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Harā'ēkō Bud'dha

EL BUDA PERDIDO

https://youtu.be/oc65Wo5w6sU

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https://youtu.be/9I_DKXWdmRU

ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯

|◁ II ▷|

24 de Diciembre. Año 2039.

Kailash, montaña del Himalaya. Tíbet.

Mientras meditaba, Kuro Kautama amaba oír el canto de las gaviotas graznando cerca de las costas montañosas de los cerros del ignominioso Himalaya.

Sus baladas, distantes entre sí, eran tan particular y melódicas que traían una endeble vida a estas llanuras de tierra muerta. Los árboles se podrían en polvo gris tóxico y el firmamento era un decolorizado bermejo. Las nubes eran lánguidas, y discurrían con movimientos irregulares por kilómetros y kilómetros de Océano Índico. Un océano de aguas negras tóxicas, carente de vida marina a primera vista y que la única actividad que se presentaba era la volcánica, con geiseres liberando sus vapores a más de ochenta metros de profundidad.

El monje budista se encontraba sentado con las piernas cruzadas, las manos sobre las rodillas y su dedo índice sobre el pulgar. Llenaba sus pulmones de aire intoxicado cada que inhalaba, y la paz reinaba en todos los puntos chacras de su cuerpo cuando suspiraba con gran vehemencia. Sus pulmones resistían con gran valía el oxígeno venenoso que impregnaba la atmosfera; no era difícil para él aguantar las condiciones a las que ahora estaban sumidas el planeta Tierra tras el cataclismo que trajeron los "Neo-Reyes del Apocalipsis".

Del cielo caía ceniza. Constantemente, y a menudo creando remolinos que desordenaban las nubes. Con la excepción de los graznidos y de la presencia de las gaviotas por toda la costa cazando crustáceos, no se veía otra forma de vida a la redonda. El silencio era tenaz en la solitaria habitación donde se encontraba Kuro, allí sentado cual Shantiveda. Las aguas infinitas se extendían por todos los puntos cardinales, dando la idea de que aquel cacho de tierra que consistía en una parcela del Himalaya parecía una isla perdida en otra dimensión.

Las velas eran su única iluminación en la vasta oscuridad del nuevo mundo. Protegidas de los vientos por los alfeizares, a veces revoloteaban y daban la impresión de apagarse, pero se mantenían firmes. Sus luces irradiaban la solitaria y negra estancia donde aquel monje budista se encontraba: un cuarto rectangular con alfombrado rojo desteñido, recuadros representando mándalas sagrados, Yidams, Dakinis, Herukas y a los máximos representantes del Budismo Tibetano, los Dalái Lamas, hasta llegar al último cuadro del Dalái Lama Tenzin Gyatso manchado con un raspón de sangre seca. El tantrismo que pululaba en aquellos aposentos era cetrino para cualquiera que lo viese, pero incluso Kuro, que los sentía a través de su meditación, no se sentía congojado por la compañía de aquel misticismo.

Kuro Kautama volvió a llenar sus pulmones de aire tóxico, para después purificarlos en una profunda exhalada. Sentía su budeidad casi perfeccionada, pero le faltaba algo que agregar en su Bodichitta. Aunque tenga el espíritu de un Bodhisattva, creía que los látigos del Samsara lo seguían atando al mundo material que no le permitía perfeccionar su despertar. El monje abrió lentamente los ojos y estos se posaron en la alta montaña del Kailash: un monte negro con forma de cuña de seis mil metros de altura, erosionado por la corruptiva atmosfera volcánica y con otras montañas del Himalaya atropelladas y aplastadas contra él.

<<Allí tiene que estar la respuesta a mi vacuidad>> Piensa Kuro, apoyando sus manos sobre el suelo para reincorporarse de un ágil salto con voltereta. En el proceso atrapa su bolso con los dedos de sus fuertes pies, y lo atrapa en el aire con su mano derecha. <<Veamos que secretos me has estado ocultando, Buda>> El monje budista se quedó observando el pico del Kailash por unos segundos antes de partir del templo abandonado.

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https://youtu.be/7jna9bvhdRE

ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯

|◁ II ▷|

Los ríos del Ganges y el Sita convergían irregularmente a través de las pedregosas llanuras, siendo irreconocibles sus cauces y siendo ahora largos trechos de agua descontrolada que iban a ninguna parte. Al estar separados del continente asiático, este cerro del Himalaya, llamado Dhanyakataka, lucía desde un punto de vista satelital un pedazo de tierra que constituía un archipiélago. De hecho, desde un punto de vista atmosférico, los continentes del mundo parecían haber sufrido una calamidad geológica.

Kuro Kautama se desplazaba con la agilidad un tigre bengala. Su ropaje (que consistía en un leotardo negro sin mangas, guanteletes con incrustaciones de gemas brillantes, una faja roja y pantalones negros con relieves de dragones serpientes dorados) le permitía movilizarse con la habilidad que lo caracterizaba como un guerrero nato de la naturaleza. Una naturaleza agonizante, pues entre más se adentraba en los senderos rocosos de las montañas, peor se ponía el panorama natural. Cada vez había menos vegetación, menos presencia animal. Todo ello era reemplazado con el impermeable cielo oscuro, los nubarrones y la lluvia de ceniza.

Había perdido la noción del tiempo de cuando había llegado aquí... o de cuánto tiempo llevaba aquí. Su superiora le había prohibido rotundamente viajar a Midgar, pero Kautama, en aquella rebeldía poco practica del Budismo Vajrayana, desobedeció las ordenes de los cuarteles generales. Y es que como no hacerlo sabiendo, además, que gracias al apocalipsis la tierra ha destapado muchos de los secretos que los gobiernos mundiales y divinos han ocultado durante siglos. El Himalaya escondía muchos secretos, en especial uno el cual está ahora más que fijado en la montaña del Kailash.

Buda también escondía muchos secretos, tanto en la vida como en la muerte del Samsara.

La temperatura de la tierra se había alocado hasta el punto en que las grandes reservas de hielo y permafrost se habían derretido, creando estos desfases geológicos tan caóticos. Irónicamente Kuro había escuchado también del enfriamiento extremo de los polos, trayendo pequeñas edades de hielo a regiones como las de Siberia, el subártico canadiense o la Patagonia sudamericana. Más allá de eso, no tenía idea de cómo la humanidad estaba preservando su supervivencia en estas condiciones (si es que aún quedaran humanos).

Kuro le gustaba otear las impresionantes vistas que la inmensa llanura de desolación negra tenía para ofrecerle. Recordaba cuando caminó con su "maestro" por las calles de las que otrora fueran ciudades de la India medieval, y cada que observaba el inquebrantable horizonte apocalíptico le traía el brebaje de aquellas memorias. Montañas de tres kilómetros de alto, cada una encerrando historias milenarias; bosques bañados melancolía y añoranza a la vieja tierra, muerta desde hace una década; gigantescas protuberancias de doscientos metros de alto, sus formas psicodélicas recordándole a todo el que la veía que la Tierra ya no volvería a como era antes.

Estas tierras ahora eran vastas parcelas de destrucción que la hacían irreconocible. La hermosura que tanto había caracterizado a la naturaleza de estos cerros se desvaneció, siendo reemplazada con la cólera latente de una madre tierra que se ha hartado de la humanidad. La ceniza volcánica, el oxígeno tóxico, la atmosfera rasgada por radiación cósmica, las eternas aguas negras y la ruptura bestial de los continentes eran prueba de que ya no había salvación para los mortales.

Eso no quiere decir que tenga un cuartel donde poder resguardarse. Antes de llegar aquí, Kuro Kautama ya tenía planeado los preparativos para establecerse en esta cordillera del Himalaya. Igual que un explorador sueco que se alistó para explorar la Antártida, el monje budista tuvo días, casi una semana de planeación en secreto para saber en qué ubicación establecer su campamento y qué materiales necesitaría para sobrevivir las inclementes condiciones de la nueva tierra. Desde que supo que la bifurcación del Himalaya del continente indico trajo consigo la revelación de los secretos del Kailash, Kuro añoró cada día de elaboración para estar donde estaba ahora.

Y ahora que se encontraba aquí, sentía una entremezcla de expectación, sabiduría, miedo y desolación espiritual de ver tanta tierra muerta y solitaria.

Derrapando por la cuesta de una pendiente rocosa con sus sendos pies, liberando breves pero intensas avalanchas de escombros volcánicos, Kuro Kautama descendió de la montaña hasta su lugar seguro. El campamento consistía en una fina cúpula dorada que estaba rodeada por tocones y otros árboles cortados. La esfera estaba infringiendo su intensa luz amarillenta por kilómetros a la redonda, protegiendo en su interior grupos de carpas y yurtas con relieves de mándalas hindús y budistas. La esfera, que al parecer protegía el campamento de la radiación y la ceniza, nacía de un árbol mecánico de un metro de alto, hecho de engranajes y recubierto con placas de bronce.

El monje dio una voltereta en el aire y saltó por encima de un surco de suelo volcánico. Aterrizó a unos pocos metros de la cúpula dorada. Se irguió y estiró su mano, introduciendo los primeros dedos a través de su gelatinosa superficie. A medida que entraba, la santa esfera desvanecía toda toxicidad que Kuro trajo consigo del exterior. El motor del árbol mecánico emitió un ruido robótico, y la esfera entera brilló con un tenue verde indicando el acceso de su dueño en el campamento.

El aire dentro del refugio trajo una satisfacción a los pulmones de Kuro cuando respiró y exhaló profusamente. Olía a pureza, a perfumes, a la tela de las carpas... y a pollo siendo estofado. Una sonrisa afable se dibujó en el rostro de Kuro. Empezó a caminar a paso apurado hacia el origen de aquel remolino de olores de yogurt y especias, su bolso colgando de sus dedos.

El monje acabó llegando hacia un claro circular, rodeado de conductos de cobre que distribuían el vapor por sus agujeros. El mecanismo funcionaba de tal forma que el gran horno en el centro del campamento cocinaba la mezcla de pollo con la sopa de leche de coco, salsa de tomate y otras especias que encantaron la nariz de Kuro con su aroma.

El monje dejó su bolso encima de un tronco que servía como banca. Se dirigió hacia la muchacha que estaba acuclillada cerca del horno, observando los dos tablados de hierro donde estaba terminando de hornear las sopas de pollo. Ella se dio la vuelta, revoloteando su melena blanca en el proceso, y observó a Kuro con una expresión mesurada. Tenía un ojo rosado... y el otro estaba cubierto por una orquídea del mismo color.

La chica extendió su prótesis de color negro que tenía por brazo izquierdo. Agarró el plato y se lo ofreció a Kuro. A pesar de no expresar mucho sus emociones a través de gestos faciales, Kuro sabía leer entre líneas la felicidad que ella sentía por verlo de vuelta.

—Contra eso no puedo refutar, Xia —dijo, asintiendo con la cabeza y aceptando el plato que le ofrecía. La muchacha de la flor rosada cogió su propio plato y siguió a Kuro hasta los troncos tendidos.

Sun Xiang Drönma era unos centímetros más pequeña que Kuro Kautama. A diferencia de él, que vestía de negro, ella portaba un vestido blanco de mangas acolchadas, le llegaba hasta la cintura y estaba abierto en su centro que revelaba su vientre y su escote. Tenía como decoro con gruesos cordeles negros que recorrían su superficie y una gruesa capa que descendía hasta sus rodillas. Mientas que los pies desnudos de Kuro no emitían sonido al pisar, los tacones negros de Xia chasqueaban la tierra con cada zancada.

Kuro y Xia tomaron asiento sobre el tronco de madera. Antes de comer colocaron sus platos sobre una mesita de madera, juntaron sus palmas e hicieron una breve oración budista agradeciendo la comida y rezando por la bendición armoniosa de esta tierra.

Comieron en silencio por un par de minutos hasta que Kuro rompió el silencio diciendo lo siguiente:

—No tenías que venir conmigo, ¿sabes? La desaparición de dos llama mucho la atención.

—Vingólf tiene problemas mucho más grandes a los que atender antes que su desaparición, Shifu —contestó Drönma mientras se llevaba una cucharada de la sopa a los labios (no sin antes darle un ligero soplido).

—Sí, veo que no lo entiendes —gruñó Kuro, aclarándose la garganta—. Yo soy un Einhenjer Electivo. De los más de mil quinientos que el Vingólf tenía a su disposición, a mi me seleccionaron sin yo saberlo un día antes de irme. Ahora deben estar como pollos sin cabezas nada más supieron que me fugue.

—Los Budas de Tierra Pura cubren tu escapada, Shifu. Cuando volvamos, nunca sabrán que has estado en Midgar —Xia se llevó otra cucharada a la boca.

—A veces me asombra ese optimismo tan denso tuyo —Kuro se la quedó mirando con ojos ensimismados. Xia respondió encogiendo los hombros, asintiendo con la cabeza y llevándose otra cucharada a la boca.

Tras terminar de comerse los estofados de pollo, Kuro y Xia se quedaron allí sentados sobre el tronco por casi un minuto en silencio. El monje alzó la cabeza y oteó con su melancólica mirada el firmamento nubloso, coloreado de dorado brioso por el filtro de la cúpula.

—¿En qué piensas, Shifu? —preguntó Xia, mirándolo con ojos que demostraban pinceladas de curiosidad bajo su seriedad escueta.

—Ya te dije que no me llames así —espetó Kuro, apretando los dientes.

—¿Y por qué no? Eso es lo que eres. Mi maestro.

—Yo no soy maestro de nadie. Ni tampoco estudiante de ninguno —Kuro entrecerró los ojos y miró a Xia con pocos cabales. La señaló con un dedo—. Que Brunhilde te haya asignado a mí no quiere decir que seamos profesor y estudiante oficial, ¿entendiste?

—Yo solo hago lo que me ordenan —Xiang Drönma cerró su ojo e inclinó levemente su cuerpo hacia delante en un gesto de sumisión—. Brunhilde me ordenó mantenerme a tu lado, y eso hizo que mi pupilaje pasara a ti. Estoy a tu completa disposición.

—¡No empieces diciendo cosas de doble sentido ahora! —Kuro endureció más su semblante en aquella mueca de asqueado— Óyeme bien esto, la única orden que te doy es que no te entrometas en mi camino. Puedes ser mi centinela o máximo mi guardaespaldas, pero que te quede claro que yo no necesito tu ayuda, ¿entendido? Y que sepas también que no te rescataré cual princesa en apuros con lo que sea que nos encontremos en Kailash.

—No se preocupe, Shifu. He sido preparada para enfrentarme lo que sea —Xiang hizo una leve reverencia al tiempo que alzaba su prótesis, mecanizando con sonidos de engranajes sus dedos de plomo.

Kuro entrecerró aún más los ojos y se pasó una exasperada mano por el rostro. Su pie no paraba de agitarse, producto de la leve ansiedad que lo atacaba en ese instante. El monje se rascó su mata de pelo marrón claro y se puso de pie. Desde allí pudo lanzar una vista analítica hacia el Monte Kailash, logrando ver algunas sombras puntiagudas que levitaban a su alrededor, dando aires más esotéricos a la montaña.

—Pronto le daremos uso al mapa que nos dio Maddiux para ir de lleno al Mundo Oculto —explicó Kuro. Extendió un brazo y abrió la cremallera del bolso, revelando en su interior una serie de reliquias hindúes desde brazaletes, ídolos, y lo que parecían ser llaves doradas con incrustaciones de gemas preciosas y el rollo de un mapa—. Si lo que me dijo Buda Maitreya es cierto, entonces aquí debería de hallar las respuestas al misterio del Nirvana de Buda Gautama.

Kuro Kautama apretó un puño, provocando que las incrustaciones preciosas de sus guanteletes brillaran con la pasión vibrante del temerario Bhiksu.

Xiang, tras él, se lo quedó observando con cierto grado de admiración oculto bajo aquél severo ojo rosado.

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https://youtu.be/yp7Mqp-X2wk

ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯

|◁ II ▷|

La opulencia de la mansión Folkvangr era admirable y hasta envidiable desde afuera, pero el silencio de sus interiores le daba un ambiente sombrío y desértico.

En una morada oscurecida donde el cuadro de una mujer militar uniformada resaltaba detrás de una inmensa cama matrimonial, las sabanas arropaban a otra mujer rendida en el sueño más profundo. Mientras que la mujer del cuadro tenía la melena blanca, la que dormía plácidos sueños tenía el pelo azul mediterráneo condecorado con un ornamento para el cabello de color dorado, como un kanzashi con la forma de una pluma. Con el pasar de los mudos segundos, la alarma de un reloj posada en la mesita de noche empezó a berrear, despertando a la adormecida mujer.

De un puñetazo calló el reloj, crujiéndolo incluso. La mujer se inclinó hacia delante, quitándose las sabanas hasta la altura de su cintura. Resopló su nariz hasta toser un par de veces. Estiró los brazos hasta tronarse los huesos; lo mismo hizo con su cuello al torcérselo de lado a lado y con sus dedos. Con el sentir de su cuerpo reactivado se quitó por completo las sábanas, revelando su esbelto y sensual cuerpo desnudo ante la negrura de la habitación.

Se dirigió hacia las compuertas de su closet y las abrió de par en par, revelando solo un juego de uniformes y vestidos blanco con azul oscuro. Agarró un gancho, sacó una pieza de uniforme y cerró el closet. Se volvió hacia la cama y se recostó sobre ella con tal de mirar fijamente el recuadro de la mujer uniformada. Dejó su vestido por sobre la cama, como si estuviera comparando la prosperidad de su poder a través de su ropa y de su sensual cuerpo contra el poder del pasado que representaba aquella mujer militar de la pintura.

La lideresa de todo el Valhalla, la Reina Valquiria, Brunhilde Freyadóttir, arrugó su frente y asintió la cabeza con firmeza militar hacia el recuadro de su madre al tiempo que se llevaba una mano a su enorme busto.

https://youtu.be/VQ6nAyc7OgY

ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯

|◁ II ▷|

Brunhilde dejó la muda de ropa sobre la cama y se dirigió hacia su baño personal, todo bruñido en oro reluciente. Antes de meterse a la ducha se llevó un micrófono negro del tamaño de una uña y lo activó, dejándolo en el lavamanos del baño. Por lo que mientras se bañaba, se la podía escuchar hablando constante y avivadamente a las voces del micrófono:

—No, ya te escuché, ministro. Sé que el balance del erario de toda la Civitas Magna tiene que fluctuar con los gastos que hay que hacer para cuando el aquelarre llegue. Diles a los funcionarios de Smith que hagan los arreglos; él se encargará de los estatutos. Ya tenemos suficientes tensiones entre los dioses reunidos ahora. Jeje, sí, casi que se volverán los dioses de la economía ahora.

Su voz reverberaba en la soledad del lujo de aquel baño de dos tinas y de murales con pinturas de valquirias cabalgando a lomos de caballos blancos alados.

Luego de tomarse el baño Brunhilde prosiguió en ponerse su uniforme. Su vestido acolchado de color blanco con bordados azul oscuro se amoldaba a los faldones con formas de pieles blancas que alcanzaban sus pantorrillas; se abrochó los botones dorados de su torso, se arremangó las mangas hasta la altura de sus hombros, se acomodó su corbatín blanco con broche de zafiro y mientras terminaba de colocarse las medias y los zapatos blancos, seguía hablando por micrófono:

—Cierra la boca por un momento, ¿quieres, funcionario mayor? Escúcheme, tiene dos opciones: o le paga las cuotas a ese demonio para que hagan los barrancos a sus diablillos y así no tengan que hacer pillajes como Cruzados llegando a Constantinopla, o se las tendrá que ver o bien con él o bien conmigo. Y créame, no querrá vérselas con mi cazador predilecto.

No se peinó la melena azul oscuro. Lo único que se hizo fue echarse el secador y después despeinárselo con sus manos. Y su voz reverberaba en la soledad de su pomposa habitación, condecorada con el recuadro de la antigua reina y de otras valquirias importantes que le daban aires de ser ella la nueva regente... pero solitaria.

Tras eso salió de su habitación y bajó las escaleras en caracol. El chasquido de sus tacones al bajar peldaño a peldaño magnificaba la esencia de la soledad ulterior de la mansión. La oscuridad parecía perpetua, sobre todo porque los ventanales tenían las cortinas cerradas. No obstante, a través de los resquicios, se filtraba sucias tenues de luz de colores rojo oscuro y anaranjado caqui, dando un aspecto aún más tenebroso a las salas de Folkvangr.

—Ohoho, ¿y tú crees que no lo sé? —gruñó Brunhilde mientras daba vueltas al tenedor, enredando los fideos para llevárselos a la boca y comérselos— Tú no tienes la menor idea de lo que estoy pasando ahora. Los Einhenjars por un lado, el Pandemónium por otro, los dioses arriba... Todo se me está echando encima, y toda decisión que vaya a ser ahora va a influenciar como un efecto dominó. ¡Así que no me vuelvas a decir que tenga cuidado, PORQUE BIEN QUE LA ESTOY TENIENDO AHORA!

Y colgó la llamada para inmediatamente pasar a otra. Tras ella había otro mural, uno de estilo griego de fondo negro y figuras de dos dimensiones representando a una valquiria proveyendo a un guerrero nórdico una espada. Una leyenda arriba de ellos rezaba en nórdico: "Aquellos que ahora están en un solo ejército".

Brunhilde se dirigió al garaje de la mansión, donde la esperaban un montón de carruajes mecanizados tirados por robots con formas de felinos y mecanizados con vapor. La Reina Valquiria, siempre con su rostro serio y hablando al micrófono, se decantó por el carruaje de su madre; una cuadriga rojo tinto con bordes dorados y dos robots leones de color bronce. Las compuertas del garaje se abrieron emitiendo sonoros rugidos mecánicos, revelándole a Brunhilde el desalentador exterior: el firmamento Ennegrecido y condecorado con un siniestro sol negro bordeado con una circunferencia roja que se ramificaba en una larga catara de luz naranja. Su apariencia se confería a la del ojo de un titan demonio, observando eternamente la inmensa ciudad que se extendía más abajo.

Los leones mecánicos rugieron intensamente y empezaron un trote hacia el exterior. La cuadriga despidió de sus cañones traseros poderosas ráfagas de plasmas que impulsaron el vehículo, sacándolo a vuelo a una velocidad de casi sesenta kilómetros por hora. El carruaje de Brunhilde voló como lo haría un avión, con los leones propulsándose en el aire utilizando cañones gravitatorios que generaban su campo magnético de vuelo. Esto hacía que, al volar a una altura de cien metros, Brunhilde pudiera apreciar nuevamente la extensa soberbia de arquitectura que es la ciudadela del Valhalla y la Civitas Magna.

Como si de un mundo liminal fuese, la ciudad consistía en una totalidad casi infinita de edificaciones, ínsulas, plazas, edificios públicos, avenidas, bulevares y rascacielos agrupados en planes hipodámicos estrafalarios. Esto hacía que la coidad tuviera el aspecto de París entremezclado con Washintong DC y con el atropellado aspecto de una ciudad romana. La ciudadela del Valhalla se separaba del resto de la Civitas Magna por una extensísima y gruesa muralla circular; su pesadillesca arquitectura, mezcla de la imponencia los muros de Constantinopla con los adarves y la forma de la Muralla China, la hacían ver mucho más titánica de lo que Brunhilde o cualquier otro conductor que iba a lomos de cuadrigas voladoras igual que ella apenas podía ver a simple vista.

Pero sin duda, lo más lunático de todo el panorama urbano era la estrella negra elevada en el punto más alto del cenit del firmamento que oscurecía la ciudad entera.

El cielo era una mancha constante de celajes naranjas, grises y rojo tinto, tan densos que no dejaban entrar muchos rayos del sol. Pero es que el mismo sol era el ojo de ese titán demonio, la marca de la antigua apuñalada que el mayor rey de los demonios le dio al mundo entero antes de caer en letargo. Un tatuaje de eterno castigo. Era una maldición echada a todos los ciudadanos quienes, transitando por las calles de la Civitas Magna con esa apatía, desolación colectiva y pesimismo característicos de ciudadanos que tienen que vivir en ciudades postguerra.

Pero incluso en las alturas y manejando con gran habilidad a los leones mecánicos, Brunhilde no desaprovechaba la oportunidad de seguir hablando por micrófono:

—Oh, sí, llama al periódico El Diario del Einhenjar y haz que pongan como titular "La Reina Valquiria está totalmente decepcionada con el fiasco político del Parlamento". Así es como lo llamaremos... ¿Eh? ¿Qué, me vas a objetar, Hoover? Ese es tú problema; sobre piensas las cosas. Habría sido yo la Reina Roja, ya habría exigido que te cortaran la cabeza. Espera, que ando recibiendo otra llamada —con un toque de su dedo sobre el micrófono desactivó la llamada para pasar a la otra.

El carruaje volador de Brunhilde sobrevoló por encima de los rascacielos de más de cien metros de alto, esquivando en el proceso a los vehículos voladores de otros conductores. Lo único que no podía esquivar, sin embargo, era la constante lluvia de cenizas que lagrimeaban las nubes tristes. Los rascacielos y otros edificios de la Civitas tenían módulos de paneles con los cuales poder limpiar, reflejar y evitar aquellas pavesas; pero a pesar de los mecanismos, la ciudad estaba en un estado perpetuo de suciedad grisácea.

—¿De qué hablas? ¿Cómo que la Escuela de Abogados defenderá y respaldará la llegada del Pandemonium? —la rabia se esparció por el timbre de Brunhilde, quien la apaciguó con un largo suspiro— Todo con tal de quedar bien con la agenda del Parlamento. De verdad que a veces no sé en qué piensa Robespierre. Dile que, si piensa jugar al juego de las intrigas palaciegas, lo veré en la corte antes de que pueda mover algún hilo.

La Reina Valquiria se aproximaba ya a la ciudadela del Valhalla. Desde lejos se veía como una impenetrable fortaleza con aquellos muros, pero ahora que estaba más cerca, lucía como una miniciudad dentro de la propia Civitas Magna. Dentro de sus muros reposaban las mansiones más grandes, las arquitecturas más extravagantes, los rascacielos más altos y de aspectos lúgubres (con el sol negro reposando tras ellos como una cortina ensangrentada), los laberintos de carreteras y callejones y autopistas más intrincados y confusos.

La cuadriga aterrizó sobre la plataforma circular y los leones robóticos rugieron una última vez antes de ponerse en modo reposo. Brunhilde bajó los tres peldaños del vehículo y sus tacones crujieron al pisar la piedra del helipuerto. La Reina Valquiria admiró con sus ojos rosados de severidad los majestuosos torreones de extensa imponencia. La ceniza caía sobre las estatuas de las Valquirias y también de Einhenjars, y sumado a las sombras que emitía el sol negro, daban el aspecto de ser la mansión de reino del submundo antes que el de uno de los cielos.

Por el muelle que conectaba el helipuerto con la morada de Vingólf, Brunhilde pudo observar a un séquito acercarse. Las guardianas valquirianas, con sus pletóricas armaduras cromadas con relieves dorados, formaron un círculo alrededor del helipuerto. Brunhilde le arrojó a una de ellas las llaves del vehículo, y esta se subió a la cuadriga, accionó la llave, reactivó los leones de hierro y salió volando hasta ocultarse tras uno de los torreones. Brunhilde giró la mirada y sus ojos se cruzaron con los verdes de una chica adolescente que está de pie ante ella.

https://youtu.be/rzLAXgN2hjg

ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯

|◁ II ▷|

Las guardianas valquirianas avivaron el paso y la siguieron. Geir ensanchó los ojos y corrió hacia ella, pasando entre las mujeres caballero hasta alcanzar a su hermana. Brunhilde ni siquiera la miró de reojo; en cambió se quitó el micrófono de su oreja y se lo arrojó a Geir, quien torpemente lo atrapó.

—Por fin. Ya se me iba a llenar el oído de cera con eso —gruñó Brunhilde al tiempo que atravesaba un umbral y se adentraba en la lujosa galería del uno de los torreones.

—¡H-h-hermana! —farfulló Geir, siguiéndola a través de la pomposa pero solitaria galería del torreón. A través d ellos ventanales se podía observar con lujo detalle los intrincados cuarteles que constituían la ciudadela del Valhalla así como el omnipresente sol negro— ¡¿Cómo puedes estar tan tranquila sabiendo quién viene para la Civitas Magna?!

—Se trata del Rey del Totius Infernum, ¿cierto?

—¡Se trata del...! —Geir se detuvo antes de terminar lo que iba a decir— E... etto... ¿Ya lo sabías?

—Pero por supuesto, Geir. No porque seas mi secretaria quiera decir que no lo sepa todo de antemano. No soy la misma "Hilde-Sama" antes del deceso de nuestra Reina Madre —Brunhilde le lanzó hostiles miradas de soslayo mientras atravesaban un umbral para, después, empezar a descender por una escalinata. El piso inferior del torreón estaba atestado con Guardianas Valquirias y funcionarios del edificio institucional que murmuraban entre sí rumores sobre las noticias recientes.

—En ese caso debes saber lo alocado que está la población, Onee-Sama. Nadie quiere a la prole del Pandemonium rondando por aquí. Todos siguen traumados por la guerra, y por lo que el Rey del Infierno nos hizo... —Geir miró de reojo el sol negro a través de los ventanales.

—Si hay una sola cosa que me enseñó la política cuando ascendí al trono, Geir —Brunhilde levantó su brazo con vehemencia y alzó un dedo—, es que la política se construye en mentiras, por lo que nunca se tendrá en cuenta al populacho. ¿O es que quieres que desatemos la Tercera Tribulación con tal de hacer caso berrinches de los humanos de la Civitas?

Geir se encogió de hombros, cerró los ojos y suspiro. Mientras que caminaban a través de la gente reunida en el piso inferior, recibían todo tipo de miradas de parte de los funcionarios nórdicos uniformados. Miradas que se entremezclaban con la desidia, el temor, la expectativa y el respeto.

—Mejor cabrear a todo el mundo menos a los soldados —masculló Geir al final.

—Lo mismo que decía mamá —Brunhilde sonrió pícaramente y le tocó el hombro—. Lo comprendes bien, hermanita.

Las hermanas Valquirias siguieron su camino a través de los puentes que conectaban los torreones de Vingólf unos con otros. La opulencia de la arquitectura gótica era contrastada con el filo oscuro de las impermeables sombras del sol negro. Los ventanales se manchaban constantemente por la lluvia de cenizas, y era el cargo de la Guardianas Valquirianas de hacer el mantenimiento debido. Mientras que atravesaban uno de estos larguísimos pasillos que constituían los puentes, Geir pudo ver a dos caballeros ángeles retemblar sus alas mientras limpiaban los ventanales; en sus miradas pudo determinar el pavor absoluto que era ser observados por el sol negro.

Alcanzó a oír a una de las valquirias espetar una maldición contra el "Estigma de Lucífugo". La mención de aquel epíteto ponía los pelos de punta a Geir.

Prosiguieron su recorrido transitando por un extenso pasadizo, sus paredes de color bronce oscuro condecorados con recuadros de las Valquirias Reales (sumando en total quince de los recuadros). Brunhilde se colocó frente a frente con las inmensas hojas de las compuertas que la separaban de la sala del consejo real. Miró a ambos lados, y las dos Guardianas respondieron a su orden abriendo de par en par las puertas. Brunhilde y Geir entraron en la sala y fueron recibidas con el apaciguador frío de los aires acondicionadores, así como las luces neón de las lámparas embebidas a las paredes.

Una ovalada mesa de vidrio negro grueso se extendía ante las hermanas valquirias por más de quince metros de largo. Siete sillas negras estaban dispuestas a lo largo de la mesa, y de ellas se pusieron de pie siete individuos que conformaban este pequeño consejo. Algunos lo hicieron exaltados, otros en señal de respeto. Brunhilde los analizó a cada uno con la mirada antes de mandarlos a sentar con un ademán de cabeza.

La Reina Valquiria caminó por la sala hasta llegar a su puesto en la otra punta de la sala. Geir la siguió hasta separarse de ella e ir hasta el tocador de la estancia, de donde agarró un pichel de bronce y una bandeja con ocho vasos de vidrio. Cuando Brunhilde se sentó en su silla, Geir ya estaba sirviendo su vaso con espeso vino alemán.

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https://youtu.be/13UqAYG3Q3c

ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯

|◁ II ▷|

—Primera vez que soy yo la que llega tarde —comentó Brunhilde con sorna, los brazos apoyados sobre la mesa negra—. ¿Y bien? No puedo ser la única que sabe lo que está en boca de todos ahora.

—Lo que dijo su hermana Geir tiene mucho peso, Su Majestad —respondió un musculoso hombre de barba negra recortada y melena grisácea como la de un león. Llevaba un abrigo de alto cuello con relieves dorados, una lorica segmentata negra ornamentada con insignias romanas, guanteletes dorados y un taparrabos oscuro con bordados dorados—. El terror y el pánico que está causando en la población es inexpugnable. La llegada del Rey del Totius Infernum ha despertado la histeria colectiva de la postguerra. Y no sólo eso; la llegada de ese aquelarre supone otra cadena de problemas.

—Esto es algo de lo que nos debimos de haber preparado, Cornelio —respondió Brunhilde con acidez. Mientras hablaba, Geir iba de puesto en puesto sirviendo vino—. Desde que los Supremos decidieron finalizar el letargo del Pandemonium con la ayuda que recibieron de ellos para poner fin al Rey de la Escarcha, la pregunta dejó de ser "Y sí" para convertirse en un "Cuándo".

—De todas formas, aunque dispongamos de los protocolos es difícil llevar la teoría a la práctica. Hemos tenido de muy poco tiempo para poder probarlo. Y la gente no se olvida de catástrofes cósmicas como la Segunda Tribulación de la noche a la mañana.

—Entiendo todas las dificultades que se te ha presentado —Brunhilde entrelazó los dedos y apretó los labios—, pero por eso es por lo que te nombre Jefe del Pretorio, ¿no? Porque eres capaz de solucionar los obstáculos más enrevesados. Es por eso por lo que hombres como tú conforman mis círculos sociales. Estoy segura de que algo como esto no debe ser nuevo para ti, sabiendo tu historial.

—Por más control que tenga sobre la ciudad con mi Guardia Pretoriana, aun así, habrá caos, Su Majestad. Sobre todo, por estos "Torneos Pandemonios" que pretende organizar Odín con tal de mantenerlos a raya, según él. Habrá casos de pillaje, robos, violaciones... atentados contra los derechos humanos de los mortales de Civitas Magna.

Tras un breve silencio, Brunhilde apretó los puños y los golpeó con ligereza sobre la mesa. Agrandó su sonrisa hasta ser una de oreja a oreja. Justo en ese instante Geir trató de servirle vino a Cornelio, pero el Jefe del Pretorio puso una mano sobre el vaso. La pequeña Valquiria entendió el gesto y se retiró tras hacer una reverencia.

—Robespierre, a mí me encantaría una explicación para nada de doble sentido a lo que Geir me dijo sobre que apoyarás judicialmente la llegada del Pandemonium. Sabes que no me gusta que tomes este tipo de decisiones sin antes yo tener conocimientos de ello.

El mencionado Robespierre bosquejó una sonrisa a cabal entre la travesura y la gélida honestidad. De cabello dorado peinado de lado a lado, ojos azules, rostro de gentileza e inocencia incalculable y vestido con una camisa negra abotonada bajo un bléiser de color marrón, el francés se llevó el vaso a los labios y bebió un sorbo con esa estrafalaria tranquilidad que lo define.

—Hay que atender a las agendas políticas de los Supremos, Majestad —explicó Robespierre con esa elocuencia parisina tan enervante—. Podrá ser usted la reina, pero hasta los monarcas exigen cuentas a los dioses que los pusieron en sus tronos. La llegada del Pandemonium atiende a una compleja red de acciones y reacciones de los Nueve Reinos que, tal como usted dice, no es correspondencia del populacho a decidir si está bien o no —el Jacobino volvió a beber un sonoro sorbo de su vaso de cristal—. Con esto no digo que usted no tenga poder alguno. ¡Para nada! Solamente hago que el Colegio de Abogados tenga manga ancha en este evento sin precedentes.

La Reina Valquiria se lo quedó viendo por un rato. Geir se encogió en una posición aterrada; la mirada de su hermana era aterradora desde tiempos antes de ser monarca, pero ahora era incluso diez veces peor. Lo más impresionante, sin embargo, es que vio como Robespierre podía mantener un ojo a raya contra los ojos verdes de Brunhilde sin sudar ni un poco. El Jacobino demostraba ningún ápice de terror ante el poder de la reina.

—Podrá tener los Supremos más poder político, pero eso no quiere decir que andes por ahí haciendo lo que quieras —espetó Brunhilde con sagacidad.

—Eso no quita que esto favorece tanto al Colegio como al propio Estado, Su Majestad —respondió Robespierre con tono condescendiente—. Cuando los demonios del Pandemonium vean que el Estado acredita a su rey como un Supremo oficial en la corte, entonces se apaciguará aún más a los alborotados diablillos.

—Al mismo tiempo que exhortas a los humanos te critiquen y te ataquen personalmente.

—No es primera vez en mi historia desde la Republica. Y ya tengo la respuesta a ello...

—Si vuelves a decir que es la guillotina, a ti será el primero al que le corten la cabeza.

Se hace un muy tensado silencio entre las partes. Tanto así que Geir sin querer colmó el vaso donde estaba sirviendo el vino, manchando la manga del miembro del consejo al que tenía en frente. El oficial aceptó sus disculpas y se limpió con una toalla que trajo consigo en su cintura, cerca de las fundas con formas esféricas que pendían de allí también.

Maximiliano Robespierre se quedó boquiabierto en este lapso de varios segundos de silencio. El Jacobino cerró los labios y solventó toda la tensión dibujando una lúgubre sonrisa en su rostro y bebiendo un tercer sorbo de su vino.

Un nuevo lapso de silencio se hizo en la sala. Luego de que Geir terminase de servir el último de los vasos con vino, regresó hasta el tocador, dejó allí la jarra y regresó al lugar donde le correspondía: al lado de su hermana mayor, y de pie. Cuando Brunhilde reparó en su presencia, le dedicó una leve sonrisa que solo Geir pudo notar al estar tan cerca.

—Le sugeriría con urgencia que no debemos permitir una política muy flexible con el Pandemonium, Su Majestad —insistió Publio Cornelio, estirando un brazo y agitándolo en gesto de persistencia—. Si se acomodan demasiado en la Civitas Magna con los torneos y otras actividades, empezarán a atacar como a principios de la Segunda Tribulación.

—La Corona ya ha escuchado su informe, Cornelio, y lo van a tomar bajo supervisión.

La inclemente y estricta voz de uno de los miembros del consejo terminó por acallar la profética insistencia de Cornelio. El Jefe del Pretorio no pudo protestar al ser atacado por la mirada penetrante de Brunhilde. El hombre que habló con astringencia y pudo callar al general romano se acomodó en la silla y entrelazó sus manos, ajustadas en guantes blancos. Vestía con un saco negro, un camisón rojo de manga larga y cerrado con cremallera, un mentón prominente que sostenía su sotabarba bien recortada, el cabello negro peinado hacia un lado y lentes que reflejaban la luz fosforescente y no permitía ver sus ojos.

<<Siempre tiene que hacer esa pose...>> Pensó Geir al ver como el sujeto apoya su mentón sobre los dorsos de sus manos entrelazadas.

—¿No le gustaría a Su Alteza hablar de la organización de esos Torneos Pandemonios? —inquiere el hombre de lentes, su retumbante voz rezongando en toda la sala como si le hablara a un micrófono.

—Estoy más que curiosa por eso antes que enrabiada —Brunhilde dedicó su mirada de intrigada hacia el individuo—. ¿Acaso te piensas encargar de su costeo, Adam Smith?

—Mientras que Robespierre quiere fluir en la agenda política de los Supremos en el tema judicial, yo lo quiero hacer en el lado económico —explicó el economista—. Es obvio que Odín ni ningún otro Supremo pondrá un duro en esto, y en cambio dejará que los distintos departamentos de pagos se encarguen de las comisiones —Adam se llevó una mano al bolsillo y sacó de allí una moneda estadounidense de la época de la Revolución. La tiró sobre la mesa y empezó a girar, y girar, y girar... hasta que cayó revelando la cara de la moneda—. Aquí es donde entro yo.

—¿Y cómo sabes que invertir en esto te dará rentabilidad? —Brunhilde enarcó una ceja— Siento que estarías echando dinero a perder.

—Ahí está lo gracioso, Alteza: no ganaré nada invirtiendo en esto —es en ese momento que los labios de Adam se tuercen muy pequeñamente en una sonrisa entramada en planes deterministas— No obstante, la inversión vendría con intereses que vendrían de las bolsas de valores. La burbuja de especulación iría en aumento, lo que significa ganancias viniendo de empresas más pequeñas.

—O sea que ganamos más si licenciamos estos torneos antes que vetarlos —dijo Robespierre, rascándose la barbilla en gesto pensativo—. No suena tan mal si lo pensamos, Alteza.

—Y teniendo en cuenta que se celebrará la reunión del Parlamento y con ello se reunirá centenares de familias reales del Totius Infernum... —Brunhilde se mordió el labio inferior y asintió con la cabeza mientras hacía un gesto de satisfacción inmensa— ¡Eso suena fantástico, Adam! Aunque habrá que consultarlo con tal de que no piense que tratamos de lucrarnos con esto a espaldas suyas...

Brunhilde permaneció con la sonrisa agrandada por un buen rato hasta posar su mirada monárquica sobre uno de los miembros del consejo. Al sentir la inquietud obstinada de aquel hombre de cabello azul oscuro lacio, ojos azul rey y bata blanca de científico por encima de su bléiser y su camisa ambos de color azul, la sonrisa de la Reina Valquiria se esfumó con lentitud hasta pasar de nuevo a su semblante severo.

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ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯

|◁ II ▷|

—¿Qué te inquieta? —Brunhilde frunció el ceño cuando la paloma mecánica del hombre, posada encima de su hombro, graznó robóticamente.

—¿Qué "qué" me inquieta? —el hombre se pasó una mano por el cabello y su paloma mecánica dio un salto, descendiendo hasta la mesa negra. Allí, el robot movió perpendicularmente sus ojos, y una miríada de brillos fosforescentes deslumbraron figuras de gráficos estadísticos con indicadores abismalmente distintos los unos de los otros— Esto, Su Majestad. Los efectos invernaderos de Midgar se están sintiendo cada vez más en los Nueve Reinos. Los cambios climáticos de los reinos, según me dicen las estadísticas de mis laboratorios, van a empeorar nuestra calidad de vida.

—Y qué coincidencia que sea justo cuando se anunció la llegada del Rey del Totius Infernum —corroboró Cornelio, entrecruzando sus vigorosos brazos.

El magnate de bata blanca empezó a alzar sus dedos, enumerando cada problemática ambiental:

—Más precipitaciones de lluvias de ceniza que traen a su vez precipitaciones de lluvias más monzónicas, aumento del CO2 en las atmosferas de los Reinos, el enfriamiento por el efecto invernadero... —el hombre detuvo su enumeración y cerró su mano en un puño— Eso sin contar la catástrofe moral y religiosa que ha causado este Estigma de Lucífugo en los últimos cien años.

—¿Y tu punto es...? —Brunhilde movió sus manos de un lado a otro en un vulgar gesto de no entender nada de lo que estaba escuchando.

El magnate científico apretó los dientes, cerró los ojos y asintió la cabeza para sí mismo.

—En resumidas cuentas: los Nueve Reinos acabarán igual de devastadas que Midgar en los próximos años.

Se hizo un estremecedor silencio. El rostro de la Reina Valquiria se ensombreció, solo para después la tensión ser mitigada por algunos cuchicheos que, para el científico, sonaban tan histéricas como de sentido negativista.

—Me impresionas, Tesla —exclamó Brunhilde, chocando repetidas veces su mano contra la mesa—. Moriste en la soledad del mundo terrenal, traicionado por aquellos a quienes consideraste camaradas quienes te robaron, y por último siendo rechazado por toooooda la humanidad como el gran inventor que ahora eres con tu empresa. ¿Por qué perder tiempo preocupándose por los mismos humanos que te dieron la espalda, mmm?

El rostro del magnate se ensombreció con gran tristeza. Cornelio lo miró de reojo, sintiéndose apenado por el brutal e inesperado ataque de palabras de la reina. Incluso Geir y otro de los representantes del consejo (uno de cabello dorado rizado en forma de cuadros) estuvo a punto de protestar contra ella, hasta que el empresario científico sacó de repente un marcador de tiza del bolsillo de su abrigo y, sobre la mesa, dibujó a toda velocidad una intrincada ecuación matemática. La paloma mecánica graznó con vehemencia y voló hasta el hombro de su amo.

—Baruch Spinoza y yo tuvimos vidas parecidas, Majestad —dijo Tesla, el humo de la tiza pululando en el aire; lo había escrito con tanta rapidez que la tiza del marcador se erosionó de forma volátil—. Fue un marginado y rechazado por la sociedad, tanto que tuvo que abandonar su oficio con tal de ganarse el pan de cada día. No obstante, su ingenio matemático y su firmeza filosófica lo dotaron de un aura mística que es recordada hoy en día, igual que la mía. Es gracias a él a quién le debo la Ecuación de la Geometría Sagrada, con la cual puedo determinar los aspectos del hombre en la psicohistoria... —el magnate movió su brazo por encima de la compleja ecuación blanca que dibujó sobre la mesa. Incluso sin entender bien lo que veían, Cornelio y Geir quedaron maravillados ante la hermosura matemática que Tesla garabateó en menos de un segundo.

Brunhilde se cruzó de brazos. La tontería de su sarcasmo se esfumó de su rostro y fue reemplazado con la más solemne de las miradas, pues no podía evitar escuchar con respeto sagaz la majestuosidad de las palabras de aquel hombre. El magnate mueve su mano por última vez, dibujando el valor número de la ecuación de la mesa.


Nikola Tesla, con el ceño fruncido, se recluyó sobre su sillón. Cornelio lo observó de reojo, ofreciéndole su más grande respeto de hombre a hombre por la valía de sus palabras ante la reina. Osadía que siempre tenía la oportunidad de ovacionar de él.

Volvió a reinar un silencio sin precedentes. Robespierre se terminó su vaso de vino con los últimos dos sorbos; el vaso de Smith seguía totalmente intacto; Tesla se bebía el suyo a sorbos irregulares, como un adicto a la cafeína que no sabía controlar los tiempos. Geir observó a cada uno de los miembros del consejo con expectativa desasosegada; tenía las manos brillando de sudor, a pesar del frío de los aires. De los últimos tres miembros que todavía no han hablado, Geir notó el rostro ensombrecido de uno de ellos; de cabello dorado, capa roja que ocultaba su camisa negra y pantalones de cuero oscuro, aquel hombre que emitía el aura que transmitiría un mago excepcional apretó los labios y se pasó un dedo pulgar por ellos.

—Si no hay nada más que agregar, entonces... —dijo Brunhilde, a punto de ponerse de pie hasta que...

—¡Hay algo de lo que deseo aportar a este pequeño consejo, Alteza! —exclamó el hombre de capa roja, poniéndose de pie antes que ella y tomándola por sorpresa.

Se hizo un repentino y gélido silencio. La Reina Valquiria se mordió el labio inferior y se cruzó de brazos al tiempo que se sentaba.

—Hasta que por fin hablas —gruñó Brunhilde. Extendió los brazos de lado a lado—. ¡Habla, pues! ¿Qué es lo que nos quieres comentar, Presidente Sindical?

Geir no pudo evitar fruncir el ceño. Más que molesta, Brunhilde hablaba como si ya supiera de lo que el miembro del consejo iba a exponer.

El mencionado presidente reveló su brazo oculto, enseñándoles a todos los presentes su grandilocuente prótesis de hierro cromado y decorado con distintos relieves arcanos. Colocó sus dedos de oro y plata sobre la mesa, y las alheñas de sus músculos metálicos empezaron a brillar con un color verde oliva intensificado. De repente, los pequeños generadores que estaban dispuesto en los extremos angulosos de la mesa salieron de sus madrigueras como parlantes ocultos, y la superficie fue cubierta por un complejo entramado de surcos de color verde neón que abarcó la totalidad del mesón.

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ᴠᴏʟᴜᴍᴇ : ▮▮▮▮▮▮▯▯▯

|◁ II ▷|

Una explosión de partículas esmeralda estalló de la superficie de la mesa. Geir se llevó tal susto que cayó de culo al piso, y se tuvo que levantar por su cuenta. Cornelio, Smith, Robespierre, Tesla y la Reina Valquiria observaron con gran interés el torbellino de luces que comenzaron a conformar recuadros holográficos en todo el espacio del mesón. Aquellos cuadros resplandecían tanto en color blanco que no permitía a los miembros del consejo ver lo que había dentro de ellos. Pero entonces, como se tratará de un revelado de fotos, los recuadros comenzaron a mostrar rostros difuminados de hombres y mujeres... de la historia de la humanidad.

—¿Oh...? —Brunhilde entrelazó sus dedos y observó con interés los semblantes holografiados de personalidades históricas allí programadas para ser vistas por todos. Generales, reyes, princesas, héroes y genocidas... La información de toda la humanidad dotada desde la palma prostética del Presidente Sindical.

—Las pruebas para los Einhenjers Electivos ha arrojado los resultados que tanto esperaba, Alteza —explicó el presidente arcano—. En vistas de que Odín reunirá a todos los Supremos para celebrar "La Conferencia de Urd", el Sindicato ha culminado lo que su difunta madre ha estado construyendo por siglos.

—El Proyecto de los Legendarium Einhenjar... —la forma tan mística en que Brunhilde dijo aquellas palabras puso los pelos de punta a Geir.

—Así es —respondió el Presidente Sindical. Movió grácilmente su brazo prostético, creando un torbellino de recuadros negros que se revolvieron unos contra otros. El hombre de cabello rubio articuló satisfactoriamente sus dedos metálicos, yendo así de recuadro en recuadro reuniendo los rostros de quince personas que, poco a poco, construían la mitad de un tablero de torneo—. Es posible que nosotros, los Magnum Ilustrata, sepamos de las verdaderas intenciones que tiene Odín al haber traído al Rey del Infierno al Reino de Asgard. Es todo con tal de hacerlo participe de la Conferencia de Urd...

—Y poner fin al destino de la humanidad... —murmuró Nikola Tesla, las cejas enarcadas en una mueca estupefacta.

—Exacto. Pero nosotros, el lado humano, estamos ya preparados para el desafío que nuestros creadores nos quieren imponer.

Para este punto los recuadros ya estaban reunidos, constituyendo un total de quince de ellos. En su proceso de difuminación se le iba revelando de a poco los rostros de los quince "Einhenjers Legendarios" que participarían en la campaña militar más grandes que el ejército de las Valquirias hayan planeado en toda su existencia. Era tal la catarsis de emociones que no solo Geir, sino también el resto de Ilustratas estaban demostrando a través de sus expresiones exageradas y sutiles. Geir, en su abadía de la adrenalina, viró sus ojos en los distintos recuadros, apenas pudiendo distinguir a algunos rostros: vio a un hombre de barba blanca larguísima, una mujer de cabello blanco y rostro pálido ensombrecido, un joven con coleta de samurái y, por último, y lo que más le llamó la atención...

El rostro del propio usuario de la magia arcana con la cual hacía esta exposición.

—U-u-un m-momento... —farfulló Geir, alzando una temblorosa mano.


—Pero por supuesto, Su Majestad...

El Presidente Sindical se quitó la capa roja, revelando su delgado torso de brazos flacos, sus hombros altos, sus pectorales de eterno joven bajo su camisa negra y la completa prótesis que era su brazo derecho. Una aguda lucidez se vislumbró en los ojos del Einhenjar Legendario, y sumado a la fina sonrisa de oreja a oreja, le dieron una atmosfera de astucia tan arcana como la magia alquimista que poseía en la palmada de su mano. Geir se quedó boquiabierta, mientras que Brunhilde asintió con la cabeza, satisfecha de ser testigo del vigor en el aura de color verde oscuro que rodeó el cuerpo entero de William.

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