Ilhuitl Onaqui Cuauhtli Ahmo Inin (Ajach 1)
LLEGARÁ EL DÍA EN QUE NO LO ESTÉS (PARTE 1)
https://youtu.be/oc65Wo5w6sU
.
.
.
.
.
.
.
.
.
.
.
.
.
.
.
___________________________
1
___________________________
≿━━━━༺❀༻━━━━≾
https://youtu.be/4-nkRX4FQEc
ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯
|◁ II ▷|
Embajada de la Multinacional
14 días para el Torneo del Ragnarök
En la mañana del día decimo cuarto antes de la apertura del Torneo del Ragnarök... el edificio de la Embajada despertó con un inclemente y escabroso silencio que acompasó a la preparación de los Manahui Tepiliztli en su misión de rescate a la ciudad de Aztlán.
No había gente caminando por ninguno de los lares del interior del edificio, como si lo hubiesen evacuado. Ningún funcionario, ningún secretario... La única presencia no física en las salas eran los rayos del eclipse solar del Estigma de Lucífugo, filtrándose por los ventanales y dándole aspectos de gran tensión a las galerías, los zaguanes y las salas de estar. El silencio siguió remarcando su reinado en muchos de los rellanos, hasta que fue destronado por el resonar de múltiples pisadas coordinadas de bloques de Pretorianos avanzando a través de los campus de la Embajada.
Los soldados avanzaban en pelotones de más de treinta soldado cada bloque. Emergían de los peristilos de los partenones griegos, avanzando como motas de armaduras de logas negras que descendían de las escalinatas y hacían formaciones de regimientos militarmente poderosos a las afueras de la Embajada que llamaban la atención de los aztecas. Los ojos de cientos de mesoamericanos, ocultos dentro de sus casas o caminando por las calles y las aceras, estaban concentrando su consternación en la forma en que los Pretorianos se formaban alrededor de los campus ajardinados y las plazas adoquinadas. Los vehículos de guerra también estaban estacionados cercados a ellos, desde camionetas de transporte de soldados hasta coches con torretas e inclusive tanques de guerra.
Muchos de los aztecas no pudieron evitar fruncir el ceño y mostrar su hastío a estas formaciones militares. Se les notaba que ya han tenido suficiente de esta guerra de desgaste y de guerrillas, y buscaban ansiosamente un fin para este conflicto armado. Publio Cornelio podía sentirlos cada vez que lanzaba una mirada a su derredor y se cruzaba la mirada con las conglomeraciones de aztecas que se formaban más allá de los vallados de hierro. Comprendía con profunda simpatía el sentimiento de fastidio en la población. Nuevamente, era su trabajo en culminar una guerra a gran escala.
—La forma en que te están viendo —dijo una voz a su lado. Se volteó, bajó la mirada y vio a los ojos a William Germain, poniéndose a su lado y cruzando los brazos—, ¿qué opinas al respecto?
Cornelio apretó los labios y apoyó una mano sobre el pomo de su espada.
—Es la misma forma en que los senadores romanos me veían durante las Guerras Púnicas —admitió, su mirada paseándose a través de las largas filas de Pretorianos y los Tlacuaches auxiliares, muchos de ellos siendo nahuales de la población común que se enrolaron recientemente—. Tedio, desesperación... Toda esa mezcla de sentimientos de una población que ya está harta de soportar guerras.
—Entiendo ese sentimiento —murmuró William, rascándose la barbilla con su prótesis. Se quedó viendo las filas de pretorianos —. Los atentados de los Coyotl han disminuido desde lo de Mechacoyotl, ¿cierto?
—Así es —contestó Cornelio. Esbozó una sonrisa—. Según parece, los remanentes de los Coyotl ahora están sin propósito y sin dirección con el abandono de su líder. Ya no están aplicando las mismas tácticas de guerrilla de antes, y cometen errores de novatos que los dejan al descubierto—chasqueó los dientes y le guiñó el ojo a William—. Con la ayuda satelital de Nikola Tesla, será ahora pan comido cortarles las cabezas a la Hidra sin que esta se regenere.
William correspondió a su entusiasmo con una sonrisa de compañerismo
—Eso lo deja claro, entonces.
Los dos Ilustratas se dieron la vuelta y vieron a Xolopitli caminar hacia ellos. El Mapache Pistolero portaba una armadura de cuero tachonado de color anaranjado, y cargaba en su hombro la espada-rifle Juramentada. Xolopitli caminó hasta llegar a ellos, y los vio a ambos con una mirada seria.
—Tonacoyotl es el hijo de puta más rastrero que haya conocido en toda mi chingada existencia.
—Ni que lo dudes, amiguito —dijo Cornelio, la sonrisa aún destilando en su duro rostro. Aló la vista, y vislumbró a lo lejos, en el centro ajardinado de todo el campus, un gigantesco círculo de más de treinta metros de diámetro, atiborrado con un montón de símbolos de estrellas de David, pentagramas, triángulos equiláteros y circunferencias encerrando cubos y octógonos—. Tú y yo. De aquí a antes de que empiece el Torneo, habremos acabado hasta al último de los Coyotl.
Xolopitli se quedó viendo aquel gigantesco espacio de dibujos alquimistas creados por William Germain. Enormes expectativas se generaban dentro suyo con la nueva y peligrosa aventura que iba a llevar a cabo. Y, probablemente, sea la última aventura que vaya a realizar con el grupo que por décadas consideró su familia. Ese peso emocional se manifestaba en el filo de la espada-rifle apoyada en su hombro. Xolopitli la miró de reojo, y la palmeó con su otra mano.
Las marchas de los Pretorianos saliendo de los partenones de la Embajada cesó. Más de mil efectivos se encontraban formados en las plazas y los campus, dominando con su presencia militar todo el ambiente civil. El silencio reinó en todo el lugar, siendo acompasado por los lejanos relámpagos de los nubarrones. El Estigma de Lucífugo, en lo alto del firmamento, juzgándolos a todos con su demoniaca mirada.
Cornelio miró hacia atrás, y vislumbró algo por encima del hombro.
—Aquí vienen —anunció, dándose por completo la vuelta. William y Xolopitli se giraron, y allí los vieron. A los Manahui Tepiliztli encaminándose hacia el centro ajardinado del campus.
Uitstli iba a la cabeza del grupo, seguido muy de cerca suyo Randgriz y Yaocihuatl, ambas mujeres empuñando sus respectivas lanzas. Tras ellas venían Tepatiliztli y Zinac, este último cargando en sus hombros a Tecualli quien agitaba de arriba abajo su garrote mágico, saludando así a Xolopitli. El Mapache Pistolero sonrió y le devolvió el saludo. Finalmente, más atrás de la fila, venían Eurineftos y Xipe Tócih, el primero teniendo su altura original de cinco metros de alto con lo cual se llevaba más las miradas de admiración de los Pretorianos. Las miradas de los aztecas cambiaron al verlos entrar y caminar por el campus, pasando del hastío a la maravilla de ver al grupo de sus héroes estando a punto de entrar a la acción una vez más para salvarlos del peligro.
Siendo este peligro sus mismos Dioses Aztecas.
William y Cornelio se hicieron a un lado para dejarlos pasar. El Presidente Sindical le dedicó una sonrisa decidida a Uitslti y Randgriz; recordaba como al principio parecía que ninguno de los dos cooperaría en construir la relación Einhenjer-Valquiria para el torneo, pero helos aquí, caminando ambos a la misma par y devolviéndoles la misma sonrisa vehemente, comunicándoles de vuelta el mismo orgullo que ambos sentían por lo mucho que han recorrido para estar donde estaban.
Los Manahui Tepiliztli, junto con Eurineftos y Xipe Tócih, se colocaron encima del círculo de símbolos alquimistas. El pasto murmulló, los vientos soplando contra ellos y zarandeándolos, creando una pesada atmósfera gris en todo el campus. La severidad en las miradas de los Pretorianos se mezclaba con la expectativa en las miradas de a población azteca, haciendo sentir al grupo original como si estuvieran a punto de hacer la última y más importante misión de sus vidas. Los Manahui intercambiaron miradas, fusión entre incertidumbre y seguridad. Tecualli le dio palmadas en el hombro a Xolopitli; Zinac le hizo un ademán de cabeza a Tepatiliztli, y esta le sonrió; Yaocihuatl y Randgriz se miraran fijamente, la primera se mordió el labio inferior, y la segunda asintió con la cabeza, haciendo que la mujer guerrera le sonriera.
—Solo para recalcar —dijo Xipe Tócih, los brazos cruzados y la mirada alzada y mirando fijamente a la franja roja a Eurineftos—, puede que te considere como un humano, pero eso no exime que tenga miedo de que me llegues a pisotear sin querer.
—Para ser una diosa, no actúas como alguien "grande" —indicó Eurineftos, las manos sobre sus las placas de sus caderas.
Xipe se lo quedó viendo fijamente y la sonrisa de su rostro se agrandó de oreja a oreja.
—Un momentico, ¿me acabas de... hacer un perro jodido chiste? —farfulló, cubriendo su radiante sonrisa con una mano— Cada día me dejas sin palabras, gigante de hierro.
Se hizo un nuevo episodio de silencio. Los Manahui Tepiliztli permanecieron de pie, dentro de todos los símbolos geométricos de la circunferencia alquimista. Las miradas de Pretorianos y aztecas fijos en ellos por igual, presionando sobre sus hombros el peso de las vidas de millones de personas de las Regiones Autónomas. William Germain apretó los labios y vio las miradas que todos los aztecas le dedicaban a su grupo de héroes. Supo exactamente como debía de sentirse Uitstli ahora mismo... en cuanto a ser un libertador para su propio pueblo.
El Presidente Sindical caminó hacia ellos. Los vientos rezongaron por el aire, agitando el pasto y su capa roja tras él. Se detuvo a tres metros frente del grupo azteca, estos últimos dedicándoles al prócer francés miradas de agradecimiento y de determinismo para esta misión. William, con los ojos entrecerrados, fulminó a todos los Manahui con una cuidadosa mirada, como un maestro que se enorgullece de ver a todos sus estudiantes haber pasado sus pruebas.
—Hasta aquí llega la ayuda que les voy a proveer —exclamó William, los puños apretados y haciendo que muchos de los Manahui obtengan expresiones de sorpresas en sus rostros—. Mi esposa está requiriendo mi ayuda directa en la Civitas Magnas, por lo que tengo que retirarme de las Regiones. Esta... será quizás la última vez que vaya a ver a muchos de ustedes con vida —decir esto le hizo endurecer el rostro para no mostrar su sentimentalismo por el grupo. Se hizo el silencio por varios segundos. Miró al suelo por unos segundos—. De lo poco que los he conocido, debo decir... que me recuerdan muchísimo a mi propio grupo. Al que tuve cuando me enfrenté a los Nueve Círculos del Pandemonium. Una lástima que no los tenga ya... —apretó los labios y agitó levemente la cabeza. Los Manahui Tepiliztli se lo quedaron viendo, entre la devoción y la solemnidad adherente a sus respetuosas palabras de melancolía. William les dedicó una media sonrisa—. Pero, hey, un pequeño grupo como el de ustedes siempre ha sido y siempre será... hasta el fin de los días, ¿no?
Uitstli asintió la cabeza y miró de reojo a Yaocihuatl y a Randgriz, ambas mujeres asintiendo con la cabeza. Tepatiliztli le dio palmadas en el hombro a Zinac, y el nahual quiróptero se encogió de hombros y dio un bufido. Tecualli dio saltitos de izquierda a derecha, y su estúpido pero a la vez coraje rostro de valentía le sacó una sonrisa a Xolopitli. William Germain agrandó la sonrisa, cerró los ojos brevemente y dio un suspiro.
—Emplearé una habilidad de Transmutación Perfecta para transportarlos —afirmó, juntando las palmadas de sus manos enguantadas—. No los teletransportaré directamente a Aztlán, porque sería directamente entregarlos a Omecíhuatl. En cambio los enviaré a Tamoanchan, el reino secreto que está en otra dimensión. Será a partir de allí —y miró de soslayo a Xipe Tócih—, y con la ayuda de la Diosa de la Vida, que podrán ir directamente a Omeyocán y así poder salvar a Zaniyah.
—¿Eres capaz de transportarnos a ese sitio tan remoto? —farfulló Yaocihuatl, los ojos ensanchados— ¿Y por qué no lo hiciste para viajar más rápido a Mexcaltitán?
—No es como si no hubiese hecho esto antes —murmuró el francés, la mirada divertida—. Y respondiéndote a eso último... fue porque Tesla quería mostrarles gratitud y así mejorar la imagen de la compañía.
Yaocihuatl esbozó una mueca de entendimiento y afirmó con la cabeza.
—Gracias... por esto, William Germain —dijo Uitstli, la mirada agraciada y gratificada fija en los ojos dorados del francés. Hizo un ademán con la mano—. Por todo esto. Las Regiones Autónomas no habrían podido sobrevivir gracias a ti, a Cornelio y a Tesla. Es bueno tenerte como aliado.
—No creo poder estar en las gradas apoyándote directamente —advirtióWilliam, las manos juntas a la altura de su rostro enjuto de pesares por lo que dijo—. Pero aún así sabes que creo en ti, Uitstli. Creo en tu victoria en el Torneo... y en esta misión.
Uitstli lo agradeció con un ademán de cabeza y una sonrisa triste y decidida a la vez.
William frotó sus manos con velocidad, hasta el punto de que su prótesis comenzó a generar vapor que ululó por el aire. Electricidad dorada emergió de los dorsos de sus manos, recorriendo sus brazos hasta envolver instantáneamente todo su cuerpo en un halo de aura energizante. Los símbolos geométricos y alquímicos dibujados en el pasto refulgieron de color verde, y las brisas que surcaban el aire alrededor de los Manahui se alborotó y densifico, formando lentamente un torbellino sobre ellos. El fulgor verde de las figuras pintadas se intensificó, hasta el punto de cegar al grupo, a los Pretorianos y al público azteca que observaba la escena detrás de los vallados y de los techos de las casas. Los alborotados vientos incrementaron la potencia de su velocidad y empuje, obligando al grupo a sostenerse unos con otros y a los espectadores a agarrarse de los parapetos y de las vallas. Los símbolos en el suelo comenzaron a moverse como agujas de un reloj, dando lentos círculos alrededor de la circunferencia.
De repente, los cuerpos de los Manahui comenzaron a cambiar. Se volvieron transparentes, convirtiéndose lentamente en partículas que de a poco se desperdigaban en el aire. Todos se miraron las manos, y sintieron como perdían peso en sus cuerpos, volviéndose uno con el aire... y con la naturaleza.
—Wow... mi hermano no mintió —exclamó Xipe, inclinando el cuerpo hacia atrás, la sonrisa de oreja a oreja— ¡En serio tienes los poderes de un Dios!
Uitstli bajó las manos y dedicó una última, breve pero intensa mirada a los ojos de William. El presidente lo miró de vuelta, como si le hiciera la pregunta de estar listo sin abrir la boca. El guerrero azteca contestó asintiendo firmemente la cabeza, y dándose un golpe en los pectorales desnudos.
William Germain alzó sus manos por encima de su cabeza. Inhaló profundamente hasta llenar por completo de aire sus pulmones. Sus ojos se convirtieron en dos astros fulgurantes, y al bajar y chocar las palmas de sus manos sobre la tierra, generó un estridente chirrido eléctrico seguido por una explosión lumínica que cegó a soldados y civiles por igual. El estallido de luz se extendió más allá del barrio, convirtiéndose en un poderoso punto resplandeciente que se expandió por varios sectores de Mecapatli... hasta que, a los pocos segundos, comenzó a disiparse y a desaparecer de las calles y las autopistas.
El resplandor se desvaneció al cabo de los veinte segundos. Pretorianos y aztecas bajaron sus brazos, descubriendo con gran sorpresa la ausencia de los Manahui Tepiliztli, de la Diosa de la Vida y del Metallion, así como de los símbolos alquimistas que otrora estaban dibujados en el suelo. Treinta metros cúbicos de pasto estaban tintados de negro por la magia arcana de William, este último bajando los brazos y dejando que los vientos soplaran sobre su rostro, agitando su cabello dorado rizado.
Publio Cornelio se acercó a William con lentos pasos, hasta que se detuvo al oírlo suspirar y verlo mover la cabeza de un lado a otro.
—Dile a Tesla que me prepare una aeronave —dijo, y se dio la vuelta, encarando al Jefe del Pretorio con una melancólica mirada.
___________________________
2
___________________________
≿━━━━༺❀༻━━━━≾
https://youtu.be/bkpysh-UuFY
ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯
|◁ II ▷|
Reino de Aztlán
Tamoanchan
En un muy lejano puente partido en dos, alejado de todo rastro de arquitectura de la ciudad divina, dos altos mástiles apoyados sobre los adarves agitaban sus rasgadas banderas con sus emblemas irreconocibles. Sobre la superficie adoquinada del puente, los símbolos geométricos del círculo arcano de William Germain aparecieron y fulguraron con gran fuerza. Efímero, desapareció tan rápido como apareció, soltando motas de escarcha verde que ulularon por el aire y alrededor del recién aparecido grupo azteca, nacido de las ascuas verdes de la magia arcana. El grupo fue recibido por los murmullos de las aguas verdeoscuras chocando contra los pilares del puente, y el fuerte olor a ceniza y fuego.
Zinac y Xolopitli alzaron sus armas y apuntaron sus cañones, el primero con un fusil de asalto y el segundo con su rifle-espada. Ambos avanzaron por el puente de forma agazapada hasta detenerse detrás de unos carromatos volcados, sirviéndolos como escondite y cubrimiento para disparos en caso dado de ver algo sospechoso. El cuerpo de Eurineftos se cubrió con una fina película de luz blanca , y en un abrir y cerrar de ojos su cuerpo redujo su tamaño hasta ser el de un humano de dos metros, sorprendiendo en el proceso a Xipe Tócih (era la primera vez que lo veía reducir su tamaño). Uitstli, con su mirada catatónica y anonadada al frente, lideró la marcha del grupo por el puente, pasando de largo de los carromatos donde se ocultaban Xolopitli y Zinac y encaminándolos a todos hacia el final del puente.
Los Manahui Tepiliztli habían oído hablar de Tamoanchan en los mitos. Siendo referenciado como un paraíso celestial para los dioses, se esperaban hallar con una acrópolis de belleza divina digna de ser llamada un Edén. En cambio lo que hallaron los dejó sin palabras... Pues era una necrópolis.
Los lejanos y majestuosos edificios altos asemejándose a rascacielos ardían en llamas, y toda su gracia divina fue arrancada hasta los cimientos. Los templos y las pirámides estaban socavadas por enormes agujeros inundados por escombros. Las calles estaban atiborradas de cadáveres, tanto de mortales como de dioses menores, hasta el punto de acumular montañas de cuerpos como si una mortífera plaga hubiese obligado a la autoridad divina a regarlos por las autopistas, sin cuidado alguno. El hedor a muerte de mortales y divinos infectaba todo el ambiente que se supone debía de ser paradisiaco. Las miradas de todo el grupo se paseaba a través de los templos y las fincas en llamas, y en sus ojos se podía denotar el vahído de esperanza que todos ellos tuvieron, en especial los aztecas, para hallar confort en este paraíso perdido.
Eurineftos avanzaba a la par del grupo observando su derredor de forma constante, usando los filtros de sus visiones para averiguar que no hubiese presencia sospecha asechándolos. El ambiente se sentía devastadoramente desolado; los únicos sonidos que se oían eran el de sus pisadas y los gruñidos crujientes del fuego crepitando la carne de los cadáveres y haciendo desmoronar partes de los minaretes, los balcones y mausoleos de los templos y pirámides escalonadas. Caminaban en soledad absoluta, siendo al parecer ellos los únicos seres vivos en aquella ciudad de muertos.
A pesar de haberse adentrado apenas los primeros cien metros dentro de la autopista, el culmen de los cascajos de cuerpos, de los escombros y de las fogatas condecorando las esquinas de los callejones abigarradas con un opresor peso los hombros de los Manahui, de la Diosa de la Vida y del Metallion. En especial este último, quien empezó a tener recuerdos nauseabundos de las ciudades destruidas en la Thirionomaquia.
Se avecindaron a los alrededores de una plaza circular. El suelo de baldosas estaba infestado de pilas de cuerpos y de rastros de sangre. Los gigantescos cuerpos, con sus alas de diez metros de envergadura, pinchaban los cadáveres de humanos y deidades y hacían rezongar los crujidos de carne y hueso de sus cuerpos. Los edificios de los alrededores estaban agujereados, y en el centro de la plaza se izaba una escultura de bronce esmaltado, que otrora tenía la forma salerosa del Dios Supremo, Ometeotl, pero que ahora solo tenía vestigios de su torso y sus piernas, siendo desprovisto de sus brazos y cabeza.
Los pies de Eurineftos se transformaron en escarcelas con formas de ruedas, acallando así el ruido de sus pisadas y remplazándolos con deslices suaves por el suelo. Los Manahui caminaron alrededor de la plaza, manteniéndose alerta de cualquier peligro inminente.
—No bajen la guardia —exclamó Uitstli, empuñando su hacha de fuego carmesí sobre su hombro. Se acercó al Metallion—. ¿No ves nada sospechoso?
—Nada —contestó Eurineftos, la voz pasiva, los colores de su franja cambiando de forma constante—. No importa que filtro use, no detectó ninguna presencia ni a cien kilómetros de distancia.
—La sangre está fresca —advirtió Zinac, arrodillado en el suelo y palpando un rastro de sangre con las yemas de los dedos—. Esto no es cosa de hace semanas. Fue muy reciente.
Tecualli agitó su garrote mágico hacia abajo y salió volando a los cielos de un impulso. Se elevó a más de diez metros de altura y se quedó flotando en el aire, sirviendo como faro vigilante buscando con la mirada cualquier movimiento brusco en las derruidas y dantescas calles de la ciudad divina.
—Mi señora —dijo Yaocihuatl, dirigiéndose hacia la diosa azteca. Esta última se volvió y notó el apuro e impaciencia en su semblante—, ¿no tiene idea de lo que ha sucedido aquí?
—Ojalá pudiera decirte, pero... —Xipe Tócih se cruzó de brazo bajo los pechos y chasqueó los labios. Ladeó la cabeza— Como les dije, quinientos años sellada dentro de un sarcófago pasó factura. No tengo la más absoluta idea de lo que Omecíhuatl ha planeado estos últimos siglos para saber lo que ha planeado hacer.
—¿Y qué deberíamos de hacer entonces? —gruñó Tecualli, descendiendo de los cielos y aterrizando frente a ella. La miró con fiereza— William nos dijo que tú nos llevarías hasta Aztlán. ¿Cómo lo harás?
Xolopitli frunció el ceño al escuchar la forma en que Tecualli se dirigió hacia Xipe. ¿Fue a propósito o accidental? Jamás lo había escuchado de esa forma.
Xipe Tócih se quedó viendo a Tecualli por un breve rato. Volteó y alzó la cabeza, clavando sus ojos dorados hacia el gigantesco árbol del Xochitlalpan recortado en el horizonte urbano. Los Manahui volvieron las miradas hacia el árbol también, descubriendo con gran horror como los gigantescos tallos, los gruesos troncos y las larguiruchas ramas ardían internamente. El color de su fuego, carmesí como el del Mictlán, daba una apariencia mucho más dantesca a la ciudad desolada.
—Vamos hacia allá —indicó, estirando un brazo—. El Xochitlalpan tiene portales que dirigen hacia distintas regiones del reino. Podemos usar uno para ir a Aztlán.
—Ok... —Tecualli retrocedió, sin quitarle el ojo sagaz de ella— Me parece bien —Xolopitli se le acercó por detrás y lo agarró del hombro, mirándolo a los ojos con escandalo por la forma en que se dirigió a la diosa.
—Perfecto —exclamó Uitstli. Se dirigió de nuevo hacia Eurineftos—. ¿Crees que puedes convertirte en otro avión y facilitarnos el recorrido?
—No hay problema.
El Metallion bajó los cañones-brazos, desconvirtiéndolos de sus armas. Alzó los brazos y los inclinó hacia atrás, desamoblándolos de sus engranajes y hacia que giren hacia atrás. Su cuerpo entero comenzó a cambiar de forma, abandonando al instante su forma humanoide y convirtiéndose lentamente en un vehículo. Los Manahui lo observaron transformarse, entre la fascinación y la confusión de ver tantas piezas metálicas superponerse unas a otras...
Hasta que, repentinamente, un poderoso disparo venido de la nada impactó contra el cuerpo deformado de Eurienftos, interrumpiendo así su transformación y obligándolo a volver a su forma humanoide con una explosión de chispas. El Metallion cayó al suelo y rodó hasta detenerse plantando los pies en el suelo. Los Manahui se volvieron velozmente hacia atrás, izando sus armas y buscando con la mirada el responsable del disparo.
≿━━━━༺❀༻━━━━≾
https://youtu.be/CaD41yIEaJs
ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯
|◁ II ▷|
Las fachadas de los edificios estallaron en cortinas de humo y lluvia de escombros. Ignominiosas sombras emergieron del polvo, saltando ágilmente y aterrizando en el suelo de cuclillas. Más movimientos surgieron por los callejones, obligando a los Manahui a mirar por esas direcciones también y descubrir a más enemigos salir de esos recónditos lugares, destruyendo con erráticos ataques las paredes y generando más cortinas de humo que recubrieron gran parte de la plaza circular.
Los Manahui retrocedieron al notar la presencia de muchos de estos enemigos. El polvo se disipó, revelando a los monstruosos humanoides de endurecidos endoesqueletos negros con distintas formas y tamaños, variando entre los metros con setenta y los dos metros de alto. La única reminiscencia humana que tenían eran sus cabezas, muchas de ellas rapadas, otras teniendo largas púas que sobresalían, unos pocos teniendo máscaras que cubrían la mitad de sus pálidos rostros y algunas siendo mujeres que aún conservaban sus cueros cabelludos. Sus espeluznantes apariencias de cráneos, los semblantes indiferentes y los cañones que tenían por brazos y la potencia de sus ataques lo suficiente como para aturdir un poco a Eurineftos les dieron indicios al grupo azteca que estos enemigos... no eran en lo absoluto débiles.
—¡¿Qué son estas cosas?! —exclamó Xolopitli, el pánico en su tono de voz, las manos temblando sobre el peso de Orkisménos apuntando hacia los lobotomizados humanos.
—¡Todo el mundo, para atrás! —vociferó Uitstli, dando un paso adelante y blandiendo su hacha por encima de su cabeza. El resto del grupo retrocedió lentamente.
—Sean lo que sean... —gruñó Eurineftos, reincorporándose del suelo y caminando hasta estar a la par de Uitstli. Estiró su brazo derecho y lo convirtió en un cañón de riel. Las placas de su rostro se desplegaron y cubrieron su rostro cual máscara— ¡Los mataremos y nos abriremos paso!
Xipe Tócih tenía el rostro ensoñador. La mirada, analítica, escudriñó de arriba abajo a los deformados monstruos de huesos negros. Uitstli y Eurineftos la miraron de reojo, descubriendo su semblante empírico como si pudiera reconocer a las bestias que tenía en frente. Sus ojos se ensancharon de repente, y su rostro se ensombreció de las penas nostálgicas.
—Mis Centzones... —farfulló, dando un paso hacia atrás y pasándose una temblorosa mano por la melena escarlata. Los Manahui se la quedaron viendo con preocupación.
—¿Son tus sirvientes? —dijo Tepatiliztli, boquiabierta.
—Lo eran... —replicó Xipe, agitando un brazo hacia ellos— Pero la hija de puta de Omecíhuatl me los... ¡convirtió en ESTO! —la diosa levantó un brazo por encima de su cabeza, e invocó con su mano un portal de sangre que la empapó. De dentro del portal agarró una empuñadura esquelética, sacando de allí su espada de carne y hueso. Dio un fuerte pisotón al suelo, haciendo retemblar toda la plaza, y su arma resplandeció con un vehemente fulgor rojo.
___________________________
3
___________________________
≿━━━━༺❀༻━━━━≾
https://youtu.be/4N3N1MlvVc4
ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯
|◁ II ▷|
Aztlán
A las afueras de Omeyocán
Huitzilopochtli no era un dios que reconocía fácilmente un error propio. No obstante, ahora sentía ese pesar en el pecho. No haberle hecho caso a su hermana fue el mayor error que pudo haber cometido en toda su vida.
El palacio de la Reina de los Dioses se sacudía con el constante movimiento de los Centzones, los esclavos y los dioses invitados que permanecieron allí luego de la fiesta por ordenes de Omecíhuatl. Había pregoneros que se instalaban en las esquinas de los umbrales y de las intersecciones, expresando la gratitud de la Suprema a través de ellos e indicándoles que no podían irse sin antes presenciar un último acto. Un último que ya se tardaba por varios días, y tenía a todos los inquilinos inquietos. Pues sabían de que se trataba ese "último acto".
La ejecución de Quetzalcóatl y Mixcóatl.
La presión de la situación, ameritada por lo sucedido en Tamoanchan, tenían a Huitzilopochtli con desesperación hasta la yugular. Otrora sentía indiferencia por las muecas de confusión, horror, desesperación e impotencia que se dibujaban en los rostros de las deidades. No obstante, con una ironía ácida y triste, ahora entendía lo que era estar en la palma de la Suprema Azteca. Sentía lo que era ser observado constantemente, de no saber qué tipo de represalias tomaría Omecíhuatl en su persona si hacía o no hacía algo indebido. El mayor pesar, sin embargo, no era en cuanto a lo que le podría pasar, sino en cambio a lo que le podría pasar a su hermana.
Esos pensamientos nocivos no abandonaban su cabeza a medida que anadeaba por las calles bajas de los barrios aledaños a Omeyocán. Omecíhuatl le proveyó la misión de reprimir una protesta que se manifestaba cerca del palacio, así como aplastar un culto a la figura de Cihuacóatl que recientemente descubrieron muy cercano a la residencia. Para Omecíhuatl, debió de encolerizarla por como seguían adorando a la imagen de su enemiga ideológica. Pero para Huitzilopochtli, de pensar más simple, esto fue una bendición por como por fin estaba fuera del palacio, alejado de las miradas serpentinas de los Centzones de la Suprema,
Las carreteras estaban infestadas de dioses menores que corrían de su sola sombra. El caos se apoderó de los barrios bajos; el desorden de las plazas llenas de tiendas y de depósitos generó un huracán de pillaje, saqueos y guerras pequeñas entre dioses por ver quién sobrevivía ante el inexpugnable avance de Huitzilopochtli. Este último, con las sensaciones tan devastadoras que sentía ahora, comprendía con gran horror el efecto que creaba en la gente con únicamente su caminar. ¿Era esto de lo que su hermana Malina le advirtió sobre la influencia de Omecíhuatl sobre él? ¿Era esta la única cara que conocerían los dioses en su pelea en el Torneo del Ragnarök? ¿La del Dios de la Guerra inclemente, ejecutor de su propia gente?
El caos social se siguió esparciendo por toda la barriada con forma de cuña. No hubo mucha oposición de parte de los dioses protestantes. Huitzilopochtli no hizo más que caminar hacia la ancha avenida donde se encontraba la torva de deidades, y nada más estos verlo encaminarse hacia ellos, tiraron al suelo sus pancartas y banderas y huyeron por los callejones. Huitzilopochtli no los persiguió, y en cambio se dirigió hacia los pocos dioses que se arrodillaron al suelo y juntaron sus manos, suplicándole al Dios de la Guerra por no acabar con sus vidas. Huitzilopochtli se detuvo frente a ellos, boquiabierto, viéndolos con una mezcla de culpa, pena y empatía por ellos.
Huitzilopochtli le puso una mano en el hombro a una de las deidades y la palmeó en un burdo intento por tranquilizarlo. Consiguió el efecto contrario; la deidad dio un respingo y sollozó.
—Si quieren sobrevivir, mejor vayan a Omeyocán antes que ponerse a protestar —murmuró el Dios de la Guerra, tratando de sonar lo más calmado y suave posible—. Vayan. No les haré daño.
Las deidades se miraron entre sí, confundidas y anonadadas porque el verdugo de Omecíhuatl no les haya hecho nada. Rápidamente se pusieron de pie y salieron corriendo por los primeros callejones que se toparon, desapareciendo de la vista del apenado Huitzilopochtli. Este último se encogió de hombros, suspiró y clavó su mirada directo al templo escalonado que se hallaba al final de la autopista. Emprendió la marcha hacia él.
No halló oposición ni obstáculo en su camino hacia la pirámide. Huitzilopochtli ascendió por la empinada escalinata, y a medida que subía, el panorama de todo el barrio de Aztlán se extendía a su alrededor, ofreciéndole una vista depresiva de su aspecto andrajoso y deslavazado de sus calles y edificios. El Dios de la Guerra hizo una breve pausa justo cuando llegó a la cima. Se dio la vuelta, y vio por última vez el decrepito barrio. ¿Era este el orgullo por el que debía sentirse superior a los Miquinis? ¿Qué los hacía distinto a ellos de vivir en una tiranía con los de la Civitas magna y Brunhilde? El pensamiento le sacó un suspiró triste y le hizo morderse la lengua para no producir ningún sonido.
El Dios de la Guerra se internó dentro del templo en penumbras. La única iluminación era la del sol natural, entrando por los umbrales y las celosías. La etérea luz daba un aspecto melancólico a la vacía estancia. No había muebles, ni alfeizares, ni ventanas o ídolos más que el de una mujer sobre un pedestal. Huitzilopochtli se aproximó hacia la escultura, y los detalles de esta se hicieron notar: bajo una armadura de encajes y relieves, la mujer estaba hincada de ambas rodillas, y portaba sobre sus manos un rollo donde se podía notar el rostro de un bebe. El silencio reinó en la estancia, y Huitzilopochtli se quedó en soledad con sus pensamientos.
—¿Acaso eres tan mala... como Omecíhuatl me dijo? —se preguntó, mirando fijamente el rostro enjuto de la estatua.
Su mundo interno se desmoronaba sutilmente. No mostraba emoción en su rostro, pero sus ojos blancos lo delataban por la forma en que retemblaban. La inestabilidad de sus creencias se hacía notar en la forma en que bajó la cabeza y la sacudió de lado a lado. Toda al indiferencia que lo había caracterizado se desmoronaba de su fachada, mostrando una faceta culpable y triste en Huitzilopochtli. Malina tenía razón: él no era más que un bruto con músculos, un idiota con mucho poder que seguiría cualquier orden que le dieran. Eso debía cambiar, y rápido, con tal de proteger a Malina... ¿Y quizás también a Quetzal y a Mixcóatl?
<<Los he tratado como traidores durante siglos>> Pensó Huitzilopochtli, pasándose una mano por el pesaroso semblante. En ese instante su mente comenzó a reproducir un montón de recuerdos ingratos, de cómo él trató al resto de dioses mayores del Panteón por ordenes de Omecíhuatl... e incluso acosó y mató a dioses de otros panteones en nombre suyo. <<Me tratarían mal. No merezco ni su perdón...>> Alzó una mano, se miró la palma y la cerró en un fuerte puño. <<Pero si tan solo pudiera enmendar lo que hice, y poder salvarlos... quizás así...>>
Se hizo el silencio. Huitzilopochtli se quedó viendo por última vez la estatua de Cihuacóatl, y entonces recordó lo que le dijo Omecíhuatl: le ordenó destruirla. El Dios de la Guerra tuvo una epifanía al pensar en aquella orden. Toda su vida la había vivido a las ordenes de alguien más. Si quería hacer la diferencia para que las cosas fueran distintas, entonces debería empezar por sí mismo.
Le dedicó una última mirada solemne a la estatua de Cihuacóatl. Se dio la vuelta y se marchó de la estancia sin destruir la escultura.
___________________________
4
___________________________
≿━━━━༺❀༻━━━━≾
Calabozos de Omeyocán
Quetzalcóatl estaba acurrucado en pose fetal sobre la esquina de su celda. Tenía las yemas de los dedos rasgadas, moretones en los hombros y en la espalda, e hilillos de sangre seco sobre su frente. Había intentado numerosas veces escapar de estas cuatro paredes y techo, pero todos fueron fútiles. Ahora solo se echaba en el suelo, a la espera de lo que fuera que Omecíhuatl le tuviese preparado.
El silencio era su único acompañante, pero sus pensamientos traicioneros le hacían pensar en lo peor. ¿Será que le había fallado a los Manahui? ¿Le falló a los dioses de Aztlán de liberarlos del yugo de Omecíhuatl? ¿Le falló a su madre, y a la gloria perdida que intentó restaurar inutilmente? Uno a uno esas nocivas ideas penetraban en su mente, encerrándolo emocionalmente en una burbuja de la cual se negaba a salir, por más gruñidos de esfuerzo y de golpes que estuviera escuchando al otro lado de la pared contigua...
El Dios Emplumado reparó tardíamente en las maldiciones cojas de Mixcóatl viniendo del otro muro.
—¡¿Mixcóatl?! —farfulló, gateando rápidamente hasta la otra pared y posando sus manos sobre las baldosas mohosas y húmedas— ¡¿Eres tú?!
—¡¿Quetzal?! —masculló Mixcóatl de la sorpresa. Los golpetazos se detuvieron— ¡Oh, por la gracia divina de Ometeotl, estás vivo!
—Y tú también... —Quetzal sollozó un poco. Apretó los dientes y golpeó la pared— Tú también...
Se hizo el silencio. El Dios Emplumado apoyó la espalda sobre la pared. Oyó el cuerpo de Mixcóatl rozar contra el duro suelo y muro, quedando también de espaldas sobre este último.
—¿Te han hecho algo? —balbuceó Quetzal, teniendo una punzada en la garganta por formular tal pregunta.
Se hizo un silencio prolongado. Quetzal sintió como la piel se le ponía de gallina.
—No, no me han hecho nada para mí sorpresa —contestó Mixcóatl a los diez segundos.
El Dios Emplumado apretó los labios y golpeó su nuca contra la fría pared, manchándose la melena con el moho.
—Les he fallado —maldijo. Tragó saliva y se dio otro golpe contra la nuca. Al otro lado de la pared, Mixcóatl puso un rostro de escandalo—. A ti, al pueblo de Aztlán, a mi... madre. Ya no sé si seguimos teniendo oportunidad para vencerla. No sé... si quiera si saldremos vivos de esta.
—No digas eso —exclamó Mixcóatl—. Perdimos otra batalla, pero aún no la guerra. Aún podemos seguir luchando. Aún tenemos oportunidad contra Omecíhuatl.
—Lo único que haremos es atraer a los Manahui a una muerte segura con nuestra captura —arguyó Quetzal. Se miró las manos llenas de moretones—. De no ser por el maldito sello que nos puso Omecíhuatl, ya habríamos escapado de aquí volando en mi forma de serpiente. No tenemos tampoco como crear armas aquí. Estamos muy débiles para pelear siquiera contra los Centzones... —Quetzal dirigió una prolongada mirada a toda la ennegrecida celda— No podemos escapar.
De nuevo, el silencio reinó por un periodo alargado de tiempo. En ese lapso, Mixcóatl bajó la mirada para cavilar bien en sus palabras de confort.
—Cuando acabó la guerra —comenzó a decir. Quetzalcóatl, aunque miraba el techo, lo escuchó atentamente— Yo pensaba que... Omecíhuatl, me tendría retenido en el destruido palacio de Tonatiuh por el resto de mis días. Estaba igual que tú ahora mismo, con la mentalidad de que mi vida estaría regida por lo que diría ella. Eso cambió... —se mordió el labio inferior— cuando mi hermano Camaxtli vino a mi rescate, y me liberó de los sellos malditos con el Panquezaliztli.
—Ese objeto... —dijo Quetzal de repente— ¿Me dijiste que tu hermano lo creó utilizando la panacea del Quinto Sol?
—Antes de que mataran a Tonatiuh, así es —afirmó Mixcóatl, palpitando sus rodillas con sus manos—. Me libero, pero a cambio él se sacrificó por mí cuando... —apretó los dientes— Cuando Huitzilopochtli fue en nuestra cacería, Camaxtli vio que no habría forma de poder escapar de él sin una distracción. Él me... me dio el rompesellos y me dijo que me fuera mientras él ganaba tiempo. Yo hui lo más rápido que pude, y lo siguiente que veo es a mi hermano... —ladeó la cabeza— siendo apalizado por el Dios de la Guerra, y después entregado a Omecíhuatl. Lo último que supe de él, quince meses después de mi liberación... —apretó un puño y golpeó el suelo—, es que fue ejecutado en la plaza publica de Omeyocán.
El rostro de Mixcóatl se ensombreció al decir esto último. Quetzalcóatl pudo sentir su negativismo al otro lado. Apretó los labios y se acomodó en el suelo, colocándose de rodillas frente a la pared. Era ahora su turno de mantener a flote el positivismo que Mixcóatl le había proveído en un inicio.
—Nosotros no acabaremos así —afirmó, y se golpeteó el pecho con una mano—. Lo juro por los viejos dioses y por los nuevos que ni tú ni yo seremos ejecutados.
—Bueno, tú mismo lo dijiste. Nuestra captura los traerá a una muerte segura. Y nosotros apenas y pudimos hacer nada para intentar salir.
—Xipe Tócih los acompaña. Y el robot Eurineftos —Quetzal chocó la nuca contra la pared—. Solo... ten fe, Mixcóatl. Como siempre lo has tenido hasta ahora.
Mixcóatl permaneció callado. Correspondió a su petición con una pequeña sonrisa y unas cuantas risitas contagiosas que le sacó una sonrisa también a Quetzal. Ambos dioses incrementaron el volumen de sus risas, hasta el punto de rezongar todas sus celdas con ellas. Rieron hasta el cansancio, hasta que ya no sintieron más penas asolarles los espíritus, y solo quedar el placer calmado del silencio.
—Tú mereces ser Rey de los Dioses.
El comentario del Dios de la Caza lo tomó por sorpresa. Quetzal dejó de reír y se quedó viendo la pared con una expresión de sorpresa.
—¿Qué dices? —farfulló.
—Piénsalo, amigo. Eres el hijo de Cihuacóatl, la verdadera reina de Aztlán antes de la guerra y no la zorra de Omecíhuatl. Tu madre... te enseñó a ser cercano con humanos y dioses por igual. Eres su viva imagen, y su heredero... —Mixcóatl cerró los ojos y recostó plácidamente la cabeza sobre el muro— El trono de Aztlán te corresponde a ti, y no a ella.
El Dios Emplumado se quedó viendo fijamente el suelo. Caviló en lo que dijo, y armó todas las piezas mentales hasta completar el rompecabezas. Una repentina brisa de sosiego nacida de aquella idea apaciguó toda su desesperanza, y le hizo sentirse una vez más importante.
—Prométeme esto —prosiguió Mixcóatl—: no importa si yo o alguien más muere en el camino... Tú has el esfuerzo de reclamar el trono de Aztlán.
Un duro golpe de la realidad impactó el corazón de Quetzalcóatl, su mente reproduciendo los peores escenarios imaginables con lo que escuchó venir de su compañero. Apretó los dientes y borró de su cabeza todas esas intoxicaciones, de tal forma que le pudo replicar con lo siguiente:
—Lo prometo.
Mixcóatl respondió con una sonrisa, y se dejó vencer por el sueño de su cuerpo. Tanto él como Quetzalcóatl se rindieron a la inconsciencia, y comenzaron a descansar, pensando en todo momento cuando vendrían a rescatarlos.
___________________________
5
___________________________
≿━━━━༺❀༻━━━━≾
https://youtu.be/gsd2eSleTvk
ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯
|◁ II ▷|
Tamoanchan
Xipe Tócih movió su mano desocupada de arriba abajo, invocando círculos mágicos escarlatas por toda la plaza. Los Centzones Sacrodermos que tuvieron la desdicha de impulsarse por encima de ellos fueron atrapados por la telequinesis de la Diosa de la Vida. Esta última agitó la mano hacia abajo, y aquellos humanoides de esqueletos negros fueron aplastados al suelo, sus huesos resquebrajados hasta partirse en mil pedazos. Uno de los Centzones se escapó de la prisión magnética y se abalanzó hacia ella, tan veloz que Xipe a duras penas pudo bloquear el espadazo que por poco le alcanza el ojo.
Xipe cortó la mano del Sacrodermo de un espadazo. Le propinó una patada, mandándolo al suelo. El Centzon atacó con una estocada, disparando de la punta de la espada una ráfaga de fuego negro. Xipe la esquivó, le cortó la otra mano, y lo finiquitó cercenándole la cabeza, esta última volando por los cielos y siendo interceptada por un disparo de la espada-rifle de Xolopitli.
El Mapache Pistolero, a cubierto detrás de un pilar caído, disparaba a diestra y siniestra contra la infestación de Sacrodermos. Los monstruos corrían de un lado a otro, asechando a los Manahui con sus espadas matadioses de fuego negro y obligándolos a retroceder y buscar terreno donde escabullirse de ellos. Xolopitli daba cobertura a sus compañeros hostigando a los inhumanos y dándole tiempo a los Manahui para contraatacarlos. Xolopitli quedaba anonadado por la potencia de disparo de Orkisménos; tanto así hería de gravedad a los Centzones. Y no podía dejar de disparar; era como si tuviera munición infinita aquella arma.
Dio un disparó, dándole justo en la cabeza de un Centzon que tenía acorralado a Zinac. Este último aprovechó el momento y atacó al Sacrodermo con dos zarpazos de sus alas de murciélago, para último empujarlo de una patada giratoria. Eurineftos apareció detrás del Centzon dando movimientos danzarines, y cortó en dos su cráneo con su espada de plasma.
Los Sacrodermos se abalanzaban hacia Eurineftos. El Metallion se llevaba gran parte de la atención de aquellas bestias por su imponente altura y por el poder que emanaba de los generadores de todo su cuerpo, a tal punto de que lo confundían con una deidad más. El Coronel de los Pretorianos esquivaba con acrobacias increíbles los espadazos, los hachazos, las estocadas y los disparos de fuego negro, moviéndose como una centella por todo el escenario al tiempo que bloqueaba varios de los ataques con su escudo. Contraatacaba con ataques certeros, cortando a la mitad a muchos Sacrodermos o noqueándolos con ataques físicos. La fuerza de estos Centzones no se comparaba en nada con la del legendario autómata.
Los Manahui no la tenían tan fácil contra los Sacrodermos. A pesar de tener una larga experiencia en combate contra múltiples seres mitológicos en el pasado, el enfrentarse a algo que directamente rayaba en lo divino era una constante balanza entre la vida y la muerte. Un solo corte de aquellas armas que mataron a todos los dioses de Tamoanchan, y sus vidas acabarían en un santiamén. Y al no poseer armas que los pudieran matar al instante, debían recurrir a fustigarlos lo suficiente hasta que Xipe, Eurineftos, Randgriz o Uitstli vinieran a finiquitarlos.
Tepatiliztli esquivó con volteretas hacia atrás los amplios espadazos de una Sacrodermo de amplio velo y vestido transparente. En el proceso eludió también los hachazos y los disparos de cañón de mano de otros. La médica azteca dio otro salto hacia atrás, y enterró en el suelo una invocación de su Tlamati Nahualli de flor de hielo. Por el suelo se esparcieron rastros congelados de baldosas que atraparon a los Sacrodermos por los tobillos. Estos quedaron inmovilizados, pero el hielo se resquebrajó por la potencia de sus fuerzas. Tepatiliztli se abalanzó hacia ellos pegando un grito aguerrido, y de sendas estocadas los mató uno a uno decapitándolos. Al cercenar al último cayó dando una voltereta al piso. Los cuerpos cayeron al suelo, pero Tepatiliztli no tuvo un respiro de descanso, pues un Centzon apareció detrás de ella y por poco la espada impactaba con su cuerpo de no ser porque se alejó a último momento de un impulso.
El Sacrodermo la arremetió de un puñetazo, pero antes de que sus nudillos conectaran, hubo un destello de luz entre ambos, y Randgriz apareció teletransportada entre ellos dos, protegiendo a la médica azteca con su lanza Tepoztolli. El Centzon contraatacó volvió a atacar con un espadazo, pero Randgriz la esquivo de una voltereta, empujando a Tepatiliztli para alejarla del rango de la espada. La Valquiria Real contraatacó con un amplio lanzazo, partiendo el cuerpo del Centzon en dos y regando sangre y órganos negros por todo el suelo. Ambas mujeres intercambiaron miradas de agradecimiento.
Yaocihuatl a duras penas pudo contener la titánica fuerza de uno de los Sacrodermos bloqueando su espada con el plasma de su alabarda. La mujer guerrera retrocedió con paso rádo, alcanzando una pared para después correr sobre ella, confundiendo en el proceso al Centzon y para último saltar por encima de su cabeza, cortándole la cabeza en el proceso. Cayó de cuclillas al suelo, sin darse cuenta que otro Sacrodermo se le apareció por detrás, arremetiéndola con un amplio hachazo.
Pero justo antes de que pudiera golpearla, fue detenido por el hacha carmesí de Uitstli. Sacrodermo y guerrero azteca intercambiaron fugaces miradas. El primero retrajo su hacha y atacó primero, despidiendo fuego blanco y negro por todo el lugar. El segundo lo bloqueó con su hacha, para después contraatacar con una feroz patada que le partió la mitad del torso, seguido de un mortal hachazo que lo dividió en dos. El cadáver del Sacrodermo se desparramó por el suelo. Uitstli y Yaocihuatl intercambiaron miradas de acuerdo, y asintieron con la cabeza.
Un Centzon femenino reptó por el suelo cual reptil en dirección a un distraído Xolopitli. Al colocarse frente a frente, levantó su cuchilla por encima de su cabeza. El Mapache Pistolero reparó en su presencia tardíamente. Pegó un grito del susto, se dio la vuelta, y comenzó a disparar a la Centzon. Los disparos despedazaron partes de su cuerpo, pero eso no la detuvo. Antes de que esta última lo arremetiera de un fugaz cuchillazo, su cuerpo fue encerrado en una prisión telequinética invocada por Tecualli. El nahual brujo, a lo lejos, agitó su garrote mágico, invocando un búfalo telequinético que embistió brutalmente a la Sacrodermo, alejándolo de Xolopitli. Se acercó volando hacia él hasta aterrizar a su lado.
—Esto no puede seguir así —farfulló Tecualli. Vislumbró en la lejanía a tres Centzones abalanzándosen velozmente hacia ellos. El nahual brujo dio un pisotón al suelo, invocando una marea de aura telequinética que paralizó a los Sacrodermos en el aire, justo cuando estos dieron un salto. Xolopitli los remató con certeros disparos de Juramentada, y Tecualli los fulminó empujándolos con su telequinesis, mandándolos a volar por los cielos—. ¡SI NO SALIMOS DE AQUÍ SEREMOS AHOGADOS POR ESTOS MONSTRUOS!
—¡No creas que no lo puto SÉ! —maldijo Zinac, empujando ferozmente el hacha del Sacrodermo. Este último lo volvió a arremeter, pero Zinac lo aturdió con un agudo grito de murciélago. Tepatiliztli y Randgriz aparecieron detrás del nahual quiróptero, y rematando al mismo tiempo al Centzon con estocadas en su cabeza y su pecho, lo que hizo chorrear sangre negra y ácida por todos lados. La médica y la valquiria dieron volteretas y cayeron a cada lado de Zinac.
—¡EURINEFTOS! —vociferó Uitstli, agachándose y esquivando por poco el tajo de una guadaña. Saltó encima de la rodilla del abominable Sacrodermo, y lo arremetió de un feroz puñetazo que le arrancó el cuello de cuajo. Otro Centzon se le apareció por detrás, pero antes de poder atacarlo, Yaocihuatl le atravesó el esbelto vientre por la espalda con su lanza. Uitstli lo remató con un salvaje hachazo— ¡Transfórmate en lo que sea! ¡PERO SACANOS DE AQUÍ!
≿━━━━༺❀༻━━━━≾
https://youtu.be/09e6PHUoHUo
ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯
|◁ II ▷|
El Metallion empujó a los dos Sacrodermos con los que estaba forcejeando y los asesinó de un amplio espadazo. Miró a su alrededor, observando con detenimiento a los Manahui luchar por sus vidas en contra de enemigos que fácilmente pueden matarlos. Incluso la Diosa de la Vida tenía cuidado de no ser golpeada por sus armas; sabía que eso supondría su muerte instantánea. Esa valía por la pelea, esa fiereza por aferrarse a la vida y luchar contra lo imposible... le trajo recuerdos de su código de honor basado en el más fuerte.
<<Manahui...>> Pensó Eurineftos. Su cuerpo comenzó a brillar con un fulgor blanco. Pero en vez de encogerse, su cuerpo comenzó a agigantarse. <<Si hubieran peleado con mi yo del pasado... ¡Se habrían ganado mi total respeto!>>
Dio un atómico pisotón que generó una onda expansiva, empujando a todos los Centzones al suelo y haciendo que los Manahui buscaran cobertura. Eurineftos se inclinó hacia atrás, y su cuerpo se ensanchó en una tormenta de deslices de engranajes, placas superponiéndose, piezas alargándose y estruendos metálicos que confundieron masivamente al grupo azteca. En un abrir y cerrar de ojos el cuerpo de Eurineftos se convirtió en una suerte de reptil, pero cuando sus dos patas se agrandaron, su cola aleteó de un lado a otro y su gruesa cabeza ovalada tomó forma de dinosaurio... Quedaron anonadados.
Eurineftos se había convertido en un metálico Tiranosaurio Rex de más de diez metros de alto. La bestia metálica azotó con su cola un edificio, y después rugió al cielo, disparando en el proceso una densa vaharada de humo que se convirtió en llamas a los pocos segundos, cual dragón echando fuego por la boca.
Eurineftos aleteó su cola y con ella partió en dos a dos Sacrodermos. Con sus rugidos y sus vaharadas de llamas alejó al resto de los Centzones, sirviéndose de escudo para los Manahui que no paraban de ser acribillados por los disparos de fuego blanco y negro de las bestia inhumanas.
—¡Suban a mi lomo! —exclamó la voz robótica de Eurineftos, agitando la cabeza en ademán de exhortarlos.
Uitstli puso cara determinada. Corrió varios pasos y, de un salto, ascendió hasta caer encima del lomo del Tiranosaurio Rex. Seguido de él vinieron el resto de su grupo, cada uno saltando y cargando al otro hasta caer sobre Eurineftos. El dinosaurio metálico, una vez sintió a todos encima suyo, emitió un nuevo rugido al suelo y comenzó a trotar con gran rapidez por la ancha autopista que conectaba con el árbol en llamas de Tamoanchan. En pos de ellos los empezaron a perseguir un enjambre de Centzones Sacrodermos, muchos de ellos volando con alas de huesos, y otros impulsándose de tejado en tejado.
Como una fuerza imparable que corre brutalmente por la avenida, Eurineftos arrasaba con todo obstáculo que se le ponía en su camino. No importaba si eran carromatos, montañas de escombros o hileras de Sacrodermos que trataban de fulminarlo con disparos de fuego matadioses, el dinosaurio metálico aplastaba con sus vigorosos pisotones hasta los parapetos y el pavimento de la carretera. Cascajos y protuberancias de escombros llovían por todos lados. Las patas de Eurineftos fulguraban de forma centellante, y al siguiente pisotón liberaban poderosas ondas de choque que alejaban a los Sacrodermos. Estos Centzones intentaban asaltarlos saltando de los techos de las casas, pero los Manahui conseguían eludirlos con certeros ataques que los enviaban de regreso al suelo. El grupo ya no se sentía vulnerable, ni prestos a morir. Eurineftos los hacía sentir imbatibles con esta incesante marcha hacia el árbol de Tamoanchan.
Un Centzon consiguió aferrarse a los laterales del lomo de Eurineftos. Se trepó hasta el lomo y arremetió a Xolopitli con su cuchilla. El Mapache Pistolero consiguió bloquear el ataque interponiendo su espada-rifle, y Tepatiliztli lo remató con una estocada en la cabeza. Del otro lado, otros dos Sacrodermos pudieron asirse al lomo y treparse de un salto. Uitstli protegió al grupo generando un escudo de piedra que bloqueó los dos hachazos. Tras eso los empujó, y se agachó, esquivando la ráfaga de fuego y sangre que Xipe Tócih disparó con su espada de carne. Justo cuando llegaron a una rotonda, fueron emboscados por una manada de Sacrodermos que saltaron de todos lados y llovieron sobre ellos. Tecualli agitó su garrote, y detuvo al enjambre entero con su telequinesis, para entonces zarandear su arma hacia abajo y aplastar a los más de veinte Sacrodermos al suelo, inmovilizándolos al destruir gran parte de sus cuerpos.
Xipe Tócih no podía dar crédito a la forma en que veía a los Manahui enfrentarse a sus Centzones matadioses. Si bien muchos de los dioses de Tamoanchan eran pasivos y no se caracterizaban por ser deidades de batallas, aún así la dejaba boquiabierta el ver a estos Miquinis batirse en duelo contra estos asesinos de dioses y salir invictos de cada encuentro. ¿Así de poderosos eran luego de derrotar a Tlazoteotl? ¿Así lo fueron incluso al derrotar a Aamón? Aquellas ideas no hicieron más que sacarle una sonrisa de oreja a oreja, desternillarse en una risotada, y sentirse enaltecida por este aguerrido grupo azteca.
Eurineftos abrió su mandíbula y despidió una masiva oleada de fuego que incineró instantáneamente a un regimiento de Sacrodermos que estaban encima de un puente. Aplastó a muchos otros con sus pisotones, y dio un salto para pasar por encima del puente, comiéndose en el proceso a uno de los Centzones de un bocado. Para este punto ya estaban lo bastante cerca del Tamoanchan como para tenerlo frente a frente, las ascuas y cenizas de su tronco en llamas ululando por los borrones de aire a sus alrededores. Centzones voladores pasaron surcando por encima de sus cabezas, y arremetieron con fugaces espadazos. Yaocihuatl bloqueó varios de los ataques con su lanza, para después arrojar esta última contra los Centzones. Controló el arma con su mano, haciendo que vuele de un lado a otro y cercené as cabezas, los brazos y las alas Sacrodermos. Los cadáveres cayeron en una torrente lluvia de huesos negros por toda la avenida. Otro grupo de Centzones aparecieron emergiendo de debajo del suelo y atacaron directo a Eurineftos. Tecualli lo protegió invocando un escudo telequinético con un agite de su garrote, para después Zinac emplear su forma de Camazotz para abalanzarse hacia ellos, despedazarlos a todos con fugaces zarpas, y después regresar al lomo del dinosaurio metálico. La epicidad del momento era tal que el grupo en verdad sentía que podían con todo y contra todos.
—¡La entrada está sellada! —advirtió Eurineftos. Los Manahui asomaron la vista, y confirmaron su dicho: había gigantescas raíces sirviéndose de compuertas que evitaban la entrada al árbol. Estas parecían estar protegidas por finas capas de aura divina, lo que la hacía verse mipenetrable— Agárrense bien. La voy a atravesar con todo.
La velocidad del trote del dinosaurio metálico se incrementó abismalmente, hasta el punto en que dejó atrás a todos los Sacrodermos que lo perseguían. Los Manahui se aferraron los unos a los otros, agarrándose de los brazos y de las cinturas para evitar caerse del sacudido lomo. Eurineftos despidió un estridente rugido a los justos cien metros de distancia de la sellada entrada.
Y con una brutal embestida con todo su cuerpo, la atravesó.
La película de aura divina fue demolida con una ensordecedora explosión cristalina. Seguido de ello, una llovizna de raíces se regó por todo el suelo de la galería, inundando el suelo de roble liso en un mar de ramas, bulbos y raigones. Los Manahui saltaron del lomo del tiranosaurio, y este último derrapó por todo el suelo dejando marcas de destrucción a su paso. En el proceso se transformó, retornando a su forma humanoide a unos pocos metros de que la suela de su pie chocara contra la pared. Una vez se detuvo adoptó su pose de combate, desenfundando de sus antebrazos su espada y escudo de plasma naranja.
Los Manahui se colocaron en posiciones defensivas también, cual equipo de élite, apuntando sus armas hacia todos los umbrales del zaguán y verificando que no hubiera moros en la costa.
—¡Vamos hacia los portales! ¡Rápido! —exclamó Uitstli, su cabello y rostro empapados de sudor. Dirigió la mirada de soslayo hacia Xipe—. Guíanos.
Xipe Tócih asintió con la cabeza.
—¡Venga, síganme! —lideró la marcha del grupo hacia uno de los umbrales, y todos desaparecieron tras él.
___________________________
6
___________________________
≿━━━━༺❀༻━━━━≾
https://youtu.be/_iTxlhUsPkQ
ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯
|◁ II ▷|
Palacio de Omeyocán
En el interior de un depósito, tapizado de barniz y pilares de color carmesí, Huitzilopochtli se internó en el rellano forzando la entrada y topándose con una galería atiborrada de paneles en donde se disponían muchas armas divinas, que otrora fueron portadas por los difuntos dioses asesinados en la guerra civil. La razón de su mente le preguntaba por qué estaba haciendo este acto ilícito, pero la conmiseración de su corazón le contestaba simple y llanamente:
Porque quería evitar más muertes de dioses aztecas.
Buscó fervientemente entre lo talismanes, amuletos, macuahuitls, ondas y látigos que colgaban de los relucientes paneles brillantes de colores neones. El pasear la mirada por tantos objetos divinos en desuso por los siglos le hizo entrar en un breve episodio de nostalgia a Huitzilopochtli. Muchas de estas armas eran de compatriotas que él mismo había acabado por ordenes de Omecíhuatl. El pesar horadó en su pobre espíritu, haciéndolo sentir más culpable de sus acciones y haciendo que se hunda más en la obsesión por enmendar este error, incluso si eso significa llevar a cabo una acción poco prudente.
Halló el amuleto de Mixcóatl colgando entre dos escapularios con el símbolo de la deidad dual de la luna. Huitzilopochtli lo retrajo del panel y se lo quedó viendo con triste nostalgia. A su memoria llegaron los desagradables recuerdos de como había apalizado al hermano de Mixcóatl, para último ver como Omecíhuatl misma lo ejecutaba en la plaza pública de Omeyocán. <<No dejaré que él acabe de esa misma forma>> Pensó, para después retirarse del depósito.
El Dios de la Guerra atravesó los laberinticos pasillos y ascendió por las escaleras, dirigiéndose hacia una compuerta secreta que llevaba al balcón secreto que su hermana usaba como escondite. La última vez que la vio fue antes de salir a cumplir la misión de Omecíhuatl, y esperaba encontrarla en este escondite.
Sin embargo al abrir las pequeñas compuertas y pasar al balcón, no solo no se topó con ella allí, sino que descubrió rastros de vandalismo: los muebles tirados y volcados, las paredes rasgadas, y los libros que ella tanto había recolectado desperdigados por el piso, sus páginas arrancadas con brutalidad e incluso con rastros negros que indicaban que fueron quemados.
La mirada de Huitzilopochtli fue invadida con un incesante miedo. Los temores arañaron su corazón y su mente por igual, haciéndole pensar en los peores escenarios en los que ha sido atrapada Malina mientras que él fue a cumplir con la misión. Pero a pesar de su inmenso miedo, la bravura de su más profundo ser no se dejó dominar por aquellos pavores. Huitzilopochtli apretó un puño con todas sus fuerzas, para después guardarse el amuleto de Mixcóatl dentro de su taparrabos y salir del balcón secreto, con tanta brutalidad que atravesó la pared en el proceso.
El encolerizado Dios de la Guerra anadeó por los pasillos con paso apurado, sus zancadas generando temblores en las paredes. Los Centzones y otros dioses inquilinos del palacio se apartaron de su camino, e incluso los guardias de la escalinata que llevaba hasta la sala real no se atrevían a interponerse en su camino... aunque más parecían que lo dejaban pasar, por como sus rostros permanecían indiferentes ante su furioso caminar.
Huitzilopochtli se adentró en la amplia estancia de pilares escalonados y esculturas de Ometeotl y Omecíhuatl desperdigadas irregularmente por la galería. Al fondo de la estancia se encontraba la Diosa Suprema, sentada de piernas cruzadas en su alto trono dorado y portando ahora su armadura de escamas verdes. El Dios de la Guerra se encaminó hacia ella, sus pisadas emitiendo breves temblores. Los guardias reales y Centzones de Omecíhuatl formaron una hilera de escudos dorados y arcoíris en su camino, y Huitzilopochtli retuvo su ira para detenerse.
En la cima de su trono escalonado, Omecíhuatl le dedicó una mirada indiferente.
—¿Qué le hiciste, Omecíhuatl? —maldijo Huitzilopochtli.
—Será mejor que te me dirijas como "Su Majestad", o te cortaré la lengua yo misma.
La repentina respuesta de Omecíhuatl lo hizo apretar los labios y no responder con el mismo salvajismo. Se la quedó viendo con desafío, sin embargo.
—¿Qué le hiciste... a mi hermana, Su Majestad? —masculló.
La Suprema intercambió de piernas y los volvió cruzar. Huitzilopochtli no podía dejar de ver atisbos de rabia en su mirada. Tuvo temor por unos instantes. ¿Qué era lo que tenía en mente?
—Un complot como el que ella quería montarse no puede quedar impune —afirmó Omecíhuatl—. Es por eso que le tengo preparado un castigo para ella.
<<Si le haces algo, te juro por Ometeotl...>> Pensó Huitzilopochtli, arrugando la nariz y la frente. la impotencia de la situación mantuvo su hocico cerrado.
—Su Majestad... Ella lo único que hizo fue fraternizar con el enemigo. No hubo nada de rastros de complot en todo lo que me dijo.
—Y aún así atacaste a Mechacoyotl cuando la estaba interrogando —lo recriminó ella.
—¡PORQUE ÉL LA ATACÓ PRIMERO! —el grito de Huitzilopochtli prorrumpió en toda la estancia, haciendo repiquetear las armaduras de escamas de los guardias— Y usted mejor que nadie sabe lo que le hago a aquellos que intenten hacerle algo.
El rostro de Omecíhuatl se ensombreció, y las sombras ocultaron su sonrisa maquiavélica.
—¿Dónde está mi hermana? —exclamó el Dios de la Guerra— ¿Y qué tipo de castigo le vas a dar? —<<Por favor que no sea uno muy severo...>>
—Lo único que diré es que no es nada "salvaje" este castigo, como encerrarla en un calabozo de tortura o algo por el estilo —replicó Omecíhuatl—. Estará bien. Está en manos seguras.
—Y una mierda lo va a estar —maldijo Huitzilopochtli, señalándola con un dedo acusador—. Te atreviste a no decirme nada del asalto a Tamoanchan con el argumento de "destapar una conjura". Dejaste moribunda a Itzpapaótl incluso antes de que nosotros llegáramos allí. Todo lo has hecho a espaldas mías mientras que yo nunca te he ocultado nada. ¿Pretendes que confíe ahora en lo que me dices de mi hermana teniendo eso en mente?
—Siempre y cuando me seas leal a mí, entonces puedes confiar en mí. Todo lo que haga siempre será en tu beneficio del más fuerte.
—Ella es la única familia que tengo, Su Majestad —el sentimentalismo se arraigó a la voz enjuta de Huitzilopochtli—. He sido leal a ti con tal de asegurarme esto por el resto de mis días. Que me la quites ahora... —ladeó la cabeza y chasqueó los dientes— no me permite pensar correctamente... —se hizo un breve lapso de silencio. El Dios de la Guerra tragó saliva y miró a Omecíhuatl a los ojos— ¡Destruí a mi propia familia con tal de que no tomarás represalias contra mí!
—Tú no tienes más aliados que yo misma —Omecíhuatl se reincorporó de su trono y colocó una manos sobre su enorme busto—. Este es el gobierno, la sociedad y el mundo que llevas viviendo desde hace más de quinientos años, Huitzilopochtli. No puedes hacer nada para cambiarlo —se golpeteó el pecho con una mano, haciendo rechistar sus brazaletes—. ¡Yo soy lo que Ometeotl siempre quiso para este reino tras las pretensiones de mi hermana Cihuacóatl! Has entendido eso por siglos. ¿Vas a cambiarlo por tu incomprendida hermana?
<<Lo haría...>> Huitzilopochtli se limitó a apretar los labios y a bajar la mirada errática al suelo.
—Tu hermana de ha vuelto débil, Huitzilopochtli —manifestó Omecíhuatl, empezando a bajar de los peldaños del trono—. Créeme cuando te digo que no le haré daño. Simplemente... los corregiré a ambos. No de la misma forma que corregiré a Quetzalcóatl y a Xipe Tócih, claro esta... —la Suprema Azteca se detuvo al lado del Dios de la Guerra y le colocó una mano sobre el hombro. Huitzilopochtli la miró de reojo— pero los corregiré.
No le gustó para nada la forma en que dijo la palabra ni en la forma en que lo miró. No pudo evitar sentir alguna maldad implícita en sus acciones, pero su ignorancia también le hacía pensar que quizás y solo quizás... ella estaba hablando con razón, y en realidad ni él ni su hermana estaban tan en peligro como pensaba.
Omecíhuatl le palmeó el hombro y sonrió de oreja a oreja.
—¡Sígueme!
—¿A dónde vamos?
Omecíhuatl emprendió la marcha hacia la salida de al sala real, seguida de cerca por sus guardias reales y sus Centzones. El Dios de la Guerra los seguía por la parte más trasera de la marcha. Omecíhuatl lo alcanzó a ver cuando se volteó a verlo, sonriente.
—¡Llegó la hora de corregir a Quetzalcóatl!
Un escalofrío corrió por todo el cuerpo de Huitzilopochtli.
___________________________
7
___________________________
≿━━━━༺❀༻━━━━≾
https://youtu.be/BFO0vNv2eVg
ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯
|◁ II ▷|
En el árbol de Tamoanchan
Por la mente de Uitstli no paraba de rondar la idea de matar brutalmente a los dos dioses que le quitaron a su hija de las manos. Randgriz podía notar su sed de matanza en su ensombrecido y tenaz semblante. Eso la preocupaba de sobre manera; no le gustaba para nada sentir aquella irracional vena de lucha en él. Una que solo buscaba saciar la vendetta impuesta en su mente.
Los Manahui Tepiliztli avanzaron por salas de estar, comedores, pasillos y rellanos de hectáreas de longitud infestada con los cadáveres de los guardias y Centzones de lo que, según Xipe Tócih, fueron todos sirvientes de la diosa mariposa Itzpapaótl, ahora desaparecida del radar. El horror de ver nuevamente cadáveres, rastros de sangre y de destrucción colmando las paredes y techos demolidos, asaltó como nunca al grupo azteca. Los escenarios de mala muerte revivían los espantos del pasado de la Segunda Tribulación, llegando al punto en que estas atmósferas tan turbias de Tamoanchan se comparaban con las dantescas que dejó Aamón a su paso.
La Diosa de la Vida lideró la marcha ascendente, subiendo por interminables escalinatas y escaleras en zigzagueos que los llevaban más al interior del derruido árbol de Tamoanchan. Muchas de las paredes ardían, las llamas consumiendo lentamente cada palmo del titánico tronco, lo que daba un aspecto más turbio y desolador a los pasillos por los que atravesaban. Todo el grupo estaba en alerta, preocupándose por sus derredores y temiendo por algún ataque sorpresa... Aunque, para Tecualli, se le hacía raro que Xipe Tócih caminara con la guardia baja, como despreocupada de que ningún enemigo apareciera de ninguna esquina para atacarlos.
—¡Allá está! —anunció Xipe tócih, estirando un brazo y señalando al fondo un arco con forma de media luna que daba acceso a una enorme estancia rectangular. Desde la distancia se podían notar portales ovalados, cada uno despidiendo fulgores de distintos colores que giraban en espirales— Vamos. No tenemos tiempo que perder.
Xipe Tócih reavivó la marcha, apurándola para poder llegar a la estancia lo antes posibles. Eurineftos analizó con los filtros de sus visiones la estancia; al no detectar ninguna presencia oculta en aquel rellano, se aseguró de que el grupo no fuese emboscado nada más entrar. Los Manahui Tepiliztli siguieron a Xipe en pos de ella, resueltos y llenos de coraje, preparados para lo que sea que los estuviese esperando en Aztlán.
Randgriz ralentizó su marcha y se detuvo al notar que algo faltaba. Se dio la vuelta, y descubrió a su Legendarium Einhenjar paralizado, de pie en mitad del pasillo, la mirada de ceño fruncido analizando el interior de una habitación.
—¡Aguarden un segundo! —exclamó Randgriz, advirtiendo al resto del grupo quienes se detuvieron y se voltearon a ver, descubriendo también al petrificado Uitstli. La Valquiria Real trotó hasta él— Uitstli, ¿Qué sucede?
—Creo que vi movimiento dentro de esta sala —advirtió Uitstli, indicando con un ademán de cabeza el interior del rellano—. Algo me dice que vaya a investigar. Parecía...
—Uitstli, tenemos las puertas de Aztlán en frente de nosotros —profirió Zinac, indicando la entrada con un brazo extendido—. No podemos detenernos por corazonadas ahora.
—No... no... Yo vi una sombra —Uitstli negó con la cabeza. Miró de reojo a sus compañeros, y después se internó en el rellano, blandiendo su hacha de fuego carmesí— Parecía ser la de Zaniyah.
Los rostros de todo el grupo fueron asaltados por el escandalo. Yaocihuatl dejó escapar un gemido de sorpresa y, junto con Tepatiliztli y Randgriz, se adentraron en el cuarto en penumbras y siguieron al guerrero azteca.
La iluminación del hacha de Uitstli y de la lanza de Yaocihuatl hicieron resplandecer la decrépita estancia. Los muebles estaban volcados y vueltos trizas, y los cadáveres de los guardias y Centzones se agolpaban sobre las mesas astilladas o las estanterías. Por todas las paredes habían manchones de sangre y sesos aún frescos. Uitstli se guiaba por un rastro de sangre que lideraba el camino hacia el fondo de la habitación, donde tanto él como su esposa y su valquiria notaron unas ignominiosas sombras reflejarse en las paredes. Sombras humanoides e indistinguibles que le aceleraron el corazón a Uitstli, su mente inestable y su corazón tempestuoso por atacar a lo que sea que fuera aquella sombra.
El trío se volteó velozmente nada mas cruzar la esquina de la estantería, y por culpa de la adrenalina, del pavor y de los recelos del momento, lo primero que vio Uitstli fue a una especie de demonio de piel roja y de vaga apariencia femenina acuclillada sobre el cuerpo caído de una inconsciente Zaniyah. Los estribos de Uitstli se desperdigaron a causa de su distorsión de la realidad, haciéndole ver como si aquella demonio estuviera a punto de devorar a su pobre niña.
No obstante, Yaocihuatl y Randgriz veían una cosa totalmente distinta: una diosa con apariencia de adolescente, de piel roja, cabello blanco, tocado de plumas rojas, vendajes que cubría su pecho y rostro sorprendido y amedrentada por el miedo de haber sido descubierta. Ambas mujeres escucharon la respiración agitada de Uitstli, y antes de que pudieran intercambiar miradas inseguras...el Jaguar Negro se acercó hacia la vulnerable diosa.
—¡Quita tus sucias manos de MI HIJA! —maldijo con gran rabia, su encolerizando rostro asustando a la desgraciada Malinaxochitl, quien se levantó e intentó hablar para disuadir la situación. Pero no pudo hacerlo: el Jaguar Negro le arrancó las esferas negras de su collar de un manotazo para después agarrarla del cuello y propinarle un salvaje revés en su mejilla que le partió un par de dientes y la hizo estamparse contra la pared.
—¡¡¡UITSTLI!!! —chillaron Yaocihuatl y Randgriz al mismo tiempo, abalanzándose hacia él y agarrándolo de ambos brazos. Entre fuertes forcejeos jalaron a Uitstli y lo alejaron de Malina, esta última con un prominente moretón marcando su flácido rostro. La Diosa Hechicera cayo al suelo, la espalda apoyada a la pared, y después cayó de lado.
Unos segundos después del golpe, la rabia se disipó, y los ojos de Uitstli vieron con claridad el impetuoso acto que acababa de hacer. El escandalo de alaridos y gruñidos animalescos llamó la atención del resto del grupo, quienes se internaron en la estancia para toparse de frente con la confusa escena. Por instinto, Tepatiliztli se dirigió hacia la inconsciente Zaniyah; al verificar su débil pulso, se lo confirmó a Yaocihuatl con un asentimiento de cabeza. Yaocihuatl no pudo evitar los sollozos de felicidad, mientras que el resto del grupo se quedó viendo con extrañeza a la inconsciente Malina.
—Luce inofensiva —apuntó Zinac—. Parece ser una diosa de aquí.
—¿Quién es ella? —preguntó Tecualli, mirando de reojo a Xipe Tócih—. Para estar resguardando a Zaniyah, no creo que haya sido una coincidencia.
La Diosa de la Vida torció los labios hacia abajo y negó con la cabeza.
—No tengo idea —admitió—. Quizás haya sido hija de Itzpapaótl.
—¿Deberíamos llevarla con nosotros? —preguntó Xolopitli. Tecualli y Zinac se lo quedaron viendo— Digo, de esta forma podemos revelarles a los dioses de Aztlán lo que les puede suceder si no detenemos a Omecíhuatl.
—Tiene razón —concordó Xipe Tócih—, si la llevamos, podremos convencer al pueblo de Aztlán con ayuda de Quetzalcóatl. Vamos.
El grupo redirigió su marcha de regreso al pasillo. Yaocihuatl cargaba el cuerpo de Zaniyah en brazos, mientras que Tepatiliztli cargaba el de Malina. Uitstli se quedó nuevamente estático, la mirada catatónica de lo que acababa de hacer. Su mente no paro de reproducir el acto tan vil e imprudente que cometió contra una diosa inocente, todo por culpa de su insaciable obsesión por recuperar a su hija. No pudo evitar pensar que esto iba a tener consecuencias gravísimas
—¡Uitstli! —refunfuñó Randgriz a su lado, tomándolo del hombro. Uitstli la miró de reojo, mostrándole la gran preocupación que poblaba su semblante. La valquiria apretó los labios e hizo un ademán con la cabeza—. Vamos.
Uitstli se pasó la mano por toda la cabeza, limpiándose el pegajoso sudor del cabello y la barba. Siguió a Randgriz fuera de la estancia.
___________________________
8
___________________________
≿━━━━༺❀༻━━━━≾
https://youtu.be/9DVRFQK4nCM
ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯
|◁ II ▷|
Palacio de Omeyocán
Pisadas resonantes reverberaron a través de las paredes de las celdas de Quetzalcóatl y Mixcóatl. Los dos demacrados dioses alzaron las miradas hacia las puertas, viendo como las hojas de estas eran removidas bruscamente, para dar paso a los Centzones de guerreras y faldas arcoíris adentrándose en las pequeñas estancias y sacando al dúo de dioses a rastras.
Las rodillas de Quetzal y Mixcóatl no pararon de rasparse por el contacto con el suelo mientras eran arrastrados por los Centzones. No poseer ningún tipo de cualidad divina en verdad que les dolía de todas las formas; físicamente al pasar hambre, y mentalmente al ser traumatizados por las torturas del aislamiento en penumbras. Nunca antes se habían sentido tan vulnerables como ahora, y ahora sentía, y comprendían, lo que los Miquinis debían de estar pasando bajo la tiranía de la Suprema.
La fresca sangre de sus rodillas dejaron rastros por todos los pasillos que recorrieron. El camino se les hizo interminable, y llegados a un punto pensaron que se iban a quedar desmayados. Pero antes de poder cerrar los ojos, Quetzal y Mixcóatl fueron bañados por los intensos rayos del sol de Aztlán dándoles la bienvenida... a la plaza pública de Omeyocán. La misma plaza que se hizo famosa en todo el reino por ser el lugar donde, desde la Guerra Civil de Aztlán, se llevaban a cabo las ejecuciones.
Seguido por la cegadora luz, los oídos de ambos dioses fueron ensordecidos por el griterío de la muchedumbre agolpada en frente del enorme altar de más de diez metros de altura. Los Centzones los llevaron por el adarve de la muralla, y por los resquicios de las almenas alcanzaron a vislumbrar los borrones del sinnúmero de deidades aztecas que se reunían en frente de la plaza. No pudieron distinguir, por ojo u oído, si estaban suplicando por sus vidas, exhortando a su ejecución o directamente murmuraban por la incertidumbre de lo que estaba a punto de acontecer.
Los Cenztones los hicieron ascender por una escalinata de mármol hasta llegar a la superficie de una plataforma rectangular. Con sumo irrespeto los arrojaron al suelo. Quetzal y Mixcóatl, sintiendose tan endebles, apenas pudieron moverse a duras penas para intentar reincorporarse. Se oyó un sordo ruido motorizado y, de repente, una fuerza magnética los agarró por los hombros y los hicieron ponerse de pie. Quetzalcóatl tosió al sentir su cuerpo ser jalado por la fuerza invisible; con los ojos entrecerrados miró hacia un lado, descubriendo en el otro extremo de la tribuna a Mechacoyotl, empleando su cañón de riel para reincorporarlos e inmovilizarlos.
Al lado del robot zorro también se encontraba Huitzilopochtli y otro par de guardianes y Centzones atestados a las escaleras. Quetzal frunció el ceño; juró haber visto atisbos de consternación en el endurecido rostro del Dios de la Guerra. Los intensos rumores del público acallaron al ver a la Suprema ascender las escaleras y llegar al estrado. Quetzal apenas pudo ver sus largas y gruesas piernas encaminarse hasta él y Mixcóatl. Se detuvo enfrente de ellos. Ambos alzaron sus cabezas; Quetzal sin parar de temblar y con miedo en los ojos, y Mixcóatl totalmente calmado y lleno de coraje en su mirada.
Omecíhuatl clavó su mirada de decepción y su sonrisa hastiada sobre el nerviosismo Dios Emplumado.
—¿Alguna vez has escuchado de la historia del fodongo hijo de puta llamado Quetzalcito? Quien pensó que sabía una chingada, pero en realidad no sabía una chingada... Y que por culpa de sus pendejadas hizo que se murieran todos sus malparidos seres queridos —agrandó al sonrisa y señaló a Quetzal con un dedo—. Ese eres tú.
El sudor de Quetzal pobló en su desvencijado rostro lleno de penas, de culpas y de miedos; caía de sus mechones y perlaba sus mejillas y rostro. Huitzilopochtli, con el ceño fruncido, ocultaba toda la culpa que lo asolaba por dentro. Omecíhuatl cuchicheó risitas y se volvió hacia el público. Alzó los brazos de lado a lado, llamando la atención de todos los dioses aztecas.
—¡PUEBLO DE AZTLÁN! —exclamó— En vista de que no muchos aprenden sus lecciones por más donnadies que agarre por la calle y castigue por sus delitos contra la autoridad divina, llegó la hora de hacer una demostración más certera —se volvió ligeramente hacia los dos dioses—. Les he traído aquí a dos tipos de traidores —extendió un brazo y volvió a señalar a Quetzal—. El primero es Quetzalcóatl, quien por activo antes que pasivo decidió irse del palacio y apoyar al grupo de Miquinis llamados Manahui Tepiliztli. Y el segundo es Mixcóatl, que como sabrán ha sido el último dolor de culo que he tenido desde la Diosa de la Luna y su bastión de Mexcaltitán. Hoy... —alzó un brazo por encima de su cabeza— vamos a cortar el último abono del suelo para dejar que florezcan estas plantas.
Hubo una nueva oleada de murmullos en la muchedumbre. Una deidad azteca izó también su brazo y apoyó la noción de Omecíhuatl con un grito vehemente. Otras deidades lo imitaron, y entonces, para horror de Quetzalcóatl, todo el conglomerado azteca estaba abogando por su muerte y por la de Mixcóatl. El corazón se le encogió de miedo. ¿Acaso Aztlán ya estaba perdida por culpa de los hechizos de Omecíhuatl?
La Suprema Azteca se acuclilló al lado de Quetzal y le susurró al oído:
—¿Lo vez, querido sobrino? Ya es inútil intentar pelear por tener el favor del pueblo. Son míos, igual que lo serán tus Miquinis.
Cual disparo directo en la cabeza, las palabras de la Suprema calaron profundamente en su mente. Las exclamaciones de la muchedumbre se hicieron eco en sus oídos. Quetzalcóatl se quedó con los ojos catatónicos, mirando el suelo, el miedo sin parar de arañarlo. Pero lo combatió. Peleó contra ese miedo interno como pudo. Miró de soslayo a Omecíhuatl, la mirada insegura y mirando de vez en cuando a otro lado.
—Voy a matarte...
—¿Cómo dices? —murmuró Omecíhuatl, divertida antes que sorprendida. Se golpeteó la oreja con un dedo.
—Voy a... matarte... —maldijo Quetzalcóatl entre dientes, viéndola a los ojos— No importa... cuantos de mis familiares mates... No importa si... me lavas el cerebro... —tragó saliva y frunció el ceño, el vano intento por verse intimidante— Te mataré, y reclamaré... lo que me corresponde.
—Guau, sobrinito. ¿Aún seguimos en esas, en serio? —Omecíhuatl se mordió el labio inferior y se lo quedó viendo con sagacidad. Asintió con la cabeza y se puso de pie— Muy bien pues. ¿Quieres poner a prueba esa chingada de "No importa si matas a mis familiares"? —dirigió una mirada al robot zorro—. Mechacoyotl, aléjalo de aquí. Déjame solo con Mixcóatl.
<<¡No...!>> Quetzalcóatl intentó moverse para empujar a la Suprema, pero fue atrapado por la fuerza gravitacional del cañón de riel. Mechacoyotl asió su brazo hacia atrás, haciendo que el Dios Emplumado quedara de rodillas y de espaldas frente a él y Huitzilopochtli, este último boquiabierto, las primeras facciones de espanto dibujándose en su rostro.
La intensa algarabía de los dioses aztecas incrementó la potencia de sus alaridos y exigencias de ejecución. Omecíhuatl se quedó en frente del Dios de la Cacería, mirándolo fijamente a los ojos. Mixcóatl hacía lo mismo, no denotando ni un rastro de nerviosismo o de espanto en sus ojos. Ni siquiera sudaba o temblaba como lo hacía el desgraciado Quetzalcóatl. La valentía de aquel dios era tal que hasta el propio Huitzilopochtli no daba crédito a la forma en que encaraba a Omecíhuatl... de la misma forma que Camaxtli lo hizo antes de ser ejecutado.
—¡Para que lo vean todos ustedes! —vociferó la Suprema, volviéndose hacia los espectadores divinos al tiempo que estiraba un brazo e invocaba, en su palma, una nube de bruma dorada que se convirtió en una Macuahuitl— Para que vean lo mucho que invierto en mi forma de gobierno para convertirnos en los más grandes, y en los más poderosos, entre todos los Nueve Reinos. ¡Este sacrificio se lo dedico a mi marido, Ometeotl! ¡Que su bendición de los Trece Cielos recaiga sobre todos nosotros con la sangre que voy a derramar!
—¡¡¡MIXCÓOOOOAAAAAAATL!!! —chilló Quetzal, forcejeando inútilmente contra la fuerza magnética del cañón de riel de Mechacoyotl.
Los ojos de Huiztilopochtli lagrimearon al ver la desesperación de su medio hermano y de la inquebrantable valía de Mixcóatl ante las palabras de su verdugo. Sintió la imperiosa necesidad de intervenir, y de evitar otra muerte, pero su precaria razón fue más fuerte que su obsesión: si hacía un acto imprudente ahora, toda la furia divina de Omecíhuatl recaería sobre él y su hermana. La impotencia de no poder hacer nada para evitar lo que iba a suceder le hizo apretar los puños.
—Quienquiera que se mueva, quienquiera que intervenga haré que le saquen el corazón para que se los coma Quetzalcóatl, ¡y ahí sí comenzaremos esta vaina! —Omecíhuatl empuñó su espadón con ambas manos, y sus brazos se tonificaron hasta llenarse de venas hinchadas— Que los Miquinis le recen a Dios todo lo que quieran... —sonrió maliciosamente. Mixcóatl no rompió en ningún momento su mirada ni su postura— ¡PORQUE YO LOS VOY A ESCUCHAR!
Y su Macuahuitl dorada relampagueó fugazmente en el aire, golpeando y quebrando horrorosamente la cabeza de Mixcóatl.
≿━━━━༺❀༻━━━━≾
https://youtu.be/f1-YkjECxto
Minute 1:20- 2:32
ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯
|◁ II ▷|
El corazón de Quetzalcóalt se quebró en mil pedazos al ver a Mixcóatl desmoronarse de forma abrupta al suelo. El Dios Emplumado chilló como un hermano viendo morir a su hermano de la forma más atroz. La sangre salpicó del cráneo roto de Mixcóatl, notándose partes de su cerebro en la fisura. Huitzilopochtli cerró con fuerza los ojos al oír el horrendo chirrido de huesos venir de él. Una lágrima le corrió por la mejilla. Su mente volvió a reproducir la atroz ejecución de Camaxtli, y la culpa lo corroyó como nunca.
—¡Oh, oh, oh, miren esto! —exclamó Omecíhuatl con entusiasmo al ver como Mixcóatl se erguía y la volvía a mirar a los ojos, desafiante, ignorando por completo la fisura de su cabeza y la sangre corriéndole por su cabello marrón— ¡AGUANTÁNDOLO COMO EL CAMPEÓN QUE ES!
—Vete... a la... verga... —alcanzó a mascullar Mixcóatl. El Dios de la Cacería observó de reojo a Quetzalcóatl, y este último pudo captar el mensaje en su mirada fatídica: "conviértete en Rey de Aztlán". El Dios Emplumado sollozó y volvió a emitir un grito gorjeante.
Justo cuando la Macuahuitl dorada relampagueó de nuevo y volvió a golpear a Mixcóatl en la cabeza.
El Dios de la Caza volvió a caer bocarriba al piso. La fisura de su cabeza se ensanchó, y sangre y sesos se desparramaron por toda la tribuna. Omecíhuatl alzó y descendió incontables veces su espadón contra la cabeza de Mixcóatl, lentamente aplastándola hasta convertir su cráneo en una asquerosa amalgama de carne aplastada y ríos de sangre. La Suprema Azteca redujo hasta el máximo el poder de su Macuahuitl, de tal forma que, para tortura de Quetzal y Huitzilopochtli y jolgorio de sus seguidores, la ejecución se desarrollaba lenta y desesperadamente.
Omecíhuatl no detuvo su incesante martilleo. Los espadazos rompieron por completo al cabeza de Mixcóatl, y lo que golpeaba ahora eran sesos y el mármol del suelo que, poco a poco, se abría en múltiples grietas. Cada martilleó de su espada quebraba más y más el mundo de Quetzalcóatl; las esperanzas que tanto había depositado en él se desvanecían, y el Dios Emplumado no le quedaba más de otra que ver, entre lágrimas y lloriqueos, mientras que su espíritu era reducido hasta el último átomo. Huitzilopochtli, por otro lado, cerró con más fuerza los ojos y trató en vano de no oír los sordos golpes del espadón dorado; cada golpe que oía, era un cruel recuerdo de los errores que cometió con Camaxtli, y con tantos otros dioses que llevó a su muerte directa a manos de Omecíhuatl.
Y lo que para ellos dos duró una eternidad de insoportables golpes de piedra y carne, para Omecíhuatl no duró más allá de veinte segundos de hedonismo sádico. La Suprema Azteca detuvo por fin su golpeteó de la Macuahuitl. Retrocedió varios pasos, y le dedicó su sonrisa de oreja a a oreja a Quetzal y después al público divino, estos últimos con reacciones entremezcladas de rostros espantados o virotes y exclamaciones de admiración. Carcajeó ruidosamente hacia el cielo.
—¡Ahhhhh, por los pectorales de Ometeotl! ¡MIREN ESTO! —Omecíhuatl blandió su espadón en un amplio círculo, regando la sangre de Mixcóatl por el aire hasta acabar manchando el rostro traumado de Quetzalcóatl— No saben cuánto extrañaba hacer estas ejecuciones públicas.
Huitzilopochtli entreabrió los ojos, pero los volvió a cerrar al ver el dantesco cadáver decapitado de Mixcóatl tendido en el suelo.
Omecíhuatl chirrió sus dientes contra sus labios y se quedó viendo al tembloroso Quetzalcóatl. Se encaminó hacia él, sin dejar de blandir su espadón y regar más sangre por todo el estrado, manchándose a sí misma en el proceso. Se plantó en frente de Quetzal, apoyando la punta de su espadón contra el suelo, las manos sobre la empuñadora.
—Mírame, Quetzal —gruñó. El Dios Emplumado ladeó la cabeza. Ella chasqueó los labios—. Dije... que me mires...
<<Por favor, Quetzal...>> Pensó Huitzilopochtli, los ojos entreabiertos y mirando la espalda de Quetzalcóatl.
El Dios Emplumado tragó saliva y, con las lágrimas corriéndole por las mejillas, alzó la mirada y vio a los ojos a Omecíhuatl. La Suprema ya no tenía su característica sonrisa socarrona. Ahora lo observaba con ojos severos, el rostro ensombrecido, el aura que la envolvía destilando mortandad sanguinaria.
___________________________
9
___________________________
≿━━━━༺❀༻━━━━≾
Árbol de Tamoanchan
Había en total unos trece portales, y seis de ellos estaban apagados de su fulgor espiral. La destrucción de escombros y el ambiente de muerte con los cadáveres de los guardias y Centzones no ayudaba tampoco al grupo azteca a estar seguro en tomar una decisión sobre cual portal tomar. No obstante, Xipe Tócih no parecía dudar del todo; clavó su mirada en el quinto portal central que se encontraba al fondo del rellano.
—Ese es el portal —indicó, señalándolo con un brazo estirado—. Vamos.
—¡Espera, espera! —exclamó Tecualli, agitando los brazos en gesto abnegado. Xipe se detuvo antes de trotar hacia el portal— Si ese es el portal que lleva a Aztlán, ¿cómo pretendes que nos metamos así sin más? ¿Sin ningún plan?
La Diosa de la Vida se lo quedó viendo, el ceño fruncido. Alzó la mirada y observó al resto de los Manahui, descubriendo que los demás también la veían con confusión y hasta desconfianza. Xipe Tócih apretó los labios y se encogió de hombros.
—El plan es sencillo —dijo. indicando el portal con la mirada—. El portal nos llevará a una estancia secreta del Omeyocán, cercana a los calabozos donde espero de corazón tengan encerrados a Quetzal y Mixcóatl. A partir de allí los liberamos, y después nos devolvemos para no ser atrapados.
—Y lo último que quedaría es el Torneo del Ragnarök —balbuceó Uitstli, expulsando un suspiro exasperado.
—Exacto —Xipe hizo un ademán con ambas manos—. Entramos, los sacamos, y después nos devolvemos. Pan comido.
—No del todo —apostilló Tecualli, el rostro fruncido de la sospecha. Xolopitli enarcó las cejas al volver a verlo adoptar una posición contraria a la de la diosa—. ¿Y qué pasaría si nos topamos con los Tezcatlipocas? ¿Con Mechacoyotl? Peor aún, ¿con Huitzilopochtli?
—Yo los distraeré. Si hace falta, me sacrificaré por ustedes.
—No podemos perder a otro aliado valioso —masculló Yaocihuatl, la mirada alterada.
—Son gajes de los sacrificios aztecas —admitió Xipe, ladeando la cabeza y blandiendo su espada de carne frente a ella. la Diosa de la Vida se los quedó viendo con los ojos entrecerrados—. Escúchenme, ahora mismo estamos en una carrera contra el tiempo. Ojala pudiera tener toda mi divinidad y así poder ayudarlos en mis mayores capacidades, pero lamentablemente Omecíhuatl me desproveyó de la mitad de ese poder antes de sellarme en Mexcaltitán. Pero aún sin tener todos mis poderes —alzó su espada de carne y hueso a la altura de su pecho—, yo lucharé, hasta la muerte, no importa si signifique dar mi vida por ustedes. Son la última esperanza de los aztecas. No podemos echarlo a perder.
Las palabras calaron en los corazones de los Manahui, quienes sopesaron su monólogo con intercambios de miradas. Xipe Tócih esgrimió su sangriento sable hacia abajo y se volvió sobre sus pasos.
—No podemos echarlo a perder —concordó Tepatiliztli, reafirmando a la inconsciente Malinaxochitl sobre sus brazos—. Guíanos, mi señora. Por favor.
—Entonces vamos —dijo, y el resto del grupo, con su confianza recobrada en ella, estuvo a punto de seguirla, hasta que...
—¡Espera!
≿━━━━༺❀༻━━━━≾
https://youtu.be/XOLq5Ka3HHo
ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯
|◁ II ▷|
La repentina exclamación de Tecualli agarró desprevenido a los Manahui y a Xipe, esta deteniéndose y volviéndose a verlo. Todos clavaron sus ojos en el nahual brujo, este último caminando hasta Xipe, quedando a dos metros de ella. Xolopitli quedó extrañadísimo al ver la mirada de suspicacia en su amigo.
—Cuando Quetzalcóatl llegó a la Embajada, yo le hice una inspección para ver su alma y verificar lo que dijo sobre que le habían quitado la mitad de la divinidad —argumentó el nahual brujo—. Ahora que lo pienso, no hice eso contigo. Me gustaría hacerlo ahora, si no es gran inconveniente.
Los escalofríos producidos por el cambio de tono en la atmósfera puso los pelos de punta a todos los Manahui. Incluso Eurineftos estaba confuso por la actitud que estaba tomando Tecualli en contra de Xipe Tócih; no podía leer entre líneas lo que el nahual brujo sospechaba de ella. Si bien era cierto que él no la había inspeccionado a nivel espiritual usando su amuleto, ¿qué iba a cambiar ahora?
Xipe Tócih frunció el entrecejo y esbozó una sonrisa incómoda. Esto también la agarró por sorpresa.
—Tecualli, no tenemos tiempo para esto —le reprochó Xolopitli.
—Hazle caso a tu amigo —dijo Xipe—. No podemos perder el tiempo en nimiedades. No ahora.
—Esto se hace rápido —insistió Tecualli al tiempo que extendía un brazo y, de la bruma negra, invocaba el talismán con forma de mariposa de Itzapapaótl. Xipe Tócih frunció el entrecejo al ver el objeto, casi que poniendo cara de asco—. No creo que tengas nada que ocultarnos, ¿o sí?
—Tecualli, ¡deja de insistirle! —masculló Zinac, el rostro igual de escandalizado como el del resto del grupo.
—Mira, podemos hacer esto luego de hacer la misión, ¿te parece? —le sugirió Xipe. Se le notaba agitada, nerviosa por la forma tan acusadora en que Tecualli se dirigía a ella.
—Vale, y en ese caso, ¿por qué no nos has comentado el plan sino hasta ahora? Peor aún, ¿por qué no nos has dicho detalles sobre el plan una vez atravesemos ese portal?
La certera pregunta hizo que el recelo volviera a los rostros de los Manahui. El grupo entero observó detenidamente a la incrédula Xipe Tócih, esta última ladeando en gesto despectivo la cabeza, la mirada decepcionada fija en Tecualli.
—¿Acaso me estás llamando perrita de Omecíhuatl?
La pregunta lanzó un aire de inseguridad a los Manahui, todos ellos temiendo en perder la confianza de la diosa. Tepatiliztli, con la inconsciente Malina en brazos, se dirigió hacia el nahual brujo, este último mirando a la diosa con desafío y desconfianza.
—Tecualli, deja de antagonizarla, ¡por favor! —bramó, la voz denotando su pánico.
—Ella estuvo sellada por quinientos años en Mexcaltitán, Tecualli —arguyó Uitstli—. ¿Cómo es posible que puedes sospechar de eso con Xipe Tócih?
Tecualli chirrió los dientes y se dio un suave golpe en la nuca. Xipe Tócih sacudió la cabeza y miró hacia otro lado. Se encogió de hombros y suspiró.
—¡Algo no me cuadra! ¡¿Ok?! —exclamó el nahual brujo, volviéndose hacia su grupo— Entre que no nos ha revelado el plan sino hasta ahora, y ahora se niega a que inspeccione su alma, eso me levanta alertas rojas aquí —se señaló la cabeza con una mano— . Y ustedes saben bien que, cuando siento que algo no anda bien, es que no anda bien.
—Pero no puedes estar hablando de nuestra diosa... —farfulló Yaocihuatl, boquiabierta, la preocupación dibujada en su cara.
—¡Lo sé, pero aún así esto no está bien! Nada de esto me parece bien. Siento que si atravesamos ese portal —y volvió a señalar el portal con un bracito—, entonces estaremos caminando a una muerte, determinada o no. Me sentiré mucho más seguro, al menos, si verificó que lo que dice Xipe Tócih es verdad, y ella solo tiene la mitad de su divinidad.
—Tecualli, por el amor de todo lo sagrado —balbuceó Xolopitli, la mirada alterada y atragantándose en su propia consternación—, no sigas con esto.
—¡No! Lo voy a hacer —Tecualli se dirigió hacia Xipe Tócih, esta última dándole la espalda. Una ennegrecida aura de peligro la envolvía. Un aura que Tecualli ignoró por estar manejando el amuleto con forma de mariposa y colocando los brazos en su pose de encantamiento— Date la vuelta, Xipe Tócih —al no notar respuesta de ella. Tecualli frunció el ceño, y su aura verde envolvió su pequeño cuerpo—. ¡Que te des la vue...!
—¡¡¡YA CIERRA TU PUTA BOCA!!!
El brazo derecho de Xipe Tócih se volvió en un borrón que atravesó a Tecualli. Se oyó un crujido musgoso de carne contra carne, el silbido de una espada perforando un cuerpo. Las sombras se desvanecieron, y todos los Manahui quedaron totalmente horrorizados al ver a la Diosa de la Vida atravesando el cuerpo Tecualli. El nahual brujo, con los brazos extendidos en su pose, se le escapó el aliento al observar la espada de carne de Xipe Tócih traspasar todo su torso, dejándole un inmenso agujero sangrante cuando retrajo a espada.
≿━━━━༺❀༻━━━━≾
https://youtu.be/2PYHrYsc414
Minuto: 00:52 - 2:26
ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯
|◁ II ▷|
La mayor expresión de horror se plasmó en el semblante de Xolopitli al ver los intestinos de Tecualli desparramarse por el suelo. Dejó caer a Juramentada y corrió hacia él.
—¡NOOOOOOOOOOOOO! —entre sollozos y alaridos , Xolopitli atrapó a Tecualli entre sus brazos y palpó la gigantesca fisura que abría todo su cuerpo. Se manchó las manos con su sangre, y vio con espanto como Tecualli se ahogaba en borbotones de sangre que no paraba de brotar de su boca— ¡TECUALLI! ¡NO, POR FAVOR, NO, NO, NOOOOO!
Loa Manahui Tepiliztli rápidamente blandieron sus armas en dirección a Xipe Tócih. El aura negra y maligna que envolvía como una fina cara el cuerpo de la diosa se esparció alrededor suyo, ennegreciendo su rostro hasta solo mostrar su sonrisa de colmillos y sus ojos rojos. Se relamió los colmillos al tiempo que retrocedía y miraba a Uitstli, Tepatiliztli, Zinac, Yaocihuatl, Randgriz y Eurineftos rodeándola, todos ellos apuntando sus hachas, lanzas y cañones de rifles hacia ella.
Xipe Tócih habló, la voz distorsionada y cambiando abismalmente:
Los Manahui no dieron crédito ante lo que vieron; Xipe Tócih se había removido la piel y el uniforme como si de un disfraz se tratara. La piel y las ropas de la otrora Diosa de la Vida cayeron al suelo y revelaron, con un resplandeciente y verdoso símbolo azteca detrás suyo, su verdadera identidad. ¡Omecíhuatl estuvo al lado de ellos todo este tiempo!
La Suprema Azteca vio los cuerpos inconscientes de Zaniyah y Malina tirados en el suelo. Sonrió con malicia y alzó un brazo, cerrando su mano en un puño. Una repentina fuerza magnética jaló a las inertes chicas, y los Manahui solo alcanzaron a ver borrones pasar a sus lados. Un segundo después, el espanto se incrementó en sus rostros al ver a Malina pero sobre todo a Zaniyah sobre los hombros de Omecíhuatl.
—¡¡¡OMECÍHUATL!!! —vociferó Uitstli, sus espadas carmesíes en cada mano, su rostro con una mueca de fiera.
—¡Deja ir a mi hija, desgraciada! —maldijo Yaocihuatl, el plasma doble de su lanza fulgurante.
—¡Ah, ah! —Omecíhualt negó con la cabeza al tiempo que retrocedía hacia el portal central. Reafirmó los cuerpos de Malina y Zaniyah sobre sus hombros— Ni de broma pienso dejar de lado este doble premio.
—¡Deja de moverte, maldita! —profirió Tepatiliztli, la punta púrpura de su lanza brillando.
—¡TEPATILIZTLI! —chilló Xolopitli desde atrás, sosteniendo como podía el cuerpo agonizante y tembloroso de Tecualli. Tepatiliztli lo miró de soslayo, y la cólera se le trepó por los tuétanos. Giró la cabeza y clavó sus ojos de odio sobre la Suprema.
—Te lo juro por los dioses, que si él muere...
—Si él muere, entonces estaremos empatados por Tlazoteotl —articuló Omecíhuatl, mirando hacia atrás y posicionándose justo en frente del portal central—. Aunque no podemos esperar lo mismo en el Torneo del Ragnarök.
—Mi hermano derrotará a Huitzilopochtli en el torneo, ¡eso tenlo por seguro!
—¡LA PUTA MADRE, TEPATILIZTLI! ¡POR FAVOR! —aulló Xolopitli, las manos tratando en vano detener el desangrado morboso de la herida de Tecualli. La médica azteca volteó la cabeza, el pánico y desespero poblando su rostro.
—¿A quien vas a ayudar, eh, Miquini? ¿A la niña o al osito bimbo? —Omecíhuatl chirrió los dientes entre unos y otros sin dejar de sonreír— No eres omnipresente, como yo.
Tepatiliztli miró al moribundo Tecualli y después a Omecíhuatl. la indecisión se connotaba en las incontables miradas desesperadas que daba de uno a otro. Miró de reojo a su hermano, y este apaciguó su indecisión con un asentimiento de cabeza. Al final, la médica azteca hizo desaparecer su lanza, se volvió sobre sus pasos y fue a socorrer a Tecualli.
Uitstli, Yaocihuatl, Randgriz, Zinac y Eurineftos fueron los únicos que quedaron apuntando sus armas a una divertida Omecíhualt que no paraba de lanzarles sonrisas a diestra y siniestra.
—¡SE ME QUEDAN QUIETOS, MAMONES DE MIERDA! —maldijo la Suprema Azteca, acercando más la espalda a los bordes fulgurantes del portal— No vayan a hacer algo de lo que se arrepentirán.
—He hecho muchas cosas de las que me arrepiento —profirió Uitstli, las venas hinchadas en sus manos y brazos, su piel lentamente tornándose en la brillantina del Jaguar Negro—. Matarte no será una de ellas. ¡DEJA IR A MI HIJA!
—¡Tu hija ya no está en sus cabales, Miquini, porque le revelé su pasado!
El comentario dejó anonadado y sin palabras a Uitstli. la expresión de su rostro pasó de ser airada a confusa, preocupada y fastidiada.
—¿De... de qué hablas?
—En el Lago de los Recuerdos de Tamoanchan —manifestó Omecíhuatl—. Allí le revelé su verdadero pasado como princesa de los Mixtecas —la expresión de Uitstli se escandalizó todavía más. La Suprema le sonrió fijamente—. Oh, sí. ¿Creías que Brunhilde era la única que sabía todos los secretos de su Legendarium azteca? Te equivocas. Yo soy una Suprema. Yo lo sé todo, y lo puedo saber todo. ¡Tu hija no será la misma después de esto!
Yaocihuatl, Zinac y Randgriz sintieron la indomable furia del Jaguar Negro emerger inexpugnablemente de lo más profundo del ser de Uitstli. Las espadas que este sostenía en sus manos brillaron hasta volverse cegadoras, obligando al trío a cubrirse los ojos con sus brazos. El cuerpo entero de Uitstli se transformó, incrementando levemente su altura y ensanchando su musculatura, su piel brillando por el pelaje blanco y rojo de su transformación como Jaguar Negro. Se oyó un ensordecedor rugido felino, y lo próximo que se vio fue a Uitstli abalanzarse hacia Omecíhuatl y blandiendo sus espadas encadenadas contra la Suprema.
Las espadas escarlatas chocaron y fueron detenidas por el filo de una espada ancha que apareció repentinamente en frente suyo. Seguido de ello, Uitstli fue empujado por una oleada de fuerzas gravitacionales manifestadas en ondas púrpuras. El Jaguar Negro fue impulsado hacia atrás, pero consiguió envolver la cadera de la inconsciente Zaniyah con una de las cadenas y justo jalar de ella, llevándosela consigo lejos de Omecíhuatl. Uitstli abrazó a Zaniyah en sus brazos al tiempo que daba volteretas en el aire y caía de pie y derrapando por el suelo hasta detenerse frente a su grupo.
Los Manahui Tepiliztli vieron, entre el asombro y la desdicha, como el humo del choque de armas se disipaba y revelaba a los dos Tezcatlipocas de Omecíhuatl. Tepeyollotl se irguió y esgrimió su espada gravitacional de incrustación de rubí hacia arriba, y a su lado cayó de cuclillas Xochiquétzal, reincorporándose y blandiendo con gloria su Macuahuitl dorada. Ambos dioses se interpusieron en el camino de los Manahui, como una muralla impenetrable que impedía el paso hasta Omecíhuatl.
—Muchachos —exclamó la Suprema al tiempo que se iba introduciendo dentro del portal—. Muestréenles el verdadero poder de un Tezcatlipoca —y justo después de decir esto, Omecíhuatl desapareció metiéndose en el portal, cargando en su hombro a la inconsciente Malina.
La imponencia combinada de las coloridas auras divinas de ambos dioses impuso una atmósfera inconmensurable para los Manahui. Tepatiliztli recogió al inconsciente Tecualli del suelo y, junto con Xolopitli, corrieron lo más rápido posible fuera de la estancia, quedando únicamente Uitstli transformado, Yaocihuatl, Randgriz, Zinac y Eurineftos.
Tepeyollotl y Xochiquétzal comenzaron a avanzar con paso lento hacia el grupo. El blandir de sus espadas, los pisotones de sus zancadas y las sádicas o indiferentes miradas y sonrisas que les dedicaban aquel dúo fueron suficientes para enviarles escalofríos por todo el cuerpo. Los únicos que permanecían estables eran Uitstli y Eurineftos, pero incluso con templanza, sabían que los enemigos que tenían en frente eran de temer.
El Dios Jaguar empuñó su espada con ambas manos, y la la hoja y el rubí de estas relampaguearon. La Diosa del Deseo impactó el suelo varias veces con la punta de su espadón, generando sonidos igual de ensordecedores que los rayos púrpuras de Tepeyollotl.
___________________________
10
___________________________
≿━━━━༺❀༻━━━━≾
https://youtu.be/ojCMW0iE6XA
ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯
|◁ II ▷|
Palacio de Omeyocán
Quetzalcóatl fue llevado por los Centzones de Omecíhuatl de regreso a su calabozo. El Dios Emplumado no forcejeó contra ellos. No se le veía ni siquiera un semblante de querer luchar con fiereza contra sus captores. La mirada estaba fija en el infinito, enrojecida por las lágrimas, por tanto llorar otra muerte que fue directamente a causa suya. La culpa y el peso de las consecuencias ya lo tenían cansado, fatigado en cuerpo y alma.
Los Centzones lo encerraron en su celda, y Quetzal no hizo más que arrastrarse por el suelo y encoger su cuerpo en posición fetal. Se mantuvo así por mucho tiempo, abrazando la soledad y la culpa que tanto lo corroía por dentro, el corazón acelerado, las lágrimas sin parar de caer por sus mejillas.
Oyó portazos haciendo estruendos en las barras metálicas. Quetzal se negó a alzar la cabeza, y hundió la cara sobre sus rodillas.
—Hermano Quetzal... —habló una voz femenina.
El Dios Emplumado se envalentonó al escuchar la voz de su hermana mayor. Levantó la mirada y allí la vio, gloriosa con su melena carmesí al otro lado de las barras. La claridad de sus ojos retornó lentamente a medida que él se acercaba a las barras. La felicidad tamborileó su corazón al ver su bello rostro, su sonrisa grasienta, sus ojos...
Pasando de un dorado brillante a unos verdes reptilianos.
La sonrisa de benevolencia se convirtió en una maquiavélica. La piel, la ropa y la melena roja de Xipe Tócih se derritieron como el hielo, enseñando debajo del disfraz a la maldita asesina de Omecíhuatl, sonriéndole y burlándose de él con una risotada escabrosa.
—¿Qué...? —farfulló él, empezando a sollozar de nuevo.
—Tu hermana nunca existió, Quetzal —afirmó Omecíhuatl, la mano sobre el busto—. Ella murió en Mexcaltitán hace muuuuuucho tiempo. Todo este tiempo he sido yo. Las promesas, las palabras motivacionales que te di... —ensombreció la sonrisa— todo el tiempo fui yo.
Y cual gota que colmó el vaso, el espíritu de Quetzalcóatl terminó de quebrarse. En su rostro no se hallaba más que muecas adoloridas, una boca torcida hacia abajo de la cual no paraban de surgir gemidos desgarradores. Estaba teniendo dificultad para procesar el hecho de que Omecíhuatl, una vez más, lo ha engañado. Sintió que el mundo se le caía a pedazos,, y que esta vez no podría salir de esta.
Omecíhuatl se despidió de su sobrino con una sonrisa descarada y propinándole un golpe con su dedo medio. El golpe fue tan poderoso como si lo hubiese golpeado un camión, pues Quetzalcóatl salió disparado por la celda hasta chocar de espaldas contra la pared, haciendo crujir sus costillas y su espina dorsal. La Suprema se desvaneció de su vista caminando por el pasillo, y Quetzalcóatl, una vez más, se quedó solo con sus pensamientos.
<<Mamá..>> Pensó, y a su mente vino la vaga e irreconocible imagen de su madre. Hacía tanto tiempo que ya no recordaba su rostro, pero aún rememoraba la dulzura de su aura maternal. Maldición, en verdad que la extrañaba, y en verdad deseaba sentir su tacto ahora mismo. <<Mamá... lo siento... por haber fracasado de nuevo...>>
Y como un indigente que lo ha perdido todo, el derrotado Dios Emplumado se quedó recostado en el suelo en su posición fetal.
___________________________
11
___________________________
≿━━━━༺❀༻━━━━≾
https://youtu.be/bY40mx6DlhM
ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯
|◁ II ▷|
En una sala hospitalaria del palacio, todo el personal médico, los Centzones y los guardias estaban presos del pánico por estar sintiendo fuertemente el aura asesina rodear el cuerpo de Huitzilopochtli.
El Dios de la Guerra se encontraba hincado de una rodilla, al lado de la camilla donde estaba la inconsciente Malinaxochitl. No había expresión en su rostro; los ojos estaban indiferentes, y sus labios en una línea recta. Pero incluso sin estar viendo su rostro, el resto del mundo podía sentir a masiva cólera divina treparse por todo su ser y golpear las rejillas en su hastiado intento por salirse de sus cabales. Los médicos no se atrevían ni siquiera a mirarlo de reojo; temían porque su mortal mirada los fulminara.
Un montón de pensamientos confabulantes formaban torbellinos de incertidumbre en la cabeza de Huitzilopochtli. Confusión de pensamientos extremos que no hicieron más que derribar el castillo de naipes de idiosincrasia que había adoptado hasta ese entonces luego del atentado de Tamoanchan. En su mente solo había cavidad para la horrenda herida en el rostro de su hermana, y en buscar al culpable que hizo esto para darle un destino peor que la muerte.
En seguida pensó en Mechacoyotl, e incluso en Omecíhuatl. El terrorismo de sus pensamientos peligrosos estableció a estos dos como los culpables de esta desgracia. En seguida empuñó su ultra-espadón y se dio la vuelta, dando un pisotón tan inestable que el suelo bajo él se resquebrajó. Ya no importaba nada para él; incluso si suponía su muerte, él no tendría nada que perder.
Pero justo al darse la vuelta, se topó de frente con Mechacoyotl apuntándolo con sus dos brazos convertidos en cañones de rieles. Tras él había un nutrido grupo de Centzones Sacrodermos; varios de ellos se hicieron a un lado, dejando pasar a Omecíhuatl. La Suprema caminó hasta ponerse al lado del robot zorro, y le pus una mano sobre el hombro.
—¡Huitziiiii! —berreó la Suprema, la sonrisa divertida. Estaba tan confiada en que no le iba a hacer nada que ni se molestaba en ocultarse detrás de Mechacoyotl. Este último, en cambio, si buscó cobertura detrás de la Suprema Azteca sin dejar de apuntar al dios azteca con sus cañones— ¡Mírate haciendo de hermano mayor como mejor sabes hacer!
—Tú hiciste esto —bramó Huitzilopochtli, apuntándola con su Macuahuitl—. Me mentiste. Dijiste que su castigo no iba a ser severo.
—Y no lo fue, Huitzilopochtli.
—¡¿Y QUE ES ESTO, ENTONCES?! —el rugido del Dios de la Guerra hizo temblar toda la galería. Con un brazo señaló a una Malina recostada en al camilla.
Omecíhuatl estiró los brazos hacia ambos lados, la mirada taimada y fija en los blancos de Huitzilopochtli. Comenzó a aproximarse a él con pasos lentos. Huitzilopochtli no bajó en ningún momento su espadón, su ahora se intensificó c cada paso de Omecihuatl, haciendo que tanto Mechacoyotl como el resto del mundo sintiera la tensión en el aire.
La Suprema Azteca extendió un brazo hacia delante, en dirección al Dios de la Guerra, e invocó en su palma una esfera esmeralda iridiscente.
—Esto es... la repercusión de confiar en los Miqunis —afirmó ella. Huitzilopochtli frunció el ceño, la confusión dominando su semblante ahora. Omecíhuatl sonrió levemente—. Yo envié a tu hermana junto con Xochiquétzal y Tepeyollotl a recuperar a Zaniyah, y así encerrarla junto con Quetzalcóatl.
—¡¿Para qué?! ¡¿PARA ASESINARLA COMO A MIXCÓATL?! —masculló Huitzilopochtli, botando saliva rabiosa que manchó su mentón.
—No como a Mixcóatl, no —Omecíhuatl negó con la cabeza, la expresión de su rostro siendo una empática y sosegada, cual psiquiatra lidiando con un paciente enloquecido. La esfera esmeralda se revolvía encima de su palma, y comenzando a reproducir una escena en primera persona sin sonido—. Para volverla una de mis Centzones, como a los Tlatoanis mexicas. Para darle una vida de lujos que jamás conseguiría con sus mentirosos padres. Ese era la tarea que le di a Malina, en ser su doncella. Y mira lo que hicieron...
El Dios de la Guerra no dio créditos a lo que vio en la esfera esmeralda y etérea de la Suprema. A través de los ojos de alguien, la esfera reprodujo la escena de Uitstli cargando contra una asustadiza Malinaxochitl descubierta tratando las heridas entumecidas de Zaniyah. El Jaguar Negro la agarró por el cuello, la estampó contra la pared, y la noqueó de un salvaje puñetazo. La escena se reprodujo de forma tan lenta que Huitzilopochtli no tuvo estómago para ver el puñetazo y a las dos mujeres agarrarlo de los brazos y alejarlo. Cerró los ojos, apretó la mandíbula, y emitió un gruñido airado.
—Uitstli le hizo esto a tu hermana —dijo Omecíhuatl, endulzando su cólera con echarle la culpa al guerrero azteca—. Sé que no te agrado del todo ahora, Huitzilopochtli, pero debe entender... que yo no soy tu enemiga —la esfera invisible reprodujo de nuevo el puñetazo de Uitstli a Malina—. Tu enemigo es Uitstli, y los Miquinis de las Regiones Autónomas que se rebelan contra nosotros. Si quieres proteger a tu hermana, protégela de Uitstli, no de mí. Protégela matando a Uitstli en el Torneo.
El Dios de la Guerra abrió y cerró los ojos varias veces. Bajó la Macuahuitl hasta hacer que su hoja impacte con el pavimento. El imponente dios se golpeó varias veces la frene con palmadas, y después los pectorales con los puños. Aquellos actos pusieron más en alerta a Mechacoyotl, a los Centzones y a los guardias, pensando que explotaría en cualquier momento. Controlando sus confusas emociones poco a poco, el Dios de la Guerra recobró conciencia de su ser, y todas esas emociones alteradas se concentraron en un solo individuo. En Uitstli.
Huitzilopochtli puso sus manos sobre las caderas y se dio la vuelta, dándole la espalda a Omecíhuatl. Al paso de los segundos se oyó un suspiro exasperado, y entonces él se dio la vuelta y miró a los ojos a la Suprema, la mano alzada y tensada, el semblante con una mueca de dientes apretados y ojos lagrimosos.
╔═════════ °• ♔ •° ═════════╗
https://youtu.be/boJTHa_8ApM
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro