semicírculo alrededor de la hilera de caballeros de capas rojas. Para este punto, Relanya ya había despegado la mano del volante, parando así el insoportable chillido. El semental se detuvo justo en el centro de la fila de soldados y les dio la espalda, su cola aleteando de arriba abajo. El jinete soltó las riendas y se sentó en el borde de la montura.
—¡E-e-el Caballero del Sol! —farfulló una estudiante— ¡Es él! ¡Es él de verdad!
—¡Es incluso más apuesto de lo que pensaba! —chilló otra estudiante, para después ser reprendida por un profesor y forzada, junto con el resto de los estudiantes, a arrodillarse. En un segundo, ciento cincuenta capas y cabezas académicas estaban postrados sobre una rodilla al suelo cuales sirvientes de una corte real.
—Pfff, ni tan apuesto es... —murmuró un estudiante, poniendo cara de asco aprovechando que los profesores no se la podían ver por estar agachado.
Vestido con una gabardina roja ceremonial desabotonado que revelaba su bufanda roja y su chaleco negro abrochado, pantalones negros y zapatos pulcros relucientes, el Caballero del Sol desmontó su semental con la elegancia y caballerosidad propia de quien es un caballero por título y por estilo de vida. Se llevó las manos a los bolsillos y se encaminó hacia Relanya, exudando en el camino un aura de magnanimidad solar que superaba con creces la de cualquier rey déspota consagrado y glorificado del medievo. Su melena roja ondeaba con sus zancadas, pegándosele en el cortesano y galante rostro cuando los vientos soplaban contra él. Una fina película anaranjada se abultaba sobre su cuerpo, invisible a la vista de los estudiantes de magia... Excepto para Relanya y Frigia, esta última con los ojos ensanchados y el corazón acelerándole de la perplejidad y surrealismo, no pudiendo concebir la asombrosa realidad que estaba viviendo ahora.
El legendario Caballero del Sol y Legendarium Einhenjar, Sir Aland, ha hecho acto de presencia ante sus mortales y empequeñecidos ojos morados.
Relanya miró de soslayo a la caterva de estudiantes arrodillados. Sus orejas puntiagudas alcanzaban a oír los cuchicheos infantiles de las chicas comentando lo galante o esbelto o agraciado que era el Caballero del Sol. Los únicos que parecían compartir su sentimiento eran los chicos, pero era más por celos que por amargura de verdad. La elfa se encogió de hombros y suspiró.
—Pues dime tú cómo es que todos tus caballeros se acaban de levantar de la puta cama —espetó y señaló a las milicias con un ademán de cabeza—. Míralos. Se ve que ni tienen bien puestas las armaduras y de seguro tienen ojeras bajo las viseras de sus yelmos y penachos.
Sir Aland sonrió y se aguanto las tremendas ganas de echarse a reír; jamás le cansaba la forma de expresarse de su antigua maestra. Dedicó una sencilla mirada a Frigia. Esta última dio un respingo y trago saliva, no pudiendo mantener la mirada por más tiempo hasta agacharla de los nervios.
—Así que tú debes ser la nueva pupila de Relanya.
—S-sí, lo soy —farfulló Frigia, armándose de valor para dar un paso hacia delante y colocarse frente al alto Sir Aland. Hizo una profunda reverencia hacia él. Tras ella se oyeron murmullos de las chicas, envidiosas por ver como la privilegiada Frigia tuvo chance de estar tan cerca de él—. Mi nombre es Frigia La Croix. Un inmenso honor conocerlo en persona, Caballero del Sol.
—¿La Croix? —Sir Aland enarcó una ceja, la expresión interesada. Se volvió hacia Relanya— ¿Así que esta es la nueva retoño de la familia de hechiceros más grande de Valar Rahelis?
—Y posiblemente sea la más intelectual que haya nacido desde el Siglo de las Luces — el comentario de Relanya sacó una sonrisa inquieta en Frigia. La elfa extendió un brazo hacia el arco de triunfo con sus rejas abiertas de par en par—. ¿Pasamos? ¿O vas a hacerme sacar la "Elfa Descarada" que tengo dentro de mí haciéndome esperar otros cinco minutos más?
—No deseo injuriarlos más —Sir Aland se volvió hacia los ciento cincuenta estudiantes arrodillados— ¡De pie, chicos y chicas! —al grito de su filántropa voz exaltada y emocionada, todos los estudiantes de hechicería se reincorporaron; las chicas dedicaban miríadas de ojos excitados y vivificados, mientras que la gran mayoría de los chicos lo observaban con curiosidad y, algunos, con envidia patética—. Soy consciente del largo trecho que han tenido que recorrer desde Rahelis hasta Camelot. Mi única excusa es que los Radio-Portales Zoudnorth sufrieron averías que a día de hoy siguen sin repararse —se pasó una mano por la nariz y después el cabello. Las chicas quedaron encantadas con cada movimiento que hacía—. ¡Pero basta de chachara! Sean bienvenidos al único de los Nueve Reinos donde los humanos somos gloriosos. ¡Pasen!
—¡Y será mejor que aprovechen ahora que es de noche! —exclamó Relanya, armando la marcha para seguir a Sir Aland, este último agarrando las riendas de su semental para que siguiera su avanzada a pie. Los caballeros y jinetes de capa roja se volvieron hacia el arco triunfal y reemprendieron la marcha hacia el interior de la ciudad— Porque de día, esta ciudad se vuelve más populosa que Rahelis cuando entramos en días cívicos.
<<La Profesora Relanya se va a poner más parlanchín y vulgar ahora...>> Pensó Frigia, haciendo un puchero.
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ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯
|◁ II ▷|
Palacio de Gainsborough.
Zona central de Nueva Camelot
El interior del Palacio de Gainsborough poseía una magistral y exquisita estética aristocrática (tanto en su fachada como en su infraestructura) que despertó un interés fascinante en Frigia La Croix que le recordó mucho a los palacetes refinados de su familia en Valar Rahelis... Solo que este tenía estética de ser incluso más antigua.
Al estar la zona urbana más central de Nueva Camelot, la mansión le ofreció vistas panorámicamente deslumbrantes de la ciudad medieval. El misticismo lo había podido palpar mientras avanzaba por la avenida más ancha y la principal que llevaba directo a la zona central de Nueva Camelot, acompañados por la caballería roja de Sir Aland; pasaron por medio de interminables ristras de pilares que servían como acueductos, encrucijadas tan grandes que carreteras pasaban por encima y por debajo de puentes interconectados, y barrios de mansiones victorianas y barrocas tan opulentas, que las luces de sus largos y grandes ventanales superaba, con creces, a la de los lujosos faroles y veletes. Las luciérnagas y las auroras blanquecinas y esmeraldas que destellaban en el firmamento estrellado aportaban más iluminación a la urbanidad.
Una vez dentro de Gainsborough, y subido los pisos superiores de la alta mansión, Frigia La Croix vio con un detalle exorbitantemente abrumador las calzadas, los puentes, los peristilos de los acueductos, los templos alzándose por encima de los barrios por medio de colosales plataformas flotantes que emitían luces celestes iridiscentes, los edificios de los teatros y las lejanas murallas que rodeaban cual anillo a Nueva Camelot. Sintió un calor cautivador en su pecho, acompañada por una inspiración mágica que no sentía desde la primera vez que obtuvo vistas panorámicas de Valar Rahelis cuando era una pequeña niña.
Pero toda esa fertilidad creativa fue entrecortada por la picuda y lenguaraz habla de Relanya Elaneiros:
—Oh, cierto, debo decirte que las últimas clases impartidas en el catálogo estudiantil de Valar Rahelis incluyó... fenómenos cosmológicos, ¿vale? —a medida que hablaba, la elfa hacia gestos pronunciados con las manos. Y a pesar de que no expresaba mucho con la cara, su forma tan elocuente de hablar le daba un carisma que resonaba en las pulcras paredes blancas de los pasillos, los zaguanes y las salas de estar más copiosas de la mansión— Especialmente los concernientes a las estrellas y sus múltiples tipos. Todo esto con tal de enseñarles a como emular el poder de una estrella a escala con las Piedralares. Solo que claro, los estudiantes, con lo mocosos que son con sus dieciséis y diecisiete años, me insisten en que quieren ver un evento cósmico a escala en vez de una burda imitación...
Sir Aland dirigió a Relanya y Frigia por un ancho pasillo vadeado por pilares de madera hasta alcanzar unas compuertas cerradas. Estas se abrieron de par en par con un chasquido de dedos de Aland, dando paso a una prolija y cuantiosa estancia de colosales dimensiones para los inocentes e inexpertos ojos de Frigia. Del tamaño similar al de un estadio de práctica de hechiceria de Valar Rahelis, la galería se componía de tres pisos, y en cada uno se enfilaban estanterías llenas de libros que, a su vez, vadeaban largos escritorios rectangulares y circulares donde se sentaban escribanos a estudiar sus textos. La inspiración volvió en la joven aprendiz, haciendo que reparara en los astrolabios colgando de las paredes como cuadros, los cuadrantes dispuestos en mesas, y las esferas de armilar como motivos decorativos repartidos en los baluartes y los balcones. Pronto se dio cuenta de que esta no era una biblioteca cualquiera, sino un observatorio.
—Y según me dijeron los búhos de Rahelis —dijo Relanya, justo en ese momento cuando Aland se dio la vuelta para encararla, deteniéndose frente a un umbral que daba a un despacho—, tú tienes preparado un evento cósmico relacionado al Sol que llevas siguiendo y estudiando en últimos seis meses, ¿no es así?
Sir Aland guardó silencio por varios segundos. Dibujó una sarcástica sonrisa que hizo que Relanya apretara los labios pusiera los ojos en blanco. El Caballero del Sol alzó una mano y, en la palma de su mano, manifestó una serie de partículas rojas que se acoplaron abruptamente, formando en un parpadeo una escarpada gema de color rojo resplandeciente y con forma de un esferoide oblato flotando encima de sus dedos.
—Y de los fenómenos cosmológicos que les has enseñado a tus estudiantes, ¿figura el de las Gigantes Rojas? —preguntó.
—Un ladrillazo, según ellos —confesó Relanya, frunciendo el ceño. Aland le ofreció la Piedralar roja, y la elfa la aceptó; el objeto quedó flotando en su mano mientras, junto con Frigia, se adentraban en el despacho del Caballero del Sol—. Por más que les hiciera demostraciones a escala con Piedralares como esta, les pareció un coñazo el proceso para quemar el combustible y hacer colapsos en el núcleo de la esquirla con tal de provocar un rebote de energía descontrolado y así lanzar ataques básicos pero super destructivos —Relanya movió sus dedos, y el esferoide danzó con saltos apáticos sobre sus pequeñas manos—. Prefieren en cambio los colapsos rápidos y las densidades colosales de Piedralares que simulen Supergigantes Azules, o las Hipergigantes Rojas.
—Pues en ese caso les haremos que, a escala cósmica, una Gigante Roja es igual de peligrosa que Supergigante o Hipergigante.
Sir Aland rodeó el escritorio y tomó asiento en el sillón rojo. Cruzó las largas piernas y se quedó viendo a la elfa y su aprendiz. Relanya se quedó mirando a Aland, y después a la Piedralar levitando en su mano. En ese instante se oyó un zumbido trepidante zaherir las paredes. La elfa albina se dio la vuelta y alcanzó a ver el armazón gris de un insecto del tamaño de un gato pequeño treparse por el muro hasta desaparecer dentro de los resquicios de los zócalos.
—¿Q-q-qué f-fue eso? —balbuceó Frigia, la cara colorada del miedo y temblando de pies a cabeza.
—Ay, querido, ¿acaso se te está infestando la sala de putas Lepismas Gigantes? —masculló Relanya, el ceño fruncido, la mirada puesta en el resquicio por donde se escabullo el insecto— ¿Sabes qué? Estos mierdosos te van a arruinar los libros y la madera —la Piedralar escarlata comenzó a comprimirse, cambiando su volumen y su luminosidad. Movió los dedos y extendió la mano, la gema resplandeciendo tanto que obligó a Frigia a cubrirse los ojos con un brazo. De repente, un calor mortal comenzó a quemar toda la habitación— ¡Estos bastardos solo entienden un lenguaje, y es el de los Rayos Gamma!
—¡P-profesora Relanya! —chilló Frigia del terror.
—Está bien, Relanya —dijo Sir Aland, taimado, alzando un mano y agitando los dedos hacia abajo. Con aquel gesto, provocó que la luminosidad cegadora de la Piedralar se redujera hasta casi apagarse por completo—. He requisado Aveoscuras del Observatorio de Rioplata para encargarme de la plaga.
Relanya bufó de la amargura y tiró la Piedralar sobre el escritorio de Aland.
—Los búhos también me contaron de otro tipo de plagas —dijo—. Hombres bestias al sur de Nueva Camelot, en el Escobio de Crestas Celestes, haciendo mototurismo sin pagar a las aduanas. ¿Te conseguirás Aveoscuras para esos también?
—Sí... —la cara de Aland se ensombreció ligeramente. Hizo como que la ocultaba apoyando el mentón sobre una mano— También tendré Aveoscuras para ellos. Al menos de los que me ha dicho la Reina Valquiria que me proveería.
—La Reina Valquiria...
La cara tan inexpresiva de Relanya cambió, pasando a ser una de antipatía que doblaba a ser repulsión ingente. Eso no pasó desapercibido para Frigia, quien rápidamente se le quedó grabado aquel tono de voz y aquella expresión de su maestra. Sir Aland se restregó una uña contra sus dientes mientras veía a Relanya caminar de un lado a otro, como pensando en una réplica ingeniosa.
—Ahhh, hace cien años que no oía el epíteto de Reina Valquiria... —gruñó la elfa albina.
—¿Me vas a dar una lectura de por qué no debo de relacionarme con ella ahora? —dijo Aland, la sonrisa desafiante.
Relanya se despojó con una risotada similar al relincho de una oveja.
—Ya eres un niño grande, Aland —dijo—. Ya sabes discernir entre el hacer el mal y hacer una cagada. De haber sido la yo durante la guerra contra Regan, te habría tironeado de la oreja. Pero ahora... —se encogió de hombros y negó con la cabeza— Eres el artificie de tu fortuna.
—Misma fortuna que ha llevado a la subsistencia de Nueva Aland luego de que Adam abdicara el trono.
—Y misma fortuna que yo tuve también para formar Valar Rahelis. Ay, las coincidencias...
En ese instante entró un criado a la estancia, colocándose en el centro de la sala para hacer una reverencia hacia el Caballero del Sol. Relanya y Frigia se lo quedaron viendo.
—Sus invitados han llegado, Lord Aland —dijo el criado.
—Déjalos pasar —dijo Aland, haciendo un gesto con la mano de invitar a entrar. El criado asintió con la cabeza y salió del despacho.
—¿Invitados? —inquirió Relanya, el ceño fruncido.
—¿Pensaste que la comitiva de Valar Rahelia serían los únicos en visitar Nueva Camelot? —replicó Aland, esbozando de nuevo su atorrante y brillante sonrisa.
—Con lo aislados que son ustedes me invitabas a mí pensar que ni recibirías a Adam un día que este decida pasarse por su viejo hogar.
Aland negó con la cabeza y se echó a reír.
Momentos después se oyeron pisadas preceder la llegada de los misteriosos invitados de Sir Aland. Relanya y Frigia se quedaron de pie a la espera de sus llegadas. Tras escuchar las pisadas resonar frente al umbral, voltearon las cabezas y descubrieron a Edgar Hoover y Hrist entrar en el despacho.
—¡Lord Aland! —exclamó el Ilustrata, haciendo una elegante reverencia hacia él— Que alegría me da verlo nuevamente desde la última visita.
Aland le devolvió el saludo con un ademán de cabeza y una sonrisa radiante. Los ojos de Relanya se ensancharon de par en par, sus ojos fijos en el peinado de Hoover. Este último se percató de la presencia de la elfa, y le devolvió la mirada. Hrist y Frigia cruzaron nerviosas miradas antes de desviarlas.
—¿Este es tu Aveoscura? —preguntó Relanya, señalando a Hoover con un brazo. Aland asintió con la cabeza, ocultando la sonrisa con su mano. Relanya se volvió hacia Hoover
Frigia se quedó con los ojos de piedra, la mirada fija en su maestra, incapaz de concebir la cantidad de vulgaridades que acababa de decir ante ella sin ningún tipo de cuidado. Relanya chasqueó los labios y dio un paso adelante.
—Yo, amiga mía, soy una milenaria elfa de nombre Relanya, de la Casa Elaneiros, Protectora de la Academia Valar Rahelis, promotora del manejo de la magia de Piedralares, y muy seguramente más vieja que tu trasero valquiriano. Porque sí, pude sentir desde aquí que quien iba a entrar aquí, no era otra que una de las cachorritas venidas del Valhalla a venir a reclamar parcela de héroes caídos más olvidados de la mano de los dioses. Porque esta ciudad llamada Nueva Camelot es una mezcla de religiones, pero paradójicamente son seculares —Relanya se postró a dos metros frente a Hrist. A pesar de la diferencia de alturas, la elfa se plantaba ante la Valquiria Real con una desafiante mirada, dando la impresión de ser la misma altura—. Aún así créeme, amiga mía, ya sea aquí o dándote un paseo por Valar Rahelis para que repases la primaria solo para fracasar de nuevo, conocerás mi curriculum y el porque me llaman "Elfa Descarada".
El escabroso silencio reinó en el gabinete. Hoover se masajeó la barbilla, mientras que Frigia, absorta en la perplejidad, quedó con los ojos bien abiertos al igual que sus labios. Sir Aland, por su parte, se aguantó las ganas de echarse a reír por toda la verborrea que acababa de liberar Relanya. Hrist, con el ceño fruncido, analizó a la elfa albina de arriba abajo.
—Relanya, ella es la Séptima Valquiria Real, Hrist —dijo Aland, señalándola con una mano, y después a Edgar Hoover—, y este es el Magnum Ilustrata, John Edgar Hoover.
—Te hubieras ahorrado las presentaciones, Sir Aland —maldijo Hrist entre dientes.
—Por mí que hasta se invente epítetos para ti, querida —Relanya esbozó una sonrisa vanidosa. Chasqueó los labios y desvió la mirada hacia el Caballero del Sol—. Entonces, ¿cuál es el motivo de la presencia de estos... invitados?
El Caballero del Sol se reincorporó del sillón e irguió la espalda, sacando pecho. Todas las miradas se fijaron en él y en su deslumbrante mirada.
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ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯
|◁ II ▷|
Jötunheim.
Capital Glaesisvellir.
Tal como habían sospechado del nombre traducido del nórdico antiguo, la capital del Reino de Jötunheim eran vastas planicies de casquetes polares que, al reflejar los rayos del sol que se filtraban por entre los nubarrones y las auroras azules, centellaban con parpadeos instantáneos que conferían un aura de misterio desolador a todo el panorama. Desolador, y tan gélido que incluso con dos mudas de ropa puestas encima una sobre otra, Sirius y Geir sentían el frío cosquillearles las pieles y ponerles los pelos de gallina.
Recubiertos por capas de hielo y estalagmitas colgando de sus baluartes que, antes de ser destructivos, eran decorativos, los colosales rascacielos públicos de ochocientos metros de alto (el más alto de ellos teniendo kilómetro y medio, más alto que las colinas blancas más cercanas para hacer comparación a simple vista) dejaron pasmados a Legendarium y Princesa Valquiria. Los edificios y las atalayas lucían más como cristales de cuarzo antes que edificios de recta estatura, y por ende proveían impresionantes y peligrosos panoramas de algunos de ellos inclinándose unos sobre otros cual Torres de Pisa, dando el aspecto de derrumbarse en cualquier momento. Debido a la transparencia de la superficie de las torres, se alcanzaban a ver, aunque de forma borrosa, las siluetas de los Jötuns haciendo sus quehaceres o relajándose en sus cómodos apartamentos con la calefacción siendo las naturales y briosas brisas que soplaban a través de sus ventanas y balcones.
Los puentes que interconectaban las inmensas secciones de ciudad consistían en gigantescos bloques superpuestos que se extendían hasta los abismos, e interconectados a través de placas de sílex y cables de obsidiana que reforzaba la firmeza de las estructuras. No había vehículos o naves tecnológicas; los Jötuns que recorrían los puentes o las carreteras hechas de capas de hielo endiabladamente duras lo hacían a pie, o montando titánicos y perezosos mamuts de diez metros de alto. La movilidad por aire era igual: los Jötuns se valían de las alas de enormes halcones de plumaje blanco que se camuflaba a la perfección con las nubes níveas del firmamento. Con sus más de cincuenta metros de envergadura y casi ochenta metros de largo, a Sirius se le vino a la memoria el colosal Illuyanka al cual Eurineftos se enfrentó en la Thirionomaquia.
Sin embargo, el trío no sobrevolaba los cielos antárticos de Jötunheim en una de esas aves. En cambio, iban a bordo de una carroza voladora tirada por dos machos cabríos, cada uno diez veces más grandes que un ciervo normal, con sus pieles azul marinas resplandeciendo con arabescos celestes burbujeantes y sus complejas astas siendo recorridas por colores neones que despedían escarcha que iluminaba al paso por el que volaban. Corrían por los aires como si cabalgaran por una calzada, y cada trote formaba ondas de choque azuladas que aparecían y desaparecían de un parpadeo. Sirius se sintió confortable en el sillón; ya no sentía vértigo como antes con la aeronave dorada. El vuelo le hacía sentir como si fuera pasajero de su Carruaje de Helios, en vez de ser el jinete.
—Ahora que me percato —dijo Geir, subida sobre su asiento de rodillas y la mirada asomando por la ventana cual niña curiosa—, noto muchas partes de la ciudad... desmoronadas. Están caídas en cráteres que parecen de meteoritos —se volvió a sentar y se volvió hacia la Reina Jötun—. ¿Por qué es eso?
Se hizo un silencio algo breve en el que Angrboda miró el suelo antes de fijar los ojos púrpuras en Geir. Cerró los ojos.
—"Y Thrudgelmir hizo sonar el Triple Cuerno, provocando que Jötunheim sintiera un calor que derritiera su eterna nieve" —recitó la Jötun con tono místico. Abrió los ojos y cruzó miradas con Geir, esta última sintiendo un escalofrío— El poder del Rey de la Escarcha desafió la naturaleza de nuestra raza y todo lo que nos hacía como Gigantes de Hielo. En el proceso, desafió también a las leyes del orden cósmico que Yggdrasil rige en los Nueve Reinos —cerró sus manos sobre su regazo, arrugándose el pantalón. Los labios retemblaron, y sus parpados se abrían y cerraban constantemente—. Jamás ha habido un terror que hiciera temblar todo el árbol de Yggdrasil desde los tiempos del Gigante de Fuego Surtur en la Segunda Tribulación.
—Oh, lo recuerdo —afirmó Geir, asintiendo la cabeza y mirando a Sirius y a Brunhilde—. En esos tiempos el Fimbulvert había alcanzado la Civitas Magna, las ciudades humanas aledañas a ella... Y hasta Asgard, ¿recuerdan?
—Sí —dijo Brunhilde, la voz severa, la mirada perdida en sus manos enguantadas sobre su regazo—. Fue la primera vez, en milenios, que nevaba en Asgard.
—Y fue un invierno que duró meses, años en otras localidades —corroboró Sirius, estirando sus brazos por encima de su cabeza—. Eso me trae recuerdos de la polémica que surgió entre los Asgardianos y Vanires cuando se trajo la ayuda de Hechiceros Seidr Jötuns para apalear el incontrolable invierno.
—Y si tan mal fue en el resto de reinos —prosiguió Angrboda, inclinándose hacia Geir, la distancia no siendo más de un metro de distancia—, no te puedes ni imaginar la vasta destrucción que causó Thrudgelmir a su constante paso por Jötunheim, pequeña. Tales que ahora mismo los has visto, a esta altura que estamos volando. Son heridas de nuestro dulce hogar que no cicatrizarán por más milenios que se sucedan.
—Ni por más que intentemos arreglarlos con nuestra magia de hielo —manifestó Gröa, alzando un brazo y haciendo aparecer escarcha y copos de nieve en su mano—. La destrucción es tan vasta que ni con todos los Hechiceros de la Casa Alfhild seríamos capaces de restaurar las hondonadas y los cadáveres que siguen enterrados en las montañas. E incluso si pudiéramos... —la escarcha se desvaneció de su mano, al igual que el brillo de sus ojos azules— Jamás podríamos arreglar el daño psicológico que Thrudgelmir dejó en nuestro pueblo.
Aquellas mayúsculas palabras descargaron un pesar inmenso en la espalda de Geir Freyadóttir. La Princesa Valquiria recluyó la espalda sobre la silla, con su mirada pensativa perdida en el infinito.
—Pero bueno —farfulló Sirius, un ojo cerrado y el otro fijo en Gröa—, ¿no habías dicho que su mundo no sería tan frío como aparenta?
—¡Estos son los preliminares! —balbuceó Gröa, haciendo gestos de negación nerviosas con las manos, la sonrisa igual de nerviosa— Es prácticamente imposible no poder entrar a Jötunheim y ser recibidos con cenotafios y monumentos de hielo a la destrucción. Pero ahora sí —dio una palmada, provocando una explosión de escarcha—. Se viene la luz en esta vasta neblina.
Sirius tuvo un momento de duda; no supo si lo decía en serio, o si ella ni se lo creía. Pero decidió responder con una sonrisa y cerrando ambos ojos, disponiendo toda su confianza en aquella Jötun que tanto le recordaba a otra belleza de mujer de cabello rubio y ojos azules como ella.
El carruaje tirado por los machos cabritos voladores se fue alejando paulatinamente de la capital Jötunheim. En cuestión de minutos, la niebla, que previamente era marchita y no duraba más que segundos antes de desaparecer ante la mirada del trío, ahora era una espesa muralla que evitaba ver la gran mayoría de los rascacielos del centro urbano (siendo el único visible el rascacielos de un kilómetro de alto, como si fuera esta una garra del Gigante Primordial Ymir). La carroza aerodinámica sobrevoló por encima de los restos de lo que otrora fue una colosal barrera de hielo de más de dos kilómetros de alto, ahora convertido en extensos lagos de escombros que daban aspectos de ser restos de edificaciones semi-enterrados en los montículos nevados. Los restos consistían en pedazos de muro irregulares que se repartían de pedazos a pedazos por una extensión de cincuenta millas.
—La Barrera de Hielo de Aegir —comentó Gröa mientras oteaba por la ventana—, una de las hazañas de Hechicería Seidr más grandilocuentes que la Casa Gymir haya logrado hacer para defender Jötunheim... —ladeó la cabeza— Perecido como si nada ante el poder de Thrudgelmir.
Dejaron atrás los restos de la colosal muralla. La carroza voladora pasó por encima del dilatado Río Éligávar, con sus aguas completamente congeladas y por las que surfeaban diminutos puntos que eran exploradores Jötuns, lo más probable siendo cazatesoros que buscaban con fervor restos de armaduras de los Gigantes de Escarcha que pertenecieron a los ejércitos de Thrudgelmir, alzados y revolucionados contra las Casas Señoriales de Jötunheim capeados por el poder del Rey de la Escarcha. Geir sintió escalofríos al ver a un grupo de estos Jötuns, cada uno de tres metros de alto, meterse dentro de las colosales costillas de un endoesqueleto que le perteneció a uno de esos Gigantes. Con esa sola demostración, se le reveló la inconmensurable diferencia de poderes entre Jötunheim y Thrudgelmir.
El descenso comenzó diez minutos luego de pasar de largo el Río Éligávar. Sirius y Geir asomaron las vistas por las ventanas, descubriendo extensas hectáreas de bosques boreales recubiertos con ingentes cantidades de nieve. Los pinos, abetos y abedules que poblaban las extensiones eran descomunales, algunos superando los cien metros de alto y pareciendo ser más altas que las montañas debido a las elevaciones en las que crecían. Las corrientes de viento en estas latitudes corrían a grandes velocidades en el firmamento, formando espectaculares cirros y altocumulus en el cielo azul, parecidos a las espumas de las olas que alcanzan la orilla.
La carroza voladora planeó en amplios círculos alrededor de un voluminoso claro boscoso en el que se erigía un anillo de muro helado de más de cien metros de alto. Adentro se alzaban dependencias levantadas encima de casquetes de hielo, edificios que lucían como universidades y casuchas (algunos siendo iglús) todas de color blanco que se formaban como si fueran piezas de un juego de mesa, y en la parte más norte del claro, un observatorio astronómico erigido con la misma mampostería negra de la que estaba hecho la Fortaleza de Gastropnir, con una antena parabólica hecho completamente de hielo transparente y con su conversor de vidrio apuntando directamente hacia el sol.
Los machos cabritos aterrizaron firmemente sobre un aeródromo que se descubrió luego de que los vientos generados por el vuelo echaran a vuelo toda la nieve que lo recubría. El vehículo ralentizó su velocidad de forma paulatina hasta detenerse con un relincho de las astadas bestias. Las compuertas traseras se abrieron por sí solas, y Angrboda y Gröa se pararon de sus puestos para bajar por la rampa. Brunhilde, Sirius y Geir las siguieron.
—¿A dónde nos dirigimos, Brunhilde? —farfulló Sirius, abrazándose a la Princesa Valquiria para cubrirla de los fríos embates de los vientos. La Reina Valquiria caminaba a la par de las dos Jötuns.
—Al Observatorio Þjálfi —indicó Brunhilde, y Sirius alzó la cabeza para observar de nuevo la antena parabólica—. Allí es donde se llevará el Proyecto Solaris.
—¿Y se supone que debería de saber de antemano que es ese proyecto o por qué me siento tan perdido?
Gröa no pudo evitar echarse a reír por su comentario. En ese momento, el grupo avanzaba a través de un camino empedrado y rodeado por piceas blancas, la nieve desprendiéndose de sus ramas. Ocultos entre los árboles, los Jötuns que poblaban la zona vestían de formas más sofisticadas, en su mayoría jubones blancos, pantalones de cuero curtido y botas, y llevaban labores como encender fogatas para mantener la calefacción de generadores, o hacer uso de especies de ordenadores usando técnicas de magia de hielo.
—Me gusta esta personita, es divertido —dijo Gröa a Angrboda, ambas sonrientes. Miró de soslayo a Sirius—. Desconozco el por qué Brunhilde no te haya mencionado siquiera del Proyecto Solaris, así que te lo resumiré brevemente. En conjunto con hechiceros de la Academia Valar Rahelis y con el Caballero del Sol, pretendemos usar una mezcla de nuestros poderes para descongelar a Axel Rigall del Prisma Negro. El caballero utilizando el poder del sol a escala cósmica, y nosotros usando la Hechicería Seidr para debilitar el complejo sistema físico del témpano oscuro que tantos dolores de cabeza nos ha dado.
—Un designio del como Thrudgelmir nos sigue atormentando, incluso después de muerto —afirmó Angrboda.
—Ya lo creo... —murmuró Sirius, observando de soslayo a Jötuns subidos en especies de autómatas compuesto por armazones metálicos recubiertos de capas heladas que servían como armaduras. Los enormes y robustos robots transportaban montañas de lastres y otras producciones de mala fuera del poblado. A Sirius de repente le recordó a los autómatas griegos al ver aquellos androides pilotados.
—¿Y cómo pretenden hacer eso? —inquirió Geir, abrazada al semidiós griego— ¿No se supone que el Caballero del Sol está... cómo a quinientas leguas de Jötunheim? ¿Por qué no venir él directamente?
—Sería inútil —explicó Gröa, negando la cabeza. El grupo atravesaba una avenida helada en ese momento—. Hemos recibido la visita de al menos tres de sus Legendariums. Ninguno de ellos fue capaz de hacerle un rasguño al Prisma Negro de Thrudgelmir, y sus ataques destructivos nos costaron muchas hectáreas de tierra Jötun.
—Oh... —Geir bajó la cabeza.
—Por tal motivo —prosiguió Angrboda—, Brunhilde y nosotras hemos estado trabajando en un plan para emplear, con ayuda del Caballero del Sol, concentraciones de calor del núcleo del sol que podremos atraer con la antena parabólica, y a su vez concentrarla por medio paneles de vidrios de hielo Seidr para que sean disparadas directo al Prisma Negro. Todo el trabajo de manipular el núcleo del sol lo estarían haciendo desde Nueva Camelot, pero nosotros seremos el soporte que haga que funcione esta titánica tarea.
El grupo ascendió por la escalinata de piedra negra que daba entrada al observatorio. Las puertas estaban abiertas de par en par. Atravesaron el umbral, y el penetrante frío amainó su intensidad.
—¿Y qué diferencia hay del empleo del núcleo del sol con otras... técnicas de uso del poder de estrellas? —preguntó Geir, dejando de masajearse los brazos— Como la Estrella de Neutrones de William, o el Aura Svarg de Maddiux...
—Porque las habilidades de esos Legendariums o fueron a escala como el Aura Svarg, o de periodos muy breves como la Estrella de Neutrones.
La voz juvenil y robótica resonó en la circular zaguán al que entraron. El grupo se detuvo, y Sirius y Geir tornaron las miradas hacia distintos lados, cruzando las miradas por las penumbras que recubrían varias secciones y encrucijadas del rellano. La iluminación consistía en farolas y lámparas colgantes que emitían llamas azules, así como la infiltración de los rayos del sol en los ventanales. En uno de los espacios entre un tabique de encrucijada y una de las ventanas se pudo discernir la figura de un hombre con los brazos cruzados, una pierna apoyada sobre la pared... y una estatura humana de metro con ochenta.
—Para poder combatir contra la resistencia y densidad de escalas cósmicas de un objeto como el Prisma Negro —dijo la figura, bajando los brazos y caminando hacia ellos. Emergió de la negrura, mostrando su esbelta figura acicalada con una larga gabardina negra sin mangas que revelaban sus imponentes y musculosos brazos prósteticos, pantalones de cuero oscuro que se adherían a sus borceguíes azabaches que rechinaron contra los recubrimientos de hielo del suelo, quebrándolos. Tenía el cabello castaño revuelto, los ojos totalmente negros y la mandíbula afilada—, hay que emplear ataques de igual escala cósmica.
Sirius frunció el ceño; al tenerlo de frente, lo miró de arriba abajo. Una extraña sensación de familiaridad lo asaltó cuando el individuo cruzó miradas con él.
—¿Te conozco...? —murmuró Sirius.
—Woooow... —suspiró Geir, los ojos chispeando de la fascinación— Pero, momento, ¡tú no eres un Jotun como ellas! —señaló a Angrboda y a Gröa.
—Sirius,Geir —dijo Brunhilde, y en el momento en que habló, el pelicastaño clavósus ojos despectivos en ella—, les presento a uno de los aliados másleales de Axel Rigall.
Sirius no pudo evitar contener un suspiro seguido de una risita nerviosa. Se llevó una mano a la nuca y esbozó una sonrisa tímida.
—No me llame por mi epíteto, por favor —farfulló él, ruborizándose—. Las formalidades a un lado, ¿si? Simplemente dígame Sirius Asterigemenos.
Dédalo esbozó una ligera sonrisa que supo ocultar bajo sus elegantes facciones mitad humanas-mitad robóticas.
—Eres tal como las crónicas y los Jötuns me han dicho que eres —dijo, haciendo saltar de más rubores a Sirius. Dédalo se dio la vuelta y les hizo un ademán de cabeza—. Síganme, los dirigiré hacia donde se halla el Prisma Negro.
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8
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El arquitecto Dédalo guió al grupo a través de túneles subterráneos excavados por debajo de los yacimientos de hielo que sirven como cimientos para el Observatorio Þjálfi y que se extienden por varias millas de codo a codo entre el observatorio y lo que otrora fueron Planicies Centelleantes más allá de las montañas que las rodean.
La plataforma en la que se subieron, cual ascensor, empezó a desplazarse a toda velocidad de forma horizontal y en perpendicular a varias grutas y perforaciones cavernarias a través de un colosal cañon geográfico, el triple de enorme que el Gran Cañón de Midgar. Con ventanas opalescentes que se volvían transparentes cada vez que terminaban de traspasar una gruta que obstruía las vistas panorámicas, el ascensor horizontal ofrecía espectaculares vistas de la inmensidad abrumadora de las cuevas, las simas, las grutas, las cascadas de hielo, las dolinas y los acantilados, todos ellos extendiéndose por cientos de kilómetros de espacios más varias millas de profundidad, tan hondos que Sirius y Geir alcanzaban a ver las placas tectónicas que mantenían unido al continente helado.
—El Gran Cañón Legendario —dijo Dédalo, su oscura mirada paseándose por las serpenteantes rutas de piedra que se perdían en los lagos templados de las zonas más profundas—. Así es como lo apodaron los Jötuns.
—¿Legendario? —preguntó Geir.
—Porque nosotros lo causamos, Geir —dijo Sirius, la mirada culpable. La Princesa Valquiria lo miró sorprendida.
—¿Los Legendarium? —Geir miraba a Dédalo y a Sirius constantemente en una retahíla de confusión extrema— ¡¿Pero cómo?!
—Incluso con los mecanismos de defensa de Seidr más poderosos de los Alfhild no pudimos contener sus ataques más poderosos —explicó Gröa—. Aún así, ni con todos sus poderes liberados consiguieron mover el Prisma Negro.
—Lo cual fue nuestro error en todos nuestros intentos —admitió Dédalo—. Sea Aura Svarg, sea Estrella de Neutrones, sean Tajos Celestiales... —apretó los labios y ladeó la cabeza— Cuando reducimos la potencia de sus ataques para que evitaran los mayores destrozos posibles, volvieron sus ataques fútiles contra el Prisma Negro. Pero incluso si lo hicieron a la mayor capacidad posible... aún así no serían capaces de siquiera moverlo del sitio donde se encuentra.
—¿Del sitio? —Geir frunció el ceño.
—Se encuentra en la zona más central del cañón —dijo Angrboda, la mirada triste y culpable oteando los carámbanos y los largos filamentos de hielo dando rutas a las bocas de cavernas heladas—. Tras la victoria pírrica... O mejor dicho, empate, entre Thrudgelmir y Axel en la Batalla de Hvergelmir, el Prisma Negro envolvió y capturó a este último justo antes de que atravesara uno de los portales de escapada que yo le proveí. El Prisma Negro cayó en las Planicies Centellantes —hizo un ademán de cabeza—, y ahora las ven ante ustedes en la forma de un cañón.
Sirius apretó los labios y miró hacia otro lado. A pesar de no haber participado activamente en esta campaña, siendo más espectador que otra cosa, se sentía culpable por toda la devastación que el grupo al que pertenecía había causado. Pensaba que, con bombas atómicas, o los poderes de William o Maddiux serían suficientes para romper el molde negro de Thrudgelmir. Pero ahora... podía palpar el hecho de que tenía que saltar a la acción esta vez con tal de así poder destruir el Prisma Negro.
Tras un par de minutos de recorrido constante, la plataforma redujo de a poco su velocidad hasta detenerse justo en frente de un espacioso sendero pedregoso de una hectárea de anchura. Comenzó el descenso, lento al principio, pero rápido al cabo de unos segundos, pasando por entre en medio de innumerables estalagmitas de cien a doscientos metros de alto que volvían las visiones transversales de los pasajeros en constantes borrones negros y grises. Sus ojos estaban prestos al frente, fijos en la senda de valle pedregoso que se extendía hasta el centro del cañón... donde los esperaba una figura cuadricular obscura.
Las compuertas se abrieron una vez el ascensor tocó fondo. El grupo salió y emprendió la marcha hacia el centro del Gran Cañón Legendario, siendo asaltados sin césar por los embates de los gélidos vientos. El frondoso valle de filosas piedras confería un aura inhóspita y de desasosiego inconmensurable, y la soledad formada por los vientos cortantes, el olor a resina y a lastre, ponían muy incómoda a Geir. Esta última se apostaba ante Sirius y se aferraba a él como nunca antes para buscar su protección y calor. Sirius, por su parte, siendo esta la primera vez que veía tan de cerca el Gran Cañón, se quedó mudo de la consternación. Ni siquiera alzando la cabeza para otear el bellísimo cielo azul le invocaba calma alguna.
Finalmente, luego de casi cinco minutos de caminata sin parar, el grupo se postró frente al Prisma Negro. Y la presencia de ultratumba de Thrudgelmir se manifestó ante el grupo en la forma de un sibilante y lúgubre silencio.
No había nadie alrededor. Ni Jötuns analizando la piedra o mecanismos que intentaran mellar su malgastada y rasgada superficie cristalina. El Prisma Negro se alzaba ante el grupo con una altitud de veinte metros de alto, por quince de ancho y veinte de largo. Sus ángulos paralelos y perpendiculares, y sus filosos lados tridimensionales estaban a las medidas perfectas de la geometría, haciendo de aquel cubo una alucinante y excelsa obra sepulcral para el muchacho que se hallaba adentro de su impenetrable vidrio negro.
Un joven de cabello naranja, casaca gris, pantalones grises y botas desaliñadas a más de diez metros enterrado dentro del cubo. Tenía los brazos y las piernas estiradas, quedando en una pose tensada, como si en sus últimos momentos de vida le hubiera sorprendido la aparición del Prisma Negro antes de que este lo engullera. Tenía los ojos cerrados, hebras de cabello blancas, y varios jirones y heridas en el cuerpo, rastros de su batalla contra Thrudgelmir que quedaron congeladas para la historia tardía post-fimbulvert. A ojos de Sirius, aquel joven tenía la misma esencia juvenil de Geir desde su solo aspecto, y su Geir no fuera una diosa, entonces tendrían más o menos la misma edad. Pero verlo con esas ropas semi-andrajosas, y las facciones de su rostro que invitaban a pensar que Axel Rigall había aceptado la muerte antes de ser encerrado en el Prisma Negro, le traía una profunda tristeza a su corazón.
—Axel... —farfulló Geir. Era la primera vez que lo veía allí encerrado.
Hubo un breve silencio en el grupo, acompañado por los aulladores vientos polares.
—Entonces... —murmuró Sirius, mirando de reojo fríamente a Brunhilde— ¿Cómo romperemos el Prisma Negro con este "Proyecto Solaris"?
Brunhilde, en conjunto Gröa y Dédalo, empezaron a explicar los detalles preliminares de lo que consistirá el Proyecto Solaris. Sin embargo, llegados a punto, Sirius dejó de escucharlos. Sus oídos se hicieron sordos, y la visión de ellos, borrosa. El mundo englobó en un espacio blanco liminal a él y el Prisma Negro, con Axel Rigall extendiendo los brazos hacia arriba y esbozando un rostro triste.
Suspiró una vaharada helada, y con un una fuerte palpitación de corazón, tomó una decisión.
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