Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

La última esperanza de Roma:


—¿A qué nos enfrentamos?

Cayo Júlio César, dictator perpetuo de Roma, no era hombre dado a repetirse, y, para su fortuna, tampoco los talentosos oficiales que ese día se reunían con él en el praetorium de su campaña. Cuatro generales estudiaban con detenimiento los planos y mapas dispuestos sobre la mesa en el centro de la habitación mientras escuchaban atentamente el informe de sus exploradores.

—Un ejército digno de los dioses mismos—terminó por decir el legionario, luchando por contener el miedo que se agitaba en su corazón—. Caballería pesada, arqueros montados, elefantes de guerra, los más grandes que jamás haya visto, y todo es sin mencionar a la falange macedónica que compone el centro y a las unidades de elite especializadas repartidas por todo el frente.

César exhaló un suspiro angustiado, no le gustaba lo que oía, pero la marcha atrás ya no era posible, sólo quedaba comprometerse.

Alea jacta est—declaró—. Centrémonos en lo que podemos hacer. Escipión, te quiero en el frente con tus legiones malditas para detener la carga de esos elefantes. Usa el falso muro de Zama o cualquier otra táctica que veas necesaria.

Publio Cornelio Escipión el Africano Mayor esbozó una sonrisa, llevándose un puño al pecho en saludo militar.

—Este ejército me recuerda al de Antíoco III el Grande en la batalla de Magnesia—comentó el veterano general—. Aunque la disposición de las tropas es una y mil veces mejor. Esa diosa realmente sabe lo que hace.

César asintió lentamente con la cabeza. No le agradaba, pero la verdad era una y era innegable. Los dioses los habían abandonado, y no les iban a poner las cosas fáciles. Muchos hombres estaban a punto de morir, podía olerlo en el aire. Sólo le quedaba hacer lo mejor que pudiese para reducir esas bajas tanto como fuese posible.

—¿Qué haremos con los flancos?—quizo saber Marco Antonio, el mejor de sus generales—. Si no detenemos a esa caballería pesada, a esos catafractos, acabarán por romper nuestras alas y desbordar nuestra linea. No se detienen ante nada, aplastan infantería y no se inmutan ante flechas o lanzas.

—Me hago la misma pregunta—reconoció el dictador—. Esas unidades han probado ser siempre un problema mayor. Si no somos cuidadosos, terminaremos cómo Craso en Partia.

Sentía un desagradable dolor en su cabeza. Catafractos, siempre eran catafractos, desde el inicio del periodo helenístico hasta el cenit del poder romano, la caballería pesada de oriente jamás dejaría de darles problemas.

—Podemos hacer como Alejandro Magno en Gaugamela o el propio Escipión en Magnesia—supuso, reticente—. Usaremos nuestra caballería, más ligera y veloz, para alejarlos de la batalla. No podemos vencerlos, pero podemos distraerlos lo suficiente como para que nuestra infantería derrote a la suya.

Se hizo un denso silencio. A nadie, ni siquiera a Escipión, le entusiasmaba la idea. Requería de sacrificar el uso de su caballería e implicaba muchas bajas que no podían permitirse con comodidad, por no mencionar que aún si se libraban, al menos temporalmente, de los catafractos, aún tendrían que lidiar con todo el resto del ejercito enemigo.

Entonces una voz se hizo oír a través del praetorium, recia, madura y cargada de decisión y experiencia:

—Deje que yo me encargue de esos catafractos, dictator.

Las miradas se volvieron hacia el emperador Marco Ulpio Trajano, Germánico, Dácico y Pártico, quien seguía estudiando el plano de batalla con aire decidido.

César no conocía mucho de aquel hombre nacido en Hispania, pero lo había elegido para formar parte de su consilium augusti tras haber oído de su intachable reputación. Técnicamente, como emperador, le superaba ampliamente en rango, pero Trajano siempre se había mostrado humilde ante César, reconociéndolo como el líder de facto de aquel consejo de guerra. Además, el dictador no podía evitar sentirse alagado por aquel hispano, que tanto se había empeñado en llevar a cabo los planes de César para la conquista de oriente, puestos en espera tras la inesperada muerte del dictador.

—¿Qué es lo que propones, imperator?

Trajano señaló las fichas que representaban a sus tropas sobre el mapa, haciendo especialmente énfasis en su artillería móvil.

—Durante las guerras Párticas me vi las caras más de una vez con esos jinetes en armadura. Mis hombres saben cómo lidiar con ellos. Además, mis legiones no son las únicas que cuentan con carroballistas. Déjame el flanco derecho y dale el izquierdo a Marco Aurelio.

Marco Aurelio Antonino, el rey filósofo, asintió muy lentamente con la cabeza. De entre todos los hombres reunidos aquel día, él era por lejos el más silencioso y atormentado. En su conciencia pesaba el decaer de Roma, pues se culpaba de no haber tenido a un digno sucesor. Fue su culpa que su hijo Cómodo llévase al magno imperio erguido por Augusto hasta una crisis que perduraría por siglos con sólo breves momentos de estabilidad de entre medio. Pero, al mismo tiempo, por eso mismo era él el más decidido a vencer en la batalla que les aguardaba.

—El flanco izquierdo está a salvo conmigo—prometió.

César repasó por última vez la lista de sus efectivos. Múltiples legiones, caballería, artillería ligera e ingenieros de campaña. En teoría, estaba en igualdad de condiciones con su enemigo, al menos en lo que se refería a calidad de equipamiento y número de tropas, pero algo seguía sin terminar de gustarle.

—Marco Antonio—pidió—. Necesito que te lleves a dos legiones y a un nutrido grupo de ingenieros hacia el oeste de nuestra posición. Será nuestro plan de contingencia en caso de que algo falle. El resto de ustedes, comuniquen las órdenes con sus oficiales. Que las tropas cenen y se vayan a dormir temprano. Despertamos al alba, desayuno y a formar filas.

Los generales del consilium augusti saludaron militarmente antes de desaparecer cada uno por su lado. Eran hombres de momentos y lugares distintos en la extensa historia de Roma. Eran héroes, dictadores, emperadores y cónsules que venían de familias y contextos muy diferentes, pero aquel día las distinciones entre rango nobleza se perdían. Sólo una cosa era importante, la victoria. Lo que viniese después podría esperar.

César se quedó sólo en el praetorium, inquieto y disconforme con los planes trazados. Era cierto que sus estrategas eran infalibles y sus tropas insuperables, pero eso era sólo cuando luchaba en Roma contra otros hombres como él. Para luchar contra los dioses, la táctica y la estrategia que siempre había funcionado podría quedar obsoleta.

—¿Tienes algo que agregar, Octavio?

Su hijo adoptivo, el primer emperador de Roma, Augusto, emergió de entre las sombras de la habitación. Había permanecido en silencio durante toda la reunión, disgustado por la presencia de Marco Antonio, pero consciente de que todos los hombres allí reunidos eran mejores militares que él mismo. Ninguno era tan afilado en la política como Augusto, eso era cierto, pero ese día la espada era más importante que el estilete.

—Comparto tu preocupación con respecto a lo que la diosa pueda estar planeando—admitió.

—No es sólo eso lo que te inquieta.

El emperador se cruzó de brazos.

—No apruebo el involucramiento de Marco Antonio en esta operación—reconoció.

César exhaló un suspiro. Se puso en pie y se acercó a su hijo, poniéndole una mano sobre el hombro.

—Eres astuto, Octavio, más de lo que yo mismo fui. Tomaste mi nombre y legado y lo expandiste hasta convertirlo en un imperio de una forma tan poderosa e incontestable al grado de que ni yo, César, lo hubiese hecho mejor. Pero hoy no es día de aferrarse a viejas disputas y rivalidades. Hoy luchamos no por nosotros o por Roma, sino por toda la humanidad, por los siete millones de años de orgullo.

El primer emperador alzó una ceja.

—¿Y entonces por qué es que ni Craso ni Pompeyo están aquí?

César dejó escapar una carcajada.

—Me conoces bien, y admito la hipocresía en mis palabras. Ensamblé un equipo que representa a Roma en su máximo esplendor, y eso los incluye a ti y a Marco Antonio. Y sí, dejé fuera a mis viejos rivales por multitud de razones, pero la incapacidad para volver a trabajar en conjunto fue una de ellas. Pero también fueron muchos los héroes a los que hube de dejar fuera, como a mi tío Cayo Mario, el escudo de Roma Quinto Fabio Máximo, o al gran Escipión Emiliano. La lucha que enfrentamos se pelea en muchos niveles, y elegir a los hombres adecuados para liderar esta campaña es uno de ellos.

Augusto estudió el mapa de combate, aún no del todo convencido.

—Si tus enemigos pudieron matarte, fue porque te separaron de Marco Antonio—dijo finalmente—. Permíteme a mí tomar el mando de las fuerzas de reserva que planeabas enviar con él y deja que tu mejor oficial se quede siempre al lado tuyo.

—Pensaba en tenerte a ti a mi lado—comentó César.

—Y me honra, dictator, pero lo que tengo ahora es un presentimiento poderoso. Te lo ruego, no como tu hijo, sino como el primer emperador de toda Roma. Déjame hacer esto.

Finalmente César cedió, haciendo un gesto con la mano.

—Sea. Hablaré con Marco Antonio y reorganizaré el plan de batalla. Ahora tú debes irte para alistar a tus tropas. Habrás de partir inmediatamente.

Augusto asintió agradecido, retirándose raudo del praetorium para poner en marcha su plan.







—Marco Aurelio—llamó Trajano.

El emperador filósofo se volvió en redondo, sorprendido de que el más grande de los gobernantes de Roma desde el divino Augusto le dirigiese la palabra.

—¿A qué le debo el honor de su visita, César?

Trajano negó con la cabeza.

—César es el hombre que dirige esta campaña y tampoco soy Augusto, pues él es el primero de los nuestros. Ante ti ni siquiera soy emperador, pues en rango somos iguales. Soy Trajano, a ese nombre respondía mi padre y a ese nombre respondo yo.

Marco Aurelio tardó varios segundos en procesar lo que oía, pero terminó por aceptar las palabras de su antecesor.

—¿Y a qué le debo el honor de su visita, Marco Ulpio Trajano?—reformuló.

El emperador hispano tomó asiento frente al trono de campaña de su interlocutor. Marco Aurelio hizo una señal a sus esclavos para que sirviesen vino a su invitado y se acomodó para escuchar lo que este tenía que decir.

—Soy consciente de que cargas sobre tus hombros el peso de los pecados de tu hijo—comentó Trajano—. Conozco ese sentimiento, pues eso mismo siento yo cuando pienso en Adriano. Y sí, sé bien que fue mi sobrino quien puso en el trono a tu padre adoptivo, Antonino Pio, y también sé que Adriano fue un gobernante eficaz, pero la realidad es que a él le debo que mis conquistas, todos mis años de lucha, mi vida entera dada en campaña, se hubiesen perdido casi de inmediato tras mi muerte. Ni la Dacia, ni Asiria, ni Mesopotamia. La conquista de Partia abandonada, mi puente sobre el Danubio destruido. Mortificarse por eso ya no hace sentido, sólo nos queda seguir adelante y luchar por mantener en pie el imperio que juntos, todos los hombres que hoy nos reunimos, hemos alzado. Tienes poder sobre tu mente, no sobre los acontecimientos. Date cuenta de esto y encontrarás la fuerza.

El rey filosofo esbozó una sonrisa.

—Esa última frase me suena de algo.

Trajano se encogió de hombros.

—Puede que haya estado leyendo sobre tu obra. He de decirlo, Marco Aurelio, de entre todos los emperadores que vinieron después de mí en la dinastía Antonina, tú fuiste el mejor de ellos. Pocos hombres en Roma fueron tan remarcables después de tu tiempo.

Pero tras algunos segundos de afable conversación, el ambiente volvió a oscurecerse.

—¿Crees que el plan del divino Julio César funcione?—cuestionó Marco Aurelio.

Trajano observó el vino en su vaso, como deseando poder ahogar todas sus preocupaciones en el alcohol. Por breves instantes se cuestionó sobre si seguir bebiendo, pues en vida había sido su afición al licor de Baco la que había acortado su existencia. Sin embargo, se dijo a sí mismo, ya estaba muerto y podría volver a estarlo en pocas horas, mejor era disfrutar de un último buen trago.

—César sabe lo que hace—aseguró Trajano—. Militarmente hablando, me fio completamente de su juicio. Pero admito sentirme inquieto, no luchamos contra hombres sino contra dioses, y las tropas lo saben.

—Habrá que subirles la moral—convino el rey filosofo.

—En efecto, y también estar listos para ejecutar planes de respaldo. Cualquier cosa es posible el día de mañana, pero una cosa es clara, no podemos ceder los flancos o seremos rodeados y aniquilados.

Marco Aurelio alzó su copa.

—Por la victoria—brindó.

—Por la victoria—asintió Trajano.







Escipión el Africano entró a su tienda con aire apagado, perdido, resentido. Había mostrado decisión en la reunión del consilium augusti y planeaba entrar a batalla con todo el arrojo del mundo al día siguiente, pero le costaba fingir aquel ánimo guerrero por mucho tiempo. Seguía sintiendo herido su corazón por lo qué el veía como la más absoluta traición. Sabía que no era tiempo de perderse en el pasado, pero no podía evitarlo, Roma lo había escupido, despreciado y exiliado, y aún así se atrevía a acudir a él en su momento de más necesidad. Le dolía.

—¿Te encuentras bien, Publio?—preguntó Cayo Lelio, quien fuese su mejor amigo en vida.

—Sólo cansado—respondió el veterano general—. Roma creció mucho desde que nos fuimos, ¿eh?

Lelio dejó salir una carcajada.

—Y que lo digas. Aunque no sé como debería sentirme siendo liderado por un mocoso más de ciento treinta años menor que nosotros.

Publio se recostó sobre una sella, exhalando un largo suspiro de agotamiento.

—Lo entiendo perfectamente. No termina de agradarme como esos emperadores lo veneran como a un dios, pero si es tan sólo la mitad de buen líder de lo que dicen, estamos en buenas manos.

—Estuve hablando con los legionarios de su tiempo—señaló Lelio—. Al parecer, el tío de César era un tal Cayo Mario, que a su vez sirvió a las órdenes de tu nieto, Escipión Emiliano.

Publio parpadeó dos veces, alzándose levemente de su asiento con gran intriga.

—¿Mi nieto?

Su amigo dejó que una sonrisa se ensanchase en su rostro.

—Bueno, nieto adoptivo. Era hijo de tu cuñado, Lucio Emilio Paulo Macedónico, pero fue adoptado por tu hijo Publio. Luchó en una Tercera Guerra Púnica, donde pasó a ser conocido como Publio Cornelio Escipión Emiliano, el Africano Menor. Si me lo preguntas, la manzana nunca cae demasiado lejos del árbol. Ese César tuvo buenas influencias al crecer, que a su vez tuvieron otras buenas influencias. Ahora queda ver si aquel legado de generales y soldados se diluyó o sigue tan vivo como en nuestro tiempo.

Publio miraba al techo de su habitación, perdido en sus pensamientos.

—Escipión Emiliano... mi nieto...—dejó que una muy leve sonrisa se dibujase en su rostro—. Ve con mi hermano y los otros, que se preparen. El día de mañana, Aníbal podría quedar como un matón de calle frente a lo que vamos a enfrentar.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro